Reseña del libro La Razón Manual de Manuel Fernández Lorenzo (Lulú, Morrisville, Carolina del Norte, 2018)
Carlos Javier Blanco Martín
Doctor en Filosofía
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El hombre fue hecho por la mano. La mano, órgano de los órganos y fuente de los instrumentos, es la responsable y causante de nuestra inteligencia. La genial intuición de Anaxágoras acerca de la génesis manual de la inteligencia, corrige todo el mentalismo, y no sólo eso, lo esclarece a la luz de la evolución de la habilidad manual. Este es el meollo del programa de investigación emprendido por Manuel Fernández Lorenzo, quien hace suya la intuición del griego por medio de un programa de investigación dotado de doble faz, positiva y filosófica, programa que recibe el mismo y ajustado título de su último libro: La Razón Manual.
Para fundamentar el programa de doble faz (positiva y trascendental) es necesario rastrear los antecedentes históricos del mismo.
Los antecedentes positivos, propios de las ciencias categoriales, son bien recientes: de una parte, la antropología evolutiva ha ido señalando, en el transcurso del último siglo, la importancia de la bipedestación para explicar el tránsito de los antropoides a los homínidos, a resultas de cambios climáticos decisivos en el continente africano en los últimos tres-cuatro millones de años. Ese caminar erguido, quizá implicado con una mejor refrigeración del cerebro bajo el tórrido sol austral y una adecuada visión vigilante en un paisaje de sabana y altas hierbas, tuvo que ver con la pérdida de masas arbóreas y una mayor cantidad de tiempo invertida en el deambular pedestre, a ras de suelo. Los «brazos» dejaron de ser largas extremidades delanteras con capacidad colgante de las ramas, y las copas de los árboles apenas fueron para aquellos animales un refugio nocturno elevado para evitar ataques de fieras. Las distintas especies halladas de australopitecos presentan notables modificaciones que orbitan en torno a unas manos «libres», esto es, colgantes al extremo de unos brazos más cortos, también colgantes. En realidad, las manos y los brazos colgantes y liberados de la locomoción y apoyatura en el suelo, conforman todo un sistema de navegación exploratoria y manipuladora en torno al propio eje vertical que es el cuerpo del homínido. Ese homínido erguido se desplaza con sus pies y explora el entorno a ras de suelo, como tantos animales. Pero aun plantado en el suelo, inmóvil, no deja de ser activo casi en los 360 grados en que puede rotar —siempre que haga un pequeño cambio con los pies— pues los brazos-manos alteran cuanto se encuentran en torno, o son capaces de hacerlo sirviéndose de instrumentos oportunos, que ahora, el australopiteco y los primeros miembros del género Homo empiezan a fabricar. La actividad de un animal dotado de habilidad manual no es simple actividad, es verdadera acción y operación. Otros mamíferos, con garras no liberadas, con patas sustentadoras, con pezuñas, etc. emplean su boca para el transporte y prensión de objetos. El hombre prehistórico completaba su prensión manual con la oral mucho más de lo que hoy hacemos, en una fase en la cual la actividad mandibular (desgarro de alimentos, sujeción de objetos) era protagonista y compensatoria de la escasez de instrumentos extrasomáticos.
También en esa doble capacidad prensil-operatoria, oral por una parte, manual, por otra, tiene el sexo su incardinación. La extraordinaria sensibilidad concentrada en la mano, como elongación de la piel, y muy concretamente en la yema de los dedos, hace del Homo sapiens el animal sensible por excelencia, sensible al tacto. Pero junto con los dedos como antenas de la piel-receptora tenemos los humanos la boca como órgano que comparte la doble función prensil-operatoria y sensible. Como parte del programa investigador que promete Manuel Fernández Lorenzo, la evolución sinérgica y simultánea de nuestras capacidades sensoriales, operatorias y erógenas desde la lejana noche en que nuestros ancestros comenzaron a tener las manos libres y colgantes, así como la boca al frente, y no volcada al suelo, parecen asuntos de prioritaria atención. La antropología evolutiva, junto con otras disciplinas como la psicología, las ciencias cognitivas, la lingüística, etc. pueden aportar sus metodologías y enfoques centrándose en estos dos órganos, boca y mano, aunque de manera mucho más significativa en la mano, órgano clave a la hora de entender el radio creciente con el que el hombre, como columna-eje bípeda, construye un mundo «en torno».
Pero, además del rostro positivo, o científico-categorial, que presenta el programa del «Pensamiento Hábil» o la «Razón Manual» del profesor Manuel Fernández Lorenzo, hay otra faz, esta vez estrictamente filosófica. En la línea de la más venerable «filosofía como ciencia rigurosa», este programa filosófico que ha iniciado el autor de «La Razón Manual» se inicia en la Edad Contemporánea con el idealismo alemán de Fichte. En el primer gran autor idealista, discípulo de Kant, encontramos formulada una concepción dialéctica, que no geométrica, de la Filosofía. Hallamos en esta figura señera que es Fichte el empeño más serio de la historia, nunca registrado hasta entonces, orientado a forjar un sistema filosófico total a partir de un fundamento inconcuso. El fundamento reside en el Yo, de ahí el idealismo, pero no un Yo meramente representativo, pasivo, especular. Se trata de un Yo definido por su actividad, pero esta actividad no es a su vez ni meramente el cogito cartesiano, un «principio de conciencia» (Reinhold), ni tampoco se trata de un principio radicado en la experiencia sensible (empirismo, positivismo), el fenómeno. La actividad del Yo fichteano consiste en acción y operación. En el mismo momento en que el Yo se pone (se afirma, «yo soy»), se le contra-pone un no-Yo, esto es, aquello que le niega y aquello mismo que la filosofía dogmática anterior al idealismo entendía por materia, el ser, la realidad, etc., y esto en la medida en que recortaba, limitaba y circundaba al Yo. Pero el Yo contra-puesto al no-Yo, incluso en el acto más simple de percepción o memoria exige un tercero, un Yo reflexivo que distinga aquel no-Yo de antes y éste no-Yo de ahora, de la misma manera que ese Yo reflexivo, de segundo grado, distingue la posición del primer Yo, de su negación y de su propia reflexión. Y así sucesivamente. Con lo que tenemos que el Yo reflexivo de segundo grado es más que reflexivo, es absoluto o trascendental. En el desarrollo de la actividad que le es propia, el Yo primario, ya «puesto» o afirmado, exige la presencia de un Yo absoluto que es síntesis de aquel y de su contra-posición o no-Yo. El proceso fichteano, que Fernández Lorenzo resume de manera clara y didáctica, es dialéctico (tesis, análisis, síntesis), superador de la simple deducción geométrica. La nueva filosofía que parte de un Yo de acciones y no de un espejo representacional del mundo, se inserta en la misma tradición del racionalismo que pugnaba por la edificación de un sistema. Ahora bien, la relación entre las partes del mismo (que es lo que debe darse para poder hablar de «sistema») no es deducida, como si la filosofía fuera una parte o una prolongación del saber matemático. El fundamento del nuevo sistema idealista requiere un punto de partida (el Yo de las acciones, en lugar del cogito cartesiano o de la sustancia espinosista) y un procedimiento (la dialéctica en lugar de la deducción). Con esta revolución fichteana inicia su andadura una filosofía que no será, simplemente, una «metafísica» en el sentido en que la crítica moderna fue entendiendo la metafísica, esto es, un abanico de «doctrinas» u «opiniones» sobre el ser, a gusto del consumidor, cada una de ellas carentes de fundamento completo y entre sí plagadas de contradicciones. La sustitución de la metafísica dogmática por una filosofía no ya solo crítica, sino constructiva, es la meta de la filosofía del pensamiento hábil. Se trata de esclarecer en un doble plano (positivo y trascendental) cómo se generan estructuras objetivas. Todas las estructuras generadas a partir de sistemas de acciones y operaciones entrañan ya —en grados diversos— dosis de «conocimiento».
Pero una inflexión importante en esta «filosofía constructiva», y orientada a ser un sistema riguroso, jalonada ya por brillantes desarrollos posteriores al idealismo a lo largo del siglo XX (la Fenomenología de Husserl, la Epistemología Genética de Piaget, el Materialismo Filosófico de Bueno) consiste en incorporar una ontología «fronteriza». En el plano positivo, la idea del cuerpo como centro generador de acciones y operaciones, y constructor de relaciones ha ido ganando terreno en las ciencias psicobiológicas, cognitivas, en la antropología, etc. más allá de ser considerado simplemente como un término, esto es, como un punto de partida y de llegada en las operaciones gnoseológicas. Dentro del cuerpo del hombre, y en contra del fuerte enfoque neurocentrista de nuestro tiempo, son las manos las que dotan al ser humano de ese carácter fronterizo. En las manos no sólo hay una dimensión «plana», de superficie receptora, sino n-dimensional en cuanto que las manos «hacen» y aumentan las posibles superficies de operatoriedad. Mientras que los pies están forzados gravitatoriamente a contactar con un suelo, plano único de sustentación, las manos «vuelan» y con la versatilidad de los dedos alzan mundos enteros de carácter construido. El objetivismo dogmático dice: el mundo es lo que se muestra «a distancia» de las manos, y de los demás receptores sensoriales. El idealismo mentalista, en cambio, sostiene: el mundo ha de ser absorbido o interiorizado en la mente o en el cerebro, y sólo entonces el sujeto puede manejarse en él, y así debe haber una especie de duplicado del mundo para formar parte cognitiva y activa en él. Pero la filosofía de la Razón Manual establece la generación de estructuras de acción-cognición precisamente en el quicio (que recuerda algo la «filosofía fronteriza» de Eugenio Trías) en el que el cuerpo dotado de manos modifica el mundo, y el mundo incide sobre la propia superficie corpórea activa. Es un «medio» diferente del medio externo envolvente, y del medio interno de la agencia (organismo, sujeto, cerebro). Manuel Fernández Lorenzo, aunque se reivindica como discípulo (heterodoxo) del materialista Gustavo Bueno, y debe una parte de su aparato conceptual y terminológico al recientemente fallecido filósofo español, está elaborando una filosofía (o mejor, un complejo programa doblemente positivo y trascendental) de muy diferente naturaleza. Una filosofía del «quicio», de la frontera, que al principio es una mera raya, una línea de ruptura entre géneros inconmensurables, un «imposible físico» o un abismo sin fondo, pero de esa mera raya separadora provienen acciones y operaciones que permitirán un mundo «hacedero», así como nuevas fronteras y categorizaciones. De una línea que marca el límite de una racionalidad parcial brota, con todo su espesor, policromía y solidez, toda una pluralidad ontológica.