Del morir al suicidarse: Muerte y adolescencia

Alberto Sanen Luna
Psicoanalista. Catedrático de Grado y de posgrado. Coordinador de Enseñanza en Psicología, Hospital Psiquiátrico Infantil ‘Dr. Juan N. Navaro (México)
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Resumen

Breve revisión de la construcción de idea de muerte a la ejecución voluntaria de la misma durante la adolescencia y sus implicaciones clínicas.

Palabras clave: Clínica, suicidio, duelo, angustia.

La noción y el concepto de muerte no se sostienen fijos e inmutables, nuestra relación con la mortalidad y lo que ella implica, no solo evoluciona sino que se complejiza, tanto por el momento en que nos ubicamos a nivel de organización de pensamiento como a nivel del recorrido biográfico de los humanos.

La muerte nos humaniza, el sabernos mortales nos aleja de nuestra animalidad, por ello en un instante Savater puede mencionar que los animales son inmortales, ellos no saben de la muerte, por lo menos no de la misma manera que nosotros.

Al paso del tiempo pasamos del velo infantil, en que el mundo desaparece al instante en que cerramos los ojos, es decir del mundo omnipotente en donde ubicamos a los que nos rodea dependiente de nuestros actos, para comprender de golpe que casi todo resistirá a nuestra inexistencia, al sobrevenir la muerte únicamente nosotros vamos a desaparecer.

En la infancia, sin una conciencia en el sentido existencial de uno mismo, termina de ser concebida la cuestión de la muerte y la mortalidad como una separación. Existe una supervivencia a los otros, una presencia continua de uno mismo, son los otros quienes se alejan, lo abandonan, viajan, parten, se van, etc. Y somos nosotros los que buscamos mantenerles alejados de esta condición al ilustrar la muerte como una condición transitoria e incluso deseable en el sentido de idóneo. “Frases tales como “el abuelo está durmiendo tranquilamente”, “la tía se fue con Jesús”, “el perro está en el cielo”, provocan en el niño la representación de la muerte como un estado extraño, vago y especialmente agradable” (Cohen, 2007: 205).

Al paso del tiempo, lo anterior y otras tantas enunciaciones y actitudes para con la muerte marcaran el ¿cómo miramos en la adolescencia la muerte? y ¿cómo la representamos?

Sin lugar a idas se ha logrado una mejor comprensión debido a ubicarnos en un periodo de pensamiento formal, con manejo de abstracciones, metáforas y otros tantos componentes del pensamiento, los cuales permiten en este punto que el adolescente se aproxime al territorio de la complejidad, abandonando la linealidad de pensamiento.

Podemos observar de primera instancia que le idea de muerte en la adolescencia es una idea cargada de romanticismo, se ubica bajo el signo de una entrega acalorada a una amante, a un sueño reconfortante, cálido y atemperado, a una salida y por tanto a una nueva entrada. Morir en un primer momento se observa con reminiscencias de la transitoriedad infantil, a saber, ligada a la idea de un viaje, y por tanto casi toda idea de vieja es simplemente un traslado.

Sin embargo, comienzan a hacerse sentir las diferencias, la idea de muerte en la adolescencia se ubica ahora en referencia a los otros pero también a uno mismo. El adolescente se descubre paulatinamente como mortal en el sentido pleno de conciencia, y por tanto las implicaciones de uno con el mundo circundante se transforman, por ello que se trate de un gran “hito organizador” (López, 2005: 208) y no una mera banalidad o recurrencia frecuente en el campo del desarrollo.

En este nuevo tiempo el adolescente se ve confrontado con sus propios preceptos infantiles y con cada una de las referencias con las cuales se ha manejado con su vida. La organización narcisista que hasta hace algún tiempo permitía por vía de la fantasía, a saber del juego y el pensamiento, librarse de las cargas de angustia le sobrecoge ahora en lo indómito de su propio cuerpo. Y este aumento de energía se traduce en un intento de sublimación que impacta en las ideas e ideales que le han sostenido.

Es por lo anterior que se desata una reinterpretación de lo exterior e interior, considerando a sí mismo como el agente principal, solo que ahora sin control de la totalidad de circunstancias, ya no basta con taparse los ojos para no observar la verdad, la miseria o la alegría.

Morir

Una de las principales cuestiones que tiene un cambio significativo se trata del tiempo. Al hablar del adolescente, hablamos de un sujeto en movimiento, adolescere es el que está creciendo y los sujetos que están creciendo, son conjugados a nivel de su existencia. El adolescente se encuentra en la dinámica del tiempo, es decir como el resto de individuos está siendo paulatinamente siendo devorado. Es en este punto que lo transitorio que antes se reservaba a la omnipotencia infantil tiene un nuevo significado, pues se suma la caracteriza de irreversibilidad de dicho transito

La muerte como tal se vislumbra como la constante del mundo, todo morimos de alguna manera, es decir el tiempo ha perdido en cierta medida su carácter de constante, ahora se sabe que existe interrupción de ello, por lo cual se constante que existen dos tiempos distintos.

De allí que el tiempo en la adolescencia sea es un marco de referencia líquido, puede variar desde la rigidez de una acción para con él hasta la extrañeza y relativa inexistencia cuando se trata de sí mismo para con quienes le rodean. Inscrito el mismo en esta condición ahora es capaz de ubicar su paso fugaz por el horizonte.

Él es transitorio y no únicamente lo que le rodea, “la caducidad de lo bello y lo perfecto” (Freud, 2003: 309) de esta caducidad pueden derivarse dos mociones del alma; la remembranza y la nostalgia. Por un lado retorna a manera de recuerdo el no tener idea de su temporalidad y por el otro el dolor incesante que retorna hasta, en ciertos casos, llegar a establecer los puntales de un cuadro melancólico.

Se busca domeñar la irreversibilidad sumándola a la transitoriedad del ser, Rimbaud los plasma en “Una temporada en el infierno”:

¡Y esto sigue siendo la vida! ¡Si la condenación es eterna! Un hombre que se quiere mutilar está bien condenado, ¿no es así? Yo me creo en el infierno, luego estoy en él. Esto es el catecismo realizado. Soy esclavo de mi bautismo. Padres, habéis hecho mi desgracia y la vuestra. ¡Pobre inocente! El infierno no puede atacar a los paganos. ¡Esto sigue siendo la vida! Más tarde, las delicias de la condenación serán más profundas. Un crimen, pronto, y que caiga yo en la nada, según la ley humana.”

También romántica es la protección de aquéllas figuras ambivalente es llamada a la tramitación de la ansiedad. No es aleatorio que en esta etapa se organicen las nuevas concepciones de una direccionalidad externa de nosotros; el karma, la vida, el mundo, el destino, etc. Se transforman en entes protectores o agresivos que buscan nuestra destrucción.

Quizás una de las fantasías románticas más poderosas, en las cuales se acepta que no existe medio de retorno más que la construcción de un elemento, es decir un ceder o conceder que no basta con desearlo, es la idea recurrente de construir una “máquina del tiempo”, plasmación perfecta realizada por H. G. Wells.

Ahora bien, en medida de que el adolescente crece, recordemos que las posibilidades de subjetivación son distintas en un joven de 12 a alguien de caso 17, se va dando un instante ya no solo de observación sino de apreciación e interpretación sobre el vivir y el vivenciar antes de la muerte. Así la linealidad el tiempo pierde peso, ahora lo realmente significativo es lo ligado a los recuerdos y para tenerlos se requiere haber vivido. Por ello como respuesta reactiva ante la angustia de la muerte se buscan tener y crear la mayor cantidad y diversidad de recuerdos posibles. Aunque con una actitud de desencanto donde establecer que “la vida larga pero además no importa” (Gabriela Rabago).

El resultado de este pensar es el cuestionamiento profundo de la posición actual es la revaloración del Ser, ¿que soy yo y quien soy yo? Responden a la emergencia y urgencia de subjetivar la ansiedad y por tanto también implican un “saber hacer con uno mismo”, es el tiempo de la no cristalización de la personalidad y la identidad, suscitándose lo que denominamos lo identitario.

Existe en todo esto una muerte simbólica, un duelo que se actualiza de cuando en cuando. Este duelo es implicando la renuncia y la renovación, proceso temporal de recorrido circular en el cual la subjetivación de uno mismo está en juego, el crecimiento de “caracteres sexuales y la modificación del volumen del cuerpo… junto con el contenido pulsional de todo ese cuerpo, que bruscamente se transforma en deseos sexuales novedosos” (Cohen, 2007, 208) El doble duelo por el cuerpo “en el sentido de su definición sexual y su rol” (Aberastury, 1992: 112). Es un abandonar lo ya sabido, de la perdida de certeza y sin embargo “durante el duelo el individuo puede ser feliz por un tiempo, como si el objeto hubiese resucitado en su interior” (Winnicott, 2004, 158). Es en este punto que paulatinamente abandona, de manera conciente la transitoriedad, para abrazar “la brevedad y lo efímero… el que… dura poco y nunca retorna” (Villena, 2007: 84).

Matarse

En la primera no existe la intencionalidad en la segunda no se ha alcanzado una determinación del todo consciente, sino que obedece al campo de la descarga.

Los diversos cambios que están inmersos en el proceso de ser adolescente y convertirse en adulto, llevan a la irrupción de mociones libidinales en muchas ocasiones incontrolables o de muy difícil control, sobre todo por lo contradictorias en sí mismas, una búsqueda de satisfacción pulsional que intenta el reencuentro con los objetos primordiales, pero donde a la vez se aleja de ellos pues se les percibe amenazantes.

Por tanto se llega a tratar de un acto de renovación del control de si, lo atestiguan los argumentos de “querer morir” que podemos escuchar tras algunos de los intentos suicidas no culminados.Es en los instantes de saturación generalizada del aparato psíquico, durante el cese de las producciones simbólicas es que esta impulsividad deviene peligrosa.

Suicidarse

Llegamos a la culminación de nuestro desarrollo, el suicidio como un acto en potencia, a tal punto es esta cuestión que Albert Camus logro situarle de la siguiente manera:

No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.

Es una pregunta que de primera mano resulta para el pensamiento humanitarista innecesaria y justo en ello reside su error y, por supuesto, el de cualquier aproximación que se realiza, sea terapéutica o preventivamente con el adolescente. Se debe partir de considerar que; el gesto, acto o intento suicida, no se corresponde con la gravedad y el sufrimiento psíquico por el cual atraviesa.

Hay que considerar que las fantasías de suicidio, son en gran número de adolescentes normales e incluso sanan. Dirá Dolto “las idea de suicidio son algo imaginario, y el deseo de llegar verdaderamente al suicidio es mórbido” (1988: 117). El pensarlo permite tener una perspectiva diferente de la vida y sobre todo de la vida sin uno.

Esta fantasía normal, esta autoproducción se sustenta en el hecho de no saber qué hacer con uno, cuando ese “uno” ya no puede seguir con nosotros, emerge ese abandono de quien se fue, a fin de cuentas “el suicidio del latín sui (sí mismo) y caedere (matar)” (Villena, 2007: 149), parte del duelo de la adolescencia.

Pero con un fenómeno complejo la indagación no puede ser simple, también hemos visto como la idea de muerte a dado lugar a formas clínicas donde se ha visto mermado el intercambio de los sujetos acentuándose el investimento yoico; las lamentaciones, arrepentimientos y remordimiento por lo no realizado (aun cuando ello se sepa imposible de realizar) hacen que todo opere en una vuelta hacia sí mismo, instalándose el sujeto en una autoreferencia incesante, en una “sujeción exclusiva a coordenadas personales” (Castilla de Pino, 1969, 33).

Existen ocasiones que la tristeza por el pasado también “contagia” lo posible del devenir. La desaparición del futuro conlleva la desintegración del porvenir de una ilusión simplemente se ha perdido cualquier ilusión de un porvenir y se hace presente una suerte de certeza mortífera, ya no habrá más y por tanto aferrarse al instante y a lo instantáneo resulta la única vía de obtención de placer. A diferencia de la plena melancolía, en la cual aún se tienen los recuerdos como asidero y por supuesto el goce que de ellos emana, en la acidia, en la pereza por el futuro y la desesperanza, en la tristeza de un “no hay más”, no se tiene nada.

Referencias bibliográficas

ABERASTURY, A. (1992): La adolescencia normal, México: Paidós.
CASTILLA DE PINO, C. (1969):
Un estudio sobre la depresión, España: Península.
COHEN AGREST, D. (2007):
Por mano propia, México: Fondo de Cultura Económica.
DOLTO, F. (1994):
La causa de los adolescentes, España: Seix Barral.
FREUD, S. (2003): La transitoriedad,
tomo 14, Obras completas, Argentina: Amorrortu.
FREUD, S. (2003): De guerra y muerte,
tomo 14, Obras completas, Argentina: Amorrortu.
RABAGO, G. (1997):
La vida es larga y además no importa, México: Joaquín Mortíz.
VILLENA, L. (2007):
La felicidad y el suicidio, España: Bruguera.
WINNICOTT, D. (2004):
Deprivación y delincuencia: Argentina, Paidós.