Alejandro Klein
Profesor en la Universidad de Guanajuato (México). Associate Research Fellow-Oxford Institute of Population Ageing
Pasan los meses, la pandemia continúa y procesos que preocupaban por su ominosidad y por su carga de totalitarismo y paranoia, no se han ido sino consolidando cada vez más.
Como una ráfaga incontenible, es como si nada ni nadie pudiera contener la supremacía del Estado sobre el sujeto, de lo instituido sobre lo instituyente, el miedo y el terror sobre la capacidad de pensar y reflexionar, la necesidad de obedecer sobre la capacidad de discrepar y abjurar.
No me refiero a las consecuencias sanitarias del coronavirus, ciertamente preocupantes, sino a como el coronavirus es utilizado como la excusa de un pasmoso experimento social donde tendencias sofocantes del siglo XX se han consolidado, tal vez (ojalá que no) irreversiblemente.
En primer lugar, la instauración de lo instituido. Los desarrollos de Habermas y Castoriadis ya parecen cuentos ingenuos de hadas, donde lo instituyente y lo emancipatorio, es decir, la capacidad de decidir, discrepar, ser diferente, generar la propia biografía, apostar a lo subjetivo, guardar zonas de privacidad y potenciar capacidad de decisión y capacidad de cambio social, se han ido evaporando con una velocidad pasmosa y terrorífica.
El coronavirus ha sido la excusa perfecta para que el Estado culmine su política de excrecencia invasiva sobre la vida privada de la gente, para que el orden, la norma y la ley se vuelvan espacios sagrados e incuestionables, para que se consolide una obediencia más allá de lo que es necesario obedecer, todo lo cual nos hace estar inmersos en una sociedad totalitaria. El malestar sobrante se ha vuelto condición de estructura, no accidente de estructura. Nuevamente, las descripciones de Marcuse y Hanna Arendt y Orwell parecen jardines celestiales frente a lo que estamos viviendo.
En un momento en que nuestra sociedad se jacta, pletórica de orgullo y vanidad, que es la mejor sociedad del mundo y la historia ya que es plenamente democrática, plenamente inclusiva, plenamente tolerante, en ese mismo momento, se genera la perversa división diádica entre vacunados y no-vacunados.
Los vacunados son gente adulta, con cubre bocas, ciudadanos reconocidos, responsables, recompensados en su altruismo y entrega a la virtud pública. Los desinfectados, los limpios, los puros, los arios del siglo XXI. Hijos irreprochables que miran con desdén y malhumora los que van sin mascarilla por las calles.
Los no-vacunados son los culpables del Covid, degenerados, irresponsables, psicópatas, a los que hay que deportar (¿a Auschwitz?), a los que se les niega la visa, la entrada a restaurantes y museos, a baños, a trenes. Una versión 2021 de la Leyes de Nuremberg 1935. Emmanuel Macron los va a “emmerder”, o fusilar o expatriar o algo por el estilo. Trágico giro lingüístico de una persona que tiene un nombre que significa: “Dios con nosotros”…
Vacunados-no vacunados remite a una estructura diádica, como negros-blancos, judíos-cristianos, feministas-machistas, e implica reducción y empobrecimiento de pensamiento. Implica anular la posibilidad de pensar con claridad para acentuar solo la crispación del odio, el rencor, la idealización, la denigración, todos aspectos de un psiquismo primitivo e infantil, tal como lo demostró Melanie Klein y continuó desarrollando Bion con su teoría de los supuestos básicos aplicada a los grupos y las instituciones.
En una primera etapa el agente culpable de la enfermedad fueron los viejos, luego se intentó que los jóvenes fueran los chivos expiatorias, plataforma que no tuvo mucho éxito y ahora, en el paroxismo de la histeria colectiva y estatal, los no-vacunados son los chivos expiatorios de este Covid 19, y además (¿por qué perder la oportunidad?) de la pobreza, del malestar colectivo, en fin: de Todo. Nada ha cambiado, ni hemos aprendido nada y decir que esta es una sociedad de tolerancia es un insulto a la inteligencia del ser humano.
Los no-vacunados ya no pueden entrar a cafés ni restaurantes, ni trenes, ni cines.
¿Cuánto falta para que no puedan entrar a supermercados y farmacias?
Muy poco.
¿Cuánto falta para que la vacuna sea obligatoria?
Nada.
En un mundo donde los adultos están desconcertados, en un mundo donde los adolescentes deambulan como zombis, en un mundo donde la precariedad cronificada nos hace actuar por el miedo, en un mundo donde la solución del mundo es reír maníacamente y no poder dejar de estar pegoteados a la ludopatía aterradora de las redes e internet, ya no falta nada
Todo son reglas, obediencia. Y el ser humano obedece y se somete y a pesar de eso es expulsado y es inintegrable. La valiosa descripción de Castel se ha mostrado acertada y adecuada.
Se trata de un mundo donde no podemos decir lo qué pasa y mucho menos, explicarlo
Se dice que vivimos en una sociedad de consumo, pero no es así, vivimos en una sociedad signada por lo endeudante. La gente vive endeudada, los padres viven endeudados, los hijos están en falta, los adultos decepcionan, los niños desesperan. Haga lo que se haga, la experiencia del mundo es estar endeudado y en falta decepcionante.
Todo está controlado. El uso de las tarjetas de débito/crédito no tiene nada que ver con una economía sana y de mercado, tiene que ver con una sociedad totalitaria donde cada movimiento del sujeto es registrado, procesado, catalogado.
Creemos que usamos a internet e internet nos usa a nosotros para armar tendencias, generar opinión, generar prácticas y robar datos privados para armar manipuladoras campañas electorales y seductoras ventas de chocolates y electrodomésticos, entre tantas otras banalidades.
Pero, ¿no es que votamos cada cuatro años? ¿No es acaso eso la democracia? Claro que votamos cada cuatro años, pero nunca más cierta la observación de Lewkowicz de que la democracia occidental no es el ejercicio del poder por el pueblo, sino el proceso por el cual el pueblo (transformado ahora en ciudadano), delega su capacidad de decisión en otros, a un pequeño grupo, una élite…
No hay más que acudir a las hermosas páginas de Castoriadis y Hanna Arendt sobre lo que era la democracia clásica, para entender que esto en lo que vivimos se acerca más la gerusía espartana que al demos ateniense.
Bien indicaba Hanna Arendt que el miedo es una forma eficaz de sostener los totalitarismos. Y bien que los Estados se han encargado de inflamar, difundir, explotar el miedo en todas sus formas y variedades: que el gel, que la mascarilla, que el contagio, que la economía recesiva, que el desempleo, que los migrantes, que el déficit de las arcas públicas, que las salas de hospitales ya no pueden más y están siempre a punto de colapsar…Y los medios de comunicación se hacen eco y multiplican esta versión miserable del horror, transformado en el goce sádico de asustar al Otro de forma siempre renovada.
Pero volvamos a la perorata de la sociedad inclusiva y tolerante, una dónde la única vacuna reconocida es la que administran y controlan los europeos, donde lo que hacen los chinos y los rusos es despreciado, donde lo que viene de Latinoamérica por supuesto es salvaje y “corrupto”. ¿Y de África? No, de África, ya ni se habla. Que se queden allí y que de allí no salgan.
¿Europa ha aprendido la lección? ¿Europa ha aprendido la lección de su arrogancia, de suponerse la supremacía de la civilización blanca, la adalid del progreso, las buenas costumbres, la detentora de los valores cultos y refinados que encumbran a la “Humanidad”? ¿Realmente alguien puede ser tan ingenuo para decir que Europa ha aprendido algo…?
Las vacunas han fracasado. Pero nadie se atreve a decirlo
La mascarilla ha fracaso. Pero nadie se atreve a decirlo.
Por más gel en las manos y por más mechero de Bunsen, las estrategias de prevención han fracasado.
La verdad, la dolorosa verdad es que estamos antes un darwinismo social, atroz y avergonzante.
Pero hace tanto que nada se dice cómo es, que nada se explica cómo es, que parece titánica cualquier otra tarea.
Por ende: vayamos al refuerzo, a la tercera dosis, la cuarta dosis, la quinta dosis.
Recorramos pues con los ojos emplastados, el corazón lleno de espanto y la mente vencida por la obnubilación, las 24 letras del alfabeto griego…
Pero, ¿qué pasará cuando lleguemos a la 25…?