David Moscovich
Psicoanalista
En su Introducción del Narcisismo (1914), Freud nos entrega la clave, la llave que abre el cerrojo. Sin embargo, cien años después no hemos sabido aún obtener de ello todo lo necesario para abordar nuestra práctica clínica, a pesar de que se trata de una cuestión recurrente y que podemos hallar en otros textos capitales, como Más Allá del Principio del Placer (1920) o El Malestar en la Cultura (1929). Es esa idea, simple y de suma complejidad a la vez —como ocurre siempre con las ideas geniales— referida a lo que Freud llama la “existencia doble” del sujeto humano. En principio, pareciera que no presenta nada nuevo; cuando en realidad se trata del punto de partida, de una articulación esencial, inevitable. Cito el párrafo completo: “… el supuesto de una separación originaria entre una pulsiones sexuales y otras, yoicas, viene avalado por muchas cosas, y no sólo por su utilidad para el análisis de las neurosis de transferencia. (…) esta división conceptual responde al distingo popular tan corriente entre hambre y amor. El individuo lleva realmente una existencia doble, en cuanto es fin para sí mismo y eslabón dentro de una cadena de la cual es tributario contra su voluntad o, al menos, sin que medie esta. (…). La separación de las pulsiones sexuales respecto de las yoicas no haría sino reflejar esta función doble del individuo.” Como ya señalé, el párrafo ha sido extraído del texto de 1914. Los psicoanalistas deberíamos grabarnos a fuego esta cita, porque todo sujeto, neurótico o psicótico, que demanda nuestra intervención, se constituye atravesado (spaltung) por esta tragedia, que es la del padecimiento del significante. Es que el lenguaje no nos deja otra alternativa que habitar ese lugar, ese topos indefinido, localizado de forma imprecisa a medio camino entre la naturaleza y la máquina cultural. Es sabido que para pertenecer al orden de lo natural, es el instinto el que garantiza el acople, el encastre perfecto. Es la llave en la cerradura, sin posibilidad de error. Es la respuesta automática.
La máquina cultural —que no es lo mismo que la cultura, ya volveré sobre esta cuestión— también tiene pretensiones de alcanzar un funcionamiento automático, y su razón de ser, el nódulo de su existencia consiste en la reproducción incesante de su propio movimiento. Debemos concebir a esta máquina, una vez que ha alcanzado ciertos niveles de desarrollo, como a una entidad separada de los sujetos que la integran y forman parte de sus intercambios. Porque los dinamismos propios de las relaciones sociales, cuando alcanzan una determinada complejidad, trascienden los espacios llamados subjetivos y pasan a constituirse en un nuevo sujeto —si se me permite la expresión— que funciona de forma autónoma y automática, y que responde a leyes propias, que han cobrado independencia con respecto a las individualidades subjetivas que se supone han formado parte de su creación. Se trata, en este sentido, de una máquina que se reproduce a sí misma, y sobre la cual el sujeto humano ha perdido todo control.
Orden y regularidad: he ahí su esencia y sus mecanismos, objetivos incesantes de la máquina cultural y a la vez vigilantes permanentes de los desbordes subjetivos que atentan contra su funcionamiento.
Pero si el sujeto ha quedado a medio camino entre la naturaleza y la máquina cultural, hay que decir también que el puente está cortado: no hay continuidad, no existe manera de alcanzar el polo de la naturaleza —perdida en virtud de la introducción del cuerpo del Lenguaje— ni forma alguna de acoplarse al engranaje de la máquina cultural, como una simple pieza de un mecanismo. Tal es la tragedia del ser humano y el nódulo de su angustia.
Si la angustia es el sentimiento del sujeto frente al deseo del Otro, es porque ese significante en menos (la mujer que no hay, la muerte, o el significante que nos dé el ser) nos posiciona a los seres humanos en el desamparo psíquico. Esto es lo que el significante hace, y la máquina cultural nos viene a ofrecer una solución engañosa e irrealizable: anulación de la subjetividad, abolición de la dimensión del deseo y domesticación en las grandes construcciones y categorías sociales aportadoras de sentido, como lo son la familia, la religión, la educación. Todas ellas apuntan al cifrado del sujeto, y cuanto más y mejor funcionemos al servicio de la cultura, menos sensible será la tragedia de la que partimos. Tragedia subjetiva que es la fuente de la diferencia y de nuestra capacidad creadora, ni más ni menos que el fluir de las pulsiones parciales, que son imposibles de sujetar. Por ello diferencio a la cultura de la máquina cultural. Los logros culturales de los seres humanos bien pueden incluirse como expresiones de su capacidad creadora, y el arte, la literatura y algunas producciones científicas forman una parte importante de aquellos. La máquina infernal de la cultura se oculta agazapada en las instituciones sociales, y su propósito es el de anular esa capacidad creadora y reducir la fuerza de las pulsiones al trabajo de un automatismo expresado en la cifra y el cálculo, la robótica. Es la expresión más directa de la pulsión de muerte, funcionando a este nivel maquínico-cultural, y el mecanismo que utiliza para alcanzar sus fines es el ejercicio del poder, que se filtra entre las capas del tejido social, pasa por el tamiz institucional y alcanza su objetivo que es el cuerpo del sujeto. El control y el dominio, que persiguen la transformación de la subjetividad en una pieza de la maquinaria, tienen en el cuerpo el blanco de su accionar. Analicemos por un instante esta simpleza: ¿no es el cuerpo en definitiva, o más bien ciertos movimientos posibles, los que promueven toda una serie de medidas correctivas en el seno de la educación familiar y escolar?
La batalla entre la máquina cultural y la subjetividad se libra en el territorio del cuerpo. El resultado es casi siempre el cuerpo enfermo, o el cuerpo sintomático, y tal o cual destino —hay otros posibles— va a depender de la estrategia, o más bien de la posición que el sujeto asuma frente a la imposición de la máquina infernal. Este mandato funciona a nivel inconsciente, y su correlato en términos psicoanalíticos es el superyó como imperativo de goce. Es decir, una expresión de la pulsión de muerte.
Esta es una cuestión que los psicoanalistas debemos incorporar a nuestras categorías clínicas para pensar los casos. Hay una dimensión inconsciente de la máquina cultural que se opone en calidad de resistencia al avance de los tratamientos y al deseo del analista. Una de las tareas será la de reconstruir una historia del cuerpo y de las marcas que fue dejando en su recorrido la intervención del automatismo que ha cifrado, numerado, ciertos lugares de la subjetividad. Si el deseo es la metonimia de la carencia de ser, el cifrado, la robótica y el cálculo son las expresiones de la máquina mortífera que va a manifestarse de maneras diversas, según se trate de la respuesta neurótica, esquizofrénica o paranoica que el sujeto haya podido construir. La neurosis constituye un intento de transacción entre el deseo y el funcionamiento de la máquina cultural. La esquizofrenia es la expresión del rechazo subjetivo-pulsional a ese funcionamiento que, en el extremo de las cosas, pretende apoderarse del cuerpo del sujeto y convertirlo en una pieza que se enganche de manera perfecta a su dispositivo de reproducción de lo mismo. La paranoia nos muestra el movimiento contrario: es el intento de acople a la máquina, a través de la producción delirante. A propósito del caso Schreber, resultaría interesante realizar un análisis desde esta perspectiva, con el propósito de esclarecer cuál es ahí la posición del sujeto frente a la máquina cultural.
Contacto
dalupsi@yahoo.com.ar