Construirse también es formarse

José Luis Carretero Miramar
Profesor y escritor
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Pensar la construcción de una alternativa al caos social desatado por el neoliberalismo y el régimen de la deuda y el consenso entre las élites nacido de la Transición española implica necesariamente interrogarse por sus condiciones de posibilidad y aventurarse a indagar caminos distintos a los hasta ahora transitados por la llamada izquierda antagonista. A este respecto, el 15-M ha significado un gran aldabonazo. Su masividad, su pluralidad y su potencia emergente hicieron tambalearse muchos mitos fundantes del magma de sectas cainitas en que ha consistido, básicamente, la izquierda radical del Estado Español de los últimos treinta años.

La posibilidad de un impasse, de un bloqueo, es, sin embargo, algo siempre presente. El retorno de lo aparentemente superado, aún en formas novedosas, nos amenaza ahora que los medios quieren dar por finiquitado el impulso primigenio del movimiento.

Si el movimiento quiere alcanzar un estadio cualitativo superior (y ello es necesario, no lo dudemos, para su misma supervivencia) debe incardinarse firmemente en lo social en todas sus manifestaciones. Ello implica, por supuesto, aportar soluciones prácticas, y aún organizativas, en todos los ámbitos de la vida colectiva (en lo cultural como en lo político, en lo representativo como en lo constituyente, en lo barrial como en lo laboral), sin olvidarse, al tiempo, de asir firmemente lo esencial: la lucha de masas, la participación directa de las multitudes, mediante su movilización constante y su organización autónoma, en el quehacer social.

Construir un frente electoral (como posible dique de contención de la furia neoliberal o como mecanismo de apertura del “melón” del régimen juancarlista); generar una trama cultural (como herramienta de extensión del discurso y el pensamiento antagonista) es algo, quizás, que hay que hacer. Pero no abandonando para ello la tarea nuclear de organizar a la ciudadanía y a las clases populares y hacerlas visibles, es decir, de hacer actuar y participar a todos y todas en la narración común de nuestra Historia. Las asambleas, pues, deben ser el fermento de la actividad y lo que dote de sentido al resto de esferas de participación ciudadana, empujando a la profundización del movimiento transformador.

Pero todo ello implica, necesariamente, hacer frente a los problemas concretos que están, a día de hoy, limitando la emergencia del cambio cualitativo capaz de superar el bloqueo del movimiento. Seremos claros: el énfasis excesivo (en un primer momento liberador) en el funcionamiento colectivo como una “mente colmena”, está inhibiendo, de manera compleja, las posibilidades de profundización de la conciencia colectiva.

¿Qué queremos decir con ello? Que no todos los discursos son transformadores. Y que la interacción por la interacción (y la idolatría de dicha interacción como única función a desarrollar) favorece, en muchos casos, discursos engañosos, superficiales, o aún peligrosos. Todos sabemos el éxito que, en ciertos ámbitos, está teniendo expresiones neo-machistas, conspiranoicas, novedosas formas de superstición o regresos al conservadurismo más atroz. No se trata de inhibir coactivamente ningún discurso. Sino de generar conciencia colectiva. Empezando, por supuesto, por nosotros mismos. Ello implica un esfuerzo generalizado para la formación y la capacitación de los militantes sociales. No basta con moverse, con interactuar, con decir, al estilo twitter, lo primero que a uno se le pasa por la cabeza o lo más epatante; es necesario formarse, aprender, generar un discurso con un nivel de complejidad a la altura de los tiempos. Es la hora del movimiento, sí, pero también de la pedagogía. Una pedagogía colaborativa y no directiva, si se quiere, pero que parta de la base de que no todos los discursos son igual de racionales o conducen a los mimos sitios. Que indique que es imprescindible, por ejemplo, estudiar las revoluciones pasadas y los movimientos sociales históricos, con sus aciertos y errores, para transformar el mundo.

Es necesario capacitarse en todos los ámbitos, formar militantes dispuestos a desarrollar sus tareas con solvencia y a analizar el mundo con profundidad y complejidad. Y, además, hay que ser conscientes de que esa tarea de formación no es una obligación exclusiva de una élite de expertos o una vanguardia, sino la condición de posibilidad de una auténtica democracia cognitiva que fundamente un ascenso de la conciencia colectiva.

Los “militantes de toda la vida”, la “izquierda radical o reformista”, de las últimas décadas, haríamos bien en dejar de intentar tomar el control o la dirección política del movimiento, en dejar de procurar encauzarlo en la vía de nuestras estrategias tradicionales (siempre fallidas). En lugar de ello, lo que podríamos intentar es crecer con él, compartiendo nuestros conocimientos, nuestras culturas militantes, nuestras líneas de resistencia pretéritas, nuestras capacidades personales y colectivas. No se puede construir nada sin conocer el pasado. Pero, por supuesto, de forma solvente e informada. No mediante el recurso a santones que de nada saben pero de todo hablan. Repensar la historia del movimiento revolucionario mundial no es, necesariamente, abrir la puerta a la repetición de lo peor del viejo mundo, sino capacitar a la gente para identificarlo cuando reaparece.

El conocimiento es un poder en las manos de las multitudes. Construir implica dar densidad, hacer confluir, y también desarrollar las potencialidades prácticas y teóricas de un movimiento que está lejos de haber sido definitivamente derrotado. Formar militantes, organizarlas redes, elevar el nivel de conciencia de las clases populares (y de nosotros mismos), en vez de adularlas para vender libros, buscar su voto o adherirlas a la secta.

Aprendiendo y enseñando (al fin y al cabo es lo mismo), abriremos nuevas vías a la creatividad de lo común que hemos construido.

Por gentileza de Trasversales