Inmaculada Jauregui Balenciaga
Doctora en psicología clínica e investigación. Máster en psicoeducación y terapia breve estratégica
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Resumen
Toxicomanías, adicciones, dependencias. Todos ellos conceptos que intentan definir y diferenciar ente uso y abuso de un fenómeno todavía mal entendido, comprendido, explicado.
Psicofármacos, drogas, estupefacientes, psicotrópicos. Términos todos ellos que intentan definir y diferenciar toda una serie de sustancias que modifican, alterando el sistema nervioso, la mente, el cerebro, la personalidad, el alma. Tampoco se sabe bien.
No se sabe cómo definir el fenómeno, lo que hace realmente imposible su estudio, su investigación y aún mucho menos su comprensión, desde un punto de vista científico. Entonces, ¿cómo tratarlo?
El resultado de toda esta confusión resulta ser un confuso conglomerado de investigaciones, programas y tratamientos igualmente imposibles de evaluar.
Lo que parece estar cada vez más claro es la relación entre este fenómeno y las condiciones de vida postmodernas. Estilos de vida que demandan paliativos en forma de consumo de sustancias que a su vez originan problemas de salud pública que a su vez requieren de intervenciones globales.
Abstract
Toxicomanies, addictions, dependencies. All of them concepts that try to define and differentiate between use and abuse of a phenomenon still poorly understood, understood, explained, from a scientific point of view.
Psychopharmaceutical, drugs, narcotic psychotropic drugs. Terms all of them that try to define and differentiate a whole series of substances that modify, altering the nervous system, the mind, the brain, the personality, the soul. It is not well known either.
We do not know how to define the phenomenon, which makes it really impossible to study it, research it and even less understand it. So, how to treat it?
The result of all this confusion turns out to be a confusing conglomeration of research, programs and treatments equally impossible to evaluate.
What seems to be increasingly clear is the relationship between this phenomenon and postmodern living conditions. Lifestyles that demand palliatives in the form of substance use that in turn cause public health problems that in turn require global interventions.
Introducción
La definición de un problema es el paso fundamental y primigenio en cualquier investigación que quiera tildarse de científica. Si bien en ciencias sociales, sabemos que los criterios de cientificidad no pueden ser los mismos que en ciencias naturales, si se apela a un consenso porque lo que se busca es un sentido, no una verdad.
Llamar a las cosas por su nombre nos permite distinguir lo que es de lo que no es. Para ello, nos servimos de la descripción: descripción de características, de comportamientos. Sabemos del carácter subjetivo impreso en la ciencia. Por ello, la objetividad no la ponemos en la verdad sino en entender la realidad tal y como se presenta y no como desearíamos que fuera.
Somos conscientes de que definir como problema cualquier fenómeno, es ante todo un hecho político y por lo tanto ideológico. No podemos abstraernos de la realidad. Y es que las instituciones, dotadas de un poder simbólico, no solamente seleccionan los “problemas” mediante procedimientos muy sutiles, sino que además facilitan la extensión social de determinados diagnósticos a partir de los cuales también serán definidas las intervenciones (Crespo y Serrano, 2016).
Definir conceptos como uso y abuso resulta extremadamente difícil por la falta de rigor científico de las definiciones y conceptos, esto es, falta de consenso y de sentido de realidad. Falla procedente también del uso indiscriminado de términos distintos y dispares como sinónimos, lo que lejos de consensuar confunde.
Quizás por ello, una buena descripción del fenómeno uso y abuso precedido de una serie de estudios sistematizados haya desembocado en un proyecto con resultados. Este parece haber sido el caso de Islandia.
Definiciones y complejidades
En general, en cualquier investigación que se jacte de rigurosa y científica, resulta fundamental la definición porque a partir de ésta, la investigación cobra un sentido. En parte, porque la definición viene respaldada por los hechos. Esto es, la definición representa el contenido real, la realidad vivida, experienciada. En ciencias, se trata de una abstracción que representa, por común acuerdo, lo que es una realidad (Bozzoli, 1961). Por otra parte, porque a partir de la definición, se podrán vislumbrar tratamientos eficaces que de otra manera, podrían dar pocos e ineficaces resultados.
El rigor científico pretende evitar la aleatoriedad, el sesgo, la ideología, para llegar así a un conocimiento científico de los hechos, eliminado el prejuicio y llegar a un juicio (Arendt, 1997). Es fundamental que cuando hablemos de fenómenos pertenecientes al campo de la realidad, de su fenomenología, sepamos de que estamos hablando exactamente, además de respetar el consenso de la comunidad científica.
Ahora bien, no vamos a pecar de ingenuos en cuanto a la eliminación total de prejuicios en los hechos científicos porque como ya lo demuestra la epistemología constructivista, estos no escapan a su propia construcción (Watzlawick y col., 2005). Los hechos tildados de científicos son ante todo una construcción cultural (Latour y Woolgar, 1995). El lenguaje crea, conforma y transforma la realidad humana puesto que configura la percepción y la visión del mundo (Austin, 1981). Las teorías y discursos, más que explicar la realidad, lo que hacen es construirla. Son prácticas orientadas por toda una estructura social y cultural, que como tal, contiene elementos de poder y de control (del Olmo, 1996).
Particularmente en lo que respecta al uso y abuso de opiáceos y psicofármacos, nos encontramos en general con una gran nebulosa en torno a la rigurosidad de los conceptos, implicando en sus definiciones procesos de estigmatización, de medicalización, de poder, de ideología, de moral, de política, de economía, de marketing, entre otros. En este sentido, se hace difícil una construcción rigurosamente científica de estos términos. Esta falla impregna pues, tanto los intentos de comprensión ligados al fenómeno como los tratamientos.
Para empezar, debemos cuestionarnos qué significa uso y abuso y sobre todo reflexionar sobre quién los define. También debemos cuestionarnos a qué responde la utilización de términos, aparentemente sinónimos, para denominar un fenómeno, que por otra parte, no acaba nunca de ser consensuadamente definido y por tanto, validado.
Uso y abuso
Se define el uso cuando el consumo es ocasional, episódico o aislado, constreñido a ciertos acontecimientos, sin ocasionar dependencia ni habituación a la sustancia, ni repercusiones negativas en áreas importantes en la vida de la persona (Damín, 2017). Parece tratarse pues de un patrón de consumo sin consecuencias negativas para la salud y en donde no aparecen problemas individuales ni dependencia.
El abuso se define como el uso compulsivo, es decir, hay una dependencia y un estilo de vida asociado en torno a este tipo de uso (Cormier, 1993). El uso aquí viene determinado por la necesidad. Digamos que hay un patrón comportamental en el abuso, que ocasiona trastornos y dificultades físicas, destacando aspectos tales como la tolerancia, la abstinencia, el alto consumo, un deseo obsesivo o persistente, mal uso del tiempo, abandono de actividades, consumo continuado. Esta forma de uso desencadena un deterioro clínico significativo, afectando negativamente esferas de la vida como las relaciones sociales e interpersonales, las familiares, las laborales, entre otras esferas (Ibid).
El término abuso de sustancias se encuentra en el manual DSM-IV y se define como un trastorno consistente en un patrón desadaptativo de consumo de sustancias que conlleva un deterioro o malestar clínicamente significativos. Esta definición se asemeja a lo que en el CIE-10 aparece como categoría diagnóstica denominada uso perjudicial, fundamentalmente definido a partir del perjuicio en la salud que el consumo genera, es decir, que por las cantidades y la frecuencia generan consecuencias negativas tanto en la persona consumidora como en su entorno. Esta perspectiva parecer hacer hincapié en cuestiones cuantitativas.
Desde el cuerpo médico se define el abuso como “… el uso, normalmente por autoadministración, de cualquier droga, cuando se desvíe de pautas médicas o socialmente aprobadas dentro de la una cultura dada” (Jerome H. Jaffe en Szsaz, 1990, p. 30). Desde esta mirada, el abuso tiene que ver con la desviación de pautas sociales y médicas. Desde esta mirada, entendemos que la frontera entre uso y abuso está en la manera de administrarse, es decir, que si es autoadministrado, es abuso y si es médicamente administrado, se etiqueta como uso. En esta consideración no entran en juego ni la dependencia ni la degradación psicosocial de la persona, a pesar de que la pueda haber. Tampoco se hace alusión a la frecuencia ni las cantidades.
Lo que observamos en todas estas definiciones es la vaguedad de los términos utilizados que se prestan a interpretación. Plantean más interrogantes de los que resuelven: ¿dependencia?. Al respecto, dicha noción no está claramente definida la dependencia ni hay un modelo científicamente validado de la dependencia como patología. ¿Problemas individuales? El consumismo genera muchos problemas individuales, además de sociales, y no se considera abuso. ¿Consecuencias negativas para la salud? El uso prolongado de muchos psicofármacos tienen más consecuencias negativas para la salud que positivas como indican los prospectos, y sin embargo se considera uso. ¿Patrón desadaptativo? Ya David Rosenhan (1973) expuso las dificultades no solo de definir sino de distinguir entre un estado sano y uno enfermo y todavía hoy no se ha aclarado dicha diferencia. Sabemos por Benedict que los conceptos normalidad y anormalidad no tienen validez general. Y aunque la psiquiatría ha hecho de la adaptación a la realidad un criterio objetivo, sabemos también que no es un criterio exacto. Por ejemplo, muchos alemanes se hicieron nazis como forma de adaptación a la realidad pero ¿qué pasa si la realidad es generadora de locura o insania moral?. ¿Malestar clínicamente significativo? ¿Cómo se define este concepto? ¿Qué hay de la distinción entre clínico y subclínico?
En el caso de los psicofármacos, el hábito de autoadministración se va extendiendo y propagándose a nivel privado, por lo que es difícil poder diagnosticar, creándose además así una “toxicomanía a los medicamentos”, caracterizada por una búsqueda de efectos positivos en la socialización y la performance, totalmente diferente de la decadencia y desestructuración atribuida a la toxicomanía de las drogas (Ehrenberger, 2004). El abuso de psicofármacos, en este contexto, aunque genere dependencia y adicción, no necesariamente entraba la vida cotidiana del individuo. Es más, hay muchas personas que dependen de psicofármacos y otras sustancias para “bien” funcionar en el cotidiano. Este abuso se plantea como necesario por parte de los consumidores, para funcionar con “normalidad”. Por otro lado, gracias a la integración del psicotrópico como herramienta de autocontrol, el individuo se hace cargo personalmente del malestar social. De esta manera, el individuo se integra y adapta socialmente, además de favorecer una banalización de este tipo y forma de consumos. Esta forma de abuso puede generar dependencia pero no necesariamente una desestructuración psicosocial en la persona. En estos casos, estas personas también escapan al diagnóstico y por lo tanto, al tratamiento.
Al abuso también se le llama consumo problemático, definiéndose como un uso inadecuado en cuanto a su cuantía, frecuencia y finalidad (Damín, 2017). Para definir este tipo de uso también se utiliza la expresión “uso indebido” (Kierbel y Ciccia, 2013). Dudamos del rigor científico de conceptos tales como inadecuado o indebido, particularmente de la credibilidad, puesto que no se llega a un consenso comunicativo.
Lo que parece claro es que “el abuso de drogas, es un asunto convencional; por tanto, es una tema que pertenece a la antropología y la sociología, a la religión y al derecho, a la ética y la criminología” (Szasz, 1990, p. 31). Así pues, volvamos a los orígenes: la etimología.
El término abuso, del latín abuti, agotar, es una palabra compuesta del latin ab que significa lejanía, privación, separación y usus que significa uso. En este sentido podríamos afirmar diciendo que el término abuso significa un uso separativo, un uso alienante. También un uso que agota en el sentido de que priva y aleja. Aventurándonos más allá, podríamos finalmente deducir que el abuso es un uso que aleja del original significado de uso, una utilización que va más allá del uso, alejándolo cada vez más de aquella utilidad para la cual el fenómeno fue diseñado. Puede ser un alejamiento contextual en el sentido antropológico o puede ser un alejamiento en cuanto a frecuencia y cantidad del uso. Puede también ser un uso alejado de su forma original o incluso un uso que aliena de sí mismo. Un uso maniaco, delirante, errático, ilusorio. Así pues, para diferenciar entre uso y abuso, hay preguntas claves que debieran ayudar al diagnóstico y tratamiento como: ¿para qué se utiliza?, ¿cuál es el uso original? ¿cuál es la forma de usarlo? ¿hay una desviación en la utilización?, ¿qué efectos genera? entre otras. El abuso podría definirse como la perversión del uso. Usar hasta agotar, despareciendo su funcionalidad primaria. Usar hasta alterar la condición natural o cultural. Desde un punto de vista psicológico, la perversión refiere a una anomalía, a una desviación de una tendencia natural.
En consecuencia, estudiar el abuso y diseñar planes de tratamiento eficaces, requeriría estudios cualitativos en la población en general para poder diagnosticar como abuso a todo uso pervertido de todo tipo de sustancias que de alguna manera, alejen a la persona y la alienan, poco importa si es autoadministrado y administrado con receta; poco importa si la sustancia la adapta socialmente o la desestructura.
Hay otros conceptos que se entrelazan y solapan como el de dependencia y adicción (Valleur y Matysiak, 2003), sin que por ello, quede mejor reflejado el fenómeno de uso y abuso. Así por ejemplo, el abuso puede desembocar en dependencia, entendida como la necesidad de consumir una sustancia. La dependencia se define cuando no se puede dejar de consumir porque al hacerlo, emergen síntomas físicos y/o psicológicos desagradables de malestar. En la dependencia parece haber una pérdida de control y un impulso hacia el consumo. La dependencia puede ser física o psicológica. No obstante, la dependencia es una tendencia natural en el ser humano y por lo tanto no puede ser utilizada como sinónimo de patología o abuso. En todo caso debiéramos hablar de abuso como perversión de la dependencia, es decir, aquello que altera una dependencia sana y natural.
La adicción, del latín addictus, refiere a la condición de esclavo temporal hasta acabar de pagar su deuda, perdiendo temporalmente el estatuto de hombre libre (Jauregui, 2002). Y en este caso sobre el uso y abuso de sustancias, haría referencia a la condición de esclavo de una sustancia, perdiendo la libertad, esto es pervirtiendo el estado natural del ser humano, un estado libre. No obstante, el término adicción se aplica en nuestra sociedad solo a ciertas sustancias o actividades, dejando fuera otras tantas sustancias y actividades que podrían entrar perfectamente en la definición de adicción (Ibid).
La dependencia a ciertas sustancias etiquetadas de drogas, en sus inicios se llamaba toxicomanía, definiendo así a la dependencia tóxica como manía, termino acuñado para definir una enfermedad mental, en un principio asociada a la melancolía, posteriormente a la depresión y finalmente a la psicosis maniaco-depresiva o depresión bipolar, caracterizada por la euforia exagerada, la presencia obsesiva de una idea fija y un estado anormal de agitación y delirio (Luque y Berrios, 2011). Siendo la manía una de las fases de la psicosis caracterizada por una alteración del estado del ánimo de tipo eufórica. Se trata de un trastorno del ánimo caracterizado por la pasión y la obsesión compulsiva. Es una forma de locura (Pinel, 1998). En la época clásica se clasificaba manía a “la presencia de ira, agresión, excitación y pérdida de control. En ella se incluían entidades que hoy se identificarían con (… ) la intoxicación por drogas” (Luque y Berrios, 2011, p. 132). Pero este término también sufrió un cambio conceptual que se desarrolló a lo largo de los siglos XIX y XX, en parte por ser “una categoría demasiado amplia y general” (Ibid). A pesar de estas imprecisiones, podríamos extrapolar diciendo que el abuso de sustancias sería una forma de manía que hunde sus raíces en una depresión o melancolía, constituyendo una alteración o incluso podríamos decir que una desviación. En este sentido, si la manía sería entendida como una gran defensa contra la depresión (Klein en Soler, 1992), el abuso de sustancias opiáceas y psicofarmacológicas, por extensión, representan ese intento de defensa maníaco y evitante, de manera a bloquear el proceso madurativo con reminiscencias infantiles relacionado con la pérdida y el duelo del paraíso perdido: la unidad madre-infante. Es decir, el abuso de sustancias sería pues una defensa contra el reconocimiento de un yo separado, individualizado pero a su vez, necesitado en el sentido de dependiente, de relaciones más allá de sí mismo. Y aquí nos topamos con la herida narcisista y la aceptación de la ley. La pérdida de esa omnipotencia infantil alrededor de la cual gira el mundo. El abuso convierte a la persona en un ser incapaz de satisfacción y de deseo y por consecuencia, incapaz de acceder a su dimensión humana. El abuso no permite la ley, limitar el uso, construir un bastante, satis-facere. Y aquí se desliza la frontera entre el uso y abuso. El abuso de sustancias tóxicas sería ese intento de satisfacción plena e inmediata. Prohibición necesaria para el desarrollo de la civilización (Freud, 1981). Efectivamente, el abuso aparta del mundo exterior, encerrándose en una relación paradisiaca entre el sujeto y la sustancia.
Opiáceos y psicofármacos: problemas terminológicos
El término opiáceo es concretamente un adjetivo que se aplica a toda sustancia que deriva del opio. Opio refiere a una sustancia amarga y fuertemente olorosa obtenida del proceso de desecado de las cabezas de adormideras –planta harbácea- verdes con propiedades analgésicas, hipnóticas y narcotizantes (Seidenberg y Honneger, 2000).
El organismo “Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica” ANMAT, define psicofármaco a todo producto farmacéutico compuesto por sustancias psicotrópicas, utilizado como objeto del tratamiento de padecimientos psíquicos o neurológicos (Bolaños et al., 2014). También define como psicotrópico a cualquier sustancia natural o sintética, capaz de influenciar las funciones psíquicas por su acción sobre el Sistema Nervioso Central (Disposición ANMAT N° 885/10 en Bolaños et al., 2014). Parece claro, pero no lo es. Así, Graciela Jorge (2005) presenta nada menos que tres definiciones para el mismo concepto: una más clásica en la que se hace hincapié en la modificación de síntomas propios de enfermedades mentales por medicamentos. Una segunda en la que utiliza la expresión fármaco o droga útil cuya finalidad médica es producir efectos sobre el comportamiento. Por última, una tercera en la que amplia el campo y habla de aliviar síntomas y aquí ya no habla estrictamente de enfermedades mentales sin para todas las estructuras tanto psicóticas como neuróticas.
En cuanto al opiáceo, a pesar de la clara definición aportada, en la literatura vamos a encontrar muy a menudo la utilización de opioide en lugar de opiáceo. El término opioide se utiliza para designar aquellas sustancias endógenas o exógenas que tienen un efecto análogo al de la morfina y poseen actividad intrínseca. Así, no todos los opiáceos son opioides ni todos los opioides son opiáceos.
En lo referente a psicofármaco, existen en la literatura otros términos que funcionan a modo de sinónimos como estupefacientes, sustancias psicoactivas o droga, confundiendo el panorama.
Estupefaciente se refiere a toda sustancia psicotrópica, con alto potencial de producir conducta abusiva y/o dependencia (psíquica/física, con perfil similar a morfina, cocaína, marihuana, etc.), que actúa por sí misma o a través de la conversión en una sustancia activa que ejerza dichos efectos.” (Disposición ANMAT N° 885/10 en Bolaños et al., 2014 ).
Sustancia psicoactiva o psicoactivos, según la organización mundial de la salud, hace referencia toda sustancia química de origen natural o sintético que al introducirse por cualquier vía (oral, nasal, intramuscular e intravenosa) ejerce un efecto directo sobre el sistema nervioso central, ocasionando cambios específicos a sus funciones (Caudevilla, 2008). Y en esta definición no todas las sustancias son opiáceas.
Otro de los términos utilizados indistintamente y que portan a confusión es droga, definida por la organización mundial de la salud como “toda sustancia que, introducida en un organismo vivo, pueda modificar una o varias de sus funciones”(OMS, 1969, en Caudevilla, 2008). En esta definición se engloban tanto los fármacos de prescripción médica, como las sustancias psicoactivas como plantas y sustancias químicas tóxicas para el organismo.
Bien que estas sustancias parecen estar claramente definidas, el empleo de diferentes conceptos como sinónimos confunde al punto de cuestionarnos sobre la finalidad y pertinencia de la definición, si luego en las investigaciones no se mantiene esa rigurosidad terminológica.
En definitiva, todos estos conceptos se funden hasta confundirse cuando se trata ya sea de opiáceos, psicofármacos, sustancias psicoactivas, droga o estupefacientes y su abuso, uso indebido, uso perjudicial, dependencia, manía, adicción, compulsión.
En la breve historia de los términos utilizados, observamos un constante deslizamiento de sentido, sin llegar a una comprensión del fenómeno. Esta hegemonía de nuevos conceptos intenta definir estrategias legítimas de combate, teniendo un importante impacto ideológico en la propia construcción del fenómeno.
El fenómeno de la medicalización y el abuso
Todas las sustancias tildadas “adictivas” en general son analgésicos y su utilidad es paliar el dolor. Así pues, la utilización de sustancias psicoactivas o psicótropos tiene como primera y última finalidad, al parecer, paliar el dolor, calmarlo. Un dolor al parecer, fundamentalmente emocional, existencial. Hablar de uso y abuso es hablar de dolor y de las diferentes maneras de escapar de la angustia. Si queremos entender los abusos y en última instancia, atajarlos, deberemos adentrarnos en ese sufrimiento, tan generalizado en nuestros tiempos. Tratar las adicciones en cualquiera de sus múltiples formas es abordar el dolor y evitar escapar de él.
Que desde los albores de la humanidad se utilizan (se usa y abusa de) sustancias adictivas o psicoactivas o psicotrópicas eso es un hecho ampliamente sabido y aceptado (Cuerno, 2013). Con ello se pretendía modificar la percepción de la realidad ya sea con fines médicos o paliativos, placenteros o religiosos.
Con el desarrollo de las sociedades moderna y postmoderna, las sustancias naturales han ido siendo sustituidas por psicotrópicos, es decir, sustancias legales, por haber sido legalizadas, cuya base científica pretende ser la bioquímica cerebral del malestar social promulgado en estos últimos tiempos por la neurociencia. La medicina se ha ido apropiando de este tema, remplazando los valores religiosos por los sanitarios. Por lo tanto, el uso y el abuso de psicofármacos está relacionada con la prescripción y por lo tanto, con el poder. ¿Quién tiene el poder de determinar, prescribir, proscribir la utilización o no de una sustancia sino la medicina?
La medicalización es un proceso general comenzado en el siglo XVIII por el cual la medicina se vuelve una estrategia biopolítica ampliando su área de acción a aspectos sociales, culturales, económicos y políticos (Foucault, 1996, 2000).
La medicalización es un proceso de manipulación que consiste en el trato por separado de problemas que van juntos como es el de la salud con la economía, con el poder (adquisitivo, entre otros), en definitiva, cuando problemas de orden no médico, son tratados como médicos definidos generalmente como enfermedades, trastornos o desórdenes. En este sentido, la medicalización no es ni medicina ni ciencia sino una estrategia ante todo semántica y social causando perjuicio a un sector de la población y beneficiando a otros (Szasz, 2007).
El proceso de medicalización que sufrimos gracias, en gran medida, a la industria farmacéutica, intenta por todos los medios solucionar problemas sociales y políticos. Un proceso por el cual comportamientos normales se convierten en conductas susceptibles de tratamiento y aquí es donde se genera el caldo de cultivo para el abuso de sustancias adictivas.
Además, tanto el uso como el abuso de opiáceos y otros psicofármacos no podemos extrapolarlo de la sociedad postmoderna contemporánea, basada en el capitalismo de consumo anclado en grandes industrias y corporaciones, dentro de las cuales destaca la industria farmacéutica, a modo de mafia, tiende a buscar en las adicciones su fuente de ingreso.
Las adicciones, abuso de sustancias, se encuentran entre las postmodernas enfermedades del alma que paradójicamente también se abordan con uso y abuso de sustancias psicoactivas muchas de ellas. La profecía de Aldous Huxley (1976) hecha realidad. Los medicamentos y las sustancias psicoactivas o drogas permiten eliminar rápidamente y sin esfuerzo cualquier estado de malestar, materializándose así el ideal de la sociedad actual, cimentado en el rendimiento y el éxito, responsabilizando –y aislándolo– al individuo de los resultados.
Concebidos para depresiones graves, los antidepresivos ya se recetan para toda una serie de trastornos añadidos como la ansiedad generalizada, los trastornos obsesivo-compusivos, los trastornos de estrés postraumático, el trastorno de pánico. Y muchas veces, sin fecha para terminar dicho tratamiento, es decir, se empieza pero no se sabe cuándo se acaba de tomar ni cuando se está curado. Al respecto, recuerdo las palabras que un psiquiatra le dijo a su paciente adicta a las benzodiacepinas por depresión, cuando quiso “desengancharse”: “hágase a la idea que usted es como un diabético que necesita su insulina”. Efectivamente la medicalización de la vida cotidiana incita al uso y abuso de medicamentos, creando así una nueva problemática denominada iatrogenia. Se trata de una daño no intencionado que resulta de intervenciones diagnósticas o terapéuticas. El uso indiscriminado, y en muchos casos innecesario, de intervenciones y prácticas tales como la excesiva medicación, así como la indicación abusiva de tratamientos, estudios y análisis, desembocan en un abuso de fármacos en el día a día, generando así daños “colaterales”. Así patologías moderadas y trastornos leves, pasajeros como los fenómenos de duelo, rupturas sentimentales, problemas laborales, fobias, trastornos adaptativos son tratadas como psicopatologías graves, normalizando un uso gratuito de pastillas y eliminando así recursos psicológicos personales fundamentales como el esfuerzo y la voluntad. En la evolución de la propia nosología, las clasificaciones se han alterado modificándose el sentido del diagnóstico como consecuencia de la irrupción de la industria farmacéutica. Así, “mientras antes abundaban las alteraciones reactivas, agudas y breves, ahora, con el modelo de enfermedad implícito (los trastornos se deben a un desajuste de algún neurotransmisor), se destacan los trastornos de larga evolución, lo que implica un tratamiento farmacológico muy duradero (…) de manera que aumenta tanto el coste como los efectos secundarios y acumulativos tóxicos” (Samaniego, 2016, p. 183).
Como consecuencia de este proceso de banalización en el uso de psicofármacos, el abuso de medicamentos recetados o no, aumenta, siendo incorporados a la normalidad hasta hacer de ello un estilo de vida (Gilbert, Walley y New, 2000). Se trata de un crecimiento en consonancia con la economía de mercado en donde el mercado farmacéutico, en pleno auge, pone a las drogas en el centro de un estilo de vida (Lexchin, 2001). Un crecimiento en el que también aparecen las diferencias de género, afectando en mayor medida a las mujeres en el caso de los psicofármacos (Burín, s/f). En este sentido, la industria farmacéutica a través de sus intermediarios “psi”, promueven las adicciones psicofarmacológicas.
El principal enemigo de la medicina siempre fue la automedicación (Comelles, 1993). Y en lo que respecta al uso y abuso de sustancias, la diferencia entre droga y medicamento, está en la legitimidad legal, es decir, entre si la suministra un médico o un camello. Recordemos que droga y medicamento se usan indistintamente porque desde un punto de vista biológico y químico son lo mismo. Las diferencias entre una y otra hacen referencia a la fabricación, distribución, promoción, consumo, finalidad de consumo, dosis.
Las drogas suelen ser compuestos naturales aleatoriamente mezclados mientras que los psicofármacos se supone que están testados y aprobados siguiendo unas normas. Aunque esto también está siendo modificado, de tal manera que la legalidad en materia de protocolos de investigación está siendo cada vez más vulnerada (Blech, 2003).
El proceso de distribución, promoción así como la finalidad del consumo de drogas y psicofármacos también difieren.
El drogadicto o adicto o toxicómano se la suministra a sí mismo al margen de la legalidad pero la persona abusadora de psicofármacos depende del cuerpo médico, de una receta aunque también cada vez más estas sustancias se venden en el mercado negro, siendo una gran fuente paralela de negocio.
Por otra parte, los médicos se van transformando en intermediarios entre la industria farmacéutica y la demanda, lo que les convierte en camellos (Conrad y Leiter, 2004). Pero también se observa cada vez con mayor frecuencia la distribución de fármacos por parte de amistades, familiares y compañeros de trabajo, lo que es una forma más de automedicación.
En otras palabras, el uso y abuso de sustancias psicoactivas legales e ilegales constituye actualmente, uno de los mayores problemas de salud pública además de un fenómeno social complejo y difícil de solucionar sin otro tipo de cambios.
Podríamos avanzar diciendo que el problema del abuso de sustancias en nuestra sociedad no tiene cura, es decir, solución médica porque no es un problema médico-sanitario sino una situación, problemática o no, social. A ello, tenemos que decir que el proceso de medicalización contribuye y bastante al abuso de sustancias, no pudiéndose constituir como parte de la solución puesto que se configura como parte del problema.
Promoción de medicamentos en lugar de promoción de la salud
La promoción de la salud, se ha convertido en la promoción del uso y abuso de fármacos y ello, porque “ en la sociedad contemporánea la enfermedad se ha convertido en una especie de forma de vida “ (Rodríguez y de Miguel, 1990, p. 22). Al respecto, el autor Thomas Szasz (2007) denomina farmacracia al sólido vínculo establecido entre el estado y la medicina.
El modelo de medicalización no es otro que la ordenación y el control de los prejuiciosos disfuncionamientos sociales en aras de un buen nivel de adaptación. De esta manera, campañas de promoción de medicamentos, de difusión de las enfermedades bajo pretexto de prevención y con el apoyo de las compañías farmacéuticas, han permitido una profunda distorsión tanto de las enfermedades como de su cura fácil e inmediata a través de medicamentos. En realidad lo que se ha promocionado es la filosofía de la intolerancia al malestar o indolencia, a través del consumo de fármacos legales o ilegales. El abuso o adicción a las drogas, a sustancias psicoactivas o psicotrópicas, comenzaron siendo un tratamiento médico restringido por prescripciones. Y sabemos igualmente que todos los medicamentos en dosis excesivas y durante períodos muy prolongados, producen efectos secundarios, cruce de interacciones, efectos adversos e inducen al abuso y a la dependencia.
El malestar generado por nuestra cultura y nuestra sociedad necesita sus paliativos. El sufrimiento que se ha generado rápidamente refiere a la desaparición del sujeto y de su deseo. Si definimos al sujeto como un actor fundamentalmente relacional, vincular, podemos afirmar que la intersubjetividad ha ido minando la esfera pública y privada, despojándonos de nuestra principal base de construcción yoíca y ello, no sin gran culpabilidad y angustia.
Lo que todo adicto y en ello, incluyo a la sociedad entera, intenta paliar es esa angustia existencial. Un dolor en la existencia que por ser alienada, ya que el sujeto está fuera y se ha quedado sin deseo, resulta insoportable sin algún tipo de anestesia que permita calmar el dolor.
En esta sociedad perversamente hedonista, el propio dolor de la existencia nos impulsa a anestesiarnos, a inmunizarnos. Y para ello tenemos el fetichismo del fármaco, que como mercancía, nos proporcionará la felicidad.
El personaje del adicto evita el duelo de lo ideal, de lo absoluto, de la fragilidad, de la dependencia. Como buen “perverso” evita depender y procura autosatisfacerse. La cura pasa por la otredad y así acabar con ese goce autoerótico, con esa condición onanista que le impide el deseo. Porque el deseo es deseo del otro.
El estado depresivo patológico subyacente en el abuso de sustancias emerge fundamentalmente durante la abstinencia. Podemos establecer un cierto paralelismo entre la evolución del infante del narcisismo absoluto de la completud hasta la individuación. De alguna manera, la persona “abusante” en su restablecimiento también debe evolucionar hasta un estado intersubjetivo, aceptando sus límites, su finitud, el duelo del poder absoluto que le da su fetiche ya sea sustancia o actividad.
Contexto sociocultural abusivo
Tal y como nuestra sociedad está estructurada, es muy difícil tratar los abusos a sustancias o consumos abusivos puesto que constatamos que se trata de unas prácticas promovidas e impulsadas por la propia sociedad y que de alguna manera, particularmente algunas de estas prácticas, quedan invisibilizadas, mientras que paralelamente se estigmatizan otras.
Por otro lado, también deberemos contextualizar los abusos de sustancias en una cultura como la nuestra con unos valores profundamente adictivos como por ejemplo la cultura del exceso. Sociedad y cultura utilizan el mecanismo de defensa de la disociación, dividiendo los abusos en buenos y malos, en transgresores y en consecuencia prohibidos, frente a abusos socialmente bien admitidos, permitidos e incluso fomentados.
La vinculación estrecha y directa entre los abusos a sustancias y problemas que amenazan la cohesión social y comunitaria deben ser tenidos en cuenta a la hora de abordar el fenómeno que no es únicamente responsabilidad individual. Así fenómenos como la pobreza, las desigualdades, la desestructuración social, económica, laboral, familiar; las guerras, la corrupción, entre otros forman parte de las amenazas al tejido social con los cuales el fenómeno abusivo está estrechamente emparentado (Rhodes, 2009). El abordaje de los problemas relativos al fenómeno del abuso de sustancias debe incluir el contexto sociocultural.
A nivel cultural y desde una perspectiva más antropológica, se trata de una cultura que ha borrado cualquier huella de ritos de paso, de los estados alterados de conciencia buscados a través de actividades como la danza, la religión. En las sociedades occidentales y occidentalizadas se ha borrado todo elemento relativo a la dimensión mística, por lo que el uso de sustancias se ha ido tornándose en abuso en ausencia de marcos y estructuras adecuadas. En otras palabras, se ha desacralizado el uso, llegándose a profanar y pervertir los usos hasta convertirlos en abusos.
Toda sociedad y cultura tiene sus formas de hacer frente al estrés y la nuestra ha escogido ciertos abusos a sustancias como manera socialmente admitidos para afrontarlo, demonizando otros. Y en este sentido, hay toda una interiorización de valores y normas acerca del consumo de sustancias que desembocan en representación simbólicas compartidas a través de toda una serie de mecanismos que se cristalizan en conductas de uso y abuso de psicofármacos y otras sustancias. Dentro del fenómeno de medicalización, debemos incluir por un lado el fenómeno de la psicologización y por otro lado, la neurociencia.
La psicologización, ese lavado de cerebro psicológico que a través de toda una serie de herramientas “psi” (Arizaga et al., 2007), nos inoculan la idea de calidad de vida, sobreresponsabilizando a un individuo que no puede más porque no está a la altura. Este término define el fenómeno del “incremento progresivo del recurso a la atribución o sobreinterpretación psicológica sobre un número relevante y creciente de fenómenos y problemáticas sociales” (Rodríguez, 2016, pp. 352-353). Este fenómeno está estrechamente ligado y emparentado al neoliberalismo cuyo ethos empresarial, largamente expandido, construye la postmoderna subjetividad. Una subjetividad basada en la propia responsabilidad, mutando así los espacios de lucha social y desplazando los conflictos y luchas externas hacia el interior del ser humano.
En esta línea, el consumo de sustancias “es asociado al logro de una calidad de vida definida según los cánones actuales de proactividad (iniciativa individual), hedonismo y seguridad “ (Arizada et al., 2007, p. 61). La publicidad, haciendo eco de estos ideales, penetra en el inconsciente colectivo, conformando representaciones sociales del consumo para adaptarse a estos tiempos no solo a nivel laboral, sino a nivel social y personal. El individuo postmoderno es el único culpable y responsable de todo lo que le ocurre, incluida su salud o enfermedad. Y tanto para una u otra condición, el consumo de sustancias resulta fundamental.
La neurociencia centrada en el funcionamiento del cerebro, ha avanzado ostensiblemente hasta el punto de cristalizarse en la especialización que más está influenciando en el panorama médico, hasta el punto de transformarse en marketing político, desplazando así a la psiquiatría. Esta especialización se hace cómplice del sistema neoliberal, de tal manera que la subjetividad postmoderna se va configurando siguiendo el modelo empresarial (Duarte, 2016). Un modelo uniforme y unidimensional basado en la biologización no ya del comportamiento humano individual, sino del comportamiento social y cultural, culminando así todo un proceso de alienación del sujeto empezado hace ya siglos. Disfrazados de argumentos científicos, “esta cultura invisibiliza en gran medida el componente sociológico de la realidad así como la consideración político-económica de la misma” (Rodríguez, 2016, p. 370). De lo que se trata es de definir lo normal, lo patológico, la salud y la enfermedad en función del medicamento y toda la industria alrededor. En otras palabras, el uso y abuso de fármacos sigue las mismas reglas del mercado.
No entendemos que dejar de abusar de sustancias pondría a nuestra sociedad en jaque mate. La sociedad del espectáculo de la mercancía y el fetiche, este capitalismo abusivo, adicto y adictivo no lo aceptaría porque ello supondría un vuelco bastante radical: supondría dejar de huir, dejar de evitar la finitud, aceptar la fragilidad, aceptar nuestra intrínseca dependencia intersubjetivo a la otredad, aceptar el dolor y los fenómenos que lo acompañan como el duelo, como parte natural y constructiva de la humanidad. Sería volver a crear redes sociales como la solidaridad. Sería el bien común por encima del individual; aceptar la ley como el cimiento humano.
El abordaje del uso y abuso de sustancias opiáceas y psicofarmacológicas requiere un profundo cambio social, cultural y económico. Los estudios sobre el abuso a sustancias implica todo un cambio antropológico, encaminado hacia una mirada fenomenológica de los mismos para entender y comprender realmente su significado y dibujar un proyecto nuevo de cultura, remitido a la imbricación de lo subjetivo y lo intersubjetivo.
¿Cómo abordar el abuso?
La antropología habla de tres usos fundamentales a lo largo de la historia que las sociedades han hecho de sustancias: curar y en su defecto, aliviar, divertir y rezar (Marti, 1997). Estos han sido clásicamente los tres contextos en los cuales se ha prescrito el uso de sustancias: médico, religioso y lúdico.
Y si tenemos en cuenta que la dependencia es consustancial al sustrato humano, es decir, que “la dependencia es sin duda alguna un fenómeno total que atraviesa toda la condición humana” (Marti, 1997, p. 221), el problema del abuso, la perversión de del uso de sustancias, hay que buscarla en otras fuentes para realmente comprender y proponer programas realmente eficientes.
La pregunta de cómo abordar el abuso, nos remite a cómo enseñar a las personas a convivir con el dolor, a construir algo con su dolor más allá de la propia autodestrucción. Entendemos que resulta fundamental comprender de qué trata el dolor. En este sentido, se necesitan más habilidades que el prejuicio y la condena moral y/o social como la compasión. Para ello se necesita una sociedad capaz de cuestionarse a fondo sobre el problema del abuso, de las diferentes formas de abuso, de quien y cómo se abusa. Hacer el duelo es quizás el primer y más importante trabajo en los abusos. Se trata de generar un espacio de elaboración del dolor. Duelo de la completud, de la perfección, del ideal, del narcisismo y su perversión, duelo de un mundo libre de dolor y sufrimiento. Duelo de la frustración, de la omnipotencia. Aceptación de la otredad, de los límites.
Este trabajo debe entroncarse con un trabajo a nivel social y cultural: hacen falta nuevos modelos de socialización, de empoderamiento; nuevos modelos económicos, educativos, políticos, sanitarios. Resulta imprescindible reforzar los vínculos del individuo con los diferentes grupos comunitarios: familiares, vecinales, grupales, comunitarios. Hace falta reinscribir al sujeto dentro del entramado social y cultural. Hace falta vincular políticamente al Estado con la ciudadanía. Es imperativo restaurar el mercado económico. El neoliberalismo representa hoy el postmoderno malestar en la cultura con su arrasadora pulsión de muerte cristalizándose en la desintegración vincular. Todo lo que se mueve en dirección inversa, es decir, orientada por la pulsión de vida y regulada por normas y leyes constituye ya todo un programa de prevención en materia de abuso de sustancias.
Programas y sustancias
Hay muchos programas propuestos para acabar con el abuso de sustancias y para prevenirla. En un principio se inscribieron dentro de la perspectiva tolerancia cero, enfoques prohibicionistas, para después muchos de ellos ser abordados desde la perspectiva de reducción de daños.
Los programas se han ido también diversificando a medida que las investigaciones han ido avanzando y mostrando todos los actores que hay en esta problemática. La diversidad está servida: planes y proyectos regionales, provinciales, nacionales, internacionales; planes y proyectos destinados a consumidores, a productores; planes y proyectos para modificar cultivos; planes y proyectos destinados a frenar la producción y distribución de sustancias; planes y proyectos destinados a la prevención primaria, segundaria y terciaria.
Sin embargo, no sabemos muy bien la eficacia de los mismos. Cuando leemos informes al respecto, se subraya la necesidad de políticas más efectivas, de planes efectivos, de medidas efectivas. Se pone el acento en la ineficacia de lo punitivo frente al desarrollo de medidas intervencionistas a todos los niveles: social, educacional, económico, familiar.
No hay análisis profundos sobre las bases científicas de dichos modelos y mucho menos sobre los resultados. Ya hemos visto igualmente las fallas de las que parten en su mayoría, concerniendo fundamentalmente las definiciones de los conceptos y la comprensión del fenómeno abusivo.
Sospechamos que están asentados sobre bases morales, religiosas, apoyados sobre postulados cientifistas más que científicos, es decir ideológicos, favoreciendo el desarrollo de toda una ideología del capitalismo neoliberal que promociona y favorece el abuso de sustancias, lo que resulta contradictorio y paradójico. Por un lado se favorecen e incentivan los abusos a sustancias y por el otro lado, se intenta atajar a través de todo un abanico de programas este problema con tintes epidémico.
Los abusos sin embargo no solo no cesan sino que mutan, según las mutaciones sociales y culturales, lo que deja al descubierto el fracaso de la guerra contra las drogas.
De los informes leídos se puede deducir que a una mayor eficacia contribuyen la ruptura de tabúes a partir del diálogo sobre una crítica a lo realizado hasta ahora; el abordaje de la problemática de manera científica, incluyendo enfoques económicos, políticos, sociales, de salud, social, educativos; el abordaje desde perspectivas más flexibles, menos punitivas, más coordinadas y que requieren cambios legisladores, cambios sanitarios, cambios culturales y sociales. En general, podría decirse que requiere un cambio de paradigma siguiendo el modelo de salud pública que pone el énfasis en las personas y comunidades para hacerlas más saludables.
Giro cultural en el tratamiento del abuso: el caso de Islandia
El cambio fundamental en Islandia en materia de abuso de sustancias viene del hecho de entender el sustrato adictivo, esto es, fomentar un cambio social basado en la “embriaguez natural”, a través del deporte y el arte. Dicha tesis parte del trabajo de doctorado de Milkman (1975) según el cual, el problema adictivo o de abuso de sustancias tiene como finalidad lidiar con el estrés a través de un cambio en la química cerebral. Se realizaron en Islandia una serie de estudios a escala nacional durante los años 1992, 1995 y 1997 en donde emergieron patrones de comportamientos predictivos del abuso de sustancias en los jóvenes. Así, la práctica deportiva asidua, pasar tiempo con los padres, integración y aceptación escolar y evitar pasar noches fuera de casa, fueron algunos de los patrones encontrados en dichas investigaciones capaces de contrarrestar el abuso de sustancias (Young, 2017). A partir de estos trabajos se dibuja en 1999 un plan nacional bautizado como “Juventud en Islandia” (Ibid). Este proyecto se basó en un programa anterior que Harvey Milkman puso en marcha en Denver en 1992 (Ibid). Así pues, se empezó el proyecto fomentando manera naturales y alternativas de embriagarse. Empezaron ofreciendo modelos relacionados con la música, la danza, el arte en general y el deporte, en particular las artes marciales. El programa prosiguió con un conocimiento de sí y de la existencia humana así como la manera de relacionarse con los demás.
Todo este programa fue implantado en Islandia pero aderezado con cambios en el sistema judicial, penalizando y prohibiendo; en el sistema social, fortaleciendo los vínculos parentales, de manera a reforzar la autoridad parental así como fomentar las relaciones entre los padres y las escuelas. Se trataba de hacerles sentir partícipes y miembros de grupos y de la sociedad gracias al impulso de la creatividad, canalizada a través de clubes deportivos y actividades extraescolares, fundamentalmente artísticas (Ibid). En definitiva, una terapéutica basada en la reeducación psicosocial.
Fue un plan diseñado a largo plazo, es decir, longitudinal, sobre el cual 20 años después, empiezan a cosechar frutos. Y todo ello con un estudio bastante rigurosos sobre los resultados obtenidos. De hecho todos los años se siguen realizando encuestas.
Ahora bien, el refuerzo relacional se ha extendido más allá de la familia alcanzando la relación entre ciudadanía y Estado. Se realizó para ello un importante esfuerzo económico, financiando todo tipo de actividades deportivas, además de bonificaciones a las familias destinadas a pagar actividades recreativas para jóvenes.
A través de este ejemplo, vemos las implicaciones de los cambios a generar, que abarcan toda la sociedad y su manera de vincularse. Tenemos que entender más allá de lo intelectual, que cualquier cambio abarca transversalmente toda la sociedad.
Como bien dice Moscovici (1981), el problema de las minorías es el problema de la mayoría y el problema del abuso de sustancias es un problema que nos afecta a toda la sociedad puesto que ella entera es adicta (Schaef, 1988). Y su primera adicción se denomina consumismo. Y es que: “las sociedades que ponen énfasis en la idea de consumir terminan también generando personas compulsivas que beben, fuman, realizan deportes o actividades que en sí mismas pueden ser peligrosas” (Rodríguez y Miguel, 1990, pp. 5-6). Y ello se hace extensible al campo de la salud: “En la misma línea, se observa también una compulsión por utilizar médicos/as, consumir medicinas, experimentar dietas de adelgazamiento, o en general usar recursos de tipo sanitario” (Ibid).
Si analizamos bien el modelo finlandés observaremos una desmedicalización del problema adictivo así como una inclusión de variables sociales, culturales, educativas, económicas y políticas. En realidad, el éxito del programa radica en abordar el problema desde la raíz: fortalecimiento de los lazos sociales. Se regeneró el deteriorado tejido social, es decir, se fueron tejiendo vínculos tanto familiares, como sociales y políticos. Se fueron atajando problemas sociales que también afectan al individuo pero que no por ello, son individuales. Al contrario, hubo una implicación de la comunidad y de las familias; se creó una unión entre gobierno, padres y profesores. Y todo ello desplegando toda una serie de esfuerzos económicos destinados a invertir. Evidentemente había una voluntad política de atajar el problema: el propio alcalde de Reikiavik se interesó en el trabajo de Miklkman.
Tenemos que entender que el abuso de sustancias es una cuestión de estilos de vida, algo que ya lo subrayó Dollard Cormier (1993). Autor que pone el acento de una percepción sistémica del fenómeno adictivo, concluyendo que el cambio pasa por el aprendizaje o reaprendizaje de nuevos modos de ser y de actuar.
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