Culpa y destino | Análisis desde “Los miserables”, de Víctor Hugo

Diego González [1]
Psicólogo
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Este es el problema de los ojos que miran al espejo y encuentran un temor sin nombre. Es una mirada perdida en sus más lóbregas intuiciones. Una caída sin remedio. Un ser de culpa, es aquel que no puede resolver los misterios de su existencia, y para expiar la culpa recorre los más pesados caminos. Dicho en forma técnica, Paz (2004) dice que la carencia de objetos buenos en el Self, hace que se engendre un odio subjetivo hacia la imagen de sí, que sólo podrá ser solucionado mediante la búsqueda de una punición, que remedie el dolor.

Jean Valjean ingreso al presidio de Tolon en 1796 y salió en libertad en octubre de 1815. Fue preso por robar un miserable pedazo de pan; y vivió la suerte de todo inocente en prisión: sufrir sin abnegación, e incubar el sentimiento de la venganza. En palabras de Víctor Hugo «durante ese tiempo aprendió a odiar al hombre como culpable de su destino». De forma paradójica, el carácter de Jean V. formado así, fue puesto servicio de un acto macabro pensado en términos humanos, y glorioso en términos del placer: su vida estuvo entregada al autocastigo y la laceración de su alma.

La pregunta que reza ¿qué paso en su alma? la hace Víctor Hugo en casi la introducción de la novela que contiene su historia: Los Miserables. Y es sobre esta pregunta que tratamos de divagar durante este escrito.

I

Acudimos a Freud (1920), quien nos informa sobre una «compulsión a la repetición” de vivencias que causan placer al «yo infantil», que están al servicio de su placer. Pero no es un placer simple, es un «placer de otra índole» que esta «más allá». Este placer en repetir, y repetir, y repetir, es lo que hoy conocemos hoy como la base del «Masoquismo»; es decir, que el masoquismo supone cierto grado de placer en el sufrimiento.

Hoy proponemos como verídico y nefasto que nuestra psique está organizada por las reglas del juego ilógico e irracional. En muchos casos el placer está vedado a la verbalización y esa felicidad que parece pletórica y completa, es siniestra y oscura. Viene de los estratos más profundos del alma; es decir, de los estratos inconscientes del ser.

Esta felicidad ha sido expuesta por (Ainsestein, 2013) como una fuerza del masoquismo, dice «placer por la tensión de la excitación», p. 229). Entonces, como primer punto de partida tenemos que hay un tipo de felicidad oscura, en la que el self sufre; pero ese sufrimiento pasa inadvertido y es expuesto como una especie de felicidad.

La primera peripecia de nuestro actor, empieza algún tiempo después de su liberación. Jean V. se presentó en cierta ocasión a la puerta del obispo Carlos Francisco Bienvenido Myriel, con su rostro compungido por el hambre y el sueño. Su cuerpo estaba destrozado por el dolor la lluvia y las noches en vela; su dignidad rota luego de haber sido rechazado de múltiples posadas por su condición de ex presidiario. No obstante, el obispo fue amable y caritativo, como lo mandaba la ley de cristo. Por ello lo invito a pasar a su mesa. En ese momento Jean V. se sintió extraño y replico ante la bondad de un buen hombre, con las siguientes palabras:

Mirad ―dijo―, no me habéis comprendido bien: soy un presidiario. Vengo de presidio y sacó del bolsillo una gran hoja de papel amarillo que desdobló―. Ved mi pasaporte amarillo: esto sirve para que me echen de todas partes. ¿Queréis leerlo? Lo leeré yo; sé leer, aprendí en la cárcel. Hay allí una escuela para los que quieren aprender. Ved lo que han puesto en mi pasaporte: «Jean Valjean, presidiario cumplido, natural de…» esto no hace al caso… «Ha estado diecinueve años en presidio: cinco por robo con fractura; catorce por haber intentado evadirse cuatro veces. Es hombre muy peligroso.» Ya lo veis, todo el mundo me tiene miedo. ¿Queréis vos recibirme? ¿Es esta una posada? ¿Queréis darme posada? (p. 27).

Nuestro autor considera que «hay pájaros en las nubes, lo mismo que hay ángeles sobre las miserias humanas» (VH:41), por lo cual, el cura no interpelo nada y acepto al forastero. Luego de dos noches intercedió en nombre de Dios y de los hombres, y mediante un conjuro místico legado a los de su estirpe pronuncio las siguientes palabras: «Yo compro vuestra alma. Yo la libero del espíritu de perversidad, y la consagro a Dios» (VH:54). El obispo logro penetrar en los ámbitos de la consciencia y transformar el miedo en bondad, y su voluntad en capacidad de servicio. Hasta aquí parecía que Jean V. volvía a renacer, y el sagrado prelado se convirtió en su padre.

Luego de esta trasmutación vino la clarividencia del trabajo como posibilidad para su futuro. Y es mediante este que suceden cambios abruptos en la vida de Jean Valjean, quien logra proveerse de una gran fortuna y cambiar la dinámica de su región mediante la creación de una industria.

Jean cambia su nombre por el de Sr. Magdalena, y en 1820 es nombrado «Alcalde» por el mismísimo rey de Francia. Ahora los ciudadanos habían olvidado su pasado, y cambio el trato de su dignidad. Ahora todos le decían Sr. Magdalena cuidando de no ofender su fuero.

Esta alegre prosperidad estaba velada por otra existencia, la de una fuerza que empujaba de manera constante y velada. Ella venía arrastrándose de manera aciaga e infame, era la culpa, pero este dolor era inconsciente. El desmadejamiento de su destino empezó con la muerte del obispo en 1821, es decir de quien fuera su padre y amigo en el paraíso de las tinieblas ahora ya no estaba. Esta pérdida significo para Jean tomar el primer hilo de su cruel destino.

II

Resulta que nuestro querido Sr. Magdalena había de cruzarse en el camino con lo que Víctor Hugo denomina un «hombre-gato». Un astuto celador estatal, un petulante miembro de la policía francesa, un parturiento de odio y resentimiento llamado Javert. Él, era «estoico y austero, soñador y humilde, y altanero como todos los fanáticos». Javert lo siguió lentamente y entre cada mirada y cada reverencia había un guardián que reconocía en el ahora famoso Señor Alcalde a un presidiario llamado Jean valjean. Los ojos del hombre gato llevaron sus conjeturas al colmo de las astucias, hasta que un día se dijo «creo que lo he cogido» (VH:78). Y por ello sus esfuerzos se concentraron en buscar al reo en el ahora Sr. Magdalena.

En medio del campo y entre las aldeas viven gentes que ignoran gran parte del mundo, o para quienes la realidad goza de un estatuto fijo. Son fervientes admiradores del trabajo, del pan diario y de los días repetidos. Uno de estos era Champmathieu. Un aldeano hijo de aldeanos y padre de aldeanos, que se aburría con las tonterías de la civilización, y prefería la vida tranquila.

En los tiempos en que Javert descubrió la verdadera identidad de nuestro querido alcalde, preparo un ardid judicial para llevar a un representante de Jean Valjean a la prisión. El elegido era un hombre justo y pobre, el mismo Champmathieu. Y desde aquí nos queda claro que desde siempre han sido los justos y los pobres la fuente nutricia de un sistema pútrido y odiado: el sistema judicial.

De todos estos movimientos fue notificado el Sr. Magdalena, quien empezó a ser mortificado con un infame remordimiento. En su caso, mientras el gozaba de los honores concebidos por una máscara, un inocente se pudriría en la cárcel y calcinaría su vida ahí, y esto era inaceptable para su alma, y más aún, para su padre ahora en los cielos. Llegaron noches de insomnio y desazón, de sufrimiento y de miedo, de temor a Dios y de un odio profundo a los hombres. En sus noches delirantes pensaba:

Se interrogó sobre esta «decisión irrevocable», y se confesó que el arreglo que había hecho en su espíritu era monstruoso, porque su «dejar obrar a Dios» era simplemente una idea horrible. Dejar pasar ese error del destino y de los hombres, no impedirlo, ayudarlo con el silencio, era una imperdonable injusticia, el colmo de la indignidad hipócrita, un crimen bajo, cobarde, abyecto, vil (p. 106).

El día del juicio llegó. Todo estaba acordado y los jueces ya habían tomado la decisión. Se llamó a los testigos aun en prisión: «Brevet», «Chenildieu», «Cochepaille», quienes confundidos y picaros declararon como cierta la identidad del prófugo falso. Los hechos no admitían reparo. La sentencia era irrevocable y, mientras todo esto pasaba Champmathieu exclamaba:

Yo trabajé con el señor Baloup. Me llamo Champmathieu. Sois muy listos al decirme donde he nacido, pues yo lo ignoro; porque no todos tienen una casa para venir al mundo, eso sería muy cómodo. Creo que mi padre y mi madre andaban por los caminos y no sé nada más. Cuando era niño me llamaban Pequeño, ahora me llama Viejo. Estos son mis nombres de bautismo… Os digo que no he robado y que soy el viejo Champmathieu, y que he vivido en casa del señor Baloup. Me estáis aburriendo con vuestras tonterías. ¿Por qué estáis tan enojados conmigo? (p. 118).

Esa mañana el Sr. Magdalena hizo su aparición en medio del público. Camino lento y con dignidad y decoro. Con una seguridad en su rostro nunca antes vista. La rueda dentada del inconsciente opero, y esto fue lo que su voz dijo:

Señores jurados, mandad poner en libertad al acusado. Señor presidente, mandad que me prendan. El hombre a quien buscáis no es ése; soy yo. Yo soy Jean Valjean (p. 119).

Después de la delación de Jean Valjean, que significó primero la incredulidad del jurado; el asombro de los presentes y la libertad del Sr. Champmathieu. También significó la sonrisa socarrona y vengativa de Javert. La vida del holgado Sr. Magdalena paso en pocos días de una espiral a la caída profunda. Cayó de su posición de elevado Señor a las lóbregas peripecias de un reo prófugo. Este que el destino que la culpa labró.

Para E. Fromm (2008) la génesis de los impulsos masoquistas le permitirle al individuo a evadirse de su «insoportable sensación de soledad e impotencia», los impulsos masoquistas nos evitan la libertad. Por medio del castigo y el dolor el hombre penetra en ese estrato de la realidad donde aparece su existencia nuevamente, como algo glorioso y placentero. Si el hombre descubre que es libre en un mundo «extraño y hostil», acudirá al masoquismo para aliviar su culpa, o como una forma de compensar su vacío (p. 179). Por ello, tenemos que nuestro ahora hidalgo protagonista, no soporto verse así mismo libre y triunfal. Feliz y cumpliendo. Ahora que había perdido a su padre ―el Obispo― y su destino era glorificado por la bondad, la virtud, y la riqueza, debía volver con premura al barro de la vida. Y esa fuerza estaba escondida en lo más profundo de su ser.

III

Nos informa Aisenstein (2013) que la «estructura del deseo es masoquista» porque quien desea, debe aprender a esperar. En síntesis, las vivencias de satisfacción luego de la vida intrauterina no son inmediatas; por eso él bebe debe aprender a esperar, y ese esperar está cargado de frustración, por ello el deseo es masoquista. En su ejemplo sencillo, él bebe debe esperar con su llanto y su hambre a que su cuidadora apacigüe la misma, por lo cual desde el primero momento nuestro ser aprende que «desear es esperar»; estos dos sentidos están emparentados, y en definitiva «la estructura del deseo es masoquista». Si pensamos en nuestro mundo moderno en donde el deseo es inmediato, estaríamos en lo cierto en declamar que vivimos bajo el imperio de una violencia contra el yo.

De acuerdo a nuestro caso, Jean V. nunca aprendió a esperar, porque esperar en su infancia era sinónimo de morir. Por eso robo un trozo de pan para su hermanita. Esperar era calcinar sus huesos en el frio, y en consecuencia el fuego debía ser robado. Esperar en su vida era más oscuro que nacer. Y Jean nunca estructuro un deseo como un buen cristiano lo haría, esperando de forma masoquista.

IV

Es sabido que Dios sólo obedece al destino, y era el destino de Jean V. trasformar su alma convertida en un remanso de bienestar y felicidad, en una carrera incesante de pobreza y miedo. En sus primeros años había aprendido en el presidio a que «la vida es una guerra y él era un vencido» (VH:37). Una víctima del juicio de los hombres, quienes habían convertido un ser bueno creado por el infinito, en alguien que odiaba a los hombres, a su sociedad, y a su creador. Es decir, Jean era una víctima, y el hombre su victimario.

Si pregunto a mis queridos lectores, en qué lugar de la vida se inscribe parte del destino del hombre, seguramente gritaran al unísono: en la infancia. ¡Si! Ese es el único espacio del tiempo que se asemeja al infinito. El único instante que no es recordado porque fue vivido. En él se puede ir corriendo al encuentro de nuestros objetos queridos o de nuestras fantasías difusas. Se existe en la vida sólo en la infancia, y el resto son amarguras. Después de la niñez la vida es un añadido lleno de remiendos, de retazos y objetos, de cosas para darle luz a algo que se pierde lentamente: la vida. Sólo se existe la vida en la infancia, porque sólo se vive en ella.

V

Otro destino azorado por la culpa, fue el de un tal Mario de Pontmercy. Un muchacho de mirada pulcra y clara. Inocente y revolucionario. Amaba la vida y el pasado, y como era joven e idealista, era político y testarudo sin saber qué en el fondo de sus pretensiones fantásticas moraba la culpa y el deseo de padecer. Era hijo de un oficial, el Coronel Pontmercy, quien por cuenta de la guerra y sus afanes había tenido que dejar a su hijo a la custodia de su abuelo, el señor Gillenormand, quien a su vez lo odiaba como yerno y padre. Esta es la razón por la cual Mario de Pontmercy fue separado por siempre del Coronel Pontmercy, su padre.

La muerte del ilustre militar fue idílica, murió en el campo de batalla, como es el gran sueño de los guerreros, pero antes de su muerte, escribió en un pequeño papel, unas palabras que delineaba el destino de otro hombre, su hijo.

En la compulsión de repetición, repetimos, hay una entrega al goce y el padecer se vuelve alegría. En este recinto toda calla, nada habla ni suena. Es una caverna oscura con un claro de luz al final. Parece ser un sufrimiento esperanzador este de morir. Por ello está ubicado «más allá de principio del placer». Se podría situar este dinamismo cerca de la muerte o de la extinción del placer y los instintos. Pero hemos querido darle a la muerte el espacio para de metáfora, para retraer su real sentido vital.

Es decir, no hablamos de la muerte biológica, no es X o Y quien muere, es su psique. Con cada repetición es la psique la que pide una muerte y el camino a un nuevo horizonte. Después de este morir el sujeto podrá encontrar una nueva existencia. Quizá pueda «recomponer universos de significación» (Guattari, 1996), y virar como una nave en el mar. En este sentido, la muerte se acompaña del nacimiento, y el fin del goce, es el inicio de la vida.

Fue el señor Mabeuf, un pilluelo interesado y bebedor, atormentado y miserable, quien mucho tiempo después de la muerte del Coronel Pomercy, entrego el papel escrito a su destinatario. Fue trazado con letra legible, aunque temblorosa, fiel, y con poca huella. El papel había sido guardado por muchos años, con celo y seguridad. En él estaba escrito: «Estoy cierto que mi hijo será digno». Esta frase se refería a la herencia de un título nobiliario de Marius, pero con ella nuestro mozo comprendió la infamia de su abuelo, el señor Gillenormand, quien lo había separarlo de su padre por diferencias políticas y de pensamiento, pues un hombre rico no toleraría la lidia con hombres napoleónicos y belicosos.

Después de esta toma de «consciencia» empezó a operar en Marius lo que su padre escribió en su alma: el amor al dolor, ese masoquismo placentero. Vino la huida de su casa, la pobreza de la soledad, los trabajos de a centavo, el hambre y el frio, la miseria y los días acabados con las mañanas de lluvia. Los miedos y los préstamos. Los trabajos pagados con asco, y las noches de terror y dolor de panza.

Pero el fuego del orgullo, y la disciplina de su alma, le dio fuerzas para culminar sus estudios como abogado, y aprender varios idiomas. Luego de muchos esfuerzos se graduó, por lo cual su situación viro un poco tiempo, hasta que logro algo de estabilidad. Los nuevos trabajos y su sistemática aplicación del ahorro en la creación de capitales le permitieron la paulatina holgura en sus costumbres. Aunque nunca llego a ser rico.

Luego de varios años se alista ideológicamente en los ejércitos revolucionarios, y se vio envuelto en la insurrección de julio de 1832 en Paris. En ella recibió un tiro de gracia, que lo desangro hasta el borde de la muerte, y fue salvado por una sombra que solo será conocida por los lectores de la joya de Víctor Hugo.

Fue una frase escrita en un viejo papel «Estoy cierto que mi hijo será digno», la que articulo la huella indeleble. Esta frase arrojo la vida de Marius al estercolero de la culpa. Es como si Marius hubiera buscado con su autocastigo el perdón de un padre muerto. El duelo de un padre ausente, y la elaboración y el ahogo de un sentimiento indecible.

VI

Pero volvemos a nuestro querido Jean Valjean, quien es centro de nuestro escrito. El sagrado Víctor Hugo dice: «Hay movimientos maquinales que provienen, a pesar nuestro, del pensamiento más profundo». Estos impulsos se disfrazan de destino, pero no moran más que en el interior de la psiquis, esperando el momento más oportuno, esperando por el día más lóbrego, y cuando ese día llega, el hombre salta. Esto le paso a nuestro personaje central, y esta es la corroboración final que su vida estuvo fustigada por una compulsión a la repetición.

En algún punto de la vida, Marius y la hija adoptiva de Jean, Cossete, se conocen, y luego de idas y venidas, de caminatas y observaciones, de pensamientos y encariñamientos, se enamoraron profundamente y se casaron. Resulta que Cossete que fue acogida desde niña por Jean Valjean, quien se convirtió en una mujer primaveral y hermosa. Un ser dionisíaco creado a imagen y semejanza del más perverso de los ángeles. Nuestro héroe, primero reo, luego alcalde, luego prófugo, se había convertido en el señor Fauchelevent, quien no tenía problemas económicos, y vivía instalado en la calle 7 de parís. Pero ya era un viejo, un anciano, que caminaba con lentitud y parsimonia. Pero ahora se enfrentaba al abandono del más querido de los seres, «su hija», que además no solo el más querido, era el único:

El pobre anciano no amaba ciertamente a Cosette más que como un padre; pero en aquella paternidad había introducido todos los amores de la soledad de su vida. Amaba a Cosette como hija, como madre, como hermana; y como no había tenido nunca ni amante ni esposa, este sentimiento se había mezclado con los demás, vagamente, puro con toda la pureza de la ceguedad, espontáneo, celestial, angélico, divino; más bien como instinto que como sentimiento (p. 419).

Por un papel se enteró de la decisión de Cossete. Ella amaba a Marius, y estaba por casarse, aunque esa decisión le causó un sufrimiento indecible el matrimonio se consumó el 16 de febrero de 1833, y los novios empezaron a vivir en su nuevo hogar.

Luego del matrimonio, se encontró solo, desgarrado y vacío. En este evento el señor Fauchelevent renunció a su fortuna, porque la entregó en herencia a su hija feliz. Marius, ahora abogado, y gozando del título de barón; alojado en la casa de su abuelo moribundo con quien hicieron las paces, se encontraban en una buena situación, y esto les permitió darse el lujo de invitar a su suegro a vivir con ellos, como en una nueva familia, quien iracundo respondió:

¡En familia! No. No tengo familia. No pertenezco a la vuestra. No pertenezco a la familia de los hombres. Estoy de sobra en las cosas donde se vive de común. Hay familias, mas no para mí. Soy el extraño (p. 497).

Una mañana, preso de la desesperación, y de no saber cómo hacer para lograr el odio y el rechazo de su hija, su yerno, y de su nueva familia, se acercó con determinación a la casa de los novios, y declaró luego de un solemne silencio:

Señor, dijo. Tengo que comunicaros una cosa. Soy ex presidiario.

Esta nueva delación estaba acorde con las vividas durante toda su vida. Era el inconsciente reprimido, aquel que volvía a repetirse una vez más:

El límite de los sonidos agudos perceptibles puede estar lo mismo del alcance del espíritu que de la materia. Estas palabras «soy un ex presidiario» al salir de los labios del señor Fauchelevent y al entrar en el oído de Marius, iban más allá de lo posible. Marius, pues, no oyó. Se quedó con la boca abierta (p. 494).

Luego de esto vino el celo y la soledad de Jean. El miedo y el odio, masoquismo que solo acabaría con a muerte.

Conclusión

El eterno dolor, es el retorno al frio de la culpa. Que dicho de pasó y con toda seguridad, solo podrá ser expiado por el castigo. Esta maldición parece estar inscrita en el alma de todo maldito descendiente de Caín, quien, con la cruz negra en su frente, fue desterrado a un mundo sin horizontes y puesto al servicio del azar.

Antes de terminar es necesario decirle a Victor Hugo: Gracias por esta joya.

Referencias

1. Psicólogo IUE. Colombia. E-mail: dag227@hotmail.com
2. La gran cantidad de citas de Víctor Hugo (2000), será abreviada por VH:pág, a efectos de comodidad en la lectura.

Referencias bibliográficas

AISESTEIN, M. (2003): El pensar: un acto de carne.
FREUD, S. (1920): Mas allá del principio del placer. En Obras Completas. Vol. XVIII. Buenos Aires: Amorrortu.
FROMM, E. (2008): El miedo a la libertad. Buenos Aires: Paidós.
GUATTARI, F. (1996): Caosmosis 1. Acerca de la producción de la subjetividad. Buenos Aires: Manantial.
HUGO V. (2000): Los miserables.
PAZ, J. R. (2004): Psicopatología. Sus fundamentos dinámicos. Buenos Aires: Nueva Visión.