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Teoría materialista-dialéctica del sujeto consciente

Carlos Javier Blanco Martín
Doctor en filosofía
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Resumen

Ofrecemos una definición de consciencia en los términos del materialismo dialéctico. Exponemos aquí una teoría filosófica y materialista del sujeto. El estudio de la consciencia no puede hacerse únicamente por medios naturalistas. Se trata de una explicación evolucionista e histórica que implica operaciones culturales: el trabajo y la praxis.

Palabras clave: sujeto, materialismo dialéctico, consciencia, evolucionismo, trabajo, praxis.

Abstract

We offer a definition of consciousness in terms of dialectical materialism. A philosophical and materialistic theory of subject is exposed here. The study of consciousness cannot be made up only by naturalistic means. It’s an evolutionist and historical account that involves cultural operations, labor and praxis.

Key words: subject, dialectical materialism, consciousness, evolutionism, labor, praxis.

Aportaciones gnoseológicas a la idea Sujeto en el sentido del materialismo constructivista

El sujeto debe ser incorporado en toda teoría del conocimiento. El conocimiento es la construcción de un agente. Si en una teoría del conocimiento hiciéramos abstracción absoluta del sujeto no podríamos dar un paso, dicha teoría no existiría. Solamente tendríamos ante las manos un listado de resultados, de conocimientos positivos y hechos. Las teorías del conocimiento de tipo descripcionista son de ese jaez. Todo el proceso encaminado a llegar a unos resultados o bien es obliterado, o bien es comprimido bajo un rótulo general, «descripción» bajo el cual las operaciones que llevan a cabo tal inventario de resultados quedan ocultas, como en una caja negra. Tan sólo el filósofo (o el psicólogo) se va a quedar con unos resultados. Algo concluido e inventariable, algo que «ya ha sido»: resultados, hechos, datos positivos.

Si ha de haber una teoría del conocimiento, esta consistirá en ser una teoría procesual, (Blanco, 1998) por fuerza, por necesidad. Los resultados —lo dado— sólo conforman un momento, por hablar en lenguaje hegeliano, del ciclo más amplio en que consiste conocer. De todos modos, la palabra proceso es en exceso ambigua y de vasta significación. En la naturaleza todo constituye un proceso. Las leyes de la naturaleza, más allá de cualquier consideración trascendente, son procesos que se dan con regularidad y espontaneidad. Toda entidad natural —un átomo, una célula— es, más allá de su encarnación como ejemplares de una especie natural, una suma sistemática de procesos, cuya resultante invariante temporal es precisamente tal entidad. Toda la ciencia natural contemporánea, en Física, Química, Biología y Psicología, nos ha conducido en los dos siglos recientes a la conclusión de que las entidades ontológicas que clasificamos bajo especies naturales en realidad son procesos. Todo es proceso, pero una tesis tan general, en la que daríamos más la razón a Heráclito (y Hegel) que a los Eleatas, debería ser profundizada para que se constituya en una tesis fértil al servicio de la gnoseología.

Un apunte hacia la idea de Proceso

En efecto, hay procesos y procesos. Deslindemos por de pronto los procesos que dependen, al menos en parte, de la actividad operatoria de sujetos. Y entendamos precisamente por sujeto todo tipo de agente operatorio capaz de iniciar ciclos procesuales que nunca se darían espontáneamente en la naturaleza al albur exclusivo de Leyes Naturales. Establecida esta delimitación, se pone de manifiesto que un tosco dualismo «Naturaleza» y «Espíritu» no se puede defender sin matizaciones de gran calado (Bueno, 1972). El sujeto que inicia esos ciclos operatorios no encarna la «Libertad» en ningún sentido absoluto o metafísico. El sujeto inicia tales ciclos de actividad sólo porque él, como entidad y (por ende), como proceso, forma parte de la naturaleza y obedece a unas mismas Leyes que toda otra entidad (y proceso). Entender al sujeto como iniciador de «Milagros», esto es, suspensiones de tales Leyes, o como una especie de Motor Inmóvil, que mueve sin ser movido, que causa unas secuencias de acción sin que dicha causa esté a su vez causada, no significa otra cosa que recaer en la Metafísica teológica. Toda la palabrería acerca de la Libertad es teología reintroducida de tapadillo en la cultura occidental.

Nuestra idea de Sujeto no tendrá que versar sobre una Metafísica de la Libertad. Nuestra idea de Sujeto deberá formar parte de un contexto naturalista en el cual los Sujetos —en general, humanos o no— son entidades que exhiben capacidad de iniciar cursos de acción en la naturaleza, cursos que no pueden ser explicados por una simple causa físico-química, sino más bien por un conjunto de causas y de condiciones que se condensan en un centro orgánico que las inicia. Este sistema de causas y condiciones que inician una secuencia operatoria —y no meramente mecánica o físico-química— no podría existir nunca de forma «dispersa» o «diluida» en el entorno extrasomático. El medio para que su origen pueda darse es un medio corpóreo, orgánico. La intimidad entre órganos y estructuras cognitivas, por un lado, y funciones operatorias que se pueden ejercer sobre el medio externo sólo es conocida por nosotros (aquí, en el Planeta Tierra, por nosotros, los Humanos) a esa escala individual y corpórea (Blanco, 2002).

Todo cuerpo biológico, todo organismo, es un sistema complejo que aglutina en su interior la totalidad de leyes físicas conocidas. Su acción —fisiológica, cognitiva— nunca representa una «violación» de esas mismas leyes. Al contrario, la existencia de un ser vivo es un desafío a la Sgunda ley de la termodinámica, lo cual supone a su vez un verdadero «despilfarro» en lo que respecta a la activación y realización de esas Leyes naturales. Al requerir un elevado grado de organización de la materia, condensándose en torno a un centro operatorio (centro psicofisiológico) el grado de desorganización material y consumo energético aumenta considerablemente en su entorno. De una manera laxa, podríamos decir que un organismo es un «acaparador» de organización, y por ende, al mismo tiempo, un «despilfarrador» de materia-energía. Con ello, en lugar de enfrentarse como ser «libre» a una naturaleza «necesaria» o determinista, cabría decir más bien que el organismo es un «acaparador» de secuencias deterministas, un condensador de Leyes físico-químicas.

Por esta misma razón, las secuencias operatorias que inicia el organismo, a un nivel genérico, en nada se distinguen de los demás procesos que acontecen en la naturaleza. Insultar a una persona, o cazar una gacela y comérsela son actos y procesos que forman parte de la naturaleza con la misma carta de derechos que la explosión de una supernova o la reflexión de un rayo de luz. Secuencias físicas y deterministas hay en los dos primeros ejemplos mencionados, y serán partes materiales de las mismas, pues esas dos acciones son naturales en todos los sentidos de la palabra. Con todo, el que un sujeto humano insulte a otro implica que ambos son centros orgánicos, dotados de sensibilidad y entendimiento, esto es, capacitados para recibir información (cuya base siempre es física), elaborarla, transmitírsela a otro sujeto con determinada intencionalidad, y determinado conocimiento de un contexto compartido, etc. Todos estos procesos cognitivos no dejan de ser físicos, pero son cognitivos en el sentido de que el sujeto-organismo es él mismo una entidad que lucha por no asimilarse al fondo general de procesos físico-químicos, que pugna por iniciar secuencias (procesos) que sobresalen o se construyen sobre y a partir de procesos físicos que, más tarde o más temprano, acabarán venciendo y difuminando al sujeto. Podríamos decir que las leyes cognitivas, las leyes psicobiológicas de construcción de los conocimientos son un «empeño» por aplazar el triunfo inexorable de la Segunda ley de la termodinámica. Muchos lo han dicho antes: el conocimiento comienza por la supervivencia, y forma parte del entramado que evolutivamente han ido creando los organismos para no desaparecer en un entorno cuya misma organización percibida y actuada, implica ya conocimiento.

Con las anteriores tesis no queremos ser reduccionistas en otro sentido. Ya llevamos ganada la idea de que un centro operatorio, esto es, un organismo, no puede ser reducido a las Leyes deterministas, y sin embargo no es un ser «Libre» en el sentido metafísico, esto es, que no se trata tampoco de un «violador» de las Leyes genéricas de la naturaleza, pues forma parte de esta naturaleza, y se inserta filogénicamente en ella, en concreto, en su lucha por sobrevivir y no disiparse en procesos genéricos, de bajo nivel organizativo, procesos donde el sujeto se esfumaría, al quedar reducido a meras cadenas físico-químicas. Lo que intentan los epistemólogos reduccionistas, analizar o «destruir» el sujeto reduciéndolo a disparos de neuronas o interacciones subatómicas, es algo que —dejando transcurrir el tiempo suficiente— ya practica la propia Madre Naturaleza, con su Segunda ley de la termodinámica.

El conocimiento es construcción

Digamos pues, que el Conocimiento es «construcción» dentro de un contexto en el que los agentes biológicos de la misma están inevitablemente sometidos justo a lo contrario, a una destrucción que, como individuos, les va a llegar en un plazo finito de tiempo. En el segundo ejemplo de secuencia operatoria, p. e., «un león caza a una gacela», no debemos subestimar las capacidades cognitivas del felino, en el fondo un ciclo percepción-acción semejante al del ejemplo de un humano que insulta a otro. La inexistencia del lenguaje verbal no es obstáculo para ver en el sistema león-gacela a dos sujetos operatorios cuyos jugos gástricos o neurotransmisores se atienen perfectamente a unas Leyes generales de tipo físico-químico. Sin embargo, siendo como son esos procesos naturales indispensables para la secuencia verdaderamente operatoria, es esta misma secuencia, en sus propios términos autónomos, la que realmente permite entender el conatus, el esfuerzo de los individuos y de las especies por sobrevivir, por seguir siendo, modificando estructuras —somáticas o cognitivas, ambas a corto o a largo plazo— sólo con el fin de que el viento de la termodinámica no se las lleve. Muerte o extinción, desorganización o degradación ontológica es lo que aguarda a todos los seres. El viejo Heráclito con su pensamiento medular, «nada permanece», debería ser el trasfondo para toda teoría materialista del conocimiento y de sus estructuras.

Las estructuras que produce el sujeto son esquemas temporales, hechos siempre con vocación de perdurabilidad. Los esquemas se detraen de un curso objetivo inexorable, el del tiempo termodinámico. Todos los seres vivos —v.gr. cognitivos— se parecen a esas barquitas que nada más probar la navegación acuática entran en un curso fluvial rápido, y de manera ineluctable se aproximan al gran salto que los precipitará mucho más abajo, como en las cascadas, a un nivel ontológico inferior de organización, lo que vale decir, a una «destrucción». Pero la destrucción —lo mismo que su contraria, la construcción— es de cierto cariz relativo. Depende del estrato material, —más organizado o menos— con el que hagamos un distingo.

Cada organismo se esfuerza en crear esas estructuras cognitivas en continuidad con las estructuras somáticas que le pertenecen, le sostienen, le resultan funcionales para la supervivencia. La microanatomía y fisiología de todos los organismos —encefalizados o no, da lo mismo— revela la sucesión pertinente de procesos que son coextensivos con la fabricación por parte del agente de sus estructuras. Estas poseen un carácter cíclico, y en tal respecto no hay diferencias entre psicología y biología general. Es decir, que la «percepción» de una demanda —fisiológica, etológica, social, etc.— es indisociable de la selección e integración de los cursos operatorios encaminados a su logro o resolución. Es un ciclo el que va de una «percepción» hasta una «acción» y viceversa. Y en realidad cambia muy poco las cosas el hecho de que la percepción de las demandas o la selección e integración de las acciones se desarrollen de forma más o menos consciente. La perseverancia del ser viviente, la búsqueda de su supervivencia en un entorno, no sabe nada de «cortes» ontológicos radicales entre el ciclo que, más bien por convención, se describe en la ciencia como de cariz puramente fisiológico y el ciclo —más complejo— que puede acarrear la activación de funciones mentales superiores.

Por descontado, la acción de percibir no es menos acción que la de correr, manipular, fabricar instrumentos, etc. Un grado mayor o menor de expresión motórica de las acciones no debería inducirnos a engaño. La «apertura» al medio es condición esencial de la vida de los animales dotados de un sistema nervioso, por más elemental que éste sea. E incluso se podría hablar también de apertura con respecto de seres unicelulares y de vegetales. Basta pensar acerca de su verdadera «inclusión» en un medio al que pertenecen y al que se deben, pues siempre se encuentran en esa madeja de relaciones extrasomáticas, que damos en llamar Ecología. Hay una capacidad «sensible» en todo ser viviente, incluyendo aquellos que no cuentan con receptores o estructuras especializadas para ello. El unicelular o el vegetal podría tener, bajo ciertos criterios ecológicos o biológicos, tanta sensibilidad como el animal superior. La sensibilidad habría de ser reconsiderada como una «facultad» genérica coextensiva con la vida misma, y en cambio la diferenciación evolutiva consistente en disponer de receptores específicos sensoriales debería más bien de verse como un capítulo más reciente y más «organizado» de la Historia Natural.

Otro prejuicio antiguo consistió en hacer de la sensibilidad una facultad meramente pasiva. La identificación platónica entre sensibilidad y materialidad, haciendo de la materia a su vez un equivalente de la pasividad, es la fuente de ese error.

Schopenhauer, en filosofía, y poco después, la psicología funcional, han descubierto esto:

«Causa y Efecto son, pues, la esencia de la materia: su ser es su obrar» (Schopenhauer, 2006 ,I, 10). «La ley de la causalidad es la esencia de la materia» (íbidem, 10).

En cambio, la psicobiología enseña que no hay un sentir sin procesos activos que excedan su descripción meramente fisiológica, que son procesos de construcción —y en este término ya va implícita las ideas de actividad— de esquemas perceptivos, de secuencias cíclicas de logro, etc. Que un trozo de materia sea «sensible» presupone negar de raíz la vieja premisa de su carencia de orden (formal) y de búsqueda de ese orden (psicología constructiva). Un trozo de materia «sensible» ya es, por definición, un ser vivo y por ende un ser activo, buscador de estructuras que le reintegren al medio, reintegración siempre pretendida y que consiste precisamente en (sobre)vivir.

Veamos ahora el por qué del empleo del término re-integración para hacer referencia al proceso de relación entre un organismo y su medio, relación que es de carácter cíclico en su ámbito más general y que comprende series igualmente cíclicas de acciones-percepciones.

Prescindiendo del uso que la palabra toma en las ciencias matemáticas, queremos indicar que la suma de elementos, cuyo ajuste recíproco supone un efecto sistemático que va más allá de las partes, y que además significa una verdadera transformación de los elementos incorporados (que ya no son los mismos que antes de su incorporación) esta idea, pues, puede ser la que invocamos bajo el nombre de integración. Si añadimos el prefijo re- no es sino porque estamos hablando de elementos y sistemas vivientes cuya lógica misma, a fuerza de no disiparse en estructuras de orden inferior o mantenerse vivas, nunca culmina del todo su esfuerzo, y la integración alcanzada en momentos previos, debe ser «buscada» y renovada en ulteriores momentos.

Un ejemplo para ilustrar esta idea podría ser el carácter especializado de las células de nuestro cuerpo. Las células de la piel, del hígado, del sistema nervioso, etc., ya «nacen» bajo el signo de su no autonomía. Se ha programado su existencia de manera que no vivan más como organismos individuales. Las diferenciaciones evolutivas de la materia viviente hacen, muy a menudo, que el grado elevado de organización exija una pérdida de autonomía en las funciones de los elementos integrantes. Esos elementos, al pasar a formar parte de una unidad superior restringen su capacidad operatoria, usualmente aquella que es más ostensible, como la locomoción, la autosuficiencia en la nutrición, etc.

Este tipo de ideas ya tuvo su expresión en la hoy tan olvidada Filosofía Natural del siglo XIX. Como ejemplo de las mismas citemos a Goethe:

«Si dividimos un organismo en sus partes anatómicas, y esas partes a su vez en aquellas que se pueden separar, acabamos por llegar a los comienzos que han sido llamados partes similares. No hablaremos aquí de ellas; más bien llamaremos la atención sobre una máxima superior del organismo que expresaremos de la siguiente forma: todo ser vivo no es un individuo, sino una pluralidad; incluso si se nos presenta como individuo, sigue siendo una acumulación de seres vivos autónomos, iguales en su idea, en su disposición, pero que pueden ser iguales o similares, desiguales o disímiles en su apariencia. En parte estos seres estaban ya originariamente unidos, en parte se encuentran y se reúnen. Se dividen y vuelven a buscarse y causan así una producción infinita de todas las maneras y en todas las direcciones. Cuanto más imperfecta es la criatura, tanto más se asemejan o parecen esas partes, y tanto más se parecen al todo. Cuanto más perfecta es la criatura, tanto más desiguales son las partes entre sí. En aquel caso el todo es más o menos igual a las partes, en éste el todo es distinto de las partes. Cuanto más similares son las partes entre sí, tanto menos subordinadas están unas a otras. La subordinación de las partes indica una criatura más perfecta».

Para una teoría materialista-dialéctica de la consciencia

¿Qué es la consciencia? La posibilidad de una respuesta viene dada precisamente por la abundancia previa de soluciones diversas que se han dado a esa pregunta, ya que no partimos de ningún «hecho primario». Frases del tipo «Yo pienso», «me doy cuenta de», y otras similares, son en realidad-frases muy elaboradas. Requieren un lenguaje muy desarrollado, y una tradición de usos lingüísticos muy peculiares. Por ello, para comenzar, sabemos que estamos frente a una tradición interrogativa, literaria, etc., que revierte una y otra vez sobre cada uno de los intentos de respuesta a nuestra pregunta inicial. Los filósofos han pedido, y a veces, han ofrecido, definiciones múltiples de la consciencia. Aunque sea de una forma resumida y simplificadora es lícito contraponer dos horizontes de respuesta completamente inconciliables. El horizonte grecorromano —clásico— y medieval, marcado en general por el substancialismo, y el horizonte moderno (en el que aún estamos) marcado por un punto de vista (una lógica, una metafísica) relacional. La ruptura entre estas dos grandes épocas es abstracta, es un esquema histórico-filosófico. De hecho, no se ha producido en todas las tradiciones nacionales (europeas) a un mismo tiempo, ni tampoco al mismo ritmo en cada una de ellas.

La idea (o intuición) inicial según la cual algo debe permanecer invariable bajo los cambios externos, aparentes a los sentidos, tomó el nombre de substancia. Y la consciencia fue substancia. En los párrafos siguientes vamos a considerar la consciencia desde un punto de vista radicalmente opuesto a este, y sin embargo, desde un planteamiento sobrio, incardinado en la época filosófica que desde el siglo XVII nos educa y nos hace «modernos» en el sentido fuerte; un planteamiento que implicó una revolución científica en el pensamiento. Una revolución que desde Galileo ha avanzado de forma incesante sin haberse deducido a fecha de hoy todas sus consecuencias.

En este capítulo defenderemos un punto de vista relacional acerca de la consciencia. A muchos les parecerá un punto de partida excesivamente abstracto, un falso paso adelante. Pero las implicaciones de este punto de arranque son múltiples y determinantes para todo el tratamiento posterior. He aquí sólo algunas:

a) Necesidad de un tratamiento filosófico del problema de la consciencia.

b) La idea de consciencia requiere ser tratada desde un punto de vista trascendental.

c) El estudio de la consciencia reclama un punto de vista evolucionista.

d) Ciertas formas humanas de consciencia son ininteligibles desde un puro naturalismo. Son formas practicas: trabajo y praxis.

Nos corresponde a continuación, desarrollar cada uno de estos «puntos de partida».

a) Necesidad de un tratamiento filosófico del problema la consciencia

Esa revolución que, entre otros, inició Galileo, ha significado la irrupción creciente de disciplinas científicas, todas ellas labrando campos más o menos amplios. Las ciencias físicas, químicas y hoy en día, biológicas y sociales, parecen exhaustivas en su forma de trabar el mundo, en su modo de tejer una poderosa e inmensa malla de relaciones que nada parece dejar fuera. La filosofía ya no puede engañarse con respecto a su función. Cuando apenas la lógica formal, la geometría o alguna observación celeste eran toda la «ciencia griega», (y en gran parte fue así hasta el Renacimiento) la filosofía todavía podía creerse capaz de rellenar las extensas zonas no labradas por las categorías científicas. Los avances del siglo pasado deslumbraron a muchos hombre cultos y parecía que los tratamientos filosóficos estaban de más (positivismo). Sin embargo, muchas ideas no quedaron agotadas por categoría alguna, siguieron su curso, fueron «usadas» como esquemas prácticos, unificadores de la actividad humana —no necesariamente especializada— y recogidas en múltiples discursos, para empezar, los científicos (Bueno, 1996 a, b). Es el caso de la idea de consciencia. Al igual que muchas otras (Vida, Conducta, Conocimiento), la idea de consciencia pide referencia a múltiples contextos. Las dificultades para fundar una ciencia unificadora han sido patentes. La psicología ha pretendido ser esa ciencia específica de la consciencia. Léase a Descartes y a sus seguidores. Mente y consciencia se identificaron, eran ideas coextensivas; aun eran substancia: res cogitans.

Este punto de vista ya no coincide de ningún modo con la Psicología experimental moderna. Leibniz estuvo más cerca de los conceptos actuales. Gran parte de lo se que puede conocer empíricamente de esa «cosa pensante» es aquello que, precisamente, no arriba a la consciencia. La psicología puede hacer uso de un sinfín de métodos indirectos, al igual que las ciencias físicas, para conocer un espíritu que ya no es simple (luego ya no es aquel espíritu substancial e indivisible que se pretendía). Las apelaciones a un «testimonio de la consciencia» tan frecuentes en los escolásticos y en los racionalistas —como Descartes— que les siguieron, tenían un valor muy limitado para avanzar en ese proceso de-substancializador de la consciencia. La psicología ha pretendido un enfoque natural y empírico, volviéndose sobre nociones metafísicas de origen moral o cosmológico, para integrarlas en una nueva fase del desarrollo de las ciencias. Ya no era un disciplina filosófica. No podía seguir siéndolo. En rigor, la psicología natural y experimental sólo arranca a pesar de la existencia, rancia y polvorienta, de una psicología filosófica. La consciencia ya no era coextensiva con la mente, ni recíprocamente. La consciencia no era un atributo exclusivo del hombre, ni un don divino, sino un proceso relacional, que conoce grados, descomponible en subprocesos, en constituyentes, con bases fisiológicas evidentes, etc. Se empieza a poder trabajar científicamente desde cierta heterogeneidad, como corresponde a las ciencias, que nada saben de substancias cerradas en sí mismas, nada de mónadas inalterables, sino de mezclas constantes, versan sobre construcción, hablan de complejidad. Si los psicólogos del siglo XIX se hubieran aferrado al substancialismo, el alma humana, «que en cierto modo es todo tipo de cosas» (Aristóteles) sólo podría seguir vinculándose, metafísicamente, con aquello que le trasciende, con Dios. Un punto de vista trascendental se imponía, cuando esa substancia simple, en cierto modo presente en todos los seres, por grados, se confundía con todo lo creado. Nosotros proponemos un punto de vista trascendental (filosófico). Trascendental, aquí, simplemente quiere decir que la idea de consciencia, como tal idea filosófica, no ha quedado agotada o anudada en un sistema conceptual empírico. La fisiología, la bioquímica, la genética, la neuropsicología, la informática, la lingüística… Son legión las disciplinas que, más allá de la psicología (una psicología humilde y difícilmente unificadora) pretenden referirse a la consciencia. Ante tal muchedumbre disciplinar, se hace necesario un punto de vista que cribe y sistematice tales categorías, sin que se deje reducir a ninguna de ellas. Y no es el punto de vista divino, ni el de una supuesta verdad absoluta. Al contrario, es un punto de vista también «humilde», pero imprescindible, que carece de datos propios, salvo los suministrados por los especialistas. Este es nuestro segundo punto para arrancar: transcendental (Bueno, 1996c).

b) La idea de consciencia requiere ser tratada desde un punto de vista transcendental

Ya queda dicho que no es escasez de información sobre la consciencia la que nos obliga a recurrir a un punto filosófico de arranque (trascendental). Al contrario, es la abundancia de búsquedas, de categorías y de discursos, y todos versan sobre este «misterio» de la consciencia. La filosofía, como saber racional, no sabe de misterios, sin embargo. No hay lugar para noúmenos, ni pronunciamientos acerca de lo que nada se sabe. Lo que aún no está investigado por los expertos competentes, nadie lo puede predecir, menos aún el filósofo. Sin embargo, hay recias tradiciones en biología, sobre todo desde el triunfo del evolucionismo, que nos permiten decir algo sobre lo ya conocido, sobre lo que en modo alguno constituye un misterio o una región inexplorada.

No es exagerado decir que la segunda gran revolución científica fue la darwinista. Tras la revolución galileana, apenas es imaginable un sector del mundo, el mundo práctico en que los seres humanos civilizados nos movemos, que no esté múltiplemente apresado por las mallas de la cientificidad. Una «explosión de ciencia» es lo que aconteció históricamente. Ahora bien, la proximidad con los animales, la idea de que para todos los efectos el Homo sapiens es animal y desciende de otros animales, la idea de que el hombre natural evoluciona y es resultado de procesos de cambio, fue el segundo gran paso hacia la de-substancialización de todo lo existente, de la primacía de las relaciones frente a entes finitos cerrados por su substancia. Relaciones determinantes —algunas de ellas causales—. Fue, por tanto, el paso decisivo hacia una cabal comprensión de realidades basadas en la transformación de tipos de relaciones en otros tipos o clases de relaciones.

Enseguida, desde presupuestos llamados «funcionalistas» se quiso dar a la consciencia un papel en este nuevo teatro de acontecimientos. El hombre como ser activo, venciendo sobre su ambiente y en competición con otras especies y consigo mismo, fue un cuadro inaudito en comparación con el cuadro cristiano predarwiniano. Este Hombre anterior a la revolución evolucionista era la criatura privilegiada ante los animales y demás creaturas, pero subordinada plenamente, y deudora de sus atributos esenciales de Humanidad ante una Persona divina situada en otro plano, trascendente, a quien se le parece por analogía. Este nuevo materialismo evolucionista, junto con el conocido como materialismo dialéctico de Marx y Engels, fue de muy distinta hechura si lo comparamos con el dieciochesco. Aquellos ilustrados se referían al hombre máquina, a los autómatas naturales, al sensualismo y al corporeísmo. Retiraban el espíritu a los cuerpos humanos y animales, pero con estos mismos cuerpos no sabían los franceses enciclopedistas qué hacer: aún seguían atrapados en una imagen estática de la naturaleza y de sus partes. Apenas se intuía el carácter dialéctico del desarrollo. Comte, Hegel y Darwin coincidieron en ofrecer cuadros progresivos, dialécticos, del desarrollo, de una naturaleza y de una historia en sí mismas cambiantes. Quedó dicho: la Naturaleza es Historia.

Con este nuevo cuadro, se echa de ver que ese carácter histórico de los desarrollos, con esta substitución de las sustancias inmutables por realidades en proceso, genéticas, las distintas ciencias quedan recíprocamente implicadas o recorridas por las ideas que les son comunes. La consciencia, lo mismo que la vida, la materia, la conducta, el cambio, el azar… Todas demandan un punto de vista trascendental, no por defecto, sino por un exceso de tratamiento categorial. Hoy podemos leer muchos y sagaces informes de la neurociencia, en plena expansión en los días que corren, pero ¿podemos olvidarnos de cuanto nos digan arqueólogos y antropólogos, zoólogos, sociólogos, etc.?

Para evitar amalgamas, habrá que regresar a contextos ajenos a los de la neurociencia, la psicología, la etología o la ciencia social, tomada cada disciplina una por una, por separado. Habrá que acudir a contextos causales, que nos remitan a cadenas de transformación sobre estados precedentes, y en los que realidades mutuamente heterogéneas se ven causadas o concatenadas entre sí de manera cambiante, sin recurrir a ningún deus ex machina a lo largo de dicha historia: Estos contextos son los de la evolución. Más adelante, comentaremos la teoría evolucionista de Engels, como ejemplo de este tipo de regressus o recomposición «histórica» de la consciencia humana. ¡Algo tan alejado del punto de vista empírico ramplón que, una vez dotado de instrumental adecuado, pulsa un material y dictamina: «he aquí, la hemos encontrado, la consciencia!»

c) El estudio de la consciencia reclama un punto de vista evolucionista

El lector que ha llegado hasta aquí, se da cuenta de que este tercer punto de partida especifica, simplemente, los dos precedentes. Hay que hacerse cargo de la revolución darwiniana, hay que sacar partido de sus implicaciones. Por procesos de evolución orgánica, se explican multitud de formas y actividades naturales. El carácter constructivo de la evolución orgánica es el que cuenta, sin necesidad alguna de remitirse a ningún tipo de finalismo. Se ensayan nuevas formas sobre estadios morfológicos ya alcanzados, y cada nuevo estadio entra en relación diversa (adaptativa o desadaptativa, por ejemplo) con el estado de cosas precedente, al mismo tiempo coexistente, una coexistencia que no se extingue, sino que se concatena causalmente con las «nuevas formas», durante cierto intervalo. Lo nuevo (emergente) es, desde cierto punto de vista, viejo, no creado de la nada, sino reorganización de unas mismas y viejas partes materiales bajo nuevas formas, que se oponen o compiten con las otras morfologías en relación.

Siempre ha habido una cierta tentación teleológica en la interpretación de la evolución orgánica. En vez del fijismo auspiciado por la religión cristiana, creación separada de especies, dotadas por diferencias específicas, o atributos esenciales, como tener un alma o una consciencia en el caso del hombre, se quiso ver un progreso o pretensión hacia el espíritu. Todos los otros «ensayos» animales habían quedado imperfectos o incompletos en esa tentativa hacia algo superior. Este «progresismo» hacia formas de vida superior consideraba que el hombre se hallaba en un pináculo, sin menosprecio de su subordinación a un Creador, pues la subordinación era dada en otro plano. Tal clase de progresismo ya se ve hoy fuera de crédito, aunque no del todo desactivado. Es más fructífero empezar a hallar homologías inmanentes entre las propias especies conocidas, como hacen los biólogos con las partes anatómicas, tanto vivientes como extintas. De la consciencia también pueden hallarse «homologías», sin calificaciones gratuitas de «superior» o «inferior», sin necesidad de lanzarse al empleo de términos como «atisbo», «preparación», «rudimentos», etc. todos ellos referidos a la cognición animal, más o menos implicada en un «darse cuenta» por parte del ser vivo. El punto de vista tradicional, que vinculaba estrechamente la «vida» con la «sensibilidad», y con cierta jerarquía de grados, se ve ahora corregido si señalamos, desde el evolucionismo, que los grados simplemente son formas de adaptación distintas de otras, construcciones alzadas sobre estados precedentes. Es correcto y necesario proceder a la búsqueda empírica de estados de consciencia homólogos a los humanos, y a la secuencia «gradual» de estados perceptivos, o meramente sensoriales, que en animales más simples (cuantitativamente, por ejemplo animales sin un sistema nervioso dotado de centros), han ido dando paso a conductas que, entre los hombres, nosotros llamamos «conscientes». Pero, además, en nuestra especie, las condiciones de competición con otros animales se volvieron un día mínimas y ese fue, realmente, el ingreso en la «era histórica»: el que hizo que la competición tomara formas intraespecíficas, y eminentemente sociales. Más adelante explicaremos que la evolución misma no es un proceso uniforme, al construirse sobre capas de «resultantes» o emergencias, no reducibles, sino re-absorbentes. La evolución construye también sus propias leyes o secuencias causales, que son cambiantes según fases. En lugar de ver a una especie, la humana, o cualquier otra, situada en cierto pináculo, dominando a seres inferiores de la creación, hablaremos de potencia controladora, de poder diferencial de sometimiento de unas especies contrastadas con otras. Esto nos obliga a precisar un nuevo punto, que tiene mucho que ver con el paso de la evolución orgánica a la historia (o evolución «cultural», por analogía), el paso de la caza y recolección al trabajo, el desbordamiento de marcos estrictamente naturalistas y su absorción por parte de marcos históricos y sociales. La interferencia causal entre los dos tipos de contextos es la vida tal y como la conocemos. Salir a la calle y ver gente, comportarse con y respecto a ella, trabajar y filosofar. La relación entre naturaleza y cultura es abstracta: la propia naturaleza del hombre es, desde hace un par de millones de años, y cada vez más, histórica o social.

d) Ciertas formas humanas de consciencia son ininteligibles desde un puro naturalismo. Son formas prácticas: trabajo y praxis

Arriba quedó dicho que la especie humana no es una realidad dualista. Por influencia teológica, el compuesto humano lo era de cuerpo y alma. De origen así mismo teológico, y muy desarrollado por el idealismo alemán del siglo XIX, la humanidad se escindía en Naturaleza y Cultura (Historia). Aún estaba sin desarrollar el carácter dialéctico de una evolución en la que la propia Naturaleza es histórica, y en donde la actividad humana juega su papel natural y también histórico, sin menoscabo de la persistencia de ritmos y pautas conductuales. Pautas etológicas, cogenéricas de otras pautas y conductas animales que se pueden organizar en sistemas o estructuras de naturaleza social e histórica, tal y como atestigua el proceso incesante de fabricación de útiles y herramientas, y el proceso igualmente incesante de diferenciación social de los grupos humanos, en especial por el cambio —a escala histórica y no ya geológica— de las necesidades productivas. El individuo humano, de forma típica se comporta de manera práctica. Siendo, como cualquier criatura viviente, un centro de actividad además de una colección compleja de partes, es un centro de actividad inmediatamente recortado o moldeado por los demás centros de actividad circunstantes a lo largo de su crianza y su desarrollo vital. Se trata del «lado activo del idealismo», que Marx valoraba en su justa medida. La primera Tesis Sobre Feuerbach merece todavía ser recordada (Marx, 1975, p. 426)

«El defecto fundamental de todo materialismo anterior —incluido el de Feuerbach— es que sólo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal. Feuerbach quiere objetos sensoriales, realmente distintos de los objetos conceptuales; pero tampoco él concibe la propia actividad humana como una actividad objetiva (…)».

Trasladados a nuestro problema, el de la consciencia, no podemos olvidar el carácter práctico que, remitido a procesos evolutivos, y desde una perspectiva relacional y trascendental, permiten reconstruir tal idea, no sólo extensionalmente, sabiendo a qué objetos o fenómenos hace referencia, sino intensionalmente, esto es, por relación a qué otras ideas está unida de forma no accidental a ella.

El carácter práctico de la consciencia que puede hallarse también en la vida animal de muchos vertebrados, al menos, bloquea cualquier consideración ora subjetivista ora objetivista, contrafiguras una de la otra. Entre las segundas destaca el fisicalismo (por ejemplo, la consciencia reducida a movimiento de los cuerpos, estudiados a la manera behaviorista). En la actividad consciente, habrá pensamientos internos y subjetivos o habrá movimientos musculares, gestos (por ejemplo, la sujeción de barbilla representada por El pensador, de Rodin), pero nada de esto tiene que ver con una definición, con una esencia de lo consciente. La consciencia, como sub specie del conocimiento es práctica; incluso podríamos decir, por las necesidades peculiares del hombre en su supervivencia como tal hombre, es el aspecto del conocimiento que de una forma más inmediata es práctico, y cuya verdad se demuestra en la práctica, su verdad consiste en esa transformación del mundo, no en un mero ajuste a él. Esa transformación ya se tiene que denominar trabajo y no, simplemente, comer, buscar comida, defecar, copular, huir de enemigos y de una temperatura extrema, cuidar de la prole, etc.

No son pocos los científicos de diversos campos, que tienden a ver la consciencia como una suerte de substancia, si se quiere más sutil, o como una efervescencia de las neuronas, criticada en sus días por Bergson. Y además se trataría de una efervescencia «orientada» apuntando a la acción, una respuesta encubierta, pero con una teleología implícita en ese movimiento. Una cuasi respuesta. No vamos a copiar citas, pero muchos neurofisiólogos suscribirían párrafos como el del espiritualista Bergson:

«La consciencia de un ser vivo, (…), es solidaria de su cerebro en el mismo sentido en que un cuchillo puntiagudo es solidario de su punta; el cerebro es la punta acerada mediante la cual penetra la consciencia en el compacto tejido de los acontecimientos,» (…) (Bergson, 1985, p. 233).

Hoy en día, ciertos experimentos de registro de actividad cerebral quieren detectar esta direccionalidad e incluso actividad anticipadora en un cerebro respondiente al entorno. Otro tanto se dirá de aquellos que admiten una consciencia emergente en los animales, pero «graciosa» en el hombre. Esta es otra idea de Bergson, una nueva versión de la metafísica rupturista, que tiende a considerar que los animales entran de lleno en la esfera de lo «natural» y «sensible», mientras que al hablar de seres humanos, habría que ver «humanidad» como convertible en espiritualidad, en todas y cada una de la referencias, propiedades, relaciones, actos y circunstancias de nuestra especie. Nótese que no sólo se trata de atribuir unas «diferencias específicas» del hombre con respecto a los animales, sino que se trata de postular que incluso en aquellas notas que pueden ser comunes con los animales, (en la tradición aristotélica es la «sensibilidad») tiene que haber un componente «específicamente humano». De tal modo que la humanidad como esencia «inunda» los rasgos comunes de la vida animal sensible. Esta es la postura de Bergson, quien podrá hablar de «consciencia animal» en un sentido no lejano a la «sensibilidad» de la filosofía tradicional, pero cuando se trata de «consciencia humana», la metáfora y la distinción procede de los productos y obras humanas objetivadas. En este sentido, la consciencia misma precisa del lenguaje, y puede ser entendida como una «tenue mano» divina que mueve otras palancas y engranajes corpóreos. En todo caso, el mecanicismo siempre ha recurrido a un límite de espiritualismo y viceversa. Estas filosofías son, una de la otra, su contrafigura. He aquí un párrafo muy claro al respecto:

«Pero el hombre no sólo conserva su máquina; llega a servirse de ella a su antojo. Algo le permite construir un número ilimitado de mecanismos motores, oponer incesantemente nuevos hábitos a los antiguos y dominar el automatismo, dividiéndolo consigo mismo. Y es algo que debe a su lenguaje, el cual proporciona a la consciencia un cuerpo inmaterial en el que encarnarse, dispensándola así de posarse exclusivamente sobre los cuerpos materiales cuyo fluir la arrastra primero para hundirla después.» (Bergson, 1985, p. 234)

El lenguaje aparece descrito como una suerte de colchón pneumático, un logos inmaterial, un soplido, etc. Pero en realidad, el lenguaje es tan material como las duras piedras y como cualquier cosa existente. El lenguaje es sucesión de capas y ondas de aire, articuladas muscularmente, ordenadas desde determinados centros nerviosos. Es materia sometida a operaciones, como se advierte de inmediato en los verbos: articular, ordenar. El lenguaje no es inmaterial porque pueda ordenar o conformar trozos de materia. El lenguaje es un sistema material de operaciones en un sentido transcendental positivo sobre materiales sometidos a cambio, a transformación (decimos positivo puesto que no es apriorístico o formal, ver Bueno, 1996c), esto es, un sistema que puede disponer la materia más allá de unos contextos materiales de referencia. No es legítimo entender metafísicamente el lenguaje como una «segunda naturaleza». Porque en todo caso, lo que importa desde un punto de vista racional es cómo se relaciona esa segunda naturaleza con la primera, como se interpenetran causalmente, qué rasgos y conexiones nos habían permitido separar esa segunda naturaleza de otra considerada «primera» y tomada como referencia. De lo contrario, estaremos solicitando el principio y esta actitud dista de ser racional.

No tiene nada de extraño que el espiritualismo y ciertas versiones del pragmatismo se cojan también de la mano, y lleguen a parecidas conclusiones. El pragmatismo seguirá viendo en el cuerpo un instrumento (la cuestión teológica de si es un don, un regalo, etc., puede quedar neutralizada, aunque siempre está implícita de un modo u otro) o una maquinaria ordenada a la utilidad o el bien de la mente. Cuando es el espíritu, mente o consciencia lo que mueve, causalmente, unos instrumentos o maquinarias que serían inertes sin tal principio motor, tendremos la versión homuncular de la consciencia, el «fantasma de la máquina» de Gilbert Ryle (1967). Ahora bien, hay un sentido de la teoría homuncular que va más allá. En el caso más ligero del espiritualismo, estaríamos ante una especie de noúmeno perfectamente compatible con la actitud y el trabajo de tantos biólogos, químicos, fisiólogos y demás especialistas, que se declaran mecanicistas y cuya metodología lo es realmente (en un sentido general de unión y rotura de las partes de un sistema material). Normalmente estos científicos no buscan al espíritu entre los pucheros. Para ellos el espíritu puede ser un concepto límite, un más allá incognoscible, del que no tratan porque de una forma efectiva no les hace falta en la exploración de los fenómenos e incluso se podría llegar a decir que puede crear distorsiones, bloqueos etc. en el propio establecimiento de las concatenaciones fenoménicas. Sería esta, una noción nouménica de consciencia.

Pero, como decimos, esta interpretación puede ser débil. Se mueve en terreno estrictamente psicológico y no tendría por qué comprometer al científico en ontologías dogmáticas (del tipo «existe o no existe lo mental, como separado de lo material»). Pero acaso las nociones demiúrgicas, es decir, las que apelan a un agente intencional capaz de intervención sobre una colección de partes, en cuanto que causales, son nociones ontológicamente comprometidas, y acaso no sean tan fácilmente susceptibles de neutralización en la práctica metodológica; puede que estén refluyendo de manera persistente, en el corazón de la más rigurosa metodología mecanicista (repetimos: la que procede por separación y reunión de partes dadas a escalas diversas, pero todas ellas materiales: tejidos, órganos, células, moléculas, etc.). De esta misma noción demiúrgica, podría decirse, arranca toda una tradición de revestimiento tecnológico y mecanicista del espiritualismo, que hoy podemos identificar en las doctrinas cibernéticas y en la psicología cognitiva de orientación computacional (Blanco, 1993, 94 a,b, 95, 97).

No por apelar a metáforas tecnológicas, o a contextos operatorios, en la construcción de teorías, doctrinas, etc., se está, por principio, incurriendo en error, buscando peras en un manzano. Este fue el correcto proceder por analogía, de Charles Darwin. La teoría de la selección natural procede —gnoseológicamente— de la práctica de la selección artificial (por procedencia gnoseológica no indicamos que una observación de una práctica ha «inspirado» el descubrimiento de una ley natural: la conexión es lógico-material, no meramente genética, psicológica, etc.) (Bueno, 1994)

La perspectiva demiúrgica, sin duda, es ella misma mecanicista y necesita serlo para elaborar algún tipo de discurso sobre lo espiritual, qua simple e irreductible, que difícilmente podría vincularse causalmente con algo heterogéneo (lo material, por antonomasia). Desde luego, una «mecánica del espíritu» sólo puede contemplarse en sentido analógico, cuando no equívoco, terriblemente confuso. Esa era la idea de Leibniz, la de los autómatas espirituales. No puede ser más confusa la idea si el principio de cierre ontológico de cada sustancia (mónada) frente a las demás se defiende con la misma insistencia que un prejuicio. Es la contradicción que toda metafísica substancialista tiene que soportar en cuanto se olvida de sus primeros fundamentos sobre la sustancia, sobre cada sustancia, y al tiempo se pretenden señalar partes, establecer relaciones internas, etc. En el substancialismo estricto, no hay lugar para diagramas del alma, ni «partes» de la sustancia, ni cadenas causales internas a ella. Esta es una ontología autocontradictoria que Leibniz pretendió subsanar por la tesis de la jerarquía monadológica. Las sustancias son impenetrables, cerradas, pero se ordenan en regímenes jerárquicos. Prevalece aquí la noción de orden o disposición formal, se neutraliza la idea de interacción causal entre sustancias. Por decirlo con otras palabras, es una cuestión de escala la que permite interacción (no casual), la composición o in-formación recíproca entre las sustancias, plurales e irreductibles como son entre sí. Y para explicar esto, el propio Leibniz acude sin rubor a una metáfora tecnológica, pues es en las máquinas y en otros productos de fábrica, donde la cuestión de escala adquiere sus manifestaciones más intuitivas: «[64] Así cada cuerpo orgánico de un viviente es una Especie de Máquina divina o de Autómata Natural que supera infinitamente a todos los Autómatas artificiales. Porque una Máquina debida al artificio humano no es Máquina en cada una de sus partes. Por ejemplo, el diente de una rueda de metal contiene partes o fragmentos que nada tienen de artificial para nosotros ni que sea específico de la máquina respecto del uso al que la rueda está destinada. En cambio, las Máquinas de la Naturaleza, esto es, los cuerpos vivientes son aún Máquinas en sus más pequeñas partes, hasta el infinito. En esto consiste la diferencia entre la Naturaleza y el Arte, es decir, entre el Arte Divino y el Nuestro» (Leibniz, 1981, p. 131). La distinción aristotélica entre arte y naturaleza, establecida como contraposición, recobra toda su beligerancia en la cuestión de la consciencia. No sólo es así en los numerosos autores que acuden a ella para hacer su exposición doctrinal sobre el tema, y que se «acuerdan» de Aristóteles acaso sin cobrar «consciencia plena» de lo que hacen. La cuestión estriba en la raíz misma del substancialismo. La clave que debemos pulsar en esta cuestión, estamos persuadidos, es que la propia noción de consciencia sigue siendo debatida porque las doctrinas en liza (a veces simples metáforas o «propuestas» hipotéticas) son de un carácter substancialista en su propia factura. Y ya nos hemos referido al carácter autocontradictorio de una sustancia que tiene partes y que posee como canales, mezcla material y fluidez con otras partes, con otros sistemas, inequívocamente materiales. En nuestros días, cuando la fisiología está muy desarrollada, se detecta un substancialismo «replegado» (valga la expresión) que se limita a encerrar la sustancia en un cuerpo material, acaso dándole órdenes, sufriendo, sintiendo, dándose cuenta e interfiriendo la maquinaria por medio de ‘interfaces’ y flujos de inputs y outputs. Bajo influencia de tal substancialismo, se entra a saco en la formulación de juicios de existencia: «Juan es consciente», «los paramecios carecen de consciencia», «no hay vida consciente en Marte». Un objeto es portador o no de un atributo crucial, y mediante una lógica puramente predicativa, atribucional, se pueden extraer tremendas conclusiones: vide dentro de esta lógica predicativa, el libro Objetos con Mente (Rivière, 1991), cuyo título ya es de por sí ilustrativo.

El mecanicismo que parte de Gómez Pereira y Descartes, y llega hasta la Ciencia Cognitiva de nuestros días, es algo así como la contrafigura del mentalismo de corte teológico o espiritualista. Ambos esquemas de pensamiento proceden de una operación de vaciado de su contrario. Si vale un símil, se parecen a los dibujos ambiguos que ejemplifican las gestalten perceptivas. Si «resaltamos» una imagen se «extingue» la otra, y a la inversa. Y con todo, ambas están en el mismo cuadro, dibujadas con idénticos trazos.

La teoría positivista sobre un origen antropológico de la idea de consciencia, origen que sería al tiempo de un animismo y de todo espiritualismo mágico-religioso, circuló fluidamente en todo el siglo XIX, aunque tiene el importante precedente kantiano de la Crítica del Juicio. La preocupación por este procedimiento lógico-operatorio lo encontramos también en E. Mach. En su Análisis de las Sensaciones escribía (Mach, 1925, p. 47): «El animismo (antropomorfismo) no es en sí un sofisma teórico-cognoscitivo, pues entonces lo sería toda analogía». La atribución por analogía a todo género de cuerpo externo de partes o de elementos de mi propio cuerpo, o de aquel cuerpo que se tome como centro de formulación de las atribuciones, sería un procedimiento lógico-operatorio, una «introyección». Para realizar ese tipo de operaciones intelectuales, por ejemplo atribuirle un alma (aunque sea erróneamente) a las montañas, a mis vecinos o a los animales, es tanto como decir que esa criatura capaz de emprender atribuciones es, en algún sentido de la palabra, consciente. Sería algo así como uno de esos sistemas operatorios genéticamente relevantes en las especies animales para entender el desarrollo del conocimiento, y en la ontogénesis (en el desarrollo del niño). En este sistema de atribuciones se basa la moderna «teoría de la mente», sin caer en la cuenta en que dicha «teoría» es como una serpiente que devora su propia cola.

Según tal «teoría», un chimpancé, si puede atribuir consciencia o intencionalidad a otro animal, él mismo está dotado de consciencia o de intencionalidad. Lo mismo vale para un niño o cualquier criatura. Pero estamos definiendo lo mismo por lo mismo, lo oscuro por lo oscuro. Y ese tipo de definición o explicación no se puede aceptar. Toda esta literatura moderna sobre la psicología popular (folk), la metacognición y la «teoría de la mente», se basa en la posibilidad de la autosubsistencia de lo psicológico. Los hombres, los animales y (quizá) los robots, entonces serían mónadas, que no requieren de las otras mónadas causalmente, y tan sólo esperan obtener de la pluralidad, de la alteridad (otras mónadas, otros cuerpos o substancias) información para reflejarse en ellas.

El término «teoría de la mente», es empleado para hacer referencia a un sistema de inferencias que un organismo llega a ser capaz de establecer a la hora de predecir la conducta de otros. Este sistema de inferencias sólo puede aplicarse observando la conducta de ese individuo, en situaciones de simetría y de transitividad. Una situación de simetría, por ejemplo, sería la reacción de un simio al verse a sí mismo reflejado en el espejo. Sin embargo, el discurso tan habitual acerca de «capacidades» es inferido de conductas, y la «capacidad» misma se entiende como un tipo de conducta capaz de hacer «inferencias» y «predicciones» sobre la conducta ajena. En definitiva, remitimos la conducta a la conducta, y luego se habla de un cierto substrato cerebral. La localización de regiones cerebrales y de especies dotadas más o menos de tal capacidad, es todavía una insuficiente explicación biológica de esa modalidad de consciencia. La consciencia sigue siendo un atributo que se da o no. Y a ese plano queda reducida la llamada «teoría de la mente». A la cuestión de si aparece o no aparece tal «capacidad». Esta lógica aún no es científica. A lo sumo tiene un valor descriptivo, pero explica lo mismo por lo mismo. Esta «teoría» podría resultar en una lógica tan errónea como la de explicar el bipedismo humano por un parentesco evolutivo y una derivación del bipedismo de las aves. Hay que desconfiar de la superficie de rasgos y apariencias, por más seductora que se nos muestre en las sucesivas descripciones. Las descripciones entendidas como enumeración de atributos, actividades y señales externas, aún sometidas a una tabla de comparación y contraste, pueden llevarnos en direcciones completamente contrarias a la verdad científica. En sí mismas, no son más que un auxiliar material de la ciencia. Pero hay que dar con los principios (re)constructivos de esa realidad que estamos investigando. Una semejanza no es una homología: parecidos y descripciones son actividades meramente subjetivas, desde las que no se puede hacer ciencia.

En lugar de una monadología, como es la de animales reflejándose en la «animalidad» propia y la de otros seres semejantes a ellos, es preciso analizar dialécticamente las categorías e ideas implicadas en esta cuestión de la Consciencia (y que tan vinculada está a la cuestión de la Vida). Vida y Consciencia no son categorías susceptibles de eutanasia ni eliminación inmediata, aunque cierta filosofía de la ciencia de linaje positivista ha promovido este punto de vista. Y así, los biólogos ya no quieren saber qué es la vida, y en el fondo, apenas quedaría en sus trabajos resquicios de ella. «Vida» sería una antigualla metafísica que quedaría para metafísicos y vitalistas como Driesch o Bergson (entelequia, élan vital). En realidad, las ciencias biológicas manejarán descripciones exhaustivas, de tipo físico-químico. La vida será un «modo» de hablar a la espera de realizarse científicamente por medio de las reducciones pertinentes. Y lo mismo vale para la consciencia: procesos cerebrales, químicos, eléctricos, y demás procesos naturales, acometerán esas reducciones o las definiciones puentes. Pero los procesos físicos como tales, no pueden establecer una distinción entre la primera persona y las demás personas verbales. Los procesos físicos, en tanto que meramente físicos no usan pronombres personales. En otros términos: la emergencia de categorías no puede ser un mero añadido, sino que trastoca todo el esquema anterior de la realidad tomada como un todo.

Pero el ejemplo de evolucionismo dialéctico que más nos interesa incorpora el trabajo a la explicación de la evolución de la especie humana. Realiza una conjugación entre funciones o actividades orgánicas (conducta—>praxis—>trabajo), por un lado, y órganos anatómicos en desarrollo (patas—>manos—>cerebro). La resultante de esa interacción, en el contexto general de la supervivencia y satisfacción de necesidades, que se irán diferenciando hacia una mayor división del trabajo, vale decir una diferenciación social, es un cerebro consciente y razonador. Biología e Historia no son «dimensiones» separadas abstractamente, se van concatenando en la evolución humana en los últimos dos millones de años. Saltando las diferencias, se podría decir lo mismo de la evolución de otros vertebrados, carentes de «historia», pero con aspectos importantes de «cultura», «actividad», etc., que no se dejan reducir a la imagen del autómata preprogramado. (Esta sería una cuestión de búsqueda de «homologías » no necesariamente anatómicas, en la que no vamos a entrar).

Cualquier organismo animal no se deja reducir a una colección de rasgos o partes anatómicas. Estos han ido surgiendo a partir de precedentes que se han ido seleccionando en la evolución. Desarrollo o retirada de ciertos rasgos anatómicos, que acaece en virtud de procesos de supervivencia, adaptación, selección. Cada uno de esos resultados anatómicos que, en una fase dada, son «emergentes» por relación a una fase anterior, proceden de procesos causales en los que la actividad (puramente etológica, o bien «practica» —de praxis—) constituye un plano del que ya no podemos hacer abstracción y está «infiltrada» parte a parte con los órganos diferenciados o con los organismos somáticos seleccionados. . Por ejemplo, una fase «relativa» sería la aparición de especies dotadas de cerebro frente a la fase en que sólo existían, a lo sumo, especies dotadas de coordinación ganglionar. Está claro que la aparición de cerebros en la Tierra no puede ser nunca considerada como una «emergencia» absoluta, idea que nos remitiría a la creación ex nihilo. A lo sumo, respetamos el término «emergencia» para referirse a la comparación relativa con respecto a tiempos suficientemente pretéritos, en los que no se puede cabalmente encontrar ningún precedente somático o ningún estado transicional (y por tanto ambiguo) por relación a esa diferencia evolutiva somática. En suma, el plano de la estructura somática es abstracto y, cuando atendemos a los procesos causales responsables de los cambios, hemos de hacer buena mezcla con la funcionalidad de los órganos y partes, así como del organismo integral (el individuo). En este último caso, más que una mera suma de funciones fisiológicas, nos topamos con estructuras resultantes que podemos dar en llamar conductas, actividad etológica. Además en el hombre, y en otros primates, el uso de útiles, la planificación conductual en unidades superiores, etc., nos permite hablar ya de praxis o actividad proléptica. Esto significa que no sólo la conducta coincide con la estructuración a escala del individuo de partes anatómicas y de procesos fisiológicos (vinculada a las necesidades del organismo y a la preservación de su especie), sino que las mismas conductas, lejos de constituir un flujo caótico de actividad, sólo puntuada por logros biológicos concretos, puede resultar ensamblada de una forma lógica en sistemas más amplios o algoritmos (recuérdese, por ejemplo, el ensamblado «global» de conductas que ejercitaban los chimpancés de Köhler). N. Tinbergen, en El Estudio del Instinto (1969), se refería a jerarquías conductuales, éstas muy emparentadas con los planes, en el sentido de Miller, Galanter y Pribram (1983). Las jerarquías de Tinbergen no tiene el carácter secuencial o algorítmico de los planes de conducta de Miller et al., y constituían un esquema descriptivo. Por nuestra parte, diremos que ni la organización jerárquica (unas conductas controlando la aparición de otras), ni la sola organización temporal de conducta, en un sentido necesariamente algorítmico, es decir, logico-material, (hipotética) agotarán la concepción estructurada del comportamiento en unidades más amplias. Los actos consumatorios de la etología clásica, equivalen en cierto modo al plan (con la «carga» de significación propositivista que tiene la palabra).

La conducta y la praxis, por tanto, están implicadas en la escala filogenética y dan cuenta de las diferenciaciones de los organismos (la heterogeneidad spenceriana). Se echa de ver que la implicación de las funciones conductuales y de la praxis en la supervivencia de organismos y de especies es mayor cuando la dependencia «mecánica» con respecto al medio es menor, y en su lugar predominan los sistemas inter e intraespecíficos de lucha, competencia, etc., es decir, los mecanismos propiamente dialécticos de la evolución frente a los meramente «mecánicos» en los cuales la falta de competidores y la predominancia de las causas abióticas se hace evidente.

Hay una relación entre el materialismo estático, perceptual, y la (mala) abstracción que separa de entre lo dado a los ojos, sin relacionar a otros contextos, contextos de génesis o condiciones de construcción. Este era el punto de vista de la metafísica (abstracta) predarwiniana que solicitaba, sin embargo, partir de los datos (estáticos) de los sentidos. Un anatomista predarwiniano puede señalar las diferencias específicas entre organismos, auxiliado por la vista, y para un mayor detalle, por medio de operaciones diversas de corte, separación, tinción, microscopía, etc. Podrá establecer comparaciones muy inteligentes y susceptibles de realizarse a diversos niveles, pero no le es posible referirse a los procesos de transformación real de las especies, entre los cuales se cuentan de manera esencial las diferenciaciones evolutivas. Algo de esto ha ocurrido en la historia de la biología antes de Darwin, en un estadio en el que la ciencia podía ser puramente mecanicista, y en el que los organismos podían fácilmente ser vistos como máquinas, robots, autómatas (la postura del diseño, de Dennett). Esta postura, nos hace ver a los organismos como colecciones de partes acabadas, teleológicamente diseñadas para que la colección sea un sistema capaz de conducta o, lo que viene a ser igual dentro de esta postura, hacer que una suma de movimientos parezcan, conductas (por ejemplo a través de un test de Turing «zoológico»). El teleologismo del diseñador, implicaba el teologismo de un Hacedor. Recurrir a Dios evitaba la engorrosa cuestión genética, procesual.

Así las cosas, una complicada maquinaria como es el hombre, o un mono, una rata, una célula, perceptualmente parece que implica la previsión del diseñador, que ha dibujado en sus planos, en su mente, la complejidad funcional de tan sorprendentes criaturas. Pero esto es lo que parece. Las categorías de lo viviente exigen el funcionamiento de esas partes, su transformación, o más aún, el hecho de que unas funciones vayan implicando a otras en estructuras de complejidad recursivamente acrecentada. La transformación de las especies por procesos darwinianos señala hoy, con mucha más claridad que en tiempos pasados, el carácter absolutamente abstracto de la anatomía, de la solitaria consideración de las estructuras somáticas al margen de su función en otras escalas distintas, y no sólo en dirección microscópica, sino muy principalmente en dirección macro-orgánica (individual, poblacional, especie). A su vez, por «función» entendemos el despliegue procesual, una concatenación microcausal, en que viven esas estructuras. Células y tejidos, desempeñan su función. Organos y sistemas, lo hacen en la escala que les es propia. Pero una parte de las funciones desempeñadas por los animales ya son conductas. Nos topamos con otra escala. Y los animales han de evolucionar, cierto que en direcciones muy diversas, pero en una de ellas (una vez dotados de la estructuras pertinentes) ha consistido en coordinar, en estructurar los planes. La rana tiene hambre y atrapa esa mosca de ahí enfrente. Este es un fin inmediato de la rana. Ahora, pensemos en las ricas chuletas que los hombres prehistóricos pueden repartir en el campamento de la horda primitiva, al acechar unos jabalíes cuyo rastro sus miembros han estado siguiendo. Seguir rastro, acechar, concordar un ataque, etc. Toda esta secuencia de actos forma en sí misma una unidad de orden superior. La función (entendida por relación a un todo concreto como es el órgano), puede ser también conducta, y la función de una conducta (mantenimiento del individuo, del grupo, estabilidad de la cultura, etc.) se integra en unidades más y más diferenciadas. Con ello queremos decir que la función es relativa a esta totalidad concreta a la que sirve, que constituye su «vida», su «movimiento». También decimos lo mismo al señalar que la función es relativa a la escala. La función más representativa de la célula es su actividad metabólica sobre la cual resaltan diferenciaciones o especializaciones cuando la célula se integra en un organismo. Una función vital del lobo es la caza para su sustento, y, sin embargo, por más que en esa clase de actividad observemos «esfuerzo» por parte de los agentes prolépticos, los animales, no llamamos a esas secuencias «trabajo». He aquí una nueva escala, indiscutible, montada y analizable sobre la base de las otras (biológicas genéricas, fisiológicas, bioquímicas). Pero de lo que no cabe duda es que la heterogeneidad surgida en la evolución humana ha representado una dirección no reversible. El «metabolismo» genérico hombre-naturaleza, que todavía podemos apreciar en las actividades de seres humanos cazadores-recolectores, servidos de herramientas, y útiles, se pliega sobre la propia especie, que conoce en los últimos miles de años en su interior una «diferenciación» evolutiva inédita. Un proceso social de diferenciación del trabajo, una vinculación asimétrica fundada en el control intraespecífico, una suerte de domesticación de partes de una sociedad sobre otras partes de esa misma sociedad. Más que los detalles históricos nos interesa recalcar aquí la diferencia entre nuestra visión (dialéctica) de la evolución, y la versión «progresista» o spenceriana, no del todo arrinconada en nuestros días. Estas visiones suelen mostrar los procesos naturales como tendencialmente dadivosos, providentes, en forma de incremento gradual, aditivo, de unas partes sobre un substrato mucho más homogéneo del que ahora conocemos.

Pues en la evolución no es esencial la adición, o la ramificación sobre troncos o bases más homogéneas que las actuales. Lo esencial de la evolución orgánica, y sobre ella, de la cultural, estriba en la reabsorción que las emergencias o resultantes acaecidas en una fase T’ pueden emprender sobre las categorías o estructuras sobre un tiempo precedente T, que siguen coexistiendo materialmente en T’ y por lo tanto en relación causal. Es unilateral ver la evolución tomando un firme y seguro camino hacia un destino de mayor complejidad, perfección, consciencia, cultura, etc. La visión dialéctica, integradora, y por ende, contradictoria con el emergentismo y el epifenomenalismo, estriba en el poder causal o reorientador que los nuevos contextos pueden ejercer sobre contextos precedentes, que son todavía contextos coexistentes en el tiempo, pues sin coexistencia no habría posibilidad alguna de influjo causal, pero (a) han quedado relegados a componentes materiales o inmanentes de los nuevos contextos diferenciados (incorporación o integración material), o bien (b) permanecen ajenos categorialmente, pero en modo alguno ajenos causalmente.

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TINBERGEN, N. (1969): «El estudio del instinto». Barcelona: Siglo XXI.

La democracia como régimen trágico

Nathalie Karagiannis *
Investigadora y escritora

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Este artículo, que se publicó en la revista Trasversales número 8 (2007), proviene de una ponencia preparada para ser impartida en la Universidad de Michigan. El texto es parcial y faltan las referencias.
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.«La tragedia griega hace soportable lo indecidible»
George Steiner, Antígona

El enigma de democracia

La democracia resiste tercamente ante la enorme cantidad de literatura escrita sobre ella: sigue siendo un enigma. No pretendo solucionar el enigma, sino mirarlo desde un ángulo que podría aclarar algunos de los motivos por los que la democracia es tan resistente frente a la fija mirada de sus inquisidores. Un ángulo inspirado en Cornelius Castoriadis, que vio la democracia como «un régimen trágico».

¿Que entendía Castoriadis al usar esa expresión? Por decirlo en dos palabras, vio en la democracia el compendio de la indeterminación que, según él, caracteriza a lo político. Es decir, consideró que la democracia no tiene ningún fundamento exterior a sí misma; en consecuencia, Castoriadis señaló el riesgo inherente a la democracia, el riesgo que siempre acompaña a una situación en la que no todo está bajo control y en la que, por el contrario, todo puede ser cuestionado. En última instancia, esta interpretación incluye también el riesgo de que la democracia se revoque y cancele a sí misma.

¿Por qué mirar la democracia a través de este prisma? En primer lugar, porque, aunque la democracia siga siendo un enigma, tendemos a tratarla como algo evidente, caracterizable por medio de ciertos sistemas de elección y procedimientos; al decir que es un régimen trágico, la democracia vuelve a transformarse en enigma.

En segundo lugar, y de forma muy estrechamente ligada a lo anterior, porque la democracia puede ser vista provechosamente como un ethos (J. Peter Euben) [carácter o inclinación arraigadas como hábito], o como una cultura política (Josiah Ober). Como definición orientada en ese sentido, podríamos decir que la democracia es una tensión entre lo social y lo político, que produce el cambio.

En tercer lugar, porque la idea de lo trágico en la democracia apunta hacia las dificultades que atraviesa y hacia el tema del fin de la democracia, asunto raramente tratado y que, de hecho, nos aporta elementos poco frecuentes respecto a la vida de la democracia.

¿No ha sido tratado antes el fin de la democracia? Si nos referimos al manejo de argumentos sobre los posibles peligros mortales que la democracia encara o a cosas semejantes, han abundado. En resumen, podríamos distinguir tres tendencias.

La primera tendencia sigue esta línea: «la democracia no es lo bastante buena». Este razonamiento procede tanto de gente de la derecha como de gente de la izquierda. Entre la derecha, tenderá a colorearse hablando de la falta de libertad, mientras que en la izquierda se tenderá a lamentar las desigualdades. En versiones más complejas, como la de Castoriadis, se tenderá a lamentar la carencia de autonomía colectiva e individual, recurriendo a los topoi (categorías) del conformismo generalizado, del populismo, etc.

La segunda tendencia argumenta que «la democracia no es lo bastante eficaz». Se trata de una tesis abiertamente conservadora, incluso cuando procede de quienes se consideran a sí mismos como socialdemócratas (Majone o Scharpf), y tiende a considerar que la eficacia, el tecnicismo y la rapidez de decisión son preferibles al debate.

La tercera tendencia también es muy conservadora: se propone frenar el cambio. Albert Hirschman, en Retóricas de la intransigencia, ha distinguido tres topoi en la argumentación contra el cambio democrático: perversidad, inutilidad, peligro. «Según la tesis de la perversidad, cualquier acción que se proponga mejorar algún rasgo del orden político, social o económico sólo servirá para exacerbar la condición que se desea remediar. La tesis de la inutilidad sostiene que las tentativas de transformación social serán inútiles y fracasarán. Finalmente, la tesis del peligro argumenta que el coste del cambio propuesto o de la reforma es demasiado alto como para poner en peligro algún precioso logro anterior».

Son caminos muy diferentes para alcanzar el mismo objetivo: impedir el cambio. Las tres vías de argumentación conducen implícitamente hacia el fin de la democracia, aunque las dos primeras dicen que necesitamos cambiar, pues de otra manera la democracia perecerá, mientras que la tercera defiende efectivamente el fin de la democracia oponiéndose a lo que es inherente a ella: el cambio.

Hoy, mi objetivo es recuperar la idea del final de la democracia (el final de su forma), hacerla explícita y darle un giro positivo. Para hacerlo, quiero distinguir la democracia de aquellas situaciones que, por lo general, son asumidas como parte de situaciones extremas y excepcionales de la democracia; en otras palabras, quiero distinguir entre lo que es democracia y lo que no es democracia. Mi objetivo último es articular una forma de entender la democracia como un fracaso parcial y prolongado, y hacer ver que eso es bueno de cara al éxito de la democracia.

¿Por qué quiero hacer esto? Por dos tipos de razones. La primera podría ser calificada como estratégica-política. Considerar que la democracia es un fracaso parcial y prolongado permite conjugar la acción de denuncia con la acción emancipatoria. Si digo «no vivimos bajo una democracia, sino bajo una oligarquía» (como hizo Castoriadis), eso me deja poco espacio para la política emancipatoria, fundamentalmente estoy denunciando. Si digo que la democracia es un éxito total porque así lo quiero, como hace Rancière, entonces estoy hablando de modo emancipatorio, pero me olvido de que aunque yo pueda tener una voz que me emancipa, otros no pueden tenerla y de que esta situación tiene que ser denunciada.

La segunda razón tiende un puente entre lo epistemológico y lo ontológico. Considerar que la democracia es un fracaso parcial y prolongado explica y actualiza la idea de que la democracia no es nada sin el pensamiento sobre la democracia. Esto no quiere decir, claro está, que la democracia dependa de la filosofía, sino que la práctica del pensamiento sobre la democracia es constitutiva de la cultura política democrática, aunque no es reducible a ella, como los helenistas nos siguen recordando: el pensamiento de Aristóteles sobre la democracia no es la democracia ateniense.

Si la democracia hubiera triunfado totalmente, no intentaríamos resolver su enigma. Si la democracia fuese un fracaso total, no estaríamos autorizados a intentarlo. Tenemos que comprender que la democracia está obligada a seguir siendo un enigma, entre otras cosas porque intentamos pensarla, esto es, porque participamos en el cambio democrático.

Finalmente, tengo que hacer una consideración sobre mi uso de material «griego», a pesar de no ser una helenista. Hay muchos argumentos contra el establecimiento de paralelismos entre la situación actual y aquello que un manojo de machos blancos ya fallecidos pensaron e hicieron hace tantos años (el tamaño de la polis, que permitió la democracia «directa»; las desigualdades; las discriminaciones, etcétera: todo ello puede ser puesto en cuestión, aunque no lo haré ahora). En cambio, me gustaría decir que se puede ver Atenas de manera diferente a la habitual.

Mi opinión y el uso que hoy hago de ella se inspira en gran parte en el trabajo de personas como Josiah Ober, J. Peter Euben, Arlene Saxonhouse o Nicole Loraux, que, aunque tengan discrepancias entre ellos, comparten una visión de Atenas según la cual ésta integraba diversidad y coherencia, tendencias a la expansión y hacia el recentramiento, valores comunes e individualidad, homonoia (concordia) filosófica y reconocimiento práctico de la diversidad, por «temida» que pudiera ser.

Democracia – Tragedia

Para poder recuperar «el fin de la democracia» y, en particular, la idea de «democracia defectuosa», utilizo a Castoriadis y a la relación trazada por él entre democracia y tragedia. Les pediré que recuerden tres parejas conceptuales mientras yo abordo dicha relación:

hubris (desmesura, ausencia de autolimitación) y desplazamiento.
– mortalidad y final de la forma.
hamartia (error trágico) y defecto.

La exploración de la democracia como un régimen trágico resultará facilitada si abordamos primero la cuestión de la tragedia como género democrático.
Desde hace ya algunas décadas, la tragedia ha sido tratada como un género eminentemente político. Esta opinión se ha basado en tres elementos: conflicto, alternativas y muerte. Según esta perspectiva, el drama trágico en la antigua Atenas llevó al escenario los conflictos constitutivos de la política, las alternativas a la ideología dominante y la idea del límite democrático.

En primer lugar, difícilmente puede cuestionarse que todas las tragedias muestran conflictos. Cualquier ejemplo que tomemos lo confirmará, desde el enfrentamiento de Antígona con Creonte hasta el juicio de Edipo en Atenas. Pero hay dos preguntas más difíciles de contestar.

¿Estos conflictos son siempre políticos? Depende de la interpretación que se haga. Como George Steiner ha demostrado a las mil maravillas respecto a Antígona, hay tantas interpretaciones impresionantes de la tragedia como pensadores de talla. Uno de ellos, Hegel, vio Antígona como una pieza eminentemente política, pero no todos están de acuerdo.

¿El que una tragedia muestre el conflicto político basta para calificarla como democrática? Esto es más fácil de contestar si recurrimos a la contraposición: ¿una oligarquía o, a fortiori, una monarquía permitiría las representaciones del rey en las que éste mónos phroneîn (razonamiento del que cree ser el único que tiene razón) y, al hacerlo, actúa erróneamente e incluso de forma devastadora.

En segundo lugar, puede decirse que la tragedia representa aspectos «alternativos» de la ideología ateniense, aquellos a los que aborrece o teme, aquellos de los que quiere escapar. Una vez más, tal interpretación parece ser confirmada por la tenacidad de los protagonistas trágicos y, en particular, por los tiranos como Creonte.

Sin embargo, la posibilidad de que estos dos elementos (conflictos políticos y alternativas políticas) también puedan estar presentes en la comedia crea incertidumbre. La tragedia no puede ser democrática sólo por estos motivos, si ambos son aplicables también a la comedia; en tal caso deberíamos decir que lo que es democrático es el drama en general.

El tercer elemento que determina el carácter democrático de la tragedia, tal y como planteó Castoriadis, es más contundente. El punto de vista de Castoriadis es que la tragedia es política y expresamente democrática porque presenta los límites del mónos phroneîn. La tragedia, dice Castoriadis, «muestra» a su audiencia, por omisión, que las mejores decisiones son aquellas a las que se llega en común.

El mónos phroneîn es un error, y posiblemente una hamartia, un error fatal por el empeño en «hacer lo correcto», y que puede llevar a la hubris, la desmesura arrogante, y, como consecuencia, a la muerte, el límite último.

Los aspectos éticos y ontológicos de la hubris están en el centro de la relación establecida por Castoriadis entre tragedia y democracia política. En la versión de Castoriadis, lo central es que los seres humanos no saben donde se encuentran los límites que no deberían ser transgredidos. En este sentido la hubris es diferente del pecado: es un área en la que frecuentemente uno se encuentra a sí mismo.

El horizonte ético de la hubris y de la tragedia es la mortalidad. Los seres humanos, dice Castoriadis, saben muy bien qué les hace diferentes de los dioses: su mortalidad, ya presente en su propia denominación como thnetoi, vrotoi, mortales. La mortalidad es equivalente a la carencia de esperanza, lo que la distingue radicalmente de otras éticas, de la ética cristiana por ejemplo, ya que la mortalidad abre el espacio de libertad en el que se basan la creación de la filosofía y la creación de la política.

La base ontológica de la tragedia está íntimamente unida a su aspecto ético: insiste en el Caos y en la catástrofe que pende sobre los humanos y en los humanos. El vínculo entre la tragedia y su dimensión política reside en los aspectos éticos y ontológicos de la tragedia. La tragedia brota de la democracia, es decir, la tragedia es política y, por tanto, democrática porque constantemente recuerda a la gente la necesidad de autolimitarse y, más específicamente, la radical necesidad o necesaria expresión de la mortalidad.

Esta respuesta no puede aplicarse a la comedia, sólo concierne a la tragedia. Es una postura muy interesante por una doble razón: toma la tragedia como un todo, contenido y forma, y considera sobre qué supuestos este todo puede funcionar, a la vez que reconcilia las cualidades del ser humano y del ciudadano.

A la pregunta recíproca, «¿Es trágica la democracia?», Castoriadis responde con un repetido y sonoro sí. Veamos cómo funciona su razonamiento. Para Castoriadis, la democracia es la forma política explícita del régimen de la autonomía, su politeia. El primer rasgo trágico de la democracia es la autonomía. Al igual que la tragedia, la democracia no tiene ningún fundamento exterior a ella misma. Darse uno mismo sus propias leyes —la realización de esta indeterminación— representa un riesgo, pues desde ese momento sólo la propia democracia, nadie más que el demos, puede decidir qué le ocurrirá. No hay ninguna otra ley, ninguna ley superior que la que proviene del sujeto de la ley. En el límite, esto significa que la democracia puede decidir autocancelarse.

La autonomía democrática es individual y colectiva. La autonomía colectiva, la participación en la construcción de la ley de la polis y en la definición del bien común es lo que hace de la democracia un régimen más que una mera suma de procedimientos. Esta es la respuesta directa al mónos phroneîn de que hablamos antes.

De modo similar, Josiah Ober nos recuerda que: «La ideología democrática ateniense interpretó que la amenaza al orden público, el principal sospechoso de actividad paranómica, transgresora, era la desmesura individual… se consideró que la poderosa desmesura individual podría intentar establecer relaciones jerárquicas dentro de la polis sobre la base de sus propias condiciones, demostrando su capacidad para humillar e insultar a las personas más débiles con las palabras o los hechos, y buscando hacerlo con impunidad. Y si la persona o la clase de personas poderosas que ella representase tenía éxito en el establecimiento de una segura jerarquía ‘personal’ dentro de la polis, de un espacio social no sometido a la autoridad legal del estado democrático, esto significaría claramente el final de la dominación efectiva del demos; por eso un acto de desmesura perpetrado con éxito sin ser castigado sería caracterizado como ‘el derrocamiento de la democracia’.»

A la hora de evaluar la autonomía, un segundo rasgo trágico de la democracia es su carácter explícito, elemento significativo porque apunta hacia la autoinstitución consciente. Hay autoreflexividad en el proceso instituyente; de nuevo estamos, por tanto, en una situación en la que el sujeto de lo político se da su propia ley y, además, sabe lo que está haciendo y lo expresa (mediante el logos). Entonces, dicho carácter explícito se encuentra estrechamente relacionado con la doxa (la opinión). Esta interpretación de lo político como democracia conduce a un entendimiento de la política como doxa, no como episteme o techne, ni ciencia ni técnica. Por consiguiente, el saber lo que se hace y expresarlo abre el espacio para el debate (aun cuando Castoriadis no lo diga así). De ahí se deduce claramente que cualquier ley así adoptada puede ser derogada. Y llevando esto al ámbito general de la propia democracia, su propio régimen también podría ser derogado.

En general, la visión de Castoriadis de la democracia como un régimen trágico pone el acento sobre los límites de la democracia y sobre su posible final. Castoriadis nunca exploró «el final de las formas», a pesar del reconocimiento de que esto era algo sumamente significativo. Pienso, sin embargo, que su pensamiento sobre el límite democrático en el aspecto trágico es un principio sumamente útil para pensar de nuevo la democracia. Podemos ver este ensayo como un intento de explorar aquello que Castoriadis no exploró. Hasta que la expiación haya tenido el lugar, el héroe trágico está en hamartia, colocado en ese punto débil que conduce a la catástrofe.

El riesgo de autocancelación de la democracia

Entre los finales posibles de democracia, quiero prestar especial atención a la amenaza de su autorevocación, bien resaltada por los elementos trágicos que acabamos de observar. Esto me interesa porque los casos de autorevocación o autocancelación de la democracia han sido tratados, por lo general, como pertenecientes a la propia democracia, mientras que yo quiero mostrar que en tales casos se produce un desplazamiento o, mejor dicho, que son consecuencia de un desplazamiento, semejante al desplazamiento propio de la hubris (al que en lo que sigue denominaremos «desplazamiento hubrístico»).

Tomaré dos casos como ejemplo: el estado de excepción y el totalitarismo. El primero, es la autocancelación temporal de la democracia; el segundo, su autocancelación permanente. Frente a lo que se asume habitualmente, mi línea de argumentación principal quiere resaltar que ninguna de esas situaciones puede considerarse una continuación lineal del fenómeno democrático.

a) ¿Estamos en un estado de excepción permanente?

Las reflexiones de Castoriadis sobre la democracia como régimen trágico nunca abordaron el estado de excepción, probablemente porque el tema nunca le pareció candente. Sin embargo, creo que el acento que puso sobre la autonomía, incluyendo la autonomía colectiva, sobre su carácter explícito y sobre los riesgos que la democracia asume, apuntan hacia situaciones similares. Según Castoriadis, como hemos visto, la democracia no reconoce ninguna norma exterior a ella. ¿Sería el estado de excepción una excepción a esta regla?

La autocancelación temporal de la democracia nos obliga a hacer frente a la paradoja democrática, es decir, a la idea de que sólo el demos decide quién es el demos.

Habrán notado ustedes esta obvia circularidad, teóricamente útil pues nos impide dar por hechas determinadas suposiciones iniciales sobre los orígenes de la democracia. La razón por la que la paradoja democrática tiene importancia para la actual discusión es que no sólo muestra que hay un momento en el que la democracia no es democrática —el momento de su origen— sino también que esta arbitrariedad original seguirá dejando una marca sobre la decisión relativa a la pertenencia y a la ciudadanía.

El estado de excepción ilustra estos momentos de liminidad (transición aún ambigua e indeterminada). En el estado de excepción, toda legalidad —toda normalidad legal— se retira en favor de una situación paralegal, gestionada fuera de la ley. El estado de excepción en sí mismo, sin embargo, es decretado legalmente, aun cuando la mera llamada a hacer algo fuera de la ley nunca pueda ser completamente conforme a la ley. El estado de excepción está dentro y fuera de la ley, al igual que ocurre con el problema planteado por la siguiente frase de la Declaración de Independencia de Estados Unidos (ver Bonnie Honnig y Derrida): «Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».

Los escritos de Giorgio Agamben sobre biopolíticas y estado de excepción han sido, merecidamente, muy comentados. En ellos se hace un original trabajo que destaca los aspectos más insólitos de la actual vida política. La definición que Agamben hace de la política es que ésta marca la distinción entre lo que es la vida desnuda (zoe) y la vida política (bios), en contraposición con Schmitt, que vio lo político como aquello que distingue entre amigo y enemigo. El objetivo de Agamben es, entre otros, poner un acento en la marginalidad de éstas y otras distinciones, como inclusión/exclusión, excepción/norma, etc. Su interés por los límites y las situaciones límite lo conduce de forma natural hacia el estado de excepción. Agamben no comparte la opinión de quienes creen que el Estado-nación necesita estar por encima de la ley y dicen que en situaciones de emergencia hay una carencia de ley que viene a ser colmada por el estado de excepción. Agamben dice que el propio estado de excepción crea la carencia que luego él mismo llena, y que, al hacerlo, consolida la posición de la norma. Agamben escribe en el contexto de dos famosos autores que han abordado el estado de excepción: Walter Benjamín y Carl Schmitt. La formulación original del estado de excepción en Schmitt lo justifica en términos de la excepcionalidad de las situaciones. Según Schmitt, el estado de excepción interviene porque hay un vacío en la ley que causa que ésta no pueda manejar la situación excepcional.

He aquí el muy comentado texto de Benjamín: «La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de excepción» en el que vivimos. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le corresponda. Tendremos entonces en mientes como cometido nuestro provocar el verdadero estado de excepción, con lo cual mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo. No es la menor fortuna de éste el que sus enemigos salen a su encuentro, en nombre del progreso, como si hiciesen frente a una norma histórica. No es en absoluto filosófico el asombro provocado porque las cosas que estamos viviendo sean «todavía» posibles en el siglo veinte. Tal asombro no es origen de ningún conocimiento, a no ser de éste: que la representación de historia de la que procede no se mantiene.» (Tesis de filosofía de la historia, traducción de Jesús Aguirre. Taurus, Madrid, 1973).

Como Benjamín, Agamben proclama que estamos en un estado de excepción permanente, que el estado de excepción se ha hecho norma. A diferencia de la mesiánica promesa revolucionaria de Benjamín, sin embargo, Agamben no aboga por ‘un verdadero’ estado de excepción o por el futuro. Lo que resulta más inquietante para nuestros propios objetivos, sin embargo, es el hecho de que todo el pensamiento y todos los textos sobre el estado de excepción no se centran en la democracia, sino en lo político. Pero si sustituimos por un momento lo político o la nación por «democracia», el pensamiento sobre el supuesto estado de excepción permanente se torna mucho más espinoso.

¿Vivimos en democracias? Si la respuesta es que no, que vivimos bajo regímenes oligárquicos, entonces el estado de excepción no plantea ningún problema particular: los oligarcas decretan el estado de excepción, es decir, decretan que la norma ya no es aplicable al sujeto de la ley. La relación entre el oligarca y el antiguo sujeto de la ley se convierte en una relación de poder sin mediaciones (quizá la «vida desnuda» de Agamben), y el antiguo sujeto de la ley pierde su especificidad discursiva, es decir, pierde cualquier posibilidad de ser expresado.

Las cosas son más complicadas si la respuesta es que sí vivimos en democracias. Entonces el soberano que decide el estado de excepción es el demos. ¿Pero puede el demos decidir un estado de excepción, es decir, decidir qué normas democráticas no son aplicables al demos? Contrariamente a lo que ocurre en otros regímenes, en democracia coinciden el hacedor y el sujeto de la ley, y la consecuencia de ello es que si el demos, como hacedor de la ley, decide el estado de excepción, la ley dejaría de ser aplicable al demos como sujeto de la ley. Esto transformaría al demos en un soberano no democrático, es decir, transformaría al demos en lo mismo que el soberano es bajo cualquier otro régimen, una figura autocrática, y el demos desaparecería. El demos como Sujeto de la ley también dejaría de existir. En tal caso, el mecanismo será el mismo que bajo las oligarquías: ya no habrá sujeto de la ley, sino algo inarticulado a merced del poder puro y duro.

En este sentido, cada vez que el estado de excepción es decretado en una democracia, ésta deja de ser democracia y se convierte en autocracia. Esto es lo que podría denominarse la autocancelación temporal de la democracia. Recordemos las reflexiones de Castoriadis sobre lo trágico y la hubris. Castoriadis dice que la heroína trágica se encuentra de repente en el espacio de la hubris, en la que no encuentra camino, pero sin encontrarlo tampoco fuera de ella. La autocancelación temporal de la democracia en la forma del estado de excepción se parece exactamente a esto en el sentido de que no hay ningún camino riguroso entre los supuestos de una democracia y su cancelación.

Es erróneo decir que vivimos en un estado de excepción permanente, por una simple razón ética y política: si Guantánamo está bajo el estado de excepción, nadie puede decir aquí que su situación es análoga a la de los prisioneros de Guantánamo. Desde un punto de vista teórico-político, decir que vivimos en un estado de excepción permanente —a no ser que se adopte la visión mesiánica de la revolución— no conduce a ninguna parte: ¿qué voz puede alzarse o ser escuchada contra el estado de excepción permanente si toda democracia ha desaparecido?

En Guantánamo hay un estado de excepción. Las condiciones en las cuales vivimos nosotros son diferentes. Castoriadis dijo que vivimos bajo una dominación oligárquica. Según este razonamiento, los hacedores de la ley son los oligoi, «los pocos», y el demos está sujeto a la ley pero no es su Sujeto o hacedor, y, por tanto, ya no es demos.

En este caso, la confusión residiría en el hecho de que, en condiciones oligárquicas, el paso al estado de excepción es, como hemos visto, mucho más fácil y genera muchas menos preguntas.

Desde la perspectiva que quiero adoptar aquí, decir que vivimos bajo dominación oligárquica es estratégicamente débil. Es mucho más útil decir que vivimos en democracias defectuosas, con riesgos de autocancelación como sería el estado de excepción, pero democracias que sin embargo no dejan de ser democracias, y esto significa que son democracias que denuncian situaciones antidemocráticas o no democráticas, como el estado de excepción. Una democracia defectuosa en la que ha tenido lugar un estado de excepción, por así decirlo, no es un estado permanente de excepción, ni una democracia completamente exitosa ni una oligarquía: es una democracia que ha perdido completamente una parte de sí misma, aquella a la que el estado de excepción se aplica, pero que puede utilizar otras de sus partes para denunciarlo.

b) Autocancelación permanente

El estado de excepción tiene vínculos históricos con el totalitarismo, al que tomaremos aquí como la autocancelación plena o permanente de la democracia.

¿Cómo podemos definir brevemente el totalitarismo? Lefort dice que tras el totalitarismo se encuentra, por un lado, el colapso del Estado sobre la sociedad (la violencia estatal es impuesta a toda la sociedad en todos los aspectos y en todos los lugares) y, por otra parte, el colapso de las diversas divisiones presentes en la sociedad sobre una sola.

Este doble movimiento tiene lugar bajo los auspicios de la novedad radical, de la creación de una sociedad absolutamente nueva, de un nuevo ser humano, todo bajo una transparencia completa y con un perfecto conocimiento de tal nueva sociedad y tal nuevo ser humano. Para Lefort, estos aspectos simbólicos del totalitarismo (la historia amañada, la novedad absoluta, la creación del nuevo hombre…) tienen su fuente directa en la democracia.

El totalitarismo es el régimen que suprime la tensión democrática entre lo social y lo político, tensión que produce el cambio. Si el poder estatal o lo político colapsan sobre la sociedad, si toda pluralidad desaparece, entonces toda posibilidad de tensión es eliminada y no hay ningún diálogo entre lo instituyente y lo instituido, por usar los términos de Castoriadis. Si se aceptan estas indicaciones de Lefort, hay que ver en el totalitarismo no sólo la negación de la democracia, sino también una posible consecuencia de ésta.

En vez de hablar sobre la tendencia de la democracia hacia su autocancelación y su autocancelación permanente, o sobre su degeneración en totalitarismo, que es otro modo de decir que es un régimen trágico, podría ser más útil resaltar el riesgo y el carácter potencialmente desmesurado del inestable e imprevisible equilibrio entre lo social y lo político que produce el cambio. Al igual que en el caso del estado de excepción, quizá sea más útil asumir que, aunque el riesgo del final de la democracia sea inherente a ella (precisamente por la ausencia de instrumentos autoritarios de control total), la transformación del régimen en otra cosa distinta siempre procede de un plano diferente, por así decirlo, un plano en el que la democracia ha dejado de ser el espacio en el que se despliega la relación entre lo social y lo político, aunque, paralelamente, otros espacios democráticos puedan haber seguido vivos durante cierto periodo.

Ya he tratado de sugerir que no hay ninguna relación lineal entre la democracia y su autocancelación. En la democracia no puede encontrarse ninguna legitimidad para procedimientos antidemocráticos. La autocancelación temporal o permanente de la democracia no es una continuación natural de democracia, aun cuando la democracia contiene esa tendencia hacia la autocancelación. La autocancelación de la democracia no es, de ninguna manera, democrática. Esto es algo más que una paradoja: en la práctica, significa, en primer lugar, que el nivel en el que la autocancelación tiene lugar es inalcanzable para la democracia. Podría ser imaginado como un espacio paralelo sin puntos comunes con la democracia, en el que el procedimiento democrático y las reglas y decisiones democráticas no son efectivas y nada pueden hacer. Éste es el nivel correspondiente al desplazamiento hubrístico del que habla Castoriadis. Una situación que tiene semejanzas con la pregunta sobre los orígenes de la democracia, pero que es aún más aporética.

En segundo lugar, el desplazamiento hubrístico también significa que, en algún otro y ‘normal’ nivel, la democracia (el simbolismo y la efectividad de una ley, un conocimiento, un poder, que tienen existencia propia) no deja de existir. Podemos llamar a esto el excedente o el exceso democrático, que es lo que asegura la resistencia a la norma antidemocrática, incluso bajo el totalitarismo. En cierto sentido, puede decirse que, una vez que la democracia ha existido, ese excedente no podrá ser erradicado, siempre emergerá como contestación al crudo poder.

En su último libro, Josiah Ober acompaña al ciudadano ateniense Teógenes a lo largo de un viaje ficticio por la Atenas democrática. En algún punto, justo antes de comenzar a escalar la colina de Ares, Teógenes lee una inscripción según la cual «Los areopagitas, por la ley de Eucrates, tienen prohibido ascender a la colina de Ares si el demos y la democracia son derrocados».

La ley reconoce explícitamente la posibilidad de conflicto político en la comunidad, un conflicto que podría conducir al derrocamiento revolucionario de la democracia y a la suspensión de la autoridad política del demos.

Podría suponerse que si derrocaran la democracia, sus leyes serían anuladas y perderían (entre otras cosas) su capacidad para permitir o prohibir a Teógenes subir a la colina. Sin embargo, la ley democrática ateniense reclama un persistente autoridad moral que supera la autoridad institucional del propio demos. Ober añade que si los areopagitas respetasen esa ley bajo regímenes no democráticos, éstos carecerían de la legitimidad necesaria para perdurar y, por lo tanto, resultarían efímeros. Así, concluye, «si Teógenes decide obedecer la ley, la democracia sobrevivirá, incluso si es derrocada».

Esta es una perfecta ilustración de la posibilidad de resistencia, una posibilidad inscrita con tanta fuerza en la democracia que, incluso cuando la democracia es abolida, esa posibilidad permanece.

Para recapitular mi razonamiento sobre la autocancelación de la democracia, diré que, contrariamente a lo que comúnmente se supone, la autocancelación temporal y la autocancelación permanente de la democracia son situaciones que no corresponden a una continuación lineal del fenómeno democrático. Este razonamiento estaba basado en un doble supuesto:

– la mayor parte de las discusiones sobre estos fenómenos se basan en la necesidad de la política o del Estado-nación, no en la democracia;
– estas situaciones están contenidas en la democracia en cuanto riesgos de autocancelación, pero no forman parte de lo que hace de la democracia un régimen, es decir, de su orientación hacia la autonomía y hacia un bien colectivo.

De ahí se siguen dos consecuencias:

– no podemos decir que estamos en un estado de excepción permanente (contra Benjamín y Agamben) o en una democracia despótica (contra Tocqueville);
– estas situaciones no encuentran ninguna legitimidad dentro de la democracia.

Sin embargo, una vez que la democracia ha existido, ésta crea la posibilidad de invocar la resistencia democrática contra el final de la democracia. Como J. Peter Euben ha escrito, «un ethos democrático es tanto una política perturbadora como una forma de gobierno».

Igualdad y Afuera: los límites constitutivos de la democracia

Ahora que hemos considerado el final de la democracia como un desplazamiento hubrístico, es decir, como algo que ya no es democrático, me gustaría tomar en consideración aquello que aún es democrático pero de forma fallida o decepcionante. Para hacerlo, tomo prestada la trágica noción de hamartia o error/fallo, que es la causa inicial de la tragedia y que siempre reclama expiación. Creo que esto es constitutivo de la democracia entendida como democracia defectuosa.

¿Qué significa democracia defectuosa? La idea es que la democracia es tanto lo que hace como lo que no hace; aquello a lo que aspira como aquello que no logra alcanzar. No es trágica porque esté condenada a fracasar, sino porque, como las acciones de los héroes trágicos, ella contiene el fracaso precisamente allá donde espera conseguir el éxito; porque, como ahora veremos, es desigual mientras que aspira la igualdad y excluye mientras que aspira a la inclusión. Esta ambivalencia no es una coincidencia, es un rasgo constitutivo de la democracia, que también se traduce en el dualismo entre el pensamiento de la democracia y sus realizaciones concretas.

a) Igualdad

Permítaseme, ante todo, citar un famoso pasaje de Aristóteles y eliminar cualquier duda sobre la relación entre igualdad y libertad en la democracia:

«El principio del gobierno democrático es la libertad. Al oír repetir este axioma, podría creerse, que sólo en ella puede encontrarse la libertad; porque ésta, según se dice, es el fin constante de toda democracia. El primer carácter de la libertad es la alternativa en el mando y en la obediencia. En la democracia el derecho político es la igualdad, no con relación al mérito, sino según el número. Una vez sentada esta base de derecho, se sigue como consecuencia que la multitud debe ser necesariamente soberana, y que las decisiones de la mayoría deben ser la ley definitiva, la justicia absoluta; porque se parte del principio de que todos los ciudadanos deben ser iguales. Y así, en la democracia, los pobres son soberanos, con exclusión de los ricos, porque son los más, y el dictamen de la mayoría es ley. Este es uno de los caracteres distintivos de la libertad, la cual es para los partidarios de la democracia una condición indispensable del Estado. Su segundo carácter es la facultad que tiene cada uno de vivir como le agrade, porque, como suele decirse, esto es lo propio de la libertad, como lo es de la esclavitud el no tener libre albedrío. Tal es el segundo carácter de la libertad democrática. Resulta de esto, que en la democracia el ciudadano no está obligado a obedecer a cualquiera; o si obedece, es a condición de mandar él a su vez. He aquí cómo en este sistema se concilia la libertad con la igualdad».

Pensadores liberales han insistido tradicionalmente en que esta definición de democracia subordina claramente la igualdad a la libertad. Otros, que han insistido en la aversión relativa de Aristóteles hacia la democracia, han dicho que esa aversión estaba basada en el papel fundamental de la igualdad en el régimen democrático. Esta gama de interpretaciones nos sugiere que carece de sentido seguir buscando por esta vía una definición de democracia.

Como Castoriadis dice, Meier señala hacia la misma cosa cuando observa que: «En las isonomías y las democracias, la igualdad era salvaguarda contra la tiranía y la dominación arbitraria, y, por tanto, una garantía de libertad. Una vez establecida la igualdad de los ciudadanos, surgió una clase completamente nueva de libertad, la libertad de participar en política y, en particular, de votar, a lo que, más tarde, se añadió la libertad de vivir cómo se haya escogido».

Antes de continuar, dos advertencias. La primera es que hay que aceptar que la igualdad es intrínsecamente valiosa; como Castoriadis ha dicho, la igualdad social y política es una significación imaginaria, no una tesis filosófica o científica, así que sería antinómico tratar de basarla en algo exterior a ella, fuera de lo social. Por lo tanto, la igualdad sólo puede fundarse sobre sí misma.

La segunda advertencia es que ustedes habrán notado que Castoriadis se refiere a la igualdad social y política. Debe tenerse presente que la igualdad social es exclusivamente moderna. En verdad, helenistas e historiadores generalmente están de acuerdo —con voces disidentes como la de Hansen— en que la isonomía es la fundamental característica de la democracia ateniense. Iso-nomia designa la igualdad ante la ley y por ello forma parte de la igualdad política. Es la igualdad descrita por Aristóteles, la igualdad entre todos los varones atenienses para gobernar y ser gobernados, decidir y ejecutar las decisiones.

Esa es la igualdad que el pensamiento sobre la democracia describe, desde Aristóteles a Arendt. Mas, tal y como Lefort nos recomienda: «valdría la pena preguntarse qué conflictos (que sólo pueden haber sido conflictos sociales) y qué capacidades (que sólo pueden haber sido militares) condujeron a que sociedades sumamente diferenciadas y jerárquicas aceptasen que campesinos, tenderos y artesanos fuesen admitidos en las asambleas en las que se tomaban las decisiones sobre los asuntos públicos. También debemos preguntarnos cómo, tras la máscara de la igualdad política, fueron tomadas en realidad las decisiones, y cuál era la naturaleza de los medios por los que algunos ejercen una autoridad más duradera sobre una u otra parte de la gente. La última pregunta nunca ha sido planteada por Arendt, convencida como está de que la palabra es el único medio de persuasión e, ingenuamente, de que esa comunicación verbal es igualitaria y no puede transmitir ninguna desigualdad de poderes».

En otras palabras, Lefort advierte de que la igualdad política no sólo debe ser pensada como un logro derivado de luchas provenientes de desigualdades de otro tipo (social o económico) sino también como pantalla que no reflejó suficientemente las efectivas desigualdades entre hombres supuestamente iguales en la esfera pública. En esto pueden reconocerse las críticas recientes dirigidas hacia la teoría de comunicación de Habermas. Tan pronto como salimos de esta igualdad política, que ya oculta desigualdades, en cuanto salimos del to meson, del dominio público, caemos en otras desigualdades, sociales o económicas, de las que se ha dicho que eran constitutivas de la polis (marxistas como Ellen Meiskins Wood respecto a los campesinos; Vidal-Naquet contra Castoriadis y Ober).

¿Cómo podría servir a nuestro pensamiento sobre la actual democracia una comprensión de la igualdad política coexistente con desigualdades que nos parecen tan detestables?

En primer lugar, aun cuando el desarrollo de lo que Ian Morris ha llamado la «ideología ordinaria» (middling ideology) en la antigua Grecia se extendió a lo largo de unos tres siglos, sin embargo la idea de homoioi (los pares o iguales) fue una categoría relativamente estática, en contraste con nuestra actual compresión de la igualdad democrática, que se desarrolla y amplía constantemente, con una naturaleza intrínsecamente dinámica. Así es como creo que debemos entender la contribución sumamente interesante de Jacques Rancière a esta noción. Para Rancière la política emancipatoria no es realmente alcanzada cuando decimos «sufrimos desigualdad, no hay ninguna igualdad», sino cuando decimos «tenemos el derecho a la igualdad» y así nos constituimos como iguales. Ese es el momento preciso de la igualdad, según él.

Sin embargo, y éste será el punto de partida de una segunda observación comparando la igualdad de los modernos con la igualdad de los antiguos, hoy en día esta dinámica emancipatoria de la igualdad implica también una responsabilidad por aquellos que, a pesar de ser menos «iguales» que los otros, no pueden emanciparse a sí mismos. Está claro que en la Grecia Antigua este asunto importaba muy poco a los masculinos ciudadanos. Pero actualmente la situación de los no-emancipados, de los que, por una u otra razón, están en la imposibilidad de proclamar «tenemos derecho a ser iguales», sí puede ser pensada. La desigualdad no deja de existir solamente porque no sea expresada. En condiciones democráticas, el replanteamiento constante de la colectividad (incluso sobre lo que ésta es), debería tender a reducir al mínimo el número de aquellos que sufren desigualdad.

¿Puede una democracia depender de la igualdad y fomentar la desigualdad? Sí, puede, aunque no debería. El hecho de que pueda hacerlo pero debamos luchar para que no lo consiga hace de la democracia un éxito y una decepción al mismo tiempo.

b) Inclusión

Para indagar el asunto de la inclusión, no tenemos que definir la política, al modo de Schmitt, como aquello que permite la distinción entre el amigo y el enemigo. Podemos adoptar la más suave versión de Christian Meier, según la cual «la política denota ‘un campo de asociación y disociación’, a saber, el campo o ambiente en el cual la gente constituye órdenes dentro de los cuales vivir juntos y, a la vez, separarse de otros». Lo que nos interesa ahora es la última parte de la frase, que nos ayuda a comprender algo de la polis democrática.

Esta distinción entre lo interior y lo exterior está relacionada con una importante suposición, que ahora debemos cuestionar: se supone que la polis, Atenas en particular, era internamente homogénea. Pero en el apartado sobre la igualdad vimos que esto no es social o económicamente cierto en lo que se refiere a esclavos, mujeres o residentes extranjeros (metoikoi). Debemos insistir ahora en que tal homogeneidad tampoco existía entre los ciudadanos atenienses. Varias de las reformas que caracterizaron la vida política de Atenas apuntaban principalmente a la eliminación de la heterogeneidad. Como Arlene Saxonhouse plantea, en Atenas había miedo de diversidad.

Ober matiza esta opinión distinguiendo entre un centrífugo impulso hacia la diversidad social «hacia fuera» y un centrípeto impulso hacia la coherencia política «hacia dentro». Independientemente de la dosificación exacta en que esto pueda haber ocurrido, es crucial saber que, aunque la coherencia interna pueda haber sido buscada, no fue completamente realizada.

Desafiando nuestra anterior suposición, se cuestiona la existencia de una tajante distinción entre quienes están dentro de lo político y aquellos de los que éstos se autoconsideran separados. Es difícil decir con claridad quién forma parte de la polis; si evitar la lucha interna supone grandes costes, entonces puede no ser fácil decir quien no forma parte de la polis, aunque existan reglas tajantes. Esta diversidad cuestiona tanto la idea de autoctonía como la de autarquía.

El miedo a la diversidad es un rasgo de la actual democracia defectuosa, tanto en lo que se refiere a la diversidad que viene de fuera como a la que ya existe dentro. La gran diferencia con las democracias arcaicas es que, ahora, la inclusión es el ideal democrático.

El reconocimiento de la diversidad interna va de la mano con un mayor espacio para la polis y una comunicación mucho más intensa con su exterior. La inclusión es una perspectiva valorada en ese contexto.

Al igual que las desigualdades de la polis resultan vergonzosas ante nuestros ojos, a los ojos de quienes actualmente piensan y practican la democracia la distinción supuestamente aguda entre el interior y el exterior pertenece a la pasada era del nacionalismo. Pese a ello, está claro que en los hechos ninguna democracia es totalmente inclusiva, ante todo debido a la base territorial de la democracia.

Teóricamente el cosmopolitismo parece ofrecer una solución, pero esto depende de problemas incuestionables. El procedimentalismo liberal y el comunitarismo son dos extremos del mismo problema, pues el primero pospone cualquier compromiso sustancial con la inclusión y el segundo la excluye. En términos de inclusión, por tanto, la actual democracia afronta la misma ambigüedad que respecto a la igualdad. La busca y logra éxitos parciales a través de las prácticas desplegadas, pero sin realizarla plenamente, lo que es un rasgo constitutivo de la democracia a causa de la propia estructura de ésta.

Conclusión

Para concluir me gustaría dejar clara mi respuesta a la siguiente pregunta: ¿en última instancia, la democracia puede no solucionar los problemas de la desigualdad y la exclusión? Echemos una última mirada sobre los atenienses.

Igualdad, en primer lugar. Considerando que la exigencia de la participación política colectiva fue para ellos lo más importante, encontraron una respuesta coherente aislando la igualdad política de otros tipos de desigualdad y convirtiéndola en lo único tenido por importante.

Hoy no admitimos ese razonamiento (aunque en la práctica esté mucho más extendido de lo que, en general, admitiríamos): ya no estamos de acuerdo en decir que «a aquellos que están implicados en tareas productivas no se les permitirá votar y decidir sobre los asuntos comunes». Por el contrario, decimos que debe existir igualdad política, y también igualdad económica y social. El inicio de una solución podría ser dar la vuelta a las cosas y proponer que los que están implicados en actividades productivas, en un sentido amplio, y por tanto caracterizados, al menos, por cierta aproximación a la igualdad socioeconómica, sean, como principio, los primeros en participar en aquello que de alguna manera ellos mantienen: lo político.

Inclusión, en segundo lugar. Los atenientes entendieron la polis, ante todo, como sus hombres. Sin embargo, la polis no podía ser concebida sin su territorio. Hemos visto que las leyes regulaban quién era y quién no era ciudadano, y que había claras distinciones hacia el exterior. Hoy, planteamos la inclusión como un bien y, de hecho, como un bien democrático. Si vemos la democracia tan ligada a un territorio como lo hago yo, entonces la inclusión nunca puede ser lograda totalmente.

Los motivos por los que la democracia debería ser vista como ligada a un territorio son obvios cuando uno deja de adoptar el punto de vista del «nosotros» comunitario y adoptamos el punto de vista de quien quiere entrar en la comunidad. Para que la democracia pueda seguir existiendo de una manera que le permita seguir siendo un régimen y no sólo un conjunto de procedimientos (es decir, que tenga como uno de sus objetivos la autonomía y la participación colectiva en la definición de un bien común), debe garantizar que sus dimensiones sigan siendo realistas. Esto no significa que deban entrar menos extranjeros en los Estados-nación. Podría significar, y sería mucho más interesante, que la implosión de las más grandes entidades «constitucionales» permitiese formas más sustanciales e incluyentes de democracia.

¿Se corre el riesgo de que la idea de una democracia constitutivamente defectuosa avale las desigualdades y la exclusión? No. Mientras estemos en lo que provisionalmente he llamado «el espacio de la democracia», todavía en línea con el esfuerzo hacia la autonomía y la definición de un bien colectivo, decir que la democracia contiene cosas que no debería permite tanto la denuncia como la emancipación.

La denuncia no siempre basta y la emancipación no siempre es posible. Ambas cosas deben marchar juntas.

Los motivos por los que la denuncia no basta son más bien evidentes. El hecho que la emancipación pueda no ser posible plantea el problema antes planteado: ¿qué pasa con los que no tiene voz? La gente no puede ser emancipada por otros, la emancipación es el proceso de descubrimiento de la autonomía, lo que, por definición, sólo puede ser hecho por las personas a las que concierne.

¿Qué pasa entonces si algunos no pueden emanciparse a sí mismos? La única solución posible reside en la dupla denuncia/emancipación. Los que pueden denunciar, los que están emancipados o en proceso de emancipación, deben ser capaces de denunciar la situación de los que no pueden.

Recapitulemos lo dicho sobre la democracia defectuosa. Contrariamente al desplazamiento hubrístico que caracteriza a la autocancelación de la democracia, las desigualdades y exclusiones, aunque sumamente indeseables, pueden estar presentes en el espacio democrático. Para decir eso, me he basado en las siguientes premisas:

– En condiciones democráticas, la igualdad siempre ha sido considerada valiosa.
– En las actuales condiciones democráticas, la inclusión es considerada valiosa.
– La igualdad y la inclusión nunca han sido plenamente logradas.

En esta situación, hay tres opciones:

– Denunciar los defectos de la democracia como fracasos.
– Emanciparse autoproclamándose igual e incluido, lo que puede tener como resultado que los que carecen de voz queden desprotegidos.
– Denunciar y emanciparse, y así impedir que la hamartia, el error trágico, llegue a dar el salto hasta el territorio de la hubris, la soberbia desmesura.

* Datos de la autora

Nathalie Karagiannis es investigadora en la Universidad de Sussex. Autora de libros como Avoiding Responsibility: The Politics and Discourse of European Development Policy y European Solidarity, o, junto a Peter Wagner, Varieties of World Making: Beyond Globalization.

Psicopatía y neoliberalismo

Psicopatía y política

La psicopatía es un trastorno psicológico caracterizado por una total escisión entre razón y emoción. En el plano emocional, el psicópata manifiesta una total insensibilidad, mientras que su pensamiento es racional y pragmático, único y excluyente, se centra en los propios intereses, es indiferente a las consecuencias de sus actos y a los sentimientos y pensamientos de los demás y no repara en los medios utilizados para alcanzar sus objetivos, por más reprobables, violentos o perjudiciales que sean estos medios.

El psicópata carece de empatía, omite y desprecia los sentimientos pensamientos, opiniones y actos de las otras personas. Es mentiroso y manipulador, muestra una “cara amable” y simula hallarse integrado en su medio social y establecer buenas relaciones con los demás. Incluso en los casos de mayor gravedad del trastorno, puede desarrollar con normalidad sus actividades en todos los ámbitos de la vida.

Esta descripción de la psicopatía coincide totalmente con el espíritu del capitalismo y el funcionamiento economicista moderno. De hecho, es el espíritu que impregna la modernidad y parece ser una patología consustancial a ella, profundamente ligada a los “valores” económicos, que va filtrándose en la cultura, convirtiéndose en el modelo de éxito y poder a imitar y socavando las estructuras sociales y políticas.

Todo ello hace que el trastorno sea difícil de detectar, sobre todo porque muchas características psicopáticas son frecuentemente bien valoradas por la sociedad. El psicópata sólo es identificado cuando sus actos son descubiertos debido a la notoria trascendencia que alcanzan y el grave daño que provocan.

Cuando individuos con personalidad psicopática ocupan puestos de responsabilidad, la notoriedad y gravedad de estos actos está en relación directa con la importancia del cargo ejercido. Los dirigentes de todo tipo y los líderes de gobierno que padecen trastornos psicopáticos son el ejemplo más notorio en este aspecto.

Algunas políticas sólo están orientadas para servir a intereses cuya única aspiración es la obtención del máximo beneficio sin reparar en los medios utilizados ni las consecuencias. Políticas de esta índole son concebidas y llevadas a la práctica por individuos con una personalidad psicopática, ya que éstos son idóneos para ejercer de forma efectiva algún tipo de mando o detentar el poder de forma inflexible y autoritaria.

La mayoría de las personas son conscientes de sus actos y sus consecuencias y son sensibles a las experiencias de los demás; sienten, piensan y organizan su vida y sus actividades de una manera que los psicópatas consideran con desprecio “ingenua” y “elemental”. Debido a estas características, en la sociedad actual la mayor parte de la población delega la responsabilidad de la toma de decisiones en aquellos individuos que consideran especialmente dotados para hacerlo. Entre estos individuos son frecuentes los psicópatas de distinto grado, quienes a partir de esa delegación de responsabilidades que le otorgan los ciudadanos se arrogan un derecho absoluto que creen legítimo e indiscutible.

Convencidos de este derecho, los dirigentes psicópatas se consideran en posesión de verdades absolutas, persisten de manera insistente y repetitiva en su discurso y propósitos, ignoran y desprecian las opiniones mayoritarias de los ciudadanos que le otorgaron el poder, mienten y manipulan para conservarlo, y son por completo insensibles a los sufrimientos que pueden derivarse de las acciones que promueven.

El neoliberalismo se nutre de los conflictos que provoca y se beneficia de ellos, y está en esencia abocado a la destrucción. Las políticas económicas neoliberales provocan el deterioro creciente de las condiciones de vida de millones de mujeres y hombres sobre el planeta, arrojándolos a la precariedad y la pobreza; atentan contra la convivencia; favorecen la intolerancia, el racismo y la xenofobia, y abren las puertas a peligrosos conflictos de alcance inimaginable. El neoliberalismo es una ideología emparentada con la psicopatía.

Los seres humanos sensatos debemos oponernos con énfasis al desarrollo e imposición de políticas neoliberales, pues han sido concebidas y están siendo ejecutadas por individuos que se oponen frontalmente al proceso civilizador, de progreso y justicia, que debería caracterizar a las sociedades del siglo XXI.

Las grandes mayorías populares democráticamente organizadas y movilizadas y en pleno ejercicio de sus derechos, son las únicas que tienen la posibilidad de neutralizar al neoliberalismo, rechazar a sus ejecutores y producir un cambio radical en la manera de entender el mundo y hacer las cosas. El bienestar y la felicidad del ser humano, y la supervivencia de la civilización, dependen de ello.

Política y psicoanálisis (segunda parte). Sobre la dimensión política de los conceptos

Germán Ciari
El psicoanalítico
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En la entrega anterior dijimos que “…nominar es un acto que posee dimensión política…” [1]. Pero, ¿qué significa esta afirmación en el marco de la obra castoridiana? En lo que sigue me propongo utilizar el caso Schreber [2] para elucidar en principio la dimensión social/histórica operante, con el objeto de arribar poco a poco a deslindar su dimensión política propiamente dicha.

Decimos que las ideas, los conceptos, los desarrollos tecnológicos o científicos, las modas filosóficas o las ideologías forman parte —instituida— del magma específico que anima una época y una sociedad. En la dinámica que describe Castoriadis, un concepto nuevo no puede ser otra cosa que, en primer término, el resultado de la creación “ex nihilo”. Pero al mismo tiempo esa creación “de la nada” debe fundirse con la urdimbre compleja de SIS (significaciones imaginarias sociales) que ofrece una sociedad dada. La presencia instituyente de esa urdimbre —en el sujeto que inventa— vuelve borrosa una lectura en dos tiempos del proceso instituyente que puede devenir de la invención. Vale decir, no hay creación y articulación al magma. Hay continuidad del magma —que instituye al y es instituido por— el sujeto creador. [3]

Decir que un concepto, una idea o una noción es emergente de ese magma significa afirmar que como tal se encuentra habitado por los debates de su época, la forma en que los poderes instituidos presionan sobre las disciplinas,  las luchas de poder que se desatan en torno al control de la capacidad de significar, los descubrimientos en otras áreas,  las invisibilidades que esos descubrimientos proyectan, los avances y retrocesos  en la capacidad de moralización de tal o cual religión sobre la sociedad, los avances tecnológico/mediáticos que permiten la expansión de sentidos hegemónicos,  la geopolítica de una época, los intereses de los grupos concentrados, la capacidad de resistencia y organización de sectores de la población; por procesos migratorios, ecológicos, bélicos, etc.

Comenzamos por preguntarnos: ¿Qué hay en las maquinarias que desde pequeño sometieron el cuerpo del hijo del Dr. Daniel Gottlieb Moritz Schreber a que no sea social?

Si bien Freud no tiene en cuenta datos biográficos [4], la participación del “exitoso” pedagogo en la crianza de sus hijos —asociada a la utilización de maquinarias creadas para educar el cuerpo— ha sido reconocida por varios de los autores que retomaron el análisis del caso, como un factor decisivo en relación a la psicosis que sufriera posteriormente Daniel Paul.

“Todos conocimos esos hijos delincuentes o psicóticos que proliferan a las sombra de una personalidad paterna de carácter excepcional, de uno de esos monstruos sociales que se dicen sagrados”. [5]

Las pistas que deja Jaques Lacan serán recogidas por Maud Manonni, quien se preguntará: “¿Por qué el hijo de un padre tan excepcional pudo convertirse en psicótico?” [6]

La autora insistirá sobre este punto al ubicar como el primero de los dos conflictos que constituyen el síntoma, nada menos que la educación recibida.
(La) “… posición homosexual pasiva que Daniel Paul Schreber llego a aceptar, no sin luchar, ¿no es producto de una educación?” [7]

Principios básicos de la pedagogía de DGM Schreber como el que indica que  “el adulto debe adquirir un dominio no solo sobre las tendencias del niño sino también sobre su cuerpo” [8] encontrarían articulación con la prescripción de máquinas ortopédicas que coercionan el cuerpo desde muy temprana edad con el objeto de alcanzar posturas “ideales”, todo lo cual colaboraría en producir en Daniel Paul “distorsiones de la imagen corporal”. [9]

Ahora bien, como lo entendemos, la máquina es expresión material/tecnológica de ideas, nociones, conceptos que la preceden y la animan. Vale preguntarse entonces por la sociedad que acunó una pedagogía inspirada en principios como: “… el niño es malo por naturaleza. Es preciso aislarlo de su naturaleza y someterlo a un adiestramiento moral y físico (alternando abluciones de agua fría y caliente desde los tres meses, alternando terror y seducción)” … ”el niño debe aprender precozmente el arte de la renuncia.” [10]

Cuando Alice Miller explora la corriente pedagógica en la que se enmarca la obra de D. G. M. Schreber —corriente que la autora llama “pedagogía negra”— enumera una serie de enunciados —llamados por ella “ideas falsas”— que ocuparían la base de sentido de la disciplina: “Que el sentimiento del deber debe engendrar amor … que se puede acabar con el odio mediante prohibiciones … que la obediencia robustece … que una escasa autoestima conduce al altruismo … que la gratitud fingida es mejor que la ingratitud honesta … que la intensidad de los sentimientos es perjudicial”. [11]
Sería un error entender que estas “ideas falsas” son el producto de la imaginación de los pedagogos de la época. Si no andamos muy errados, las que Miller enumera no son más que contantes y sonantes Significaciones Imaginarias Sociales.
O como intuye Mannoni: “Por una parte, ese terrorismo pedagógico participaba de la situación paranoica de la época; en cierto modo el Dr. Schreber no hizo mas que sistematizar lo que ya estaba en el aire.” [12]

¿Qué es “el aire”?

“Evitar una segunda revolución francesa, o la catástrofe todavía peor de una revolución europea general según el modelo de la francesa, era el objetivo supremo de todas las potencias que habían tardado mas de veinte años en derrotar a la primera…” [13]

D. G. M. Schreber, autor de títulos como “Aguzamiento planificado sistemáticamente de los órganos sensoriales” o “Sobre la educación de la Nación y su desarrollo actual mediante la elevación de la profesión docente y la vinculación en el hogar y la escuela” fue un destacada figura de esta nueva pedagogía que va a ir consolidándose en la Europa convulsionada por lo que el historiador Eric Hobsbawm llama “Doble revolución” -la industrial y la francesa- desde fines del siglo XVIII.

Para cuando D. G. M. Schreber llega a director del Leipzig Heilanstalt en el año 1844  comenzaba  un proceso de expansión del capitalismo industrial —más allá de Inglaterra— sin precedentes. [14]

Si nos situamos en los territorios que hoy corresponden a Alemania vemos además que las tensiones entre clases tomaban una contundencia inusitada: “La composición de las diferentes clases del pueblo que constituyen la base de toda organización política era en Alemania más complicada que en cualquier otro país. Mientras que en Inglaterra y en Francia el feudalismo había sido totalmente destruido o, al menos, reducido, como en Inglaterra, a unos pocos vestigios insignificantes, por la poderosa y rica clase media, concentrada en grandes ciudades, sobre todo en la capital, la nobleza feudal de Alemania conservaba gran parte de sus viejos privilegios. “ [15]

La incipiente burguesía había hecho suficiente experiencia como para saber que si no se avanzaba con las reformas necesarias para su expansión, incluida la creación de un Estado moderno, nunca podría competir con la floreciente industria inglesa, y entonces se condenaría al exilio o la permanente bancarrota.  Pero la nobleza no perdía su poder y tenia en los poderosos “Junkers” grandes bastiones que traccionaban el pasado.

A pesar de la tendencias encontradas ambas clases acordaban-al principio de modo tácito y luego cada vez más explicito- en una cuestión central: había que contener la marea política libertaria que llegaba desde Francia y expulsar del territorio a quienes la promovieran. [16]

A pesar de los esfuerzos de los opositores, el avance del proletariado se hacia cada vez mas incuestionable. De hecho, el mismo año del nombramiento de D.G. M. Schreber: “En 1844 estalló la insurrección de los tejedores de Silesia, seguida de la de los estampadores textiles de Praga. Estas insurrecciones, que fueron reprimidas con saña y no iban contra el gobierno, sino contra los patronos, produjeron honda impresión y dieron nuevo estímulo a la propaganda socialista y comunista entre los obreros”. [17]

En Francia 4 años después (1848):

“La revolución de febrero se dio a conocer como una revolución de la clase obrera contra las clases medias; proclamó la caída del gobierno de la clase media y la emancipación de los obreros. Ahora, la burguesía prusiana había tenido poco antes suficientes agitaciones de la clase obrera en su propio país. Pasado el primer susto que le dio la insurrección de Silesia, intentó incluso encauzar estas agitaciones en su provecho; pero siempre había tenido un horror espantoso al socialismo y al comunismo revolucionarios: por eso, cuando vio al frente del Gobierno de París a hombres que ella tenía por los más peligrosos enemigos de la propiedad privada, del orden, la religión, la familia y los otros sagrarios de la moderna burguesía, sintió al punto enfriarse considerablemente su propio ardor revolucionario.” [18]

Una pedagogía para el “nuevo orden”

D.G.M. Schreber es ungido como autoridad en una sociedad en manos de grupos dominantes que busca construir el nuevo orden, pero esta vez habiendo aprendido la lección francesa es decir, entendiendo que los perseguidores de “la situación paranoica de la época” (de la que hablaba Manonni) eran los socialistas y comunistas revolucionarios.

Es seleccionado para ser director de hospital -antes profesor universitario- en la oriental ciudad de Leipzig,  cercana tanto a Praga como a Silesia —en donde estallaran sendas revoluciones para el periodo histórico que trabajamos— y en un contexto en que la Ciencia será la encargada de brindar las herramientas que ya no podía proveer la fe y en que en particular el modelo medico será llamado a dar respuestas. [19] [20]

La compatibilidad entre su trabajo y los intereses de las clases dominantes en pugna no puede reducirse al “culto a la autoridad”, tan exacerbado en su obra como conveniente a los intereses de aquellos que pretendieran construir y luego estabilizar el nuevo orden: el Dr. Schreber se encontraba preocupado por contrarrestar los males del avance de la ciudad sobre el campo. El culto a la vida natural [21], los ejercicios para recuperar la postura corporal, y sobre todo el fomento del los ejercicios físicos, buscaban devolver la tonicidad muscular extraviada a causa de los cambios históricos. Pero también buscaban con ello aplacar las “pasiones” que se suponían contenidas por la falta de motilidad que imponía la vida citadina. Será este “dominio de  las pasiones” lo que lo ocupara en su lucha civilizatoria por: “…formar un muro protector contra el insalubre predominio del lado emocional…” [22]

¿No resulta evidente a esta altura que sus ladrillos solo venían a fortificar el muro levantado (pero nunca asegurado) por las clases dominantes entre Alemania y el “apasionado” Paris? [23]

En todo caso, el tiempo que le precede demostrará que el dominio de las pasiones y el culto a la autoridad serán primero ejes articuladores entre facciones y luego bases contundentes para la construcción de las incipientes Naciones (en breve también de los nacionalismos) y sus Estados modernos,  a la vez que verdaderas barreras de contención para las aspiraciones del “populacho revolucionario”.

Por último: ¿Qué infla al padre real?

Retomando el “caso Schreber” recordemos que cuando Maud Manonni busca ubicar factores que serían constitutivos del primer conflicto, aquel que sentaría las bases para que en el momento en que emergiera “un padre en lo real”  se desatara el delirio mas famoso de la historia del psicoanálisis, destacará centralmente “la inflación del padre real”, el borramiento de la mujer en el hogar y el saber científico exigiendo sumisión total. Son estos factores los que van a configurar la posición homosexual pasiva que el autor refiere como resultado de una verdadera educación.

Siguiendo esta pista podemos dimensionar el modo en que cada uno de los factores señalados se encuentran sobredeterminados social, histórica y políticamente. Acaso: ¿La mujer hubiera cedido y consolidado con su corrimiento la inflación del padre real en una época distinta? ¿Cuánto del poder del padre en el hogar depende del que le otorgan “las autoridades” en el Leipzig de 1844? ¿Y cuánto dependen las designaciones a cargos importantes que las autoridades realizan de la coyuntura social y política?

La obra castoridiana posee el mérito de dejarnos vislumbrar algo que las herramientas científicas y técnicas que utilizamos cotidianamente buscan acotar, vale decir: el magma operando en su estado original. A partir de allí podemos reformular lo que antes planteaba Manonni para observar que la “situación de época” no es para nada “paranoica”, en tanto lo que se despliega es una lucha (política) por el control del escurridizo magma de significaciones imaginarias sociales (SIS) entre grupos dominantes en pugna que producen sus saberes, tecnologías, universidades, hospitales, fronteras, guerras, etc.; y que acuerdan en el rechazo al nuevo grupo —de los revolucionarios- que amenazan muy seriamente con dejarlos sin nada—.

De esta batalla por el sentido no se encuentran aislados los síntomas, e incluso más allá de ellos podemos ver que el papel de ese magma de SIS en la psicosis que sufriera Daniel Paul Schreber no puede reducirse a un jardín de donde recogiera su apariencia la floración delirante.

Notas

[1] En Chairo Luciana, Ciari, Germán, “Política y psicoanálisis, comienzos de un proyecto”.
[2] Me refiero al caso analizado por Freud en  Freud, Sigmund, Obras Completas, vol XII, Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 2005.
[3] como condición sine qua non hay  intervención del carácter  repetitivo del magma. Una intervención que altera la monotonía de lo que “es” y en tanto que altera la vuelve histórica.
[4] El único dato al que recurrió Freud que no se encuentra explicitado en el texto original de D.P Schreber “Memorias de un enfermo nervioso” es la edad que tenía este cuando cae enfermo. Ver cometario de James Strachey en  idem (2), (pag 6).
[5] Lacan, Jaques, Seminario 3, Las Psicosis, Acerca de los significantes primordiales y de la falta de uno, ediciones Paidos, Buenos Aires, 2007, (pag 291)
[6] Manonni, Maud, La educación imposible, Siglo XXI editores, México, 1979, (pag 22)
[7] Idem 6 (pag 24)
[8] Idem 6 (pag 27)
[9] Idem 6 (pag 27)
[10] Idem 6 (pag 26)
[11] Miller, Alice, Por tu propio bien, Raíces de la violencia en la educación del niño, Tusquets editores, Barcelona, 1985.
[12] Idem 6 (pag 26)
[13] Hobsbawm, Eric,  “La era de la revolución 1789-1848”, Critica, Buenos Aires, 2007,  (p116)
[14] De hecho se vive una época de extraordinarias transformaciones. Sucintamente indiquemos que la población se duplica en Inglaterra entre 1800-1850, y casi se duplica en Prusia entre 1800 y 1846; que “También producía más trabajo, sobre todo más trabajo joven, y más consumidores. El mundo de nuestro periodo era mucho mas joven que el de otras épocas…”
En pocas palabras: “…a partir de 1830…los cambios económicos y sociales se aceleran visible y rápidamente…”. idem 13 (pag 175)
[15] Engels, Frederic, Revolución y contrarrevolución en Alemania, Alemania en vísperas de la revolución, en https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/rca/1.htm
[16] El propio Marx, que para 1948 ya había escrito entre otras obras “Tesis sobre Feuerbach” (1845), “La ideología alemana” (1846), y “El manifiesto del partido comunista” (1848),  debió vivir en el exilio prácticamente durante toda su vida. Tanto Marx como Engels fueron colaboradores del «Der Volksstaat”, órgano central del Partido Socialdemócrata Obrero de Alemania, que se publicó en Leipzig -la ciudad en la vivía la familia Schreber-  entre 1869 y 1876.
[17] idem 15
[18] idem 15
[19] “La institución escolar y la institución médica a partir de 1880 intentarán realizar una misión civilizatoria: desde este punto de vista, DGM Schreber casi es un precursor.” Idem 6 (pag 26)
[20] Para dimensionar el “tono” que asumirán las respuestas científicas a la demanda de un nuevo orden simplemente menciono que en Leipzig se fundará poco tiempo después el primer laboratorio de psicología de la historia (Wundt, tenía 30 años cuando D.G.M. Schreber era una figura destacada) y que es la misma ciudad en la que Daniel Paul Schreber será internado y atendido por una figura como el Dr Fleshing.
[21] El movimiento schreberiano se extendió incluso mas allá del periodo fascista. En 1958 tenia 2 millones de miembros solo en Alemania
[22] El texto continúa: “…contra esa sensiblería blandengue, enfermedad de nuestra época, que debe ser reconocida como el motivo mas habitual de las cada vez mas frecuentes depresivos, enfermedades mentales y suicidios.” En Stchazman, Morton, El asesinato del alma, la persecución del niño en la familia autoritaria, ediciones siglo XXI, España, 1979.
[23] El período parisino de 1848-1871 resultará especialmente convulsionado.  De hecho corresponde a la “Comuna de Paris” señalada por el propio Marx como el primer gobierno proletario de la historia.

Por gentileza de El psicoanalítico

Política y Psicoanálisis. Comienzos de un proyecto

Luciana Chairo | Germán Ciari
El psicoanalítico
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«La discreta resignación de muchos discursos analíticos se asemeja más a la tolerancia senil de la decadencia que a la madurez crítica […]. Si la asunción de una herencia implica trabajar para ganársela, no es tarea menor separar de ella lo inservible, lo que hace obstáculo a su despliegue pleno, sabiendo que quienes nos hicieron el legado intentaron darnos lo mejor, pero no pudieron dejar de concebir lo mejor en términos de la época que les tocó vivir y de la historia que los marcó. En la necesaria combinación entre la filiación –que siempre se establece sobre la base del amor- y la capacidad crítica –que no implica destrucción sino desconstrucción- reside el futuro de toda herencia».

(Bleichmar, S. 2006)
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Este artículo que les presentamos nace como producto de una verdadera construcción conjunta. Nace de una búsqueda, de inquietudes y preguntas balbuceadas, de un intercambio y el deseo de compartirlo.

No es más que la aproximación a un tema, una serie de rodeos siempre necesarios y capitales para la indagación que se pretenda crítica. Nos proponemos delinear ciertas preguntas, allanar algunos caminos y esbozar algunas de las ideas que venimos pensando en torno al entrecruzamiento entre política y psicoanálisis contemporáneo. Es decir, cómo se trama la política en la propia teoría y en la praxis del psicoanálisis actual. Estas ideas surgen necesariamente de experiencias transitadas, de prácticas que interpelan las teorías y varios de los supuestos con los que contamos.

Pensar esta relación que podríamos llamar en principio incómoda, nos ha conducido al recorte y elección de ciertos ejes de análisis que ordenan la lectura que nos proponemos.

Las ideas aportadas por Cornelius Castoriadis son una referencia importante para esta reflexión, y despiertan en nosotros una pregunta que deviene central a lo largo del intercambio: ¿puede hoy, tal como lo propone el autor, concebirse al psicoanálisis como parte del proyecto de autonomía?

Es bien sabido que para Castoriadis existe un psicoanálisis, de señalado origen freudiano, con capacidad de integrarse magmáticamente a su gran proyecto de autonomía (proyecto presentado formalmente en Institución Imaginaria de la Sociedad). Ahora bien, ¿puede el psicoanálisis hegemónico actual animar tal proyecto?; ¿cómo se resignifica la noción de autonomía a la luz de las experiencias políticas más importantes de los últimos años? ¿Es posible pararse sobre las vías conectoras abiertas por el concepto castorideano de autonomía para repensar desde la política el psicoanálisis y desde el psicoanálisis la política?

Adentrándonos en este peculiar recorrido, animado por nuestras praxis concretas, volveremos a las formulaciones castorideanas; y si encontráramos que para avanzar fuera necesario transformar categorías conceptuales ello nos conducirá, debido a las remisiones múltiples del pensamiento en cuestión, a revisar el psicoanálisis y su relación con el proyecto de autonomía.

Pensemos por ejemplo en el par instituido – instituyente. Es bien conocido el modo en que Castoriadis logra develar esta verdadera dinámica social e histórica sepultada por el pensamiento heredado, logrando visibilidad sobre aquello que irrumpe como imaginación radical, dándole temporalidad a la historia así constituida. Sin embargo podríamos proponernos avanzar en una crítica que se dedique a indagar las dificultades que parecen presentar estos desarrollos, para distinguir aquello que se instituye “desde arriba” respecto de aquello que lo hace “desde abajo”. ¿De qué modo, en sus múltiples remisiones, esta indagación repercutiría sobre la noción de autonomía y desde allí sobre el psicoanálisis como parte de un proyecto general?

Cuando pensamos en los orígenes del proyecto de autonomía, en el modo en que sus expresiones aparecen en la historia, nos vemos en parte obligados a dejar de lado la pregunta causalista debido a la hipótesis fuerte castoriadeana respecto de la creación ex nihilo como fuente de cualquier proceso histórico. Pero solo en parte, ya que el autor no cesa de señalar el hecho de que la creación se plasma en un socio histórico que presenta ciertas condiciones y que existen además fuerzas y modos de ser del histórico social capaces de inhibir o fomentar estos procesos. Conscientes de posarnos en un área borrosa de la obra del autor nos preguntamos: ¿los procesos de auto organización operan como condición necesaria para la aparición de la pregunta por la institución de la sociedad, pregunta inmanente a todo proyecto de autonomía? Si esto es así, ¿cuáles condiciones o fuerzas operan sobre estos procesos de auto organización social hoy? Nuevamente, en su remisión a la distinción del par Lo político/La política la indagación nos reenviaría a la revisión de nuestro tema general.

Al mismo tiempo decimos que Psicoanálisis, política y autonomía se cruzan, castorideanamente hablando, porque se desenvuelven en el campo de lo que los griegos clásicos llamaban doxa. En contraposición con episteme, el campo de la doxa impone sus condiciones tanto al psicoanálisis como a la política, y el rebasamiento de los límites doxa-episteme [1], que en parte es el mismo límite que se presenta entre imaginario y conjuntista identitario (como dos dimensiones indisociables en las que se despliegan las significaciones imaginarias sociales según Castoriadis) [2]; así su posible entrecruzamiento o, más típicamente, el avance de la episteme sobre la doxa (avance cuyo origen funda según Castoriadis el mismo Platón), podría repercutir  en las formas en las que se desenvuelven cada una de las praxis.

Un escenario privilegiado para la observación de esta contienda tiene lugar en el modo de concebir el concepto de otro. Y es interesante en este punto subrayar la idea de cómo se concibe el “concepto” de otredad, de lo semejante, de lo ajeno; cómo se atrapa conceptualmente, qué categorías se utilizan, cómo se nomina la experiencia por la que efectivamente transitamos que es la del lazo social.

A partir de ciertas experiencias, de ciertas lecturas y un movimiento crítico dentro del campo del psicoanálisis actual, si se quiere hegemónico, es interesante advertir cómo el abordaje de algunas perspectivas psicoanalíticas lejos de trabajar a contrapelo de los sentidos producidos por el capitalismo, o incluso arremeter contra ellos, parecieran ser funcionales a sus principios, no sólo en la práctica sino en la propia construcción conceptual. Y no somos ingenuos en esto, nominar es un acto que posee dimensión política en tanto implica tomar posición y legitimar cierta modalidad de la práctica.

Podemos pensar que las voces instituidas que abogan: tenés que ser autónomo, tenés que ser libre, tenés que ser independiente, ilimitado;  tenés que gozar y reconocer el goce de tu propio cuerpo que es Uno, de uno; tenés que responsabilizarte de tus actos concretos; pues, dichas voces, están animadas y a la vez instalan un modo particular  de concebir al otro (aún en su solapamiento), al sujeto y su lazo.

En el contexto de la misma tendencia encontramos la idea de  “El Otro que no existe”, supuesto que incluso da nombre a libros y artículos varios [3]. Si hiciéramos el esfuerzo de intentar defender este postulado, podríamos ir a algunos de los textos originales de Lacan (cuando decimos originales decimos previos a su traducción al castellano) para encontrarnos que efectivamente Lacan plantea que “no existe el Otro del Otro”, es decir, que no hay garantía última, que no hay verdad última. Es cierto, podríamos hacerlo, pero no es aquí lo que nos interesa. Más bien nos preguntamos ¿por qué se decide semejante recorte en dicho postulado? ¿Por qué ante la decisión teórico-clínica de existencia o no de la otredad en los avatares subjetivos, se opta por excluir al Otro?; ¿Qué implicaciones clínicas conlleva tal decisión política? ¿Qué sentidos animan esta decisión y están presentes más allá de ella? Acaso, si el “Otro no existe”, ¿no se borran las tramas de poder, de dominio, de explotación?; ¿no se solapa el Estado, lo público, el hacer con el otro? Es cierto que como analistas una función primordial que nos cabe es la de  desidentificar, desinflar el enjambre imaginario y los sentidos coagulados en que se sume un sujeto cuando llega a la consulta, abatido por las condiciones del Otro que para él son determinaciones absolutas. Ahora bien, sostener que todo ello es una construcción sintomática del sujeto y que por lo tanto puede deconstruirse y crearse nuevos sentidos ¿es lo mismo que dar por inexistente a ese otro?

En una próxima entrega nos propondremos entonces comenzar por aquí: avanzar desde una genealogía respecto de los sentidos que metaboliza esta tendencia, desnudando los atravesamientos de poder que pesan sobre ella como producto socio-histórico, para dimensionar su cualidad política y así más adelante, aprovechando la vía regia castorideana, llegar a repensar desde esa linterna de significaciones la cuestión de la política en la realidad cotidiana de algunos movimientos sociales de nuestra época.

Notas

[1] Por el momento proponemos remitirse a las definiciones de “episteme” y “doxa” de http://es.wikipedia.org/wiki/Episteme. En los nuevos avances de nuestro trabajo intentaremos profundizar en los sentidos que cobran tales conceptos en el marco de la obra castoridiana.
[2] “En la dimensión conjuntista–identitaria, la sociedad opera (obra y piensa) con elementos, clases, propiedades y con relaciones postuladas como claras y definidas. El esquema supremo aquí es la determinación. La existencia es determinación. En la dimensión imaginaria, la existencia es significación. Se relacionan las unas con las otras según el modo fundamental de remitirse. Toda significación remite a un número indefinido de otras significaciones”.   Castoriadis Cornelius Institución Imaginaria de la Sociedad, Tusquets, Buenos Aires, 2007.
[3] Aquí nos referimos a ciertas tendencias dentro del campo psicoanalítico lacaniano, cuyo referente principal es Jacques-Alain Miller. Ver “El Otro que no existe y sus comités de ética” (Ed. Paidós 2005).

Referencias bibliográficas

Castoriadis, Cornelius. Institución Imaginaria de la Sociedad, Tusquets, Buenos Aires, 2007
Búsqueda en http://es.wikipedia.org/wiki/Episteme.

Por gentileza de El psicoanalítico