El sujeto, la cultura, la máquina

David Moscovich
Psicoanalista, docente. Director de la Escuela Dis-cordia de Psicoanálisis
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Resumen

El siguiente artículo analiza las posibles relaciones entre el sujeto y aquello que llamamos “la máquina cultural”, centrándonos en los efectos que tiene el capitalismo en el desarrollo de la subjetividad. Para ello, proponemos una reflexión en torno a la relación entre el ejercicio del poder y el lugar del deseo tomados tanto desde un punto de vista teórico como clínico.

Palabras clave: máquina cultural, subjetividad, poder, deseo.

Abstract

The following article discusses the posible links between the subject and what we refer to as “the cultural machine” focusing on the effects the development of capitalism in subjectivity. For this, we propose a reflection on the relationship between the exercise of power and the place of desire both from a theoretical point of view as a clinical.

Keywords: cultural machine-subjectivity-power-desire

Las consideraciones que siguen son el resultado de una investigación llevada a cabo sobre una serie de casos de neurosis que presentan ciertas manifestaciones clínicas relacionadas con lo que hemos dado en llamar, a falta de una denominación más representativa de los fenómenos en cuestión, la máquina socio cultural. Con ello nos estamos refiriendo, y lo señalamos en apretada síntesis, a sujetos que presentan, por ejemplo, una preocupación desmesurada por el cuerpo y su imagen, por el peso, por aquello que comen, haciéndose militantes por así decirlo de una suerte de cultura del físico, de las dietas y el gimnasio. O bien a sujetos que muestran una obsesión extrema por el trabajo, comportándose de una manera compulsiva con respecto al mismo y a las obligaciones que este demanda. También y en especial quisiéramos destacar aquellos casos que manifiestan una tendencia al disfrute desproporcionado, a algo que podríamos calificar de imperativo de goce, es decir, el goce entendido como la búsqueda de un placer extremo sin fallas que se transforma en mandato y se observa, nuevamente, como conducta compulsiva. Enseguida vamos a precisar un poco mejor estas tres categorías que son para nosotros las diversas manifestaciones de la máquina socio cultural.

Para su mejor comprensión, este desarrollo requiere por parte del lector, y en especial del lector psicoanalista, una particular disposición de ánimo y una apertura intelectual que le proporcione un lugar, aunque sea por unos momentos, al desarrollo de un saber que apunta a interpretar de un modo diferente algunos hechos de la clínica. Porque nos referimos a cuestiones de la práctica cotidiana en el consultorio del psicoanalista, pero que aquí serán consideradas desde un punto de vista particular. Somos conscientes de que hablar de la máquina socio cultural puede generar en el lector, por la utilización misma de un término fuerte y quizá desproporcionado, un firme rechazo; aquél que haya experimentado tal sensación, bien podría en este punto interrumpir la lectura. Pero perderá la ocasión, cuando menos, de destruir los argumentos que aquí vamos a plantear, recurriendo a sus sólidos saberes previos y a su propia experiencia en el tratamiento de las neurosis.

Intentamos demostrar que las manifestaciones clínicas antes mencionadas y que vamos a desarrollar en detalle responden a un mecanismo automático que opera en el sujeto, pero del cual éste no posee el menor registro. Este mecanismo no se confunde a nuestro entender con la insistencia de la pulsión —compulsión a la repetición— y aquellas manifestaciones, que son la expresión del señalado mecanismo, no presentan la estructuración de un síntoma en el sentido clásico del término, es decir como formación del inconsciente o retorno de lo reprimido. Por lo tanto, en principio hay que afirmar que no son susceptibles de interpretación. Se trata de fenómenos que funcionan, por así decirlo, en paralelo al desarrollo de la neurosis. En las psicosis, se presentan de otro modo, y en su debido momento abordaremos esa cuestión. Ahora vamos a precisar un poco mejor la naturaleza de estos fenómenos clínicos, y para mayor claridad los dividiremos en tres grandes grupos:

Un imperativo de goce que se traduce en la búsqueda de un disfrute sin límites y, dada la construcción imaginaria del sujeto, se anularía en ese contexto cualquier arista displacentera. En términos de superyó, el sujeto experimenta un fuerte sentimiento de culpa y un importante desarrollo de angustia cuando no goza demasiado o no vivencia sensaciones placenteras realmente intensas. Es la máquina socio cultural la que ordena gozar y su funcionamiento se imbrica con el mandato de la sociedad de consumo, en la cual el valor de la imagen resulta superlativo. Estos fenómenos clínicos, que se localizan en el discurso del paciente y en el marco de la transferencia, incluyen por ejemplo el cuidado obsesivo por la imagen del cuerpo, dietas desproporcionadas que muchas veces ponen en riesgo el estado de salud del sujeto; el ejercicio físico realizado de manera compulsiva; la tendencia a imponerse intervenciones en lo real del cuerpo a través de repetidas cirugías llamadas estéticas. Son todas ellas formas de posicionar al cuerpo propio como hacedor y garante de ese goce ilimitado que persigue el sujeto. Es un deber gozar con el cuerpo y a través del mismo el imperativo categórico de la época, el deber incondicional. Lo que ignora nuestro sujeto es que en realidad, lejos de realizar un deseo propio, responde a un mandato cultural que desconoce, que se vale de las características de la época actual, pero que va mucho más allá de ello. Ya volveremos sobre esta cuestión. No podemos dejar de mencionar en este conjunto de fenómenos que hacen referencia al goce del cuerpo a todos aquellos mecanismos que el sujeto pone en juego para sostener la ilusión de la proporción sexual, del placer sin límites: por ejemplo, el abuso de sustancias psicoactivas, de estimulantes de la potencia sexual, del montaje de escenas que garantizarían el ensamble perfecto con el otro o con el propio cuerpo. Manera particular de desconocer la castración, diferente a la represión. No se trata de un mecanismo psíquico, sino de algo que se impone desde el exterior, que responde a fines externos al sujeto, pero el sujeto labora a su servicio, cumpliendo con un mandato que desconoce.

La compulsión al trabajo, llevada en algunos casos a extremos insospechados, que incluyen casi siempre una suerte de administración milimétrica, cifrada del tiempo, incluido el tiempo de relajación y esparcimiento, que en ciertas circunstancias se transforman en nuevas obligaciones. Lo cual conduce al sujeto a extrañas formas de automatismo y de anulación de las ideas, como podremos apreciar en el caso clínico que se presentará más adelante.

Un estado que bien se podría calificar de seudo depresivo y que se manifiesta en un hacer transcurrir el tiempo, en un bajo nivel energético, funcionando el sujeto de manera automática en el marco de una adaptación pasiva a la realidad exterior. Así, por ejemplo, transcurren los días laborales, semana a semana, esperando momentos de “explosión de goce”, para luego volver a empezar.

Fenómenos clínicos disímiles que responden a un mismo mecanismo, el de la máquina socio cultural, que ahora intentaremos definir. Partimos de la hipótesis siguiente: los intercambios que constituyen las relaciones sociales (las normas, los reglamentos, los códigos, los ilegalismos, las costumbres, a nivel de lo familiar, lo grupal, lo institucional) una vez que alcanzan cierto nivel de complejidad, producen una superestructura que funciona según sus propias leyes internas y de manera autónoma y automática. La máquina socio cultural es el conjunto articulado de normas, mandatos, procedimientos y reglamentos que funcionan de manera automática, es decir, independientemente de la voluntad de los sujetos, y su objetivo fundamental consiste en establecer y mantener el orden, la regularidad y el control en las interacciones humanas. El funcionamiento de esta máquina depende del cumplimiento sostenido de este objetivo, y el principal peligro que enfrenta es el sujeto en tanto deseante, creador, y como tal perturbador del orden y la regularidad que a toda costa la máquina socio cultural pugna por sostener. Una vez que esta máquina se ha constituido como tal —lo cual es fechable, como comentaremos más adelante— los seres humanos pierden el control sobre ella, y se comporta como un organismo autónomo, como si pensara por sí misma y poseyera una intencionalidad. Quizá resulte para algunos un poco fuerte la expresión. Un ejemplo de la expresión de la máquina cultural es el mercado económico financiero. Existen muchas otras formas de presentación, y de hecho todas las instituciones lo son en mayor o menor medida. Las leyes del mercado (la “mano invisible” de Adam Smith) obedecen a una lógica propia, inalcanzable para el sujeto individual, pero sobre el cual determina toda una serie de efectos inevitables a menos que se produzcan importantes modificaciones que en general se derivan de graves crisis. Queremos transmitir la idea de que la máquina socio cultural tiene por meta fundamental el reproducir su propio funcionamiento; para ello, necesita imponer sobre el sujeto el control, la regularidad en las conductas, el orden y la dominación. El dominio que puede ejercer un individuo sobre otro, una clase o grupo social sobre otro, no es más que la expresión de ese accionar de la máquina socio cultural, que de ese modo lleva adelante sus intenciones. Cuando ese automatismo se impone, la subjetividad queda desplazada, anulada, y el individuo funciona como si fuera un engranaje o una pieza de la máquina, que se pone a su servicio cumpliendo un mandato que se eleva a la categoría de imperativo, con la finalidad de que las cosas marchen según la lógica del modelo imperante. La máquina socio cultural busca todo el tiempo reproducirse a sí misma, perpetuar su existencia. Su herramienta más importante es el discurso del poder, esgrimido en todos los niveles posibles; su estructura está conformada por una lógica del sentido, entendido como sentido completo, es decir, todo puede explicarse, ser reabsorbido, provisto de un nuevo sentido, más o menos coherente en relación al sistema general.. Así, su funcionamiento se asemeja mucho a lo que señala Deleuze cuando se refiere a la axiomática del sistema capitalista: “¿Qué es lo que llamamos la potencia de recuperación del capitalismo? Es el hecho de que dispone de una especie de axiomática. Y esta es, en última instancia —y tal como sucede con todas las axiomáticas— no saturable, está siempre lista para añadir un axioma de más que hace que todo vuelva a funcionar. El capitalismo dispone entonces de algo nuevo que no se conocía.” (1). Hemos citado este pasaje porque hace clara referencia a un aspecto del funcionamiento de lo que denominamos la máquina socio cultural. Además, hay que señalar que esta máquina sólo es posible en el marco del sistema capitalista, es decir, a partir del despegue de la economía a partir de la revolución industrial. La máquina socio cultural conforma un espacio autónomo e independiente de la dimensión subjetiva, es un automatismo que proviene del exterior y, por medio de algún mecanismo que desconocemos, se ha instalado en el aparato psíquico de todo sujeto. Y dadas ciertas circunstancias, se tornan visibles los efectos de su funcionamiento. Consideramos que es, además, el resultado de una necesidad del nuevo orden social que se comienza a organizar hacia los finales de la edad media y el comienzo del clasicismo, y que requiere de instancias de control, selección y orden, al servicio de la acumulación de capital primero, y del aparato productivo después. Estamos convencidos que la estructura del aparato psíquico se modifica en función de los cambios que se van produciendo en el conjunto social. Por eso, resulta difícil comparar el psiquismo del hombre de la sociedad medieval, por ejemplo, con el obrero de los siglos XVIII y XIX.

La máquina socio cultural opera una especie de forzamiento, de empuje de lo social que le impone al sujeto un trabajo: la reproducción del modelo y la repetición de los discursos que lo transmiten. Aquellos que por algún motivo no responden a ese mandato son calificados de anormales, y a consecuencia de ello, localizados, estigmatizados y si es necesario, segregados. Pero aún así estos grupos periféricos al conjunto general de la sociedad siguen siendo utilizados para los fines de la máquina socio cultural: para mencionar un caso, los pacientes psiquiátricos que revisten gravedad y riesgo y requieren, por lo tanto, de una medida de encierro, son podemos decir improductivos para el sistema, pero la lógica que sostiene la máquina los vuelve productivos. Sostienen instituciones y dispositivos, movilizan profesionales, procesos judiciales, alimentan el funcionamiento de grandes organizaciones sociales. Es decir, son reabsorbidos por ese automatismo y, en definitiva, necesarios. Además, cumplen con la interesante función de cargar con la marca, el señalamiento, el estigma que los nomina, justamente, como anormales; ejemplo terrible del que hay que protegerse —similar al que constituye el preso— y que atrae sobre sí todo lo negativo, lo perturbador, aquello que llevado a un extremo podría conmover los cimientos del conjunto social. Porque para la máquina cultural, lo esencial es que el sistema reproduzca todo el tiempo su funcionamiento. Recordamos en este punto la conocida cita de Aulagnier: “El discurso social proyecta sobre el infans la misma anticipación que la que caracteriza al discurso parental: mucho antes de que el nuevo sujeto haya nacido, el grupo habrá precatectizado el lugar que se supondrá que ocupará, con la esperanza de que él transmita idénticamente el modelo sociocultural (…) el nuevo miembro se compromete (…) a repetir el mismo fragmento de discurso.” (2).

¿Hasta qué punto, nos preguntamos nosotros, preocupados por nuestra praxis en tanto analistas, le prestamos la suficiente atención a esta intrusión de lo social en la subjetividad?. Quizá no profundizamos, justamente, en el efecto patógeno que se deriva de las relaciones del sujeto con las instituciones, que son herramientas de la máquina socio cultural. Hablamos de ella como de una superestructura que trasciende al sujeto y es el resultado de las interacciones sociales cuando estas alcanzan cierto grado de complejidad. Pero constituye a la vez una red, un entramado que penetra en el sujeto y alcanza su cuerpo, pues resulta claro que los efectos de ese automatismo que proviene del exterior afecta directamente al cuerpo de los sujetos, condicionando su existencia y acorralando su capacidad creadora, deseante, revolucionaria. Por eso, el concepto de dispositivo que desarrolla Foucault ilumina la idea que tratamos de desarrollar para entender qué es la máquina socio cultural: “un conjunto resueltamente heterogéneo que incluye discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas, brevemente, lo dicho y también lo no-dicho, éstos son los elementos del dispositivo. El dispositivo mismo es la red que se establece entre estos elementos.” (3). Vamos a analizar los efectos clínicos del funcionamiento de la máquina socio cultural, ilustrándolos con las viñetas de un caso. Queremos resaltar antes la siguiente cuestión general: la máquina le ofrece al sujeto una ilusión, la de un funcionamiento sin fallas, es decir de plenitud de sentido. Se constituye, de ese modo, como el tapón más eficaz para disimular la falta, la falla en ser del sujeto. A consecuencia de ello, va a quedar atrapado en el mecanismo de la máquina socio cultural, respondiendo con el automatismo de ciertos actos y pensamientos a un interés que lo trasciende. El sujeto entonces va a padecer de esa lógica del sentido absoluto que se le impone desde afuera, y se hace presa de esa ilusión de completud, mientras la máquina, por intermedio de aquél, realiza sus oscuros propósitos de repetición de lo mismo y auto regeneración. La máquina procura un funcionamiento sin fallas, por intermedio del establecimiento del orden, el control sobre el deseo del sujeto, la regularidad en los movimientos del cuerpo y en las conductas; busca la normalidad absoluta, y en ese sentido aspira a la instauración de una sociedad psicótica (como señala Lacan, el psicótico es el sujeto absolutamente normal). Dentro de esta forma de funcionamiento, la dimensión del deseo se constituye en el verdadero peligro que se debe controlar por medios más masivos y directos que la represión –entendida como mecanismo psíquico que, como sabemos, lleva en sí la marca de su fracaso- y que apuntan a su sojuzgamiento generalizado. Por eso sostenemos que el ejercicio del poder es la herramienta por excelencia de la máquina socio cultural. Señala Foucault: “El cuerpo se ha convertido en el centro de una lucha entre los niños y los padres, entre el niño y las instancias de control. La sublevación del cuerpo sexual es el contraefecto de esta avanzada. ¿Cómo responde el poder? Por medio de una explotación económica (y quizás ideológica) de la erotización, desde los productos de bronceado hasta las películas porno…En respuesta también a la sublevación del cuerpo, encontraréis una nueva inversión que no se presenta ya bajo la forma de control-represión, sino bajo la forma de control-estimulación: Ponte desnudo…pero sé delgado, hermoso, bronceado. A cada movimiento de uno de los adversarios responde el movimiento del otro.” (4). A cada movimiento del deseo del sujeto, de su cuerpo como deseante y creador, responde el movimiento de control, de reabsorción, de la máquina cultural.

Ahora, pasemos al ejemplo clínico.

Se trata de un paciente que decide realizar la consulta a partir de la aparición de algunos trastornos en su vida sexual, en especial varios episodios de impotencia. Hernán es profesional del derecho; relata toda una serie de cuestiones que se van delineando en la transferencia como síntomas obsesivos que poseen un rasgo común: la búsqueda permanente de la superación de marcas y desafíos que se impone en su carrera y que no son otra cosa que proezas dirigidas al jefe del estudio de abogados en el cual trabaja, en clara búsqueda de reconocimiento por parte del Amo. Los problemas aparecen cuando su mujer comienza a reclamarle parte del tiempo que le dedica al estudio, ya que se quedaba después de hora en el mismo para hacer méritos, y además se llevaba a su casa material para continuar trabajando. Hernán es un sujeto que tiene su vida organizada como si se tratara de una hoja de cálculo. Hay un tiempo para todo: tiempo para trabajar, un tiempo exacto, repartido en tres días a la semana para jugar o pasear con su hijo y con su mujer, un tiempo invariable para dormir, cinco horas exactas, ya que se levanta siempre a la misma hora y se acuesta a la misma hora. Esta organización obsesiva de la tiranía del tiempo, sin embargo, no le causa sufrimiento ni se presenta en el devenir del tratamiento como un motivo de queja. El problema surge cuando es su mujer la que le reclama que altere su orden y su regularidad, y él responde con los episodios de impotencia psíquica. Entonces, la falta irrumpe en su vida sexual. Ahora hay que determinar la naturaleza de esa falta. La impotencia surge porque él no puede desprenderse de los significantes del trabajo, que son los significantes representativos del orden en su vida. Y siente que todo se le desmorona. Recuerda la relación con un padre que tenía significantes para todo, que no dejaba ninguna pregunta sin responder. Enorme dificultad para que se transmita la castración. ¿Qué hace el paciente antes de venir a la consulta frente a los problemas que surgen en su vida sexual? Empieza a tomar cantidades exageradas de Sildenafil, redoblando su esfuerzo para desconocer lo que se presenta como falla. Cuando ya no puede más, decide comenzar el análisis.

Una intervención que realizo a modo de pregunta logra por fin el efecto buscado: en medio de sus relatos acerca de las proezas que realiza en el trabajo, y de lo bien que tiene ordenada su vida, le pregunto cuál era para él el tiempo de hacer nada. Hacer nada, este binario lo desencaja. Pide interrumpir la sesión, luego se tranquiliza y aparece, en el marco del desborde producido por una explosión de angustia, uno de los significantes paternos que comandaron su vida: siempre hacer algo, de lo contrario el tiempo se pierde. Sin embargo, y luego de un alivio pasajero, los síntomas obsesivos recrudecen, como si el sujeto reforzara los controles en la administración del tiempo. Es más, se halla satisfecho de haber recuperado su rendimiento sexual, y dice en tono de triunfo: “ahora lo hago con mi mujer tres veces por semana y los sábados, invariablemente”: Es decir, retorna al funcionamiento maquínico, automático, que comanda toda su vida, luego de la pequeña conmoción que le provocó mi intervención. Entonces le señalo en una sesión: su padre funcionaba como una máquina, sin pérdidas, sin fallas, y eso le transmitió a usted. Quizá se volvió una especie de esclavo de los mandatos, los reglamentos, el trabajo, y a todos esos intereses externos le dedicó su vida. Y parece que usted se encamina hacia lo mismo. Le quiero transmitir la idea de que todo ese orden aplicado a su vida lo aleja de lo humano, del error, del amor, de las emociones.

Trabajamos sobre estas cuestiones durante varios meses, en un contrapunto para localizar aquellas exigencias que provenían del exterior y diferenciarlas de aquellas otras —su vida pulsional— que surgían de su mundo interno. Lo importante es lo siguiente: las primeras no hacen síntoma, el sujeto no se angustia frente a ellas, no se cuestiona nada al respecto. Son las exigencias de la máquina cultural, que lo conminan a funcionar como una parte de su mecanismo: sujeto trabajador, sujeto productivo, al servicio del modelo socio cultural. Las segundas, las exigencias de la pulsión, forman el núcleo de sus síntomas obsesivos, que marchan por las vías del complejo del padre. Trabajamos, en el análisis, en ambos frentes. De hecho, logró modificar su estilo de vida, a partir de un desarrollo del análisis que no voy a detallar aquí. Por ejemplo, supera los episodios de impotencia, pero a la vez su vida sexual se vuelve espontánea, más dinámica, no sujeta a horarios y tiempos cronometrados. Es decir que en el sujeto operan los dos niveles: a través de la historia familiar, de los complejos, del entramado significante, la máquina socio cultural busca realizar sus intenciones de reproducción. Para este caso en particular, parece muy apropiada la siguiente cita: “…existe otra y más engañosa operación del poder, que no actúa de forma inmediata sobre aquello que los hombres pueden hacer –sobre su potencia- sino más bien sobre su impotencia, es decir, sobre lo que no pueden hacer, o mejor aún, sobre lo que pueden no hacer.” (5). Tenemos entonces dos niveles de trabajo en el devenir del tratamiento: el del análisis de los síntomas y los complejos, y el de la determinación de la intrusión de la máquina socio cultural, que hay que sacar a la luz para que el sujeto adquiera conciencia, se apropie de un saber que descubre el funcionamiento de aquella y le muestra a la vez cómo se ubica, sin saberlo, al servicio de sus intereses, en menoscabo de su deseo y de su capacidad de creación.

Notas

1. DELEUZE, G. (2005): Derrames. Buenos Aires: Ed. Cactus.
2. AULAGNIER, P. (1977): La Violencia de la Interpretación. Buenos Aires: Ed. Amorrortu.
3. FOUCAULT, M. (1977): “El Juego de Michel Foucault”, en Dichos y Escritos. Valencia: Pre-textos.
4. FOUCAULT, M. (1992): Microfísica del Poder. Madrid: Ed. La Piqueta.
5. AGAMBEN, G. (2011): Desnudez. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora.

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