El Psiquiátrico, la Infancia y el Psicoanálisis. Territorios de ficción (1)

Alberto Sanen Luna
Psicoanalista, catedrático de la Universidad Insurgentes. Adscrito al Hospital Psiquiátrico Infantil “Dr. Juan N. Navarro” (México)

El surgimiento del hospital psiquiátrico y de la nominación infancia (de ella se desprende, a saber, lo infantil y el infante) son invenciones que responden al ordenamiento y a la demanda social, engarzadas ambas en una ideología específica en momentos históricos independientes, pero que irremediablemente terminarán creando una intersección, dando lugar a la creación de un espacio de internamiento y operación sobre la subjetividad del sujeto-infante, sea este niño o adolescente. Así, por tratarse de sucesos únicos, solamente pueden ser “comprendidos en forma crítica ya que son resultados de una vez para siempre” (Merani 1993).

El avance de ambas cuestiones encuentra su punto de toque en nuestro país en 1966, en el momento de la creación del Hospital Psiquiátrico Infantil, teniendo por antecedente el pabellón infantil de la Castañeda, fundado por Matilde Cabo. Una extraña conjunción de tres palabras, de tres registros en una sola frase: el Hospital, de hospitium: lo hospitalario; lo Psiquiátrico, es decir, el lugar de cura de almas; y lo Infantil, de “las raíces latinas infans-ntis e infantia-ae: mudo, que no habla / incapaz de hablar, infacundo / niño, infantil, pueril… Infacundia, infancia, niñez” (Iglesias, 2009).

Esta creación estatal da por resultado el espejismo de un gobierno protector de la infancia, que comprende lo delicado y específico del trato que se le debe otorgar, tendiendo por tanto a separar niños de adultos y suscitando el corte quirúrgico conocido como Operación Castañeda: el desmantelamiento del manicomio; corte que en realidad obedecía de fondo a una cuestión diferente, a un intento de re-inscribirse imaginariamente en la modernidad, tal como anteriormente el manicomio y la cárcel suponían un Estado de avanzada (2). El reconocimiento de un lugar especifico para los niños y su alejamiento de la condición cronificada de la Castañeda permitía que las miradas y los reflectores se posicionaran en la preocupación y no en la ocupación, es decir, velaban el ejercicio sistemático de la violencia contra todo aquello que representase un “peligro”.

De este movimiento de prestidigitación surge un efecto menos perceptible, tal como acontece siempre con la palabra. Se puso en marcha una manera diferente de acceder al infante, al mundo infantil, de concebir los requerimientos de la niñez, y se produjo la creación de disciplinas o la puesta en práctica de ciertos conocimientos y saberes en relación con la infancia, sin que esto implicara por supuesto dar cabida a un reconocimiento puntual de la existencia del infante como sujeto, pero si dando lugar a que fuera tomado como objeto de producción.

Debemos detenernos en varias cuestiones, que resultan contrarias y complementarias a la vez y proceden de diferentes contextos, tiempos, espacios y dominios. Primeramente tenemos la aceptación de la existencia del psiquiátrico como medio de control, retención y aglomeración de los locos, demostrado ampliamente por Foucault (3). Pero se debe  tener en cuenta que “de una cosa se puede decir lo que se dice y también lo contrario”. (Braunstein, 2002) —condición de verdad— lo cual nos lleva a señalar que nadie quería otro destino para ellos, es decir, o el manicomio o fuera de lugar, fuera de su lugar de origen; es decir, que habite y transite pero no en las casas, los consultorios, las calles, las familias, etc.

Igualmente, haciendo una arqueología del Saber sobre el propio Foucault, nos percatamos que si bien habla del asilo y del manicomio en extenso, no es así cuando aborda el fenómeno del psiquiátrico, ya que ninguno de los dos es lo mismo. Es lógico que los circuitos de Saber y Poder que se encuentran implicados tampoco lo sean.

La segunda cuestión se refiere a la infancia, donde se permite re-entender a este sujeto, a este niño y proporcionarle un lugar en la historia como tal, así como brindarle derechos, cambiar su nominación de personita y ampliar el margen de edad para con entrada en el mundo “laboral”. También abrió la puerta para abandonar la puerilidad a favor de la eternización de la infancia con las consecuencias que esto acarrea, no siempre visibles, pero en casi todos los aspectos violentas.

Ya lo muestra Phillipe Aries (1973): la infancia era sólo un espacio tempo-espacial reducido, sin importancia, y no será hasta el advenimiento del capitalismo que esa infancia, adquiere un algo más, de lo poco o nada que tenía, incluso psicoanalíticamente hablando. Si somos rigurosos, esto nos lleva a que Juanito era tan solo un conejillo de indias para el análisis y comprobación de las teorías infantiles (4).

Agreguemos que esta práctica de desconocimiento de un determinado grupo no es algo nuevo. A los marginales o a aquellos a quienes se considera subversivos se les niega un lugar hasta en la historia, ya no digamos en la construcción de la propia historia; por tanto, la atención en cuanto a salud se refiere no tiene tampoco otro principio rector. Ejemplo de ello fue lo que sucedía en Francia, donde la atención de los niños después del nacimiento era encargada a los boticarios, la de los campesinos a los cirujanos y la de los habitantes de la ciudad a los médicos (5).

Otro efecto, ahora en un sentido distinto es la infantilización de la sociedad y la instauración de un ejercicio de poder inconsciente por parte del Estado sobre la población general, pero no sólo para imponer “las formas que se identifican dentro de su obediencia… sino también una fuerza que duplique las formas, de las más públicas a las más privadas, en el sentido deseado por él. Es decir, la institucionalización” (Lourau, 1980). En nuestro caso, la institucionalización de la infancia como único estado aceptable y que debe ser aceptado por el sujeto (6).

Y una tercera cuestión, abierta por la lectura psicoanalítica expresa, en la cual si tomamos al pie de la letra la postulación en la que se señala que “a menudo el niño lejos de estar enfermo en sí mismo, es más bien el síntoma de quien ha presentado la queja” (Mannoni, 1986), el hospital viene siendo un sitio que en concordancia con la queja social se abre por un no-querer-saber del infante. Sin embargo, ser tajantes en esta lectura lleva a pasar por alto que el menor mismo pueda ser portador de un sufrimiento. Dejarle en la posición de estafeta no dista de establecer un no-reconocimiento, cuestión que por la propia existencia del psiquiátrico queda alejada, ya que le asigna un lugar diferente, sobre todo si tomamos en cuenta el “a menudo” —que no siempre— de Mannoni.

Cabe señalar que la práctica médica, al inicio del psicoanálisis con niños, “se veía relegada a una función menor y era confiada en general a psicoanalistas muy jóvenes que empezaban su ejercicio profesional”. (Mannoni, 1980).

Volviendo a nuestro punto de partida, podemos decir que al dar cabida y cobijo a los infantes traídos de la Castañeda, el Psiquiátrico Infantil comienza a llevar a cabo su encargo social de cuidar al niño de sí mismo, a la sociedad de él, y a la vez de paliar el malestar subjetivo de aquellos que se encontraban inmersos en la aplicación de ciertos tratamientos. Sin embargo, se vio prontamente rebasado por la demanda social de atención y cuidado, y buscando dar respuesta no sólo a estos aspectos, sino también a la necesidad de paliar el dolor, lo llevó a encontrarse con otra demanda, una demanda sostenida, además de una convocación al sujeto supuesto saber y al saber que se le atribuye a ciertos sujetos.

Frente al dolor de ver lo que se estaba haciendo, el dolor de no hacer nada, el dolor de hacer como que se hace, el decir que se hace neutralmente, se tiene que responder no a una demanda de análisis, sino  a una demanda política, ya que la educación, la salud, la seguridad social “son problemas políticos que rebasan el ámbito de la escucha del deseo y todos ellos están jugados en la demanda al hospital y  a los operantes” (Sauval).

Ante esto el psiquiátrico se vio y se ha visto empujado insistentemente a establecer  una nueva articulación interna en cuanto a su propósito y por supuesto en cuanto a qué disciplinas pueden verse involucradas en él, si bien este micro universo puede —y en muchas ocasiones lo hace— reproducir los circuitos externos de poder, también es cierto que establece otros caminos guiados por la horizontalidad, ello no niega en lo absoluto el carácter artificial del hospital y de lo que en el acontece, más si devela que dicho carácter recubre por completo el universo de lo “humano” y el que el infante enloquezca, también forma parte de ese universo.

Cabe re-considerar lo lejos que ha quedado el niño freudiano, sabiendo que “nadie puede ser comprendido si se le aísla de su contexto social” (Schartman, 1990), es decir, no nos hallamos ante el niño burgués sino frente al niño predominantemente proletario cuyo entorno es un espacio pauperizado, marginal, abandonado o perdido y que por efecto de la desculturización del país le ha llevado a constituirse como “consumidores de una cultura ajena” (Rühle, 1987). Vemos ahora a los Maras Salvatrucha, los jóvenes sicarios sinaloenses, los asaltantes de los barrios populares, los niños infanticidas, los niños jornaleros con mas de diez horas de trabajo en el campo, los que auxilian en el paso de indocumentados llamados polleros etc. Y debemos, considerar que este “agrupamiento masivo de niños-adolescentes incluso induce la aparición de una clase de edad, de una verdadera clase social, a la vez que empieza a nacer una conciencia de clase de edad como fenómeno político” (Mendel, 1997). Estos niños-jóvenes establecen modos fantasmáticos diversos que en muchas ocasiones develan a las primeras de cambio su inoperancia,  muy distinto a ese niño Juanito del que hablaba Freud.

Ese Juanito quedo atrás, no es este otro Juanito, o Marco o Roció o Paulina que hoy se encuentran en el psiquiátrico, estos no temen al caballo-madre, temen a la madre, a la que quema cigarrillos en sus pies y testículos; temen a su padre, no jirafa chica, sino aquel que viola a la hermana, a la prima, la vecina, a la tía, a los compañeros de la primaria y a ella, o aquel padre aburrido que le mete dentro de una cubeta para darle de palazos.

Son un Juanito que usa más de 130 caballos de fuerza y cuatro ruedas contra el padre, son un José que vacía cloro en los ojos de la madre durante la noche; un Alejandro que toca niñas, masturba perros y busca vaginas en el ano de los caballos, o una Claudia que clava la cabeza de su hermanito.

Tenemos Juanitos distintos en una sociedad distinta, tenemos un violento desplazamiento de una economía de mercado a una sociedad de mercado en donde ahora, quizás como antes pero con mayor crudeza, el niño y el adolescente portan el valor de mercancía para el Otro, cualquier Otro (7). En donde el niño colocado, eyectado, excluido o insertado parcial o totalmente (pero en circunstancias especiales) en los lazos del discurso, encuentra una red significante de captación del sujeto, que se revela, para capturarle y entregarlo tanto al trabajo, como a la prostitución, al asesinato, a la guerra o a la explotación afectiva, con este borramiento paulatino de cualquier referencia a la ley simbólica y jurídica, se inscribe una marca que no apunta a la psicosis sino que realiza un trazo subjetivo de locura que el infante tiene que poner en actos para no ser devorado.

Ahora son sólo tiras de metal las que hacen las veces de líneas de trato y de trazos psíquicos, por ejemplo ya no acudimos, de manera común, a los cientos de juegos simbólicos referentes a la muerte, ya que la proximidad de la misma es inminente, lo cual lleva a cargar un AK-47 (último reducto portátil del “alma mecánica” (Hocquenghem, 1987) que no de chip de nuestra era) y no una resortera, esto es lo que encuentra el infante, ahora él es encontrado como infante de infantería, un recluta más de la maquinaria de la guerra. Donde, si bien, continua operando el que “en la vida anímica del individuo, el otro cuenta, con total regularidad como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo” (Freud, 2002), ahora la mayoría de las identificaciones tienen como vector al objeto y al enemigo.

Nos encontramos en una sociedad que siguiendo los indicadores de la macroeconomía y del modelo político puesto en práctica, ubica al infante en calidad de “desechable”, donde lo único que hay es el cuerpo, no la subjetividad, y por si esto fuera poco es un “cuerpo biopolítico” (Foucault, 2002). En él se encuentran las estrategias biopolíticas de la realidad, dándose una gran cantidad de efectos; una muy fragmentada conformación de lo imaginario, extrañas articulaciones simbólicas, pero sobre todo grandes y terroríficas grietas que confrontan al niño y adolescente con lo real. Justo ello muestra que esos modos fantasmáticos de los que hablamos y que siempre tienden a la transparencia, cuando son fuertemente cuestionados, han perdido el poco o mucho rigor que les da forma tendiéndose a despedazar con el primer tirón, quedando sólo el acto como certeza del ser.

En este escenario —ante la violencia y la ruptura de los lazos sociales en lo externo— los muros del hospital, pueden pasar —y pasan en muchos de los casos— a ser muros de regulación del goce; y se posibilita que el psiquiátrico, pieza fundamental en la maquinaria de control, tienda a reconfigurarse, precipitándose a un lugar diferente al ocupado en un inicio, sobre todo si tomamos en cuenta que en la vida por fuera de su espacio, queda poco o nada de lugar para alguna metáfora, y que en las metáforas existentes no hay cabida para el infante, ya que lo que lo que existe es un circuito metonímico donde el trauma, la perplejidad y las fijaciones son movimientos constantes, en donde, cuando la palabra emerge lo hace vacía y distante de la experiencia.

Podríamos aventurarnos a decir el hospital, a condición de continuar con diversos ajustes, instaura un sitio propicio para el despliegue discursivo, ya que además de todo seguimos sin tener nada que advenga en su lugar, es decir, no hay otro sitio articulador de la subjetividad; no por lo menos al alcance de todos (8).

Lo anterior permite entender que el quehacer psicoanalítico, invitado desde su inicio al manicomio, ahora al psiquiátrico, no pueda dejar de inscribirse donde el tiempo lógico ha desplazado el tiempo cronológico, con el riesgo que comporta para el analista encontrarse en los enclaves de la atención de salud mental y en las tuercas de la maquinaria hospitalaria. Aun con ello, o por ello, recordemos la condición subversiva de la práctica, cual cross-cap, las enunciaciones del analista, pero sobre todo la toma de palabra del infante, ponen en contacto lo interior y lo exterior a la institución misma, viabilizándose una praxis en el corazón del edificio de la locura, en donde el sujeto existe fuera de lo convencional y por tanto donde las aplicaciones de los dispositivos también fuesen no convencionales (9).

Este microcosmos hospitalario (10) es un macrocosmos subjetivo, un lugar donde la palabra medicada no deja de ser palabra y por tanto “es el instrumento, y el acto su consecuencia” (Fundin, 2006) y revela que el discurso sostiene al sujeto y a la práctica analítica. Este sitio de transferencias cruzadas se muestra ahora propicio para recomponer los lazos e incluso construirlos, a condición de que quien habla sea escuchado y que aquel que le devuelve su saber no le imponga ningún otro, encontrando en la fragilidad y el rigor que la ética brinda, la posibilidad de jugar a la ética, cuestión que permite escapar de las encrucijadas de la institución tanto para analistas como para infantes. Cuando digo jugar a la ética no me refiero a considerarla un juego, sino jugar a la ética, ya que jugar es la realidad del ser, pues siempre estamos jugando a algo (11) y por este medio, quizás, evitar cumplir con el papel adjudicado al psicoanálisis desde los años cincuenta, “ser un instrumento de dominación y selección, a través del rodeo institucional.

Así, el carácter de ficción del psicoanálisis no sólo debería llevar a que el niño subvierta el ordenamiento destinado a él, sino que también debería subvertir el ordenamiento teórico y práctico para con este; cuestionar por ejemplo  “la incurable perorata de la declinación del padre” (Tort, 2008) tal como Winnicot cuestionó el modelo de las neurosis infantiles al ver que no se adecuaba a lo que “debía afrontar en su práctica” (Mannoni, 1980). Es decir, tendría que ser coherente en cuanto a su papel de descentramiento del sujeto, poniendo en práctica esa “no adecuación”, asumiendo que se han centrado y privilegiado sólo algunas de las posibilidades del ser.

En cuanto a la infancia, podemos señalar que hay tantas como infantes, como jóvenes y como adultos hay. Basta con revisar los modos en que se nos presenta: como tiempo, espacio, nostalgia, objeto de estudio, recuerdo, represión, objeto de lucro, como mundo o como mundos.

Y por último podríamos decir que es de los “intersticios” (Rousillon, 2002) del psiquiátrico que emerge una respuesta a-sincrónica respecto a la instrucción estatal y sincrónica respecto de la demanda social e individual a esta invención, una más del malestar en la cultura como las otras, que en su carácter de universo artificial tiene la oportunidad de que sea ubicado perfectamente —sobre todo por su imperfección—en aquel lugar de a-rtefacto (12) de “ficciones” (Braunstein, 2002), de disparador de ficciones sociales e individuales, con las cuales el sujeto, niño o adolescente, puede re-encontrar un cierto hilo conductor para su vida, es decir, en su comportarse “como un poeta, pues se crea un mundo propio” (Freud,  2002) puede re-escribir una novela individual, familiar y social, que le permita tomar la palabra, ensayar la palabra y en este proceso hacerla verdaderamente suya.

Notas

1. El presente trabajo, por supuesto, que no pretende agotar el análisis de ninguna de las palabras enunciadas, de las microficciones que componen a cada uno e incluso tampoco pretende desplegar todo aquello que la ficción por sí misma encierra, más si pretende mostrar algunas de estas aristas y brevemente la relación que sostienen entre ellas y con otras ficciones.
2. Recordemos que estos dos espacios surgen al unísono en México en 1910 al igual que la Universidad Nacional de México. Quizás lo único que el Estado no esperaba que surgiese fue esa revuelta llamada revolución.
3. Existen otros tantos trabajos que versan tanto sobre el manicomio como del psiquiátrico con la peculiaridad de ser visto y escuchado desde el interior: La tapia del manicomio, Manicomios y prisiones, Psiquiatría y relaciones sociales, El frenopático, una realidad no-velada, La institución negada, La construcción institucional de la locura, etc.
4. Fereczi incluso advertía que “los adultos proyectan sobre los niños su propio apasionamiento y así obramos nosotros también, los analistas, cuando calificamos de teorías sexuales infantiles nuestras propias deformaciones sexuales”. Diario Clínico.
5. Véase de Foucault, M., El nacimiento de la clínica y de Bacherie, Los Fundamentos de la clínica.
6. Véase de Ikram Antaky, El pueblo que no quería crecer.
7. Debe considerarse que la enunciación y escritura de Otro (con mayúscula) se refiere al trato que da Lacan en relación al lugar de procedencia de los mandatos y posicionamientos inconscientes mas profundos del sujeto, y el otro con minúscula hace alusión al semejante tal cual la posición freudiana.
8. Ello permite, aun cuando no se desee, asegurar, como señala Lourau, la supervivencia de la institución y por tanto la supervivencia del Estado.
9. Este carácter no convencional, ficticio de la práctica y la teoría es adelantado por Mannoni en su texto La teoría como ficción.
10. Espacio artificial que promueve la enfermedad hospitalaria, pero que no es más o menos artificial que cualquier gabinete, consultorio o dispensario. Habría que pensar en cuáles “enfermedades” se promueven estos.
11. Aun cuando Dolto señale en el Congreso de Roma que más tarde que temprano el analista de niños en una institución terminará siendo un personaje incómodo para esta y para él mismo, resultando por tanto que tenderá a hacer otra cosa, cualquiera, menos una práctica psicoanalítica, tenemos que disentir de ello, ya que es precisamente esa incomodidad la que no permite acomodarse, auto-disolucionarse y sostener a la par una reinvención constante de la praxis es el camino.
12. La noción de a-rtefacto obedece a su doble sentido, como instrumento creado para alcanzar algún fin y a su uso en la clínica lacaniana referente al objeto a, causa de deseo y plus de goce.

Referencias bibliográficas

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