Inmaculada Jauregui Balenciaga
Doctora en psicología clínica e investigación. Máster en psicoeducación y terapia breve estratégica
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Resumen
La psicopatología social desde sus comienzos ha relacionado civilización con patología. Y actualmente son las patologías narcisistas las que mejor describen el malestar .La prostitución es planteada como una patología del capitalismo neoliberal; una cultura psicópata basada fundamentalmente en la cosificación –mercantilización– , y una violencia impune cimentada sobre relaciones de (abuso de) poder, para satisfacer una serie de necesidades a una parte de la población –masculina–. El capitalismo no es sino la extensión del patriarcado más allá de la familia, siendo el modelo de explotación y esclavismo capitalista, la explotación de la mujer por el hombre. El capitalismo así se erige como heredero de los valores patológicos patriarcales, valores en cuanto a su contenido que casan con rasgos psicópatas y perversos. En la mente patriarcal se encuentra la raíz del mal de nuestra civilización. Los patriarcados contemporáneos aplican la lógica económica a las relaciones de género, de tal manera que la prostitución representa una forma más de esclavitud (sexual) femenina, está estrechamente imbricada con la criminalidad, al límite entre la economía legal e ilegal. La socialización moderna supone la banalización del mal, es decir, la enculturación de la sociedad en la barbarie a través fundamentalmente de la economía y la legalidad.
Summary
Social psychopathology since its inception has linked civilization with pathology. And now it is the narcissistic pathologies that best describe the malaise. Prostitution is posed as a pathology of neoliberal capitalism; a psychopathic culture based fundamentally on reification – commodification – and unpunished violence based on relations of (abuse of) power, to satisfy a series of needs of a part of the population – masculine –. Capitalism is but the extension of patriarchy beyond the family, being the model of exploitation and capitalist slavery, the exploitation of women by men. Capitalism thus stands as the inheritor of patriarchal pathological values, values in terms of their content that marry psychopathic and perverse traits. In the patriarchal mind is the root of the evil of our civilization. Contemporary patriarchates apply economic logic to gender relations, in such a way that prostitution represents one more form of female (sexual) slavery, it is closely intertwined with criminality, the limit between the legal and illegal economy. The modern socialization supposes the trivialization of the evil, that is to say, the inculturation of the society in the barbarism through fundamentally of the economy and the legality.
Sociedad enferma o maldad
Somos ya unos cuantos autores que afirmamos que la sociedad está enferma. Pero, ¿enferma de qué? ¿qué le pasa? ¿cuál es el diagnóstico? Bastantes autores hablan de sociedad y narcisismo, la cultura del narcisismo, el vacío (Lowen, 2000, Lasch, 1991, Lipovetsky, 1993). Al respecto, «Pocas dudas puede suscitar la idea de que nuestra sociedad cultiva el narcisismo de un modo desaforado» (Garrido, 2000, p. 92). Y dentro de este registro patológico, la psicopatía parece ser el espécimen que mejor se adapta a nuestros tiempos. Así «Alan Harrington escribió en 1972 en su libro Psicópatas que lo que “anteriormente se diagnosticaba como una enfermedad mental se ha convertido en el espíritu de nuestro tiempo”» (Ibid, p. 85). Y es que cada vez más autores especialistas en el tema coinciden en afirmar que «la sociedad se está volviendo más psicopática» (Pinker en Dutton, 2018, p. 152). Clive R. Boddy «afirma que son los psicópatas, sencillamente, los que se encuentran en el origen de todos los problemas. Los psicópatas (…) se aprovechan de “la naturaleza relativamente caótica de las empresas modernas”» (Dutton, 2018, p. 156). Robert Hare (2003) dirá que «nuestra sociedad se está moviendo en la dirección de permitir, reforzar e incluso valorar algunos de los rasgos patológicos enumerados en el Psychopathy Checklist –rasgos como la impulsividad, la irresponsabilidad, la falta de remordimientos, etc.– (…). Una “sociedad camuflada”, donde los verdaderos psicópatas se pueden ocultar muy bien» (pp. 230-231). Es conocido el hecho de que «para mantenerse como tal y reproducirse, cada marco social requiere de un modelo de sujeto que lo posibilite, para lo cual todas sus instituciones buscan tal construcción» (Guinsberg, 1994, p.23).
Cuando leemos sobre las características de la persona psicópata, los criterios diagnósticos, sobre todo aquellas que hablan de falta de interiorización de normas y leyes, ausencia de remordimiento y culpa, resulta harto difícil no reparar en el funcionamiento político y económico de nuestras sociedades. Cuando leemos que las leyes y normas no van con estas personas, no podemos dejar de pensar en el funcionamiento político de las «democracias» actuales. Cuando leemos que en las personas psicópatas, domina una lógica perversa e instrumental, no podemos por menos de pensar en el funcionamiento de grandes empresas y corporaciones. Cuando leemos que las personas no les importamos en absoluto, pues sólo nos ven como meros objetos o instrumentos para conseguir sus fines (Piñuel, 2008), no podemos dejar de pensar en la lógica subyacente del capitalismo. El ser humano no importa al capital. El dinero no tiene ética ni moral. Quien dice dinero, dice negocios, dice empresas, dice corrupción, dice política, dice especulación, pero dice sobre todo de aquellas personas que están detrás de este tipo de mercadeo: los psicópatas. De la misma manera que la ley dice que el no conocerla, no exime de cumplirla, el hecho de no saber que una persona se comporta como psicópata no exime de serlo.
Ahora bien, el capitalismo no es sino la extensión del patriarcado más allá de la familia hacia lo político y económico (Naranjo, 2018). El modelo de explotación y esclavismo capitalista se basa en la explotación de la mujer por el hombre, su domesticación, su esclavitud doméstica y reproductora. El capitalismo es heredero de los valores patriarcales; en ellos se encuentra la raíz del mal (Ibid). En la mente patriarcal está la raíz del mal de nuestra civilización.
No obstante, el mal tiene un nombre y un diagnóstico: psicopatía. Esta anomalía –situada en el registro narcisista– es muy «particular». La primera y más importante particularidad es que no es posible comportarse como si lo fuera, sino que es una forma de ser y de estar en el mundo (Marietán, 2008). Representa a un porcentaje de la población, dicen que alrededor del 3 ó 4% de la población. Se trata, al parecer, de una patología innata, no adquirida. No obstante, algunos autores también afirman que es posible actuar y transformarse en una persona psicópata (Piñuel, 2008). Si vivimos inmersos en valores psicópatas, si estamos gobernados por psicópatas, si trabajamos con (y para) psicópatas, aumentamos considerablemente la posibilidad de convertirnos en psicópatas, pues el medio de socialización es fundamentalmente psicopático. Resulta imposible estar sano en un medio enfermo. La comprensión a esta cuestión nos la da claramente Iñaqui Piñuel (Ibid): vivimos en una sociedad cuyos valores favorecen el desarrollo de todo un narcisismo social. Las principales instituciones educativas y socializantes resultan altamente tóxicas porque estas van progresivamente socializándonos en estos valores basados en la carencia de una internalización de las normas éticas o morales. Dada la evolución social, cultural, política y económica, la autora Inmaculada Jauregui (2008), se plantea una especie de institucionalización de la psicopatía, que coincide con su desclasificación diagnóstica. En definitiva, estamos siendo enculturados en normas y valores psicópatas: «en una sociedad psicopática, el narcisismo social dominante hace, además, el resto, inoculando desde pequeños a los niños la necesidad de éxito, de apariencia y de notoriedad social. el virus del narcisismo social les conduce a la rivalidad, la competitividad, la envidia y el resentimiento contra los demás. tal es el despropósito educativo que nos invade y explica por qué muchos de estos niños, al hacerse mayores, se convierten en depredadores en organizaciones en las que recalan como trabajadores» (Piñuel, 2008: 77). Este autor va más lejos, comprendiendo las bases y los mecanismos psicológicos por los cuales ciertas organizaciones pueden transformar a buenas personas en psicópatas. Finalmente, el autor aclara cómo una estructura económica sacrificial como la de las sociedades occidentales, produce una anestesia moral; una dimisión ética interior que conduce directamente al desarrollo de la psicopatía. Jauregui (2008) nos dirá que la psicopatía parece ser una patología consustancial a la modernidad, a modo de pandemia, profundamente ligada a los «valores» económicos, que va filtrándose en la cultura, convirtiéndose en el modelo de éxito y de poder a imitar, socavando así las estructuras sociales y políticas y, devaluando la democracia. «Un hombre diferente sería disfuncional para las necesidades de la misma» (Guinsberg, 1994, p. 23).
Más allá del diagnóstico psiquiátrico, extinto desde 1964, la psicopatía emerge como un problema social en expansión, caracterizado por una crueldad hacia lo humano, fruto no sólo de una constante trasgresión de las normas, sino de una perversión de la ley en beneficio propio. Esta pandemia, generadora de una violencia sin precedentes, se ha notablemente generado con el espíritu protestante del capitalismo y su ulterior desarrollo, es decir, la religión ha sido sustituida por la economía, convirtiéndose esta en la nueva y postmoderna laica religión. No obstante, tal y como nos lo ilustra Piñuel (2008), gracias a la religión sacrificial de la economía, cuyo dogma sagrado es la racionalidad instrumental, cualquier persona normal puede perfectamente convertirse en una persona psicópata sin necesidad de que intervenga su genética. Basta con unos cuantos mecanismos de defensa y la socialización en una organización tóxica, que actualmente son muy numerosas.
Apuntes de historia de una cierta psicopatología social
Sigmund Freud (1981), médico, fue el primer autor que relacionó civilización con patología. Habló de un malestar cultural como precio al progreso. El sacrificio de la vida instintiva y la espontaneidad, ha supuesto el desarrollo de una moral y una ética cultural, en donde se halla la conciencia.
Karen Horney (1984), psicóloga y psicoanalista, coetánea de Freud, habló de la personalidad neurótica de nuestro tiempo. Una estrategia defensiva para hacer frente al medio generador de angustia. Esta autora señala «la gran importancia de las condiciones culturales en la neurosis» (p. 10). Cuestiona el concepto de «lo normal», el cual es variable no solo entre las diferentes culturas, sino también a través del tiempo. En todas las formas neuróticas, hay un común denominador «producto de las dificultades que reinan en nuestro tiempo y nuestra cultura» (p. 33).
Erich Fromm (2008), psicólogo, en su obra «Psicoanálisis de la sociedad contemporánea» apunta de manera más fina, planteándose la normalidad como patología así como el estado enfermo de toda una sociedad. Enfermedad estrechamente vinculada al capitalismo cuya forma de individuo medio resulta ser el individuo enajenado, alienado. Un sujeto extraño a sí mismo. Este estado de enajenación impregna todas las relaciones y la manera de hacer del ser humano, generando fenómenos imprevisibles como el nazismo, el racismo, el holocausto… y el capitalismo. En esta mismo línea, Hannah Arendt (1998), filósofa, acuñará el término de «banalidad del mal», en su análisis sobre el origen del totalitarismo. Esta expresión designa la manera de actuar de ciertos individuos que se comportan según las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexión sobre estos actos, es decir, sin conciencia. Por ello, son capaces de cometer las mayores barbaridades. La maldad forma parte de la condición humana. Pero su banalización está estrechamente relacionada con el propio sistema. Al respecto, Robert Hare titula así uno de sus libros «Sin conciencia» para describir sintéticamente la esencia de la psicopatía.
Alexander Lowen (2000), médico y psicoterapeuta, habla del narcisismo como la enfermedad de nuestro tiempo. Plantea el narcisismo como una enfermedad tanto psicológica como cultural. A nivel cultural, el autor habla de una pérdida de valores humanos, ausencia de interés por el entorno, por la calidad de vida, por las demás personas. Una sociedad que sacrifica su medio natural para obtener dinero y poder, insensible a las necesidades humanas. El progreso se mide por lo material y las relaciones existen por oposición. El narcisismo individual corre paralelo al cultural. Este autor explica que la neurosis de los primeros tiempos caracterizada por los sentimientos de culpa, las ansiedades, las fobias y obsesiones, está siendo desplazada por la depresión, la frialdad emocional, el vacío interior, la falta de humanidad y de valores, la falta de realismo. Hay algo de locura e irrealidad en el individuo y en la cultura que destroza la naturaleza para progresar. Al respecto, «Pocas dudas puede suscitar la idea de que nuestra sociedad cultiva el narcisismo de un modo desaforado» (Garrido, 2000, p. 92).
La filosofía y la sociología parecen tomar el relevo de la medicina, psicoanálisis y psicología en cuanto al análisis de la sociedad y la cultura, emergiendo obras como «La era del vacío» de Gilles Lipovetsky, «La cultura del narcisismo» de Christopher Lasch, Richard Sennet «Narcisismo y cultura moderna». Tenemos también a Zigmundt Bauman, sociólogo y filósofo, que hablará de lo líquido y lo efímero. Analiza la modernidad en base a la vida de consumo. Algún periodista como Vicente Verdú (2009) osará analizar la sociedad: hablará del capitalismo funeral y de ficción, del yo y el tú como objetos de lujo. Más recientemente también tenemos a Eduardo Subirats (2006), filosofo, en cuya obra «Violencia y civilización» hablará de involución social bajo crecientes formas autoritarias de dominación. Abordará el fenómeno de la aniquilación en tanto que espectáculo. Guy Debord (1999), filósofo, hablará de la sociedad del espectáculo dividida en una minoría perversa que domina el mundo a través de la desinformación y las personas ingenuas que la aceptan. ¿Qué es la sociedad del espectáculo? «el dominio autocrático de la economía mercantil que había alcanzado un status de soberanía irresponsable y el conjunto de las nuevas técnicas de gobierno que acompañan ese dominio» (Ibid, p. 14). ¿Cuáles son estas técnicas?: «convertir en mundo la falsificación y hacer la falsificación del mundo» (Ibid, p. 21); «hacer desaparecer el conocimiento histórico en general» (Ibid, p. 25); haber «eliminado los últimos vestigios de la autonomía científica» (pág. 51) y conseguido que «el secreto domine este mundo, y ante todo como secreto de la dominación» (Ibid, p. 72).
Otros autores en sociología como Anthony Giddens y Pierre Bourdieu, han reflexionado profundamente sobre la sociedad actual y su violencia simbólica y cultural. Johan Galtung (1989), sociólogo y matemático, uno de los mayores expertos del mundo en el tema de la violencia, la define con gran precisión, dejando claro su origen cultural; la violencia no es innata, no forma parte de la naturaleza humana. Distingue tres niveles de violencia: directa, estructural y cultural. La violencia estructural «está edificada dentro de la estructura y se manifiesta como un poder desigual y, consiguientemente, como oportunidades de vida distintas» (Galtung, 1969: p 37). En este sentido, formas de violencia estructural son la desigualdad de oportunidades, la discriminación sexual del trabajo, la explotación, la feminización de la pobreza, el desempleo masivo –especialmente entre las mujeres–, la diferencia salarial. Una estructura -social- violenta deja marca no sólo en el cuerpo humano sino también en la mente y en el espíritu. Por violencia cultural el autor quiere significar aquellos aspectos de la cultura, la esfera simbólica de nuestra existencia ejemplificada por la religión y la ideología, el lenguaje y el arte, la ciencia empírica y la ciencia formal, que puede ser usada para justificar o legitimar la violencia directa o estructural. En este sentido, la violencia cultural hace referencia a la permanencia de la violencia por su legitimación y su justificación. Este autor afirma que la violencia contra las mujeres es una estructura de poder que se llama patriarcado.
Michel Foucault, filósofo, y Tomas Szasz, psiquiatra, entre otros, analizan las estructuras del poder y la ideología. El poder conforma toda relación sobre la asimetría entre la autoridad y la obediencia. Se trata de estrategias que actúan siguiendo mecanismos de represión e ideología. La ideología sería entendida como una mentira disfrazada de verdad, todo un aparato ideático mitómano para controlar un orden basado en la dominación. No obstante, hay algo de delirante en la ideología, de tal manera que se puede avanzar un común denominador entre ideología y esquizofrenia: una estructura mental que permite fabular una falsa conciencia. El poder, con ayuda ideológica, produce lo real, que no es otra cosa que la obediencia servil, llamado normal.
Se desarrollará la psicología social y política con el estudio de la maldad y la obediencia, entre otros temas. Experimentos como el de Stanford con Zimbardo (1973) o el de Milgram (1963, 1974) sobre la obediencia, ponen en evidencia la maldad en gente corriente y vulgar. Se estudiarán temas como la violencia de grupo, el genocidio. Más recientemente con la neuroética, se estudia la moral (o la ausencia de esta) y su desarrollo.
Estos y otros muchos autores de casi todas las ramas de la ciencia, describen el funcionamiento de la sociedad, un funcionamiento cruel, narcisista, perverso, inhumano, dominante, autoritario, centrado fundamentalmente en el capitalismo. Todas estas líneas de investigación, además de converger, ahondan en la violencia pura como un estado permanente, haciendo desaparecer la política y los estados. Y para ello, se desarrolla todo un sistema perverso de legitimación de esta dominación: la «democracia». Y eso es en definitiva el capitalismo. Todos estos autores, de manera explícita o implícita, hablan de patología cultural y social, cimentada en la violencia y la ideología como forma de legitimación. Una patología inscrita en el registro narcisista. Desde un punto de vista clínico, todas estas descripciones apuntan a una manera de hacer que corresponde a una categoría diagnóstica: la psicopatía. En este sentido, resulta lícito etiquetar al capitalismo y a nuestra civilización de psicópata. Efectivamente, para algunos autores se trata de «una sociedad psicopática» (Garrido, 2000, p. 12), no ya solo por el accionar de estas personas psicópatas, sino como «resultado del comportamiento de personas que, sin desarrollar plenamente esa condición, han adoptado formas psicopáticas de relación con los demás» (Ibid, p. 13). Lo que Hanna Arendt bautizó como banalidad del mal.
Claudio Naranjo (2018), psiquiatra, nos dirá que la estructura central que comparten todas las civilizaciones es el patriarcado. En este espíritu, en esta mentalidad, en esta mente, se halla el mal fundamental de esta civilización. La civilización es la sociedad patriarcal y la historia de la civilización y del patriarcado es en realidad la historia de la brutalidad, de la barbarie enmascarada en el ideal del héroe. Figura que comparte algunos rasgos con la psicopatía. De hecho a quienes afirman que «existe una línea muy fina (…) entre el héroe y el psicópata» (Dutton, 2013, p. 137). La barbarie occidental nos es desconocida porque se oculta bajo nobles ideales. Este autor expone más precisamente la tesis de que el mal de la civilización es la mente patriarcal. Afirma que la raíz ignorada de los males del mundo y del alma está en el patriarcado. En este sentido, la civilización, lejos de haber significado un triunfo en la evolución de la humanidad, constituye fundamentalmente la causa de los problemas colectivos e individuales, idea que ya en su día apuntaron autores como Rousseau, Nietzsche, la escuela de Frankfurt y el Club de Roma. La sociedad de hoy destruye la naturaleza, la cultura, las personas, los valores. El contrato social está roto.
Pero ¿qué es el patriarcado? ¿de qué hablamos cuando hablamos de mente patriarcal? Se trata de un conjunto de fenómenos íntimamente relacionados entre sí. Uno de los principales es la subordinación a una autoridad patriarcal. Una autoridad que además de violenta, implica una desvalorización, subordinación y explotación de la mujer (y de su prole). El fenómeno patriarcal es un complejo compuesto de una autoridad violenta que se concreta en una desvalorización del cuidado y del bien común (solidaridad), en una criminalización de lo instintivo, así como en una desconexión de la intuición (Naranjo, 2010). Destaca una aniquilación lenta y progresiva de lo femenino, tal y como se ha definido e instituido en este paradigma y de todo lo que el mundo femenino implica, según este particular paradigma. Se trata de un «chauvinismo masculino» que afecta a todas las personas en general porque se subordina el cuidado, el amor, la solidaridad y el cultivo (cultura) a la explotación, la competencia y el individualismo, valores que constituyen el trasfondo de nuestras sociedades y del despotismo económico. Como afirma Kali Halloway en su artículo, «La masculinidad patriarcal está matando a los hombres», la construcción tanto de lo masculino como de lo femenino resulta destructivo, generando traumas, disociaciones, adicciones, depresiones. En definitiva, provocando una muerte espiritual. Y estos efectos empeoran cuando conciernen al género, la clase social o la raza entre otros factores de discriminación.
Si el ser humano es un ser fundamental y naturalmente social, los problemas individuales como tales, en realidad constituyen malestares sociales y culturales. En otras palabras, podríamos decir que la mente patriarcal describe una condición cultural, política y social de lo humano, profundamente interiorizada, de tal manera que «… la mente patriarcal subyace a las patologías individuales» (Naranjo, 2018, p. 34). Se trata de un proceso complejo que conlleva una pérdida de contacto con lo instintivo, con la naturaleza humana, con el potencial humano y con el autoconocimiento. El principal instinto natural perdido es el de la ayuda mutua (Kropotkin, 1920), un instinto amoroso, en el sentido de relacional, solidario y afectivo, que nos ha permitido sobrevivir como especie. Un factor evolutivo que obedece a las leyes de la naturaleza relacionado con la sociabilidad.
Una mente disociada tiende a disociarlo todo. La disociación se concreta en una variedad de experiencias que van desde un distanciamiento leve del entorno o de ciertos estímulos, hasta distanciamientos graves como la separación de la experiencia física y emocional. Es un mecanismo de defensa mental que aleja de la realidad. A través de este mecanismo la mente pretende controlar. Desde el punto de vista psicoanalítico, la disociación consiste en escindir, separar, elementos disruptivos para el yo del resto de la psique. Así, el sujeto convive con fuertes incongruencias sin que tome conciencia de ello. En el caso del patriarcado, este se disocia de todo lo femenino, quedando solo lo masculino. La disociación siempre es desvalorizante puesto que la ambivalencia de las cosas de la vida es dividida, separada, de forma maniquea, convirtiendo a lo disociado en distinto, en demonio a expulsar y por lo tanto, siendo proyectado hacia fuera y convertido en enemigo contra el que luchar. El psiquiatra suizo Eugen Bleuler (Novella y Huertas, 2010) a esta incapacidad de integrar existencialmente la ambivalencia que existe en el mundo real, lo bautizó como ambivalencia esquizofrénica. Este tipo de pensamiento maniqueo, disociado, es característico del egocentrismo, ya sea este individual (androcentrismo) o colectivo (etnocentrismo). Un mecanismo patológico esquizoide fruto de la imposibilidad de integrar los «opuestos». La diferencia es vivenciada como amenazadora y como tal, será convertida en opuesta y proyectada hacia fuera, en forma de demonio o enemigo. Para el sociólogo y filósofo húngaro Joseph Gabel (1962) esta forma disociada de pensamiento caracteriza a la ideología. Se trata de una disociación de tipo esquizoide, pero racionalizada; un racionalismo patológico. La ideología, continua el autor, desvaloriza la parte disociada por cosificación o reificación. Y esta cosificación sería el denominador común con la esquizofrenia. Este pensamiento concreto utiliza una lógica arcaica desde un punto de vista del desarrollo. Es decir, que el pensamiento ideológico sería de tipo regresivo; la vuelta a un pensamiento primitivo, más simple, con un componente emocional fuertemente maniqueo, conduciendo a la demonización del contrario, a explicar toda la historia simplificándola; en el caso, por ejemplo, de la ideología nazi, como una lucha entre razas, y en el caso del comunismo como una lucha entre clases. En la ideología, la historia no es temporal, no ha sido vivida sino soñada, delirada, inventada, mitificada. Se trata de un pensamiento encapsulado, enrocado en sí mismo, un bucle, y como tal ajeno, alienado, extraño a la realidad y por lo tanto, inaprehensible a la experiencia. Esta dualidad disociada de manera esquizoide y eyectada al exterior se ve claramente en la ideología patriarcal. Una ideología (con)fabulada en una división (a)histórica de géneros, supuestamente natural y biológica, en la que aparece un género no solamente opuesto a otro, sino disociado, demonizado; enemigo genérico –la mujer– contra el que luchar y a dominar. En esta ideología patriarcal, se plantea la supremacía masculina, se disocia lo femenino de lo masculino en una incapacidad para integrar las diferencias, se cosifica lo disociado, lo femenino, y se le convierte en enemigo a dominar, controlar, por fuerza. De la demonización a la violencia y a su liquidación no hay más que un solo paso.
En este sentido, la ideología (y práctica) neoliberal, forma extensa y extensiva de la ideología patriarcal cuyo objeto principal es la cosificación de la otredad, convierte a todos los seres humanos en cosas; personas robotizadas que buscan compensar su empobrecimiento o vacío a través de todo tipo de pasiones, adicciones. La adicción es una de las muchas formas que toma la patología de la gente normal dentro del capitalismo. En este escenario, lo normal, en tanto que norma, constituye la patología de la normalidad (Fromm 2008) o normopatia (McDougall, 1978 y 1989). Formas de patología de la normalidad que se concretan en la sumisión, la conformidad, la obediencia y los convencionalismos (Pavon-Cuéllar, 2018). La anormalidad de la norma está en hacer lo normal, lo que se espera; en adaptarse a la situación y cumplir su rol (Zimbardo, 1973), en obedecer (Milgram, 1963), en conformarse al grupo (Ash, 1956 y Sherif, 1936). Así se ha ido formando y conformando no solamente una modalidad en el ejercicio y la práctica de la autoridad, conocido como autoritarismo, sino una personalidad autoritaria, un espécimen antropológico, convertido en norma. La normopatia patriarcal significa que la dominación masculina sobre lo femenino, basado en una arbitrariedad cultural (Bourdieu y Passeron, 1981), es decir que no puede deducirse de ningún principio universal ni tienen una relación con la naturaleza humana, se ha aceptado como normal, implementándose así la violencia en todas sus expresiones para conformar este orden patológico.
La ideología neoliberal, se trata de una patología social cuya raíz se hunde en el patriarcado, una mente patriarcal subyacente todas las civilizaciones desde el neolítico. Empezó por el dominio masculino en la familia y éste se ha transferido de la vida familiar a la vida política y de esta a la económica, particularmente con los valores que han inspirado el liderazgo masculino fundamentado en el espíritu guerrero –hoy depredador– de competencia y conquista. En definitiva, una androcracia sustentada en un «chauvinismo masculino» –machismo– que ha desvalorizado, limitado, desempoderado y explotado a la mujer desde una violencia autoritaria o autoridad violenta. Así pues del despotismo familiar se ha pasado al despotismo político y económico. El sometimiento de la mujer en la familia es el precedente de todos los posteriores sometimientos, esclavitud y desigualdades (Naranjo, 2010). La violencia de esta primigenia apropiación, que empezó siendo directa, se ha, además, transformado en estructural y cultural. Las relaciones de propiedad son incompatibles con relaciones intersubjetivas yo-tu, porque las relaciones de propiedad son relaciones cosificadas. A las posesiones se las deshumaniza. No olvidemos que la mujer fue –y aún hoy– primigeniamente tratada como esclava doméstica. «Esta relación-objeto respecto a la naturaleza, extractiva, no recíproca y explotadora, establecida primeramente entre hombre y mujer y entre hombre y naturaleza, se ha mantenido como modelo para todo el resto de los modelos patriarcales de producción incluyendo el capitalismo, que la ha desarrollado en su forma más sofisticada y generalizada» (Mies, 2019, p. 148)
A nivel intrapsíquico, esta doble apropiación de mujeres y prole, supone una doble inhibición disociativa: todo lo relacionado con el amor y las relaciones humanas: empatía, solidaridad, bien común, y otra, sobre todo lo instintivo, lo intuitivo, lo creativo, lo artístico, lo «inútil». En definitiva, disociada del amor y aplastando la libertad.
Desde un punto de vista neurocientífico, si el cerebro humano se compone de tres partes: reptiliano o instintivo (que se ocupa del 30% del comportamiento humano), emocional límbico mamífero o afectivo o relacional (que se ocupa del 60% del comportamiento humano) y el neocortex, el cognitivo, el más reciente en la evolución, que solo se ocupa del 10% de los comportamientos humanos, podemos decir que la mente patriarcal, elimina (o lo intenta) lo relativo a lo relacional y lo instintivo, quedándose solo con lo racional. El resultado es que la eliminación de lo «irracional» genera paradójicamente una razón irracional que es fundamentalmente violenta y depredadora. El resultado de esta razón idiota es la barbarie. La sobreracionalización nos ha hecho irracionales. La mente patriarcal empobrece el psiquismo humano porque nos disocia de la parte humana y la parte animal del ser humano. Y de la misma manera que el desarrollo de la neurosis viene de nuestra necesidad de adaptarnos a situaciones traumáticas vividas en la infancia, la civilización con sus valores psicópatas parece ser la respuesta adaptativa al trauma del final de la abundancia en el neolítico, que obligó a los hombres a volverse rapaces y bárbaros. La mente patriarcal, la mente de las mayorías dirigidas por unas minorías psicópatas es lo que algunos autores como Christophe Dejours (1998) han llamado normosis o normopatía, es decir, la psicopatía elevada al rango de normalidad, en tanto que norma. Todos los problemas que afectan a la humanidad derivan de esta degradación ética y de conciencia, así como de los intentos de compensar el desequilibrio generado.
La mente patriarcal es más que el conjunto de mentes individuales, es más que una manera de ser aberrante; es mas que una autoridad violenta, desamor o deshumanización, domesticación de la naturaleza humana desconexión o disociación con otras partes del ser humano. Es un fenómeno cultural porque dicha mentalidad se reproduce a través de las generaciones. Todas las instituciones políticas, sociales y culturales se encargan de reproducir esta mente, esta ideología.
Ahora bien, esta ideología disociada no es inconsciente sino consciente, es decir, las personas saben que hacen mal –por eso se oculta– pero lo siguen haciendo. Es lo que se llama encapsulamiento, uno de los criterios diagnósticos de perversión. Y para seguir actuando, se debe legitimar, justificar, explicar, estas acciones. Se debe desarrollar una serie de mecanismos de defensa que produzcan una ceguera ética, para lo cual a su vez, se debe crear toda una serie de instituciones que produzcan y reproduzcan este orden de cosas. Y por eso, esta ideología –para quienes la profesan– debe desaparecer como ideología y ser naturalizada. Es así porque es (y debe ser) naturalmente así. Se trata de invisibilizar la fabricación humana del patriarcado y de la economía neoliberal por extensión. En este sentido, la sociedad queda estructurada por una pequeña minoría que planifica y organiza para que las cosas sigan como están. Estructuras englobadas dentro de las patologías narcisistas. Una población, de manera globalizada, enculturada en valores psicópatas que promueve, gracias a mecanismos de defensa como la disonancia cognitiva, entre otros y una minoría disidente que será aniquilada de una manera bárbara o civilizada, dependiendo de en qué área geográfica nos encontremos.
Pero también nos encontraremos con la perversión que |1] en su sentido más amplio se refiere al funcionamiento comportamental según la máxima del goce y su satisfacción a cualquier precio, es decir, que el yo de la persona perversa no se opone a la modalidad anormal de satisfacción. En este sentido, psicopatía y perversión, no siendo conceptos equivalentes se solapan, se imbrican y retroalimentan, como es el caso de las ideologías patriarcal y neoliberal, condensadas en la prostitución.
Perversión
Para comenzar diremos que la perversión, en sentido etimológico, es una versión exagerada o hiperbólica de algo. Esta exageración altera o trastorna el estado o significado de las cosas hasta el punto de invertirlos. La perversión, sin ser una categoría diagnóstica, incluye una serie de síntomas, para algunos, mecanismos mentales, que operan bajo el principio de la no contradicción o «significaciones opuestas que conviven sin excluirse» (Talavera, 2017, p. 362). En este sentido, se trata mas bien de una estructura cognitiva emotiva lingüística o «figura discursiva (…) una construcción del lenguaje» (Ibid), conformada por mecanismos intrapsíquicos de desplazamiento y condensación como la denegación o repudio: «se que está mal, pero lo hago». La perversión pone por encima de todo el principio del placer, independientemente de si se puede hacer o no. Es un sistema de pensamiento que no admite límite para el deseo. Lo perverso es la satisfacción del deseo por encima de todo.
La perversión, circunscrita «erróneamente» al ámbito sexual, ha sido «dulcificada», «edulcorada», bautizándola como parafilia, esto es, «La excitación por la respuesta a objetos y situaciones sexuales que no forman parte de los patrones normativos de excitación-actividad y que en diversos grados pueden interferir en la capacidad para una actividad sexual basada en la reciprocidad y en el afecto» (Welldon, 2014, p. 76). La condición perversa de la sexualidad está en la objetivización, es decir, la utilización de la otra persona no como individuo, sino como un medio para un fin. La otra persona es percibida como objeto, la menos parcial. Stoller menciona el odio erótico, es decir que «en el centro del acto perverso se halla el deseo de herir a otros» (Stoller en Welldon, 2014, p. 75).
A continuación, se expondrán y desarrollarán una serie de rasgos psicodinámicos y fenomenológicos que describen específicamente la perversión. Welldon (Ibid) nos dirá que para una valoración diagnóstica certera, «al menos cuatro de estas características deberían estar presentes:» (p. 81).
1) Encapsulamiento; una especie de «disociación consciente» puesto que la persona sabe que está haciendo mal o daño y sigue haciéndolo pero de manera oculta.
2) Compulsión a la repetición: es la repetición del acto por necesidad imperiosa, irrefrenable o incontrolable.
3) Participación del cuerpo: tiene que haber conducta perversa, no solo pensamiento o fantasía.
4) Relación de objeto parcial: Solo interesa el objeto parcial, no el total. Solo interesan trozos del cuerpo o el cuerpo, no la persona.
5) Interferencia emocional: es mezclar el odio en el amor. No se hace el amor, se hace el odio.
6) Deshumanización del objeto: cosificarlo. Quitarle su condición humana y cultural, acercándolo al mundo animal y objetal.
7) Sexualización. Fenómeno que ocurre cuando los valores de una persona están directamente relacionados con su atracción y conducta sexual, dejando de lado otras características personales, es decir, la persona siente que vale a los ojos de los demás sólo por sus atributos físicos y por su capacidad de atraer sexualmente a otros.
8) El significado simbólico escapa a la conciencia. La persona puede ser consciente de su compulsión pero no saber porqué o para qué o el origen.
9) Inscripción fija: La rigidez cognitiva autoritaria de que “las cosas tienen que ser así y solo así”, siempre igual. Nada debe cambiar. Siempre ha sido así y siempre seguirá así. Ejemplos de este tipo de “ideas fijas” son los delirios y las obsesiones.
10) Hostilidad: Es la agresividad y violencia. Un tipo de hostilidad inconsciente porque no sabe a quién odia y de quién se quiere vengar. Esta hostilidad incluye la humillación.
11) Temores extremos a sentirse atrapado o invadido.
12) Necesidad de tener el control total.
13) Engaño con el matiz de vivir como si fuese otro, la filosofía del impostor. Un falso yo, un yo disfrazado.
14) La habitual separación entre los asuntos de la vida pública y la privada aparece mezclados en forma de escándalos.
15) Correr riesgos. Irresistible atracción hacia situaciones de riesgo que ponen en peligro vidas.
16) Incapacidad para el duelo.
17) Defensa maniaca contra la depresión» (Welldon, 2014, pp. 81-83).
Todos estos rasgos se evidencian perfectamente en la mente patriarcal, así como en una de sus instituciones, la prostitución. Veamos cómo.
El pensamiento encapsulado en la prostitución se evidencia en la división de la mujer en puta, mala y virgen, buena. Esta visión encapsulada, tiene que ver con la propia concepción masculina en sí misma ya disociada. Gran parte de la carencia masculina de habilidades sociales es consecuencia directa de esta disociación con el cuerpo, con las emociones, con la expresión afectiva, asociado todo ello a la feminidad. Tengamos en cuenta que la identidad masculina se define por oposición y rechazo incluso, a la femenina. No debe haber ningún indicio de feminidad en la masculinidad. En este sentido, también es fundamental para el universo masculino desligar el sexo de cualquier vínculo emocional, para lo cual la prostitución es perfecta. La masculinidad patriarcal induce al odio de lo femenino. No solamente la falta de habilidades sociales o de inteligencia emocional, sino el alejamiento del mundo femenino hace que los hombres desconozcan a las mujeres, lo que les llevará al miedo y al rechazo, cuando no al odio. De ahí, la asociación ideológica de la mujer a lo demoníaco, la brujería. La inquisición como feminicidio representa un ejemplo de ello. Pero en general, son muchos los hombres que perciben en la mujer una amenaza, un ataque a su virilidad. Y por extension, la igualdad es percibida como una amenaza ya que, al identificarse con valores masculinos, si desaparecen estos, desaparecen ellos como hombres. De ahí, la crisis de identidad masculina. Y de ahí, gran parte de la violencia de género, como reacción defensiva a su proyectada aniquilación. En la prostitución, la mujer es objetivizada y representa un medio para un fin: la adquisición identitaria.
En lo referente a la compulsión a la repetición, debemos entender que la prostitución plantea la sexualidad masculina como una necesidad imperiosa que debe ser satisfecha. La sexualidad masculina es planteada como un derecho, una exigencia inmediata. «Dichos mitos implican que un hombre, si se le provoca, no puede resistirse y tiene que agredir a la mujer. Lo que quiere decir que su deseo sexual o como la mayor parte de la gente lo define, su instinto sexual, necesita de una satisfacción inmediata» (Mies, 2019, p. 302). Todo hombre debe tener acceso al cuerpo de una mujer. Y este acceso debe ser compulsivamente repetido dentro o fuera de la prostitución. Por supuesto, el paradigma de la compulsión al sexo, lo tenemos en la adicción al sexo, fundamentalmente masculina. Y en la pornografía.
En cuanto a los criterios de participación del cuerpo, relación de objeto parcial y deshumanización del objeto, decir, que en la prostitución no interesa la mujer en tanto que sujeto libre y sexuado. Interesa solamente el cuerpo de la mujer. Pero, en muchos casos, tampoco el cuerpo globalizado, sino solo partes de este. A veces incluso, solo los agujeros. No basta la fantasía masturbatoria.
Relativo al criterio de deshumanización y cosificación del objeto, en este caso, el cuerpo de la mujer, diremos que el mundo de la prostitución funciona de acuerdo a los valores simbólicos que el mundo social aplica a la mujer, es decir, desde una perspectiva masculina que otorga a los hombres y mujeres distintos significados. A la mujer, de objeto sexual. La cosificación también va en la equiparación de la mujer a una mercancía. Y la relación en general de la mujer a la economía, incluso cuando se la considera como una carga económica. O como cuando algunos prostituidores aducen utilizar la prostitución para ahorrarse el dinero de tener que salir y gastarlo para seducir y conquistar. Con la prostitución se ahorran, dicen. En otras palabas, las mujeres les salimos muy caras. Y a esa parte de la economía también se aduce en los divorcios. Muchos hombres, conciben la pensión alimentaria como un pago a la mujer, no a la descedencia. Muchos de ellos se escaquean de pagar y de reconocer que el desarrollo del bienestar económico de muchos hombres, se ha hecho a costa del sacrificio profesional y económico de las mujeres.
En cuanto al criterio de hostilidad, se ha establecido una relación entre prostitución y misoginia (Segato, 2010). Ese odio a la mujer y al mundo femenino que se expresa en su dominación, denigración, humillación y desvalorización de la cual, la prostitución es una de las múltiples formas de expresión. La hostilidad, agresividad y violencia se ponen de manifiesto de manera transversal en esta práctica, no solamente por el hecho de que la prostitución incluye muchísimas veces violencia directa, llegando incluso hasta el feminicidio. En esta violencia directa incluimos las violaciones, la trata, los abusos, los matrimonios «concertados», el maltrato, las humillaciones, las vejaciones, las amenazas, la intimidación. Además, la prostitución se enraíza en la violencia estructural, particularmente, económica, es decir, que la prostitución existe en gran medida porque se ha sometido a las mujeres a una desigualdad económica y a una pobreza, en muchos casos extrema. La violencia simbólica hacia la mujer en la prostitución se pone en evidencia en la concepción masculina que se tiene de servidumbre y esclavitud. Se sabe por algunos estudios sobre la motivación masculina en la prostitución, que dicha práctica es una estrategia de refuerzo de una masculinidad, esto es, una identidad ambigua y ambivalente, profundamente contradictoria, entre la dependencia –hacia la mujer– instrumental masculina y la independencia o dependencia contrafóbica afectivo-emocional (Ranea, 2012).
Aunque no se ha hallado perfiles socioeconómicos en los prostituidores, si se han hallado categorías discursivas, no necesariamente excluyentes (Gómez-Suárez y Verdugo-Matés, 2015). Varias de estas categorías hacen referencia a la interferencia emocional, a esa especie de ambivalencia amor-odio en la relación con las mujeres. Así, en muchos prostituidores existen dificultades de socialización con el otro sexo y con la gente en general. También hay una desconfianza en la mujer, un cierto temor que en algunos se exacerba en odio.
Sobre el control total, ni que decir tiene que el patriarcado ha designado un lugar y un espacio muy concreto para la mujer con el fin d controlarla. Lugares y espacios de los cuales la mujer no debe salir ni puede en muchísimos casos-, a saber hogar (matrimonio), calle o prostíbulo (prostitución), el ámbito privado o doméstico. En los casos en los que puede salirse, el precio a pagar es el castigo en sus múltiples formas.
La perversión en la masculinidad patriarcal, esa exageración o hiperbolización de las «cualidades masculinas», encuentra su máxima representación en el macho alfa. No obstante, la perversión masculina afecta igualmente a la mujer. Así, tenemos esa exageración hiperbólica de lo que debiera ser la mujer: joven, bella, seductora, sumisa, complaciente y dispuesta a aumentar el ego y autoestima masculina a través de su cuerpo y su actitud. O a la carta, como en la pornografía. El paradigma femenino de la sumisión se encuentra en la prostitución encarnado por la imposibilidad de decir no. La perversión masculina está también en que justamente la prostitución no es una cuestión sexual sino de dominación. Si la satisfacción sexual masculina fuera una necesidad imperiosa bastaría con la masturbación como práctica. La perversión de «lo femenino» también se encuentra en otra institución como el matrimonio, para el cual se pervirtió el significado del amor, de manera a seducir a la mujer, aumentando así su docilidad y sumisión. Pero este es otro menester.
En la psiquiatría clásica los conceptos de psicopatía y perversión significaban lo mismo. Hoy se dice que hay solapamiento en ambos conceptos. Si podemos considerar la psicopatía como una de las figuras de la perversidad actual. Y también que la perversión sexual está englobada como criterio diagnóstico en la psicopatía.
Característias de la psicopatía
Uno de los rasgos distintivos de la psicopatía es la cosificación que consiste en quitarle el rango de persona al otro, descalificarlo, minimizarlo hasta vivenciarlo como una cosa. La cosificación es quitar los atributos que hacen del otro una persona semejante (Marietán, 2008). Las demás personas para la persona psicópata son cosas a ser utilizadas para sus propósitos. Una de las maneras de quitar el rango de humano es deshumanizarlo y para ello, se le atribuye rasgos naturales, comunes a los animales; se les aleja de la cultura, es decir, se les despoja de rasgos específicamente humanos. Una cosificación con impunidad afectiva, es decir, sin costes afectivos. Hugo Marietán (Ibid) define la psicopatía como «una manera de ser con necesidades distintas y formas atípicas de satisfacerlas» (p. 98). No obstante, reconoce que se puede adoctrinar a personas comunes para lograr que cosifiquen a otros. Este proceso se da en las guerras, en las dictaduras, entre otros contextos.
El psicópata tiene un estilo propio, una manera de hacer repetitiva psicopática, un patrón singular de actuación. Veamos algunos de los rasgos descriptores más frecuentes:
«A. Satisfacción de necesidades distintas.
A.1. Uso particular de la libertad.
Al igual que un señor feudal, tiene derecho sobre sus siervos. Puede hacer lo que quiera porque “todo es posible”. Tener poderes hacer y tener impunidad.
A.1.a) Intolerancia a los impedimentos.
A.2. Creación de códigos propios.
A.2.a) Sorteo de las normas. Estas están para saltárselas. Son un obstáculo a las ambiciones. Se ajusta el comportamiento a su propia ley, determinando lo que está bien y lo que está mal.
A.2.b) Falta de remordimientos y de culpa.
A.2.c) Intolerancia a las frustraciones y reacciones de descompensación.
A.2.d) Defensa aloplástica: colocar la responsabilidad de los resultados desfavorables en los otros y en el entorno, para evitar las consecuencias y asumir su participación en ellos.
A.2.e) Autocastigo: estar sin comer todo el día.
A.3. Repetición de patrones conductuales.
A.3.a) Ritos y ceremonias.
A.3.b) Sello psicopático.
A.4. Necesidad de estímulos intensos.
A.4.a) Asunción de conductas riesgosas.
A.4.b) Tendencia al aburrimiento.
A.4.c) Escasos proyectos a largo plazo: viven el presente con desprecio del pasado e indiferencia hacia el futuro.
A.4.d) Uso de drogas.
A.4.e) Búsqueda de emociones intensas.
A.4.f) Satisfacción sexual perversa.
A.4.g) Aspecto lúdico: la persona psicópata es un apostador. Apuesta que “se saldrá con la suya”. Juega a “que no va a pasar nada”.
B. Cosificación.
B.1. Egocentrismo. Solo trabajan para sí.
B.1.a) Sobrevaloración. Hipervaloran su potencial para conseguir cosas, llegando hasta la megalomanía.
B.2. Empatía utilitaria. Habilidad para saber y captar las necesidades de los demás. No es una empatía emocional sino intelectual, cognitiva. Es una mirada en el interior de la cosa, el otro, para saber sus debilidades y obrar a partir de ellas manipulando.
B.3. Manipulación. Manejo de otra persona para que actúe de acuerdo a la voluntad de la persona psicópata. Para ello hay que captar y seducir.
B.3.a) Seducción.
B.3.b) Mentiras.
B.3.c) Actuación: como un actor, miente con el cuerpo.
B.3.d) Fascinación.
B.3.e) Coerción. El medio por antonomasia para ejercerla es la amenaza ya sea física o psicológica. Utilizan el miedo de las personas. Lo explotan hasta doblegar.
B.4. Parasitismo. Es vivir a costa de los demás. El otro es su medio de subsistencia.
B.5. Relaciones utilitarias.
Relaciones mercantilistas.
B.6. Insensibilidad.
B.6.a) Crueldad.
B.6.b) Tolerancia a situaciones de tensión.
C. Acto psicopático grave.
C.1. Tormenta psicopática.
C.1.a) Homicidio.
C.1.b) Masacre.
C.1.c) Violaciones y asesinatos en serie.
C.1. d) Otros actos asociales graves.
C.2. Perversiones sexuales.
C.2.a) Parafilias. Patrón de comportamiento sexual cuya fuente de placer son objetos, situaciones, actividades o sujetos «atípicos». Ejemplos: fetichismo, pedofilia, gerontofilia, exhibicionismo, frotismo, masoquismo, sadismo, voyeurismo, travestismo, necrofilia, zoofilia, hipnofilia, misofilia, urofilia, asfixiofilia, coprofilia, salirofilia, alorgasmia, autonepiofilia, corefalismo, cyesolagnia, morfofilia, xenofilia, etc.
C.2.b) Incesto» (Marietán, 2008, pp. 99-100).
Según las investigaciones, «la psicopatía se compone de dos tipos de constelaciones de rasgos (o dimensiones). La primera incluye el área emocional o interpersonal, es decir, todos aquellos atributos personales que hace que el sujeto psicópata se desentienda de su componente más básicamente humano» (Garrido, 2000, p. 34): la bondad, la compasión, la empatía, el amor, la capacidad de apego o de vinculación, la culpa, el remordimiento. Y «la segunda constelación de rasgos remite a un estilo de vida antisocial, agresivo, donde lo importante es sentir tensión, excitación, sin más horizonte que el actuar impulsivo y dictado por el capricho y los arrebatos» (Ibid).
La psicopatía representa la razón sin emoción; la indiferencia afectiva. Hay un déficit integracional entre emoción y pensamiento. Cleckley (1988) lo denomino «afasia semántica» para indicar que este tipo de personas utilizan perfectamente el lenguaje pero este «no representa o expresa nada significativo» (Garrido, 2000, p. 80). La falla parece estar en la integración y apreciación de la experiencia. No asimila la información emocional proveniente del mundo. Estas personas utilizan el lenguaje sin comprender realmente el significado. Son personas que actúan miméticamente. Simulan la realidad. No aprenden de ella. Tanto su lenguaje como su comportamiento revelan dos profundas disociaciones: a) la falta de experiencia emocional, es decir, el sentimiento está disociado del razonamiento b) su juicio está disociado de su conducta (Ibid). La psicopatía fundamentalmente es un desorden de personalidad que afecta al comportamiento ético y moral (Ibid). Nadie duda de que la psicopatía es una personalidad anormal.
Roberte Hare (2003) describe los siguientes rasgos psicopáticos: autoestima elevada, megalómania, gran narcisismo, egocentrismo descomunal, sensación de omnipotencia y omnipresencia: todo le es permitido. Se siente el centro del universo. Se cree un ser superior que debe regirse por sus propias normas. Arrogante, dominante, seguro de sí mismo. Busca poder y controlar a los demás. Incapaz de entender opiniones diferentes a las suyas. Ninguna empatía ni preocupación por los demás. Justifica y explica todos sus actos y niegan cualquier responsabilidad de sus actos. No sienten nada. Vacuidad. Ausencia de afectividad. Se habla de protoemociones: respuestas primitivas ante necesidades inmediatas. Déficit en el control de su impulsividad, falta de autocontrol, escasa o nula tolerancia la frustración, no tolera las criticas, es reactivo.
Todos los autores expertos en el tema coinciden en que la personalidad psicopática realmente no es estrictamente criminal. Se caracteriza fundamentalmente por los delitos de cuello blanco. Y este tipo de persona predomina en nichos muy particulares próximos al poder y al dinero. Nichos favoritos: empresariado, adjudicatura, política, periodismo, todo lo relacionado con lo militar, religiones (sectas) (Ronson, 2017).
La psicopatía representa la encarnación de la maldad por excelencia, entendida ésta como conductas que, de manera intencionada causan daño severo y sufrimiento. «De forma genérica se describe como “el daño intencional, planeado y moralmente injustificado que se causa a otras personas, de tal modo que denigra, deshumaniza, daña, destruye, mata a personas inocentes”» (Baumeister, 2000, 2012; Darley, 1992; Miller, 2004; Staub, 1989; Waller, 2002; Zimbardo, 1995, 2004, citados en Quiles del Castillo y al, 2014, p. 23). La psicopatía se caracteriza por una capacidad de violencia que puede surgir de modo banal en cualquier momento. Banalidad por la falta de objetivo y su gratuidad. Lo que se (le) antoja en cada momento.
La deshumanización femenina, es decir, la animalización y naturalización de la fémina por el patriarcado es harto conocida. Su fin, parece ser fundamentalmente extractivo. En este contexto cultural, la sexualidad además de tener una dimensión social y política, también tiene una dimensión económica (Herrera, 2010). La dimensión económica en la sexualidad femenina sigue la lógica de intercambio de sexo por recursos, de tal manera que entre la mujer prostituta y la no prostituida no habría sino una diferencia de grado (Barash y Lipton, 2003). Idea ya apuntalada por, entre otras autoras, Simone de Beauvoir (2005), para la cual la casi inexistente diferencia radica en la concepción del acto sexual como un servicio. Si bien, en este particular sentido, el patriarcado ensalza algunos de los rasgos psicopáticos mencionados, en particular la cosificación, la mente patriarcal que construye la masculinidad, particularmente la que se define en la prostitución, tiene muchas de las dimensiones o criterios psicopáticos (Cluster B). Desde el lado del prostituidor, es decir, del hombre que demanda prostitución, destacan argumentos que concuerdan con la cosificación, la falta de empatía emocional. Otros argumentos dados por los prostituidores coinciden con rasgos se encuentran dentro del descritpor «A. Satisfacción de necesidades distintas» como la falta de remordimientos, intolerancia a las frustraciones, defensa aloplástica, autocastigo, tendencia al aburrimiento, búsqueda de emociones intensas, satisfacción sexual perversa, aspecto lúdico y en casos, repetición de patrones conductuales. En algunos prostituidores en particular, además, se añadirán la satisfacción de necesidades especiales, necesidad de estímulos intensos, las parafilias, sobre todo la pederastia. Quizás por ello, no se encuentre un perfil socioeconómico en los prostituidores, aunque si se podría encontrar un perfil antisocial o rasgos psicopáticos si se estudia a fondo los discursos vehiculados, entre otras variables.
Del lado del proxenetismo y la industria del sexo, se observa claramente el rasgo «C. Acto psicopático grave», además del rasgo «A. la satisfacción de necesidades especiales» y «B. cosificación», destacando el parasitismo, las relaciones utilitarias y la insensibilidad. En este ámbito criminal de la prostitución destacan prácticamente todos los rasgos de la psicopatía (Clusters A, B y C).
Psicopatía: ¿se nace o se hace?
Si bien la mayor parte de especialistas en psicopatía coinciden en que esta no se hace, sino que nace, es decir, no hay un medio que lo genere. «(…) no hay un entrenamiento para lograr una mente psicopática» (Marietán, 2008, p. 98). Se trata de una mente con «necesidades especiales y formas atípicas de satisfacerlas» (Ibid). Esto es, hay individuos que operan al margen de la influencia y el control social de su grupo de referencia y cuya manera de actuar es el interés propio y para cuyo actuar, los demás, son meros instrumentos para conseguir el fin. Para estos individuos, el fin justifica los medios, de tal manera que si algo puede hacerse, debe hacerse imperativamente. Se trata de una moral teleológica finalista que «da cuenta de la transformación perversa de muchos seres humanos en psicópatas funcionales». (Piñuel, 2008, p 147). Así pues, tenemos a personas que nacen psicópatas. Personas sin responsabilidad moral, sin conciencia sobre las decisiones que adoptan. Personas que buscan el poder y que llegan a la cúpula de la política, la economía, de organizaciones poderosas.
No obstante, también son los mismos especialistas los que han ido cerciorándose –a tenor de los hechos– de que la cultura puede ser un caldo de cultivo para el desarrollo de dicha patología. Es decir, que el sustrato biológico de esta patología no es incompatible con su transmisión cultural. Hugo Marietán (2008) reconocerá que, si bien «el psicópata es un cosificador nato, sin embargo, se puede adoctrinar a personas comunes y lograr que cosifiquen a otros, que le quiten los atributos de persona» (p. 210). Este autor explica la diferencia entre la cosificación psicopática y la cosificación en la persona común. Así para la persona común «debe tener como incentivo un hecho externo desencadenante y perturbador» (Ibid, p. 211). También añade como factor que la cosificación debe llevarse «de manera consencuada al menos por el grupo de pertenencia y buscando un objetivo común» (Ibid). Esto ocurre en las violaciones en manadas.
Robert Hare (2003) nos dirá que en realidad se trata de una combinación: por un lado, la sociedad es cada vez más tolerante con la personalidad psicopática, de tal manera que la conducta de la persona psicópata puede volverse más normativa.
Piñuel (2008) afirma que es posible que personas comunes se transformen en seres desalmados y psicópatas. Porque desde el momento en que un ser humano puede ser una mercancía o instrumento para otro, es decir, un mero recurso, se están sentando o ya se han sentado las bases para socializar a las personas normales en una cultura psicópata y perversa. Esto es lo inquietante.
La religión económica sacrificial que es el capitalismo transforma personas comunes, en seres con rasgos psicopáticos, es decir, en individuos cuyos comportamientos exhiben características del hacer cosificador psicópata. Por poner un ejemplo muy frecuente, en las redes sociales es muy común que muchas personas utilicen la seducción, la captación, la manipulación y la mentira para obtener sexo. Un hacer cosificador caracterizado por la «racionalidad instrumental», una lógica amoral, una cosificación, un uso particular de la libertad, una intolerancia a los impedimentos, una falta de remordimiento y de culpa, una intolerancia a las frustraciones y reacciones de descompensación además de una defensa aloplástica; una marcada necesidad de estímulos intensos y gusto por el riesgo; con gran capacidad de manipulación, empatía utilitaria además de egocentrismo. Muchos son sujetos no psicópatas que han aprendido normas psicopáticas, de tal manera que terminan «desarrollando un estilo de vida muy cercano al de un psicópata. Pero se trataría de una psicopatía creada por una cultura que, en muchos sentidos, desarrolla en los sujetos la crueldad y el crimen como forma de vida» (Garrido, 2000, p. 16). Y esto pasa justamente con la prostitución. Hay muchísimas personas que aceptan, ven normal y digno de regularse; que ven normal, saludable y deseable que el cuerpo (o trozos de este) de la mujer específicamente, sea objeto y mercancía del deseo (de poder) sexual masculino. Esto es lo que se llama cultura de la prostitución englobada dentro de la cultura neoliberal y patriarcal. En este caso, el error de atribución, uno de entre muchos sesgos cognitivos que deforman la percepción de la realidad, justamente, no permite ver o nos hace incapaces de reconocer que circunstancias situacionales y estructurales puede hacer cometer barbaridades y comportarse psicopáticamente a personas «normales».
Mecanismos de psicopatización
Uno de los principales mecanismos de transmisión cultural es el proceso de socialización, proceso mediante el cual el ser humano aprende los valores y comportamientos en su medio ambiente y los interioriza hasta integrarlos en la estructura de su personalidad. «Sin duda, es la vía principal de transmisión cultural de la psicopatía» (Garrido, 2000, p. 94). El otro gran mecanismo de transmisión es la endoenculturación, «que implica que el sujeto aprende su cultura por estar inmerso en ella, por experimentarla día a día» (Ibid, p. 95). Además, están los mecanismos más intrapsíquicos que entran en juego en esta enculturación de gente corriente en la psicopatía. Uno de los mecanismos por los cuales personas normales pueden convertirse en psicópata en su hacer es la disonancia cognitiva (Festinger, 1975). Una tensión generada entre creencias o actitudes y comportamientos contradictorios que se saldará con, o bien un cambio de comportamiento o bien, un cambio en el sistema de valores y creencias, de cara a mantener una coherencia interna. Esto es, «dejar que la persona adopte un modo de vida cuya incongruencia le termina convirtiendo en una continua justificadora de sus actos, sean cuales sean éstos. La perversión moral consiste en terminar aclimatando nuestro pensamiento moral a nuestros actos. Si no puedes vivir de acuerdo con el modo en el que piensas, entonces modifica tu forma de pensar y empieza a pensar de acuerdo con el modo en el que vives y actúas. Cuanto más perversas sean las actuaciones, mayor será la disonancia y más rápido el cambio hacia la moral psicopática (…). Las sectas, las bandas de delincuencia y los regímenes políticos perversos utilizan este mecanismo de disonancia para estimular a personas normales a practicar actos inmorales y bárbaros, con el objetivo de inducir a sus adeptos a una posición moral psicopática que les transforme moralmente y les haga después más manejables» (Piñuel, 2008, p. 148). Iñaqui Piñuel (Ibid) describe otros mecanismos psicológicos como «la presión situacional o mimetismo grupal» (p. 179), además de la «trivialización y banalización del mal». Así, se producen modificaciones estructurales en el hacer de la persona, efecto de una acomodación psicológica progresiva y paulatina a la maldad a través de una serie de mecanismos como:
1. Generar máxima indiferencia ante las actuaciones perversas y respecto a sus víctimas. Piñuel (2008) habla del síndrome de «esto no va conmigo». Una indiferencia que destruye las redes de solidaridad grupal y de apoyo entre individuos. «Esto no es de mi competencia».
2. Generar un estado de enajenación de la responsabilidad moral por el comportamiento propio y ello, a través de una obediencia a la autoridad. De esta manera, no hay culpables. Y de haberlos, es la propia víctima; proceso de victimización criminal.
3. Involucrar a personas a que jueguen determinados roles estipulados por la organización.
4. Generar distancia psicológica para con las víctimas.
5. Generar un estado de temor y paranoia.
6. Seducir, influenciar a través de un liderazgo carismático. Lavar el cerebro.
7.- Aprendizaje por imitación, emulando modelos.
A su vez hay un proceso progresivo de dimisión ética interior en la gente común. Una especie de anestesia o insensibilización moral que desemboca en una parálisis moral o resignación ante lo «inevitable». Martín Seligman (2000) bautizó a este proceso de incapacitación para defenderse, como «indefensión aprendida». Esto lleva a la resignación, a la depresión, al bloqueo, a la inacción. Nada se puede hacer con el mercado, la economía, etc. No hay otro modo de hacer las cosas. Esta resignación general –renuncia– aplicada al mundo de la prostitución se traduce en creencias como «es el oficio más antiguo del mundo», «la prostitución existe desde siempre», «la prostitución existe en todas las sociedades». A nivel económico, la perspectiva normativa nos dice que los hechos económicos y empresariales tal y como los conocemos son una realidad inevitable e incluso natural propia de la evolución.
Por otra parte, la visión banal y trivial del mal hunde sus raíces en una «arcaica cosmovisión religiosa sacrificial acerca del mundo» (Piñuel, 2008, p. 188). Lo que significa que hacen falta víctimas y recambiar las víctimas, para que el sistema continúe funcionando y retroalimentarlo. Es lo que se llama el pensamiento único de la religión económica o capitalismo neoliberal. Es necesario sacrificar seres humanos, además de animales y otras entidades vivas. Eso si, muchas de esas víctimas son sacrificadas con su «libre consentimiento» y beneplácito. «Es el precio que hay que pagar». Esto aplicado a la prostitución dentro del marco económico del neoliberalismo sexual se traduce en tráfico de mujeres jóvenes para «abastecer el mercado» y responder así «a una demanda», creada artificialmente, cada vez mayor. La ideología de la prostitución dice que corresponde al mercado (de mujeres) satisfacer las necesidades sexuales masculinas, a las cuales el hombre tiene todo su derecho. Por lo tanto las mujeres serán mercancía de usar y tirar, en algunos casos literalmente.
En definitiva, sí se puede adoctrinar en la psicopatía a personas comunes y de hecho se hace. Este proceso se suele dar en toda guerra y en procesos bárbaros como el holocausto. Pero también se suele dar en violaciones en grupo y otra serie de actos bárbaros como la tortura. Sin ceñirnos a la psicopatía criminal, también dicho pensamiento cosificador se da en la economía y en la política. Este pensamiento cosificador propio de la psicopatía está en la base de muchas medidas económicas y políticas que afectan a la población en general en su detrimento para llenar los bolsillos privados de ciertas personas o entidades como las corporaciones. Lo propio de este pensamiento cosificador es crear una distancia psicológica y que la relación persona-persona, se convierta en persona-cosa. La filósofa Sayak Valencia (2010) habla de «capitalismo gore», «una manifestación descontrolada y contradictoria del proyecto neoliberal», «heteropatriarcal y masculinista» que genera profundas polarizaciones económicas, promueve un consumismo compulsivo y utiliza la violencia como forma de (necro)empoderamiento. Según esta autora, la aspiración consciente o inconsciente para formar parte de un sector privilegiado hace que surjan subjetividades capitalistas radicales, «sujetos endriagos» que protagonizan un «agenciamiento perverso», «utilizan la violencia para enriquecerse y ascender socialmente». «Los sujetos endriagos», explica Valencia, «son individuos que, educados para cumplir con las exigencias de la masculinidad hegemónica, tratan de zafarse de la precariedad estructural a la que están condenados (…) a través de prácticas ultraviolentas (asesinatos, secuestros, torturas…) que generan una intensa actividad económica. Una actividad que aunque se sitúa en los márgenes de la economía legal es fundamental para el funcionamiento de ésta. Es decir, hacen del ejercicio de la violencia una fuente de ingresos y con ella consiguen, por un lado, reafirmar su masculinidad y, por otro, abandonar su condición de sujetos económicamente precarios y pasar a formar parte de los sectores privilegiados de la población que pueden satisfacer las exigencias hiperconsumistas. A juicio de Sayak Valencia, la emergencia de estas subjetividades endriagas pone de manifiesto que en el capitalismo tardío, la vida ya no es importante en sí misma sino por su valor en el mercado como objeto de intercambio económico» [2]. En la prostitución (y pornografía) estas subjetividades endriagas están representadas, entre otras, por los proxenetas o las personas que se dedican a la trata, entre otras. De esta forma, se produce una «transvalorización» que «lleva a que lo verdaderamente valioso hoy sea el poder de hacerse con la decisión de otorgar la muerte a los otros» (Ibid). Este nuevo necropoder –que se aplica desde esferas inesperadas para los detentadores oficiales del poder– puede verse como una especie de duplicidad deformada del capitalismo y, al mismo tiempo, como un fenómeno que refleja la incapacidad del proyecto neoliberal de generar, en palabras de Mary Pratt, «pertenencia, colectividad y un sentido creíble de futuro».
Frente a estos patriarcados de coerción, existen los de consentimiento (Puleo, 2005) para hablar de un tipo de patriarcado, propio de las sociedades desarrolladas, en el que la coerción deja de ser el método por excelencia utilizado por el poder para seguir las normas sexo-género, para pasar a un sometimiento voluntario, a través de la incitación (seducción y fascinación). Como Celia Amorós ya lo explicó, las formas del patriarcado se van adaptando «a los distintos tipos históricos de organización económica y social, preservándose en mayor o menor medida, sin embargo, su carácter de sistema de ejercicio del poder y de distribución del reconocimiento entre los pares.» (Puleo, 2005, p. 41).
No podemos olvidar que la práctica capitalista hunde sus raíces en el patriarcado, ideología con rasgos psicópats, aceptada por una inmensa mayoría, por haber sido socializada en ella hasta el punto de invisibilizar la maldad y pervertirla, convirtiéndola en bondad.
Cultura psicopática; cultura de la maldad
La psicopatía, moralmente hablando, puede definirse como la idiotez moral y el psicópata representa el perfecto idiota moral. Vicente Garrido (2010) habla de estupidez como un desequilibrio entre los intereses personales y los de los demás. Estúpida puede calificarse a la persona que maximiza el interés personal propio, «eligiendo metas que vulneran los derechos de los demás, siendo un tipo egocéntrico y cruel, en suma viviendo en contra de los valores como la justicia o la compasión» (p. 130). Desde esta perspectiva, los psicópatas son estúpidos; estúpidos morales puesto que su comportamiento «es el contrario al que dicta la sabiduría: no persiguen actuar siguiendo un equilibrio entre lo que yo deseo y lo que los demás desean, sino que su meta es, al contrario, anular a los otros para sentirse bien ellos» (Ibid). Psicopatía, idiotez moral e irracionalidad van de la mano. Es el fracaso de la inteligencia (Marina, 2016). Fracasos de la inteligencia son, entre otros, el dogmatismo, el prejuicio, el fanatismo [3]. Si la inteligencia es «la capacidad de un sujeto para dirigir su comportamiento» (Ibid, p. 16), la razón no sirve, puesto que ésta es instrumental y «no puede seleccionar nuestras metas finales» (p. 24). Una inteligencia inteligente tiene en cuenta los marcos. Existen marcos irracionales como la guerra. Estos trazos forman parte de la personalidad autoritaria (Adorno y col. 1959).
La ética y la moral forman parte del uso racional de la inteligencia. En consecuencia, el actuar sin ellas, constituye todo un fracaso. La inteligencia no concierne estrictamente lo intelectual sino que «La verdadera inteligencia (…) es una mezcla de conocimiento y afecto» (Marina, 2016, p. 54). La estupidez tiene que ver con la pobreza afectiva. No hay una inteligencia cognitiva y otra emocional. En este sentido, confundir los afectos es uno de los principales fracasos de la inteligencia. Pero vivir sin estos resulta realmente estúpido y conduce invariablemente al fracaso.
Un aspecto fundamental de nuestra inteligencia es el lingüístico, es decir que «nuestra inteligencia es estructuralmente lingüística» (Ibid, p. 78). Y «nuestra conciencia se teje con palabras» (Ibid). Por lo tanto nuestra inteligencia, nuestra razón, la racionalidad humana es fundamentalmente narrativa, no numérica. La falta de palabra, la imposibilidad de nombrar, de hablar, el silencio, enferma. De hecho, existen numerosas pruebas entre las dificultades lingüísticas y la violencia. La inteligencia es fundamentalmente dialógica y social. Todo lo que tenga que ver con lo humano es social antes que individual. «La mente individual es en realidad “social”, en su génesis y en su funcionamiento» (Ibid, p. 82) y «la conciencia (…) aparece entonces como una forma de contacto social con uno mismo» (Ibid, p. 83). Por ello, todo lo que sitúe al ser humano fuera de su condición social, será estúpido, es decir un fracaso inteligente, una irracionalidad, además de psicopático.
El patriarcado constituye un marco dentro del cual se definen los géneros y sus comportamientos. No tener en cuenta los mecanismo de género, o lo que es lo mismo, someterse a ellos sin cuestionamiento, representa un fracaso de la inteligencia porque significa funcionar sin tener en cuenta que las diferencias culturales imponen también mecanismos lingüísticos (y de significados) diferentes según el género. Por ello, no tener en cuenta este marco cultural y simbólico desemboca en estupidez, irracionalidad, autoritarismo, fanatismo y prejuicio, generando graves daños y perjuicios.
La idiotez moral, nos dirá Bilbeny (1995), parece constituir el mal de nuestros tiempos, una apatía moral que se concreta en la insensibilidad, en el exterminio del alma humana, en su deshumanización. Para este autor está claro, el máximo exponente de la idiotez es la persona del psicópata; un «ser errático», «profundamente antisocial». Este es realmente el mal: la idiotez moral. Una apatía moral, una idiotez fomentada. El sistema económico neoliberal necesita idiotas morales, «personas» que no piensen, no sientan, personas desafectadas, con falta de empatía, egocéntricas y con poco sentido de la responsabilidad y de culpa. Este es el espíritu de nuestro tiempo: idiotez, amoralidad, estupidez, irracionalidad, inteligencia fracasada. De alguna manera Goya tenía razón cuando dijo que «el sueño de la razón produce monstruos». Así pues, la psicopatía parece haberse convertido en el «espíritu de nuestro tiempo» (Alan Harrington, citado en Garrido, 2000, p. 85). Y constituye «un enorme problema social» (Garrido, 2017, p. 19). «Si cada época tiene una personalidad modal, funcional a su fase propia de relaciones económicas (…) la estructura psicopática se presenta hoy como la personalidad modal. La personalidad psicopática se presenta hoy como la estructura de personalidad mejor equipada para operar de forma funcional en la orden de la fase apocalíptica del capital» (Segato, 2016, p. 101). En este mismo sentido, «… una cultura psicopática puede favorecer el desarrollo de estructuras nerviosas (biológicas) más predispuestas hacia la explotación y la insensibilidad hacia los demás» (Garrido, 2000 p. 96).
La psicopatía, nos dicen las personas expertas, no es necesariamente criminal sino «integrada» o «cotidiana». Al contrario, la mayor parte de personas psicópatas no se dedican al crimen: «otras muchas personas son psicópatas y no se dedican al crimen» (Garrido, 2000, p. 12). Se «adaptan» a diferentes circunstancias, se camuflan, manipulan y desacreditan las instituciones públicas y privadas; socavan la confianza de las personas y son capaces de tomar decisiones que perjudican a muchas personas, desoyendo las necesidades de los demás. Estas personas «Constituyen uno de los mayores desafíos que tiene la humanidad del siglo XXI» (Garrido, 2000, p. 12). ¿Porqué? Porque el medio social puede ser de vital importancia para inhibir este fenómeno o para fomentarlo. De tal manera que actualmente para muchos autores, estamos ante una sociedad psicopática. «Problemas» como la guerra, el crimen, las drogas, la contaminación, los genocidios, la prostitución, la pornografía, la violencia, entre otros, son fruto de una cultura psicópata. «El perfil psicopático, su ineptitud para transformar el derrame hormonal en emoción y afecto, su necesidad de ampliar constantemente el estímulo para alcanzar su efecto, su estructura definitivamente no-vincular, su piel insensible al dolor propio y, consecuentemente y más aún, al dolor ajeno, su enajenación, encapsulamiento, desarraigo de paisajes propios y lazos colectivos, la relación instrumental cosificada con los otros… parece lo indispensable para funcionar adecuadamente en una economía pautada al extremo por la deshumanización y la ausencia de límites para el abordaje de rapiña sobre cuerpos y territorios, dejando solo restos» (Segato, 2016, p. 102).
Ahora bien, todos estos problemas existen no solo porque hay personas psicópatas, sino porque muchas personas comunes han adoptado formas psicopáticas de relación con los demás. De ahí que creamos que la calidad de vida de nuestra especie, pase por luchar contra la extensión de la psicopatía (Garrido, 2017). Las «normas psicopáticas» se aprenden. Muchas personas sucumben a la presión de una vida en donde la violencia se extiende, adoptando un estilo de vida cercano al de un psicópata. Por lo tanto, por un lado tenemos a aquellas personas psicópatas caracterizadas por un estilo de vida antisocial, para lo cual no les hace falta camuflarse. Son criminales. Duros, egocéntricos y violentos. Pero tenemos otras dos categorías, una, aquellas personas psicópatas delincuentes pero que se camuflan como personas respetables. Asesinos sexuales que trabajan 8 horas, maltratadores de esposas e infantes que asisten a reuniones de padres. Policías que manejan trata de blancas. Jueces que cometen los delitos que juzgan. Industriales y banqueros que siembran la desesperación en la economía, que hunden empresas, bancos, etc. Líderes de sectas. Proxenetas que reclaman ser respetados como empresarios. Esta categoría también está compuesta por políticos y hombres de estado psicópatas, asesinos, criminales de guerra, militares, responsables de asesinatos en masa, genocidios, años de miseria (Garrido, 2017). Todas estas personas tienen una doble vida. Otra categoría de personas psicópatas es la no delincuente técnicamente pero que en relación con los demás, exhibe todas las características de poder, dominio y humillación. Personas que hacen mobbing, que acosan, psicópatas familiares que arruinan familias enteras, que estafan, falsifican. Se conocen como personas «psicópatas integradas o cotidianas»».
La cultura patriarcal neoliberal se caracteriza por la erosión de la ética y la moral. Domina la violencia y la barbarie en todas sus diferentes manifestaciones, porque se ha convertido en formas de negocio, de hacer dinero. El bien individual, particularmente el de una élite parasitaria, no productiva y apropiadora, prima sobre el bien común. La esclavitud, disfrazada y pervertida por la noción de contrato, consenso y libre mercado, parece la forma de vincularse más característica en el sistema. Una sociedad caracterizada por la anomía, el cinismo, el individualismo. En este contexto la personalidad psicopática parece la más adaptativa (Garrido, 2000). Desde luego, valorizada. Se trata de evitar necesitar e interdepender de otras personas, de desarrollar una indiferencia suficiente para despreocuparnos. «El siglo XX ha descubierto que la maldad es cosa de pura rutina, para lo cual sólo hay que anestesiar el sentimiento» (Bilbeny, 1993, p. 57). Se trata de una cultura que cultiva el narcisismo, rasgo de la psicopatía, de un modo desaforado.
Si bien las personas psicópatas han existido en todas las culturas, su prevalencia (distribución) es diferente, lo que prueba el impacto de la cultura en el desarrollo o inhibición de dicha patología.
El machismo como patología | La prostitución, perversión que confirma y conforma la mente patriarcal
La socialización en la masculinidad patriarcal parece más bien ser una socialización con rasgos psicopáticos cuyo eje central o epicentro está en la violencia moral de la cosificacióon. Y ello puede afirmarse así, porque «está atravesada por la normalización de la crueldad y la brutalidad, a través de la anulación de la empatía hacia los/as otros/as.» (Ranea, 2019, p. s69). El mandato de la masculinidad es «Esa “formación” del hombre, que lo conduce a una estructura de la personalidad de tipo psicopático –en el sentido de instalar una capacidad vincular muy limitada- está fuertemente asociada y fácilmente se transpone a la formación militar: mostrar y demostrar que se tiene “la piel gruesa”, encallecida, desensitizada, que se ha sido capaz de abolir dentro de sí la vulnerabilidad que llamamos “compasión” y, por lo tanto, que se es capaz de cometer actos crueles con muy baja sensibilidad a sus efectos. Todo esto forma parte de la historia de la masculinidad» (Segato, 2018, pp. 47-48). Lo que hace psicopática y estúpida a la masculinidad patriarcal es fundamentalmente el aprendizaje de la insensibilidad: «Aprender a no sentir, aprender a no reconocer el dolor propio o ajeno, desensitizar-se (…) forjan la personalidad de estructura psicopática funcional a esta fase histórica y apocalíptica del capital» (Ibid, p. 81). Los hombres particularmente a través del patriarcado, no están enculturados o socializados en el amor, la solidaridad, el cuidado, el bien común, la compasión, sino en el odio, la guerra, el conflicto, la tensión, la violencia, la hostilidad. El amor no es el centro de sus vidas. Deben renegar de su afectividad, es decir, deben mutilarse emocionalmente: no expresar, ni sentir valores como la ternura, la compasión, el cariño, el amor, la fragilidad. La violencia es un valor en la identidad masculina: «La agresión de los machos de nuestra especie ha militado contra una cultura tierna» (Ibid).
La Asociación americana de psicología reconoce la existencia de una forma ideológica de masculinidad cimentada en la homofobia y la misoginia además de en prácticas violentas físicas y sexuales (APA, 2018).
El machismo o mente patriarcal que diría Claudio Naranjo (2018), es un tipo de locura estándar que ha llegado a considerarse en tanto que norma, como normal, de tal manera que no vemos su insania. La hegemónica mente patriarcal, es descrita como una mente voraz, dominante, competitiva, represiva, insensible, disociada, amoral, instrumental. La mente patriarcal tiene une ética de guerreros nos dirá Claudio Naranjo (2010), siempre en guerra por el territorio. Una mente muy alejada de la naturaleza, del instinto. La sociedad patriarcal, desde sus comienzos allá por el neolítico, es calificada por este autor como canalla, basada fundamentalmente en la propiedad y la domesticación de aquellas personas tipificadas como inferiores. El régimen patriarcal va más allá de la política de los sexos. Destacan la deshumanización y la enajenación. Dicha mente, además de ser, nos sitúa en un mundo competitivo, nada colaborador, posesivo, colonizador, jerárquico, vertical. Una mente conquistadora. Una actitud bandida, canalla, inmoral. El mundo civilizado es un mundo muy inmoral, malvado, porque no quiere al otro; no tiene sentido del bien común.
Dados los rasgos psicópatas y perversos descritos, entendemos el machismo o la mente patriarcal como una ideología con marcados rasgos psicópatas y perversos que atraviesa toda la sociedad en su vertiente directa, simbólica y estructural. La mente patriarcal es fundamentalmente una mente violenta, una mente mala, una mente banal. El (des)orden patriarcal atraviesa transversalmente la sociedad, la cultura y la mente. En este sentido, este orden constituye la condición patológica y patologizante del ser humano actual.
Las –pocas– investigaciones sobre prostituidores parecen hacer emerger que la prostitución está directamente relacionada con las masculinidades contemporáneas construidas sobre una práctica sexual compulsiva o adictiva y sobre una socialización grupal que actúa de testigo confirmatorio y de refuerzo de esa masculinidad (De Miguel, 2018). La prostitución o los espacios de prostitución son espacios de resignificación, escenarios de reconstrucción subjetiva de una masculinidad –y feminidad– hegemónica en reacción frente a los cambios sociales. En otras palabras, como un mecanismo de defensa. Ante la crisis de la identidad masculina basada en la desaparición de ciertos criterios constitutivos como son el trabajo para fortalecer rol de proveedor y el de autoridad familiar, quedan asociados a esta identidad, e incluso fortalecidos el ejercicio de la violencia y la actividad sexual en esta nueva construcción o defensa identitaria. No es por azar que más avanzan las mujeres en sus derechos, mayor parece la radicalidad de algunas respuestas como el aumento de la prostitución y la pornografía, la cultura de la violación y ahora los vientres subrogados. En sus declaraciones, muchos clientes relatan razones y justificaciones que apuntan hacia proyecciones misóginas o ligadas a complejos y patologías, y que por tanto, confirman la hipótesis de partida, es decir la práctica clientelista se relaciona con un modelo masculino disfuncional en sus relaciones afectivo-sexuales con los miembros del otro sexo (Villa, 2010). La prostitución es una escuela de desigualdad nos dirá la filosofa Ana de Miguel (2018), en donde se aprende a desempatizar, a cosificar, a (hiper)sexualizar, a maltratar a la mujer. Y eso es una socialización en valores psicópatas.
Conforme el capitalismo avanza hacia el neoliberalismo, la identidad masculina dominante se centra en un falocentrismo narcisista, desplazando al modelo tradicional (padre-protector-proveedor) hacia otros espacios como los espacios prostitutivos donde se ampara, reproduce y legitima lo que queda de la identidad masculina, cimentada en la penetración como una especie de conquista. Los elementos en los que se apuntala esta dimensión son: consumo colectivo; pacto de silencio compartido por los prostituidores y grupos de amigos para que lo que ocurra dentro del club no trascienda, y presencia-uso del falo (Suárez y Verdugo, 2015). Estos elementos originan un impecable código compartido por los sujetos virilizados, conformando la «subcultura prostitutiva», que puede considerarse un exponente más de la violación de los derechos humanos y de la violencia de género. En este contexto, la prostitución resulta un síntoma (patológico) de una forma de vivir (la sexualidad) misógina, violenta y cruel que, en el contexto europeo, se ha abordado de diferentes maneras: bien apostando por su legalización (Holanda y parte de Alemania), bien optando por la abolición, persecución y penalización del cliente (Suecia) o bien por opciones intermedias como en Francia, en donde se persigue el delito de trata de personas, el proxenetismo y a los clientes que compran sexo a personas vulnerables (menores, etc.). Pero, lo que concluyen los investigadores, tales como el politólogo Víctor Lapuente o los economistas Nikles Jabobsson y Andres Kotsadam es que en los países donde se legalizó la prostitución, el tráfico de prostitutas ilegales y víctimas de trata ha crecido considerablemente, al revés de lo que ocurre en los países más restrictivos o abolicionistas (de Miguel, 2018).
Ahora bien, llama la atención que en realidad, la construcción de la masculinidad está cimentada sobre la dependencia, es decir, «se construye en relación a la feminidad» (Ranea, 2019, p. s.66), concebida ésta a su vez como un instrumento reforzador de la hombría. El sujeto hombre aparece en la construcción masculina ficcionado como autónomo. Por lo tanto, la autonomía masculina resulta ser una mentira, puesto que la masculinidad se conforma en una relación jerárquica con respecto a la feminidad. El género se construye en relación patológica, puesto que un hombre se define como tal, a través de relaciones de instrumentalización de las mujeres. Aquí está de nuevo el rasgo cosificador psicópata por excelencia. En esta cosificación femenina, el hombre construye la feminidad en base a una enfatización muy particular según la cual ésta, la mujer, se construye y se representa para los hombres, es decir, para su satisfacción, adaptándose a este y en función de su utilidad para el poder hegemónico masculino. Y aquí es introducido el concepto de utilidad tan característico de la mente psicópata. La mujer tiene que ser útil al hombre. Es lo que decía Rousseau. Toda una paradoja: Se niega la feminidad pero se la necesita para construir la identidad masculina. De esta manera, el capitalismo global fortalece los (patológicos) patriarcados contemporáneos porque la prostitución sostiene el orden patriarcal, perpetuando y fortaleciendo los roles diferenciales de género, particularmente los que se ensalzan en el terreno de la sexualidad (Ranea, 2019). En la prostitución, no solo se aprende sino que se reproduce la mente patriarcal.
Por otro lado, la masculinidad hegemónica resulta ser una encarnación del (abuso del) poder en sí misma, que se representa en determinados comportamientos, actitudes, formas de relacionarse. Y recordemos que el núcleo de la psicopatía es el poder. Para la persona psicópata, la alteridad es inferior y se relaciona con esta desde la utilidad extractiva. La persona psicópata es la reina y los demás están para servirles. Modalidad feudal. En la construcción de la masculinidad, este criterio de la psicopatía está presente en la, supuesta, «inferioridad femenina», desde donde se entiende que la mujer está para servirlo; porque el hombre es el rey, el dios. Narcisismo al estado puro. Que el machismo o la mente patriarcal está dentro de la patología narcisista, es harto conocido. Por ejemplo Pierre Bourdieu (2002) tacha de falonarcisimo a ese modelo patriarcal basado en la sexualidad falocéntrica y en la desigualdad. Anastasia Nzang, presidenta de la ONG Igualdad y Derechos Humanos de la mujer en África, utiliza el término falocracia para hablar del poder o gobierno del miembro sexual masculino (Jauregui, 2018).
Otra característica de la construcción de la masculinidad es la socialización, es decir, la homosociabilidad y la fratria, la cual, se erige mediante la exclusión de las mujeres que no pueden ser parte del grupo de iguales, pero a través de las mujeres, es decir, que los hombres necesitan a las mujeres para demostrar que son hombres. Volvemos a esa dependencia parasitaria. Su identidad no se define en base a sí mismos; sino negando la otredad al mismo tiempo que se depende de ella. Pero al igual que las relaciones entre psicópatas lo son por asociación, la fratría masculina también lo es por asociación, no por vínculo.
Una de las cosas que sorprende a muchas autoras en esta cuestión es la falta de una perspectiva de género en la propia definición de prostitución. La demanda de prostitución es mayoritariamente masculina y la mayoría de personas prostituidas son mujeres y mujeres transexuales (Solo el 3% de las personas prostituidas son hombres), por lo que la prostitución constituye un fenómeno sociológico en tanto que práctica masculina. Entonces hay que definirla reflejando esta realidad. La prostitución no es intercambio consensuado entre sexo y dinero. No. La prostitución, dice Ana de Miguel (2018), es una institución que ofrece a los hombres [4] cuerpos de mujeres de libre acceso para su placer (sexual o no) por un precio variable. La prostitución permite al macho no negociar ni tener en cuenta la subjetividad femenina.
Socialización moderna | La banalización del mal en su doble vertiente capitalista y machista
Con todo lo expuesto, sobre los rasgos perversos y psicópatas en lo referente a los sistemas patriarcal y neoliberal, se nos dibuja el patriarcado como un sistema autoritario, totalitario. Y como dijo Hannah Arendt (1998), el totalitarismo se erige sobre un proceso conocido como la «banalización del mal», cimentada fundamentalmente en la legislación, para lograr sus objetivos de supresión progresiva de la libertad hasta alcanzar una dominación total. Una legislación perversa en donde se vacían las reglas del bien y del mal. La ley deja así de ser un marco estable, y es utilizada para fabricar un ser nuevo. Este término, banalización del mal, expresa el actuar de individuos comunes que son capaces de llevar a cabo actos bárbaros, crueles e inhumanos por estar dentro de un sistema totalitario. En definitiva, la banalización del mal viene del acto de hacer daño por obediencia. La motivación puede ser desde ascender dentro de la organización, hasta alcanzar un estatus. Las personas así actúan dentro de las reglas del sistema sin reflexionar sobre las consecuencias de sus actos, los efectos o el resultado final. Son personas que actúan por obediencia, inercia, moda, por el qué dirán, por miedo. Sócrates ya decía que el mal se comete por falta de reflexión y por eso, no es necesaria ninguna dimensión demoniaca para llevarlo a cabo. Hannah Arendt dice que hace falta además de una falta de pensamiento, «un aislamiento de la realidad». Por ello, la autora quiere significar la perversión de las costumbres y todo aquello a lo que se llama normal. El biopoder se ocupa en ese caso de regular ciertas prácticas para que el mal se normalize y sea habitual. De esa manera no hay disonancia cognitiva, lo que hace que no haya ni remordimientos ni culpa, ni se sientan en contradicción. En un contexto así el mal se asienta día a día, volviéndose normal. Los límites quedan desbordados y todo se desdibuja. En estas situaciones, muchas víctimas se convierten en verdugos.
La banalización del mal viene de par con la liberalización del mercado que se viene realizando en estas últimas décadas a través de la falsa creencia de ser el único camino posible; viene de la extendida creencia de que la economía exige sacrificios por el bien de la humanidad. La economía neoliberal nos dice –por medio de las acciones– que en el mundo no hay lugar para todas las personas, no hay comida para todas las personas, no hay derechos para todas las personas, no hay trabajo para todas las personas, no hay viviendas para todas las personas, no hay agua para todas las personas, no hay leyes para todas las personas; simplemente, no hay para todo el mundo. Una vez que hemos aceptado las reglas del juego, cualquier carnicería, cualquier atrocidad queda legitimada, banalizada bajo eslóganes como «es así», «es por vuestro bien». De esta manera, las catástrofes humanas derivadas de decisiones empresariales nos son presentadas como formas inevitables e incluso naturales de la economía (Piñuel, 2008). Esta actitud y forma de hacer totalmente amoral y psicópata es divulgada por los medios de comunicación –el cuarto poder– como el mejor de los mundos posibles y, como no hay otro modo de hacer las cosas, hay que dejar hacer a la «mano invisible» del mercado que opera de manera democrática, igualitaria y objetiva. Nos resignamos ante los designios de la economía y aceptamos estoicamente cualquier barbaridad. No hay culpables, no hay responsables, no hay autoridad; sólo poder que «permite a los líderes de un equipo dominar a los empleados negando la legitimidad de las necesidades y deseos de éstos» (Sennett, 2000: 121). El tipo caracterológico que hace emerger este tipo de poder sin autoridad es el psicópata.
«Casi todos los productos que consumimos tienen una historia oscura escondida, desde el trabajo esclavo hasta la piratería, desde la falsificación hasta el fraude, desde el robo hasta el blanqueo de dinero» (Napoleoni, 2008: 133). Más que de una economía se trata de una depredación, esto es, una economía parasitaria que vive a expensas de muchas personas hasta canibalizarlas de las formas más diversas e inhumanas que existen, entre otras la esclavitud. Esta economía depredadora, genera un estilo de vida psicópata parasitario que consiste en vivir del trabajo de los demás solo para una minoría. «La característica de este modelo es que aquellos que controlan el proceso de producción y los productos no son ellos mismos productores, sino apropiadores. La denominada productividad presupone la existencia y sometimiento de otros –y, en último término, mujeres– productores» (Mies, 2019, p. 148). La mayoría acaba siendo esclava, instrumentos para el bienestar de una minoría. En concreto en lo que a la prostitución acontece, la propia industria del sexo y todos los negocios alrededor, viven depredadora y parasitariamente del cuerpo (o trozos) de la mujer. Y como tal industria, utiliza la pornografía a modo de marketing para estimular la demanda.
La banalización del mal viene acompañada de la legalización del mal y ello, a varios niveles. Por un lado, si las personas psicópatas se encuentran fundamentalmente en las esferas de poder representadas por los negocios, las grandes empresas, la política, la religión, la adjudicatura y la prensa, nos encontramos con que estas son quienes actualmente hacen las normas, dictan los principios (Hare, 2003). No basta con que vivan al margen de la ley sino que ellas son la ley. Por otro lado, el hecho de que la economía se rija por el criterio externo de lo que es formalmente legal o está permitido, hace que aquello que no esté explícitamente prohibido sea aceptable. «De este modo, y en el más puro cumplimiento de la legalidad, se pueden implementar los programas más inmorales y las medidas más antisociales y generadoras de sufrimiento humano» (Piñuel, 2008: 149).
Por otro lado, en la banalización del mal en lo que a la masculinidad respecta, tenemos que considerar lo que Rita Laura Segato (2016) llama «pedagogía de la crueldad», esto es, cómo la socialización masculina está atravesada por la normalización de la crueldad y la brutalidad, a través de la anulación de la empatía hacia las mujeres. En este sentido Miriam Miedzian (1995) expone cómo se «enseña a los hombres a ser duros, a reprimir la empatía y a no permitir que las preocupaciones morales pesen demasiado cuando el objetivo es la victoria» (p. 66). La empatía y las emociones vinculadas a la afectividad, han de suprimirse –reprimirse en el mejor de los casos–. La expresión de las emociones en general está vetada en la masculinidad normativa, con la salvedad de aquellas que se permiten ser expresadas como la ira o el enfado (Hooks 2004), y la materialización de esta emoción a través de la violencia sobre la otredad es clave en el devenir de la masculinidad hegemónica. «La ausencia o limitación de la empatía hacia las mujeres como requisito de la masculinidad se estima que es un elemento necesario para consumir prostitución. Este hecho es posible mediante la incapacidad de reconocimiento de la “otra” que es necesariamente cosificada y deshumanizada por aquel que paga por sexo con mujeres que no le desean.» (Ranea, 2019, p. s69).
Pues bien, a través de esta pedagogía, se transmiten muchos de los rasgos propios de la personalidad psicópata, destacando fundamentalmente la falta de empatía y la cosificación. Así pues, la pedagogía de la crueldad parece ser la socialización del hombre en la psicopatía patriarcal. Se le adoctrina al hombre a devenir psicópata, a comportarse como psicópata, a actuar y pensar como psicópata. La banalización del mal en este caso viene representada por la aceptación obediente de la población en general de los roles de género prescritos sin cuestionar, sin criticar, sin negarse a seguir con ellos. La banalización del mal viene de no querer entender que el equivalente a la esclavitud es la desigualdad. No queremos entender que la esclavitud representa una de las patologías sociales y culturales como la guerra, la prostitución, la pornografía, la inmigración. De la misma manera que el Estado se ha definido por Max Weber como aquella entidad que detenta el uso legítimo de la violencia, el patriarcado puede entenderse como aquella entidad masculina definida por su uso legítimo de la violencia de género. Y no solo su uso, sino la amenaza de ejercerla.
La actividad sexual promiscua define la masculinidad, de la misma manera que la promiscuidad sexual define también la psicopatía. Y ambas, no tanto por el placer, como por la representación vacua de un rol con fines de poder y dominación. La doble moral caracteriza tanto a la masculinidad hegemónica como a la psicopatía (integrada). En la psicopatía criminal, la sexualidad directamente es remplazada por la violencia de la desmembración, la canibalidad, etc. La violencia como dominio y control del otro a través del daño. Eso erotiza la «relación». Y es lo que se ve, se escucha y se practica cada vez más en el contexto de la prostitución. La «prostitución gore».
El mundo patriarcal neoliberal se caracteriza por su deterioro ético y moral, por una voluntad (psicopática) de destrucción masiva (genocidios y feminicidios), por el espíritu de conquista y depredación, así como por la falta de empatía, remordimientos y culpa, por la cosificación y deshumanización; por una afirmación o autoridad violenta. «El hombre-cazador es básicamente un parásito, no un productor» (Mies, 2019, p. 149).
Prostitución: barbarie y banalización del mal / Psicopatia cultural o cultura psicopática
La prostitución puede considerarse una de las formas de banalización del mal. Dicha «institución» se compone de toda una serie de comportamientos vinculados con la cosificación de los cuerpos de las mujeres, por lo que puede considerarse como una manifestación más de la violencia de género, que pretenden legalizarla, normalizarla. No obstante, la propia definición de prostitución plantea mal el problema, desviando la atención del núcleo gordiano. El definirla como intercambio de sexo por dinero supone desviar el verdadero problema que se sitúa en la propia concepción masculina de la mujer y la relación de dominación que sobre ella se establece a través del sexo –como servicio en una economía (precaria) de necesidades-, puesto que la mayor parte de prostituidas son mujeres y no se trata de sexo en general, sino de un determinado tipo de sexo ( De Miguel, 2018). Ajustando la realidad, la prostitución en tanto que «institución internacional, y globalizada se basa en sostener que todo hombre tiene “derecho” a satisfacer su deseo sexual por una cantidad variable de dinero» (Ibid, p. 164). Se trata de una práctica mediante la cual los varones buscan y encuentran placer sexual «en personas que obviamente no les desean en absoluto» (Ibid, p. 171). Una relación de poder mediada por lo económico que poco tiene de libre consentimiento y mucho de necesidad.
La progresiva desaparición del contrato social por el capitalismo tardío va generando formas ilícitas y criminales de economía basadas en la esclavitud, la desigualdad y la necesidad. Formas más o menos «pacíficas, basadas en mecanismos de coerción económica» (Mies, 2019, p. 1423). Los contratos sociales se han convertido en contratos de esclavitud (Patteman, 1995) o esclavitud contractual o esclavitud civilizada. Es la «banalización de la injusticia social» (Dejours, 1998). Y ello se ve ya con tal normalidad que mucha gente lo acepta y el poder lo fomenta con toda una serie de mecanismos de coerción económica (en el mejor de los casos) para legalizar, regularizar, legitimar.
La prostitución, hoy transformada en industria del sexo, acentúa la mercantilización de los cuerpos femeninos, ya expulsados en el contrato social original. El nuevo canon de la prostitución adopta formas propias del capitalismo global, al límite entre lo lícito y lo ilícito. De un negocio con escaso impacto económico ha pasado a ser un negocio de pingues beneficios gracias a la economía ilegal (Cobo, 2017). De hecho esta autora sostiene que el hábitat natural en el que se ha desarrollado la prostitución en el siglo XXI es la economía criminal. Es sabido que la prostitución va unida a la mafia y al tráfico de personas. A través de la prostitución, se está produciendo todo un éxodo femenino del sur al norte del planeta. Los postmodernos «barracones» son los prostíbulos, los «pisos» masificados en donde las hacinan. Las transportan en conteiner y de cualquier tipo de forma en condiciones inhumanas muchas veces. Las secuestran, las engañan, las manipulan, las violan, las maltratan, las coaccionan, las matan. Es un proceso lento de aniquilación. La realidad de la prostitución es el éxodo de mujeres, ya que se calcula que más del 80% son inmigrantes. Es la «shoah» [5] femenina del sur al norte del planeta; el postmoderno y neoliberal feminicidio. La prostitución (a)parece (como) «la solución final».
La prostitución se entronca directamente con la (in/e)migración y (la feminización de) la pobreza, la trata; en definitiva la esclavitud femenina. Al respecto Bales (2000) afirma que la servidumbre por endeudamiento y la esclavitud contractual son las principales formas de la esclavitud en el siglo XXI y estas formas son las que adoptan la trata de mujeres y niñas. En este sentido, la prostitución concierne y legitima la criminalidad. Actualmente una prostituta nueva dura tres años y sólo al primero le sacan pingues beneficios. El tercer año ya está quemada.
El criterio por excelencia del patriarcado es la cosificación de la mujer, barómetro que como ya lo hemos dicho, es un criterio diagnóstico fundamental y diferencial de la psicopatía. Este proceso de cosificación va de par con la naturalización, es decir, con la división del mundo en mundo natural y mundo político o cultural. El mundo natural ha sido utilizado por el capitalismo con fines extractivos y expolitativos, además de utilitaristas. El capitalismo global del siglo XXI trata a la mujer exactamente igual que trata a la naturaleza. Ambas significan lo mismo desde esta perspectiva. La mujer está excluida como individuo y ciudadano. En los «contratos sexuales» (prostitución, maternidad subrogada), las personas son eximidas de su condición humana; son despersonalizadas. Se las deshumaniza. No es como en el deporte por ejemplo, en el que un equipo ficha por un jugador. Su yo, su condición humana queda intacta. No se contratan las piernas de un jugador o sus brazos, se le contrata a la persona deportista con todo su ser, su individualidad, su humanidad. En el caso de la contratación sexual, a la mujer se la deshumaniza, se la desmiembra, se la desnaturaliza. Este proceso de cosificación permite que la «relación contractual» que se establece sea además de utilitaria y mercantilista, extractiva e insensible. La «naturalización» de la mujer, es decir, su conversión en algo natural, permite deshumanizarla, proceso que a su vez permite utilizarla como mercancía sin remordimientos ni culpabilidad. La sitúa en el reino animal. La naturalización de la mujer es realmente una animalización. Aquí la oposición naturaleza-cultura cobra forma y justifica la dominación, la extracción y la (auto)explotación de lo femenino. La legitimación de este bárbaro proceso es la base de la banalización del mal. La perversión legal y lingüística permite confundir, en su proceso de convertir lo ilícito, su extracción, en lícito. De la mujer pura y casamentera, se obtiene sexo, descendencia y trabajo doméstico gratuito, de la mujer prostituta se obtiene sexo fundamentalmente, de la mujer subrogada, se obtiene útero para la descendencia. El cuerpo de las mujeres en el capitalismo, al igual que la naturaleza, se le representa como un instrumento para obtener recursos, materias primas. Se trata de una lógica extractiva, característica del capitalismo neoliberal. Se trata de sacar beneficios a cualquier precio. Esta lógica extractiva y parasitaria resulta ser también la lógica psicópata por excelencia. Debajo del parasitismo psicópata, está la lógica extractiva. Obtener máximos beneficios con un mínimo de esfuerzo, como también sigue esta lógica la economía. La cosificación de la mujer en la prostitución muchas veces acaba con la muerte, la desaparición de cuerpos, el desmembramiento y el arrojar cuerpos a las cunetas. Muchas de ellas acaban en la calle.
En la prostitución neoliberal converge tanto la psicopatía integrada con la criminal. La criminalidad es amplia y variada. La «gente» que lleva estos negocios, lo hace porque hay impunidad y complicidad. Se trata de un «negocio» ilícito, el tercero más lucrativo por delante del narcotráfico y por detrás del tráfico de armas. La criminalidad entra en la prostitución de la mano de la trata y del tráfico de seres humanos y ello, porque no hay tanta «mercancía» para abastecer la demanda.
Esta lógica capitalista hace que la mercantilización se cebe sobre el cuerpo y la sexualidad de las personas más discriminadas y devaluadas socialmente. La prostitución no es posible sin la desigualdad, la pobreza que genera. «Esto es, en sociedades con fuertes desigualdades socioeconómicas, las corporeidades devaluadas son representadas socialmente como mercantilizables» (Ranea, 2019), «la prostitución se produce sobre desigualdades y, a su vez, (re)produce desigualdad.» (Ibid).
Legitimación del mal
Para legitimar el mal, se emplea en general el lenguaje, en particular el lenguaje de la justificación. La prostitución se construye, legitima y justifica a partir de un discurso en donde esta actividad es necesaria para un bien mayor. Así, dirán que se previenen violaciones, se evita la criminalidad, se fomenta la libertad y la democracia. Algunas líneas argumentativas para reglar la prostitución igualándola a «un trabajo como cualquier otro», se hace para evitar supuestamente un mal mayor: la explotación, el esclavismo, la trata, las condiciones, los derechos, la desaparición de la economía ilegal, la eliminación de la criminalidad cimentada en la prostitución, el blanqueo de capitales, etc. Los hechos desmienten este argumento: investigaciones hechas al respecto, demuestran que la regulación de la prostitución no solo no ha disminuido todo lo anterior sino que ha ido en aumento (Cobo, 2017). Amén de, en la realidad de los hechos, no ser considerada la actividad un trabajo como los demás, como en el caso de Holanda. De serlo así, las prostitutas podrían pedir la nacionalidad solo con un contrato laboral de prostituta y no es el caso. Esta subordinación del sufrimiento humano a la finalidad de un bien teológico o metafísico ha sido y sigue siendo habitual y estructural en la cultura occidental, lo que garantiza la ejecución o producción del mal de manera habitual y normalizada. Es el sacrificio necesario en esta religión económica. Ahora bien, esta religión, como todas las religiones monoteístas, tiene la pretensión de ser la única, la mejor, la superior y eso es el espíritu patriarcal, el espíritu hegemónico, el espíritu de conquista. Todas las religiones monoteístas están contaminadas del mismo mal de la sociedad, del mundo civilizado, incluso las seculares.
La sujeción-resignación de las masas productoras a un grupo privilegiado con dinero y poder, apropiador e improductivo, permite que el mal se banalice. ¿Cómo? Una minoría organizada emplea la desigualdad, la violencia, la crueldad, la inhumanidad y la explotación. Luego está la difusión e interiorización por parte de la mayoría de estos valores psicópatas a través de la doma o domesticación, la desensibilización y el embrutecimiento. La disidencia es eliminada. Las formas políticas, sociales y culturales actuales son formas de tiranías benévolas o malignas; autoritarismos antidemocráticos, destructivos de todo lo social. Dictaduras económicas y de mercado. Podemos asemejar la psicopatía como una célula cancerígena, que pone en jaque o metástasis a toda la población, volviéndose el cáncer una manera que acaba con la vida humana. En términos freudianos, hablamos de pulsión de muerte, un impulso que busca el retorno a la no existencia. Este impulso busca satisfacer los impulsos agresivos y destructivos, devolviendo la materia a su estado inorgánico. Es el placer de la disolución. Tiende a desarrollarse a través de la proyección, de la violencia, de la no vinculación con el mundo. «El cuerpo entra a jugar un papel importante en esta violencia» (Diaz, 2002), puesto que se dirige hacia él, ya sea éste físico o social. «Explotar estallando su cuerpo, destruyéndolo» (Ibid). «El cuerpo es el sostén material del sujeto» (Ibid) y como tal, soporta la existencia. Es la parte cohesiva, unitaria de un sujeto fragmentado por sus contradicciones. Se pasa de la fantasía de la destrucción del cuerpo (físico y/o social) al acto.
El capitalismo como patología (psicópata) | Lógica perversa
Que la economía es la religión postmoderna que configura la vida humana, es algo conocido por bastantes autores. Y como toda religión, ésta se cimenta sobre el sacrificio de seres humanos. Las víctimas, en este nuevo capitalismo, además de ser sacrificadas, se (auto)sacrifican o incluso autoinmolan… En este sentido, la religión económica constituye el germen de la psicopatía social y cultural del siglo XXI. En otras palabras, «el capitalismo en su expresión más despiadada es una manifestación de la psicopatía» (Ronson, 2011).
Este capitalismo tiene una lógica perversa que consiste básicamente en que «si puede hacerse», «debe hacerse» o lo que es lo mismo «puedo hacer (se puede hacer) todo aquello que instrumentalmente se pueda realizar» o «lo hice porque podía y nada me lo impedía». Posición cognitiva característica de la psicopatía. Es la lógica de la razón instrumental que pervierte esta facultad de raciocinio, volviéndola irracional. De esta manera, la religión económica hace sus sacrificios humanos en base a la razón de costes y beneficios y por el bien de la sociedad; así lo venden. Para lograr un fin, poco importan los medios; solo la solución (¿Final?). Esta es la racionalidad instrumental totalitaria, que coincide con la posición cognitiva tan característica de la mente psicópata. Una religión amoral, sin restricciones ni limites, ni tan siquiera legales, puesto que la ley es el mercado, es decir, «nadie» y a su vez, el poder, que si tiene nombre y apellidos. La lógica neoliberal se presenta como una lógica amoral basada en el cálculo frio y racional de ganancias que va a obtener de las acciones, solo una minoría parásita. Una lógica psicópata sin remordimientos, ni culpa, ni arrepentimiento, ni miedo. Una lógica que negocia con armas, terrorismo, drogas, política; una lógica que mata a quien se interponga en el camino de lucrarse; una lógica que impone y deroga leyes, gobiernos; una lógica que a veces hace ganar a entidades financieras cantidades equivalentes a los productos nacionales brutos de algunos países (Klein, 2012). Una lógica que ha invadido gradualmente todas las capas sociales y que justifica la especulación, tanto de grandes como de pequeños. Una lógica que miente y manipula si es necesario para disfrazar su verdadera motivación. Una lógica que desestructura la sociedad, deshaciendo todo aquello que la cohesiona. Por dividir, divide hasta lo indivisible, que es el propio individuo –multifrenia–, a través de mecanismos psicológicos, resultando de ello el innumerable e incalculable sufrimiento del individuo moderno representado en las numerosas patologías. Esta lógica psicópata está llevada a la práctica por psicópatas; personas que están detrás de la economía, el mercado, la política, los negocios. Seres desalmados a quienes no les importa las consecuencias de sus actos. Seres que liquidan todo aquello que se interpone en su camino.
Gracias a esta lógica basada en la razón, es factible la «desresponsabilización» de las acciones. No es culpa de nadie sino del mercado, la competencia o la presión de los costes. Gracias a la razón de la lógica psicópata se puede justificar la deslocalización de las empresas, el despido masivo, las grandes hambrunas, las condiciones retributivas, los desastres medioambientales, las masacres, la violencia, la desigualdad, la pobreza, la prostitución. Gracias a ello se pueden justificar las enormes riquezas e ingentes beneficios económicos de grandes empresas. Gracias a la comprensión del funcionamiento de la lógica psicópata podemos entender la transformación de muchas personas en psicópatas funcionales (Piñuel, 2008). Esta lógica causa una disonancia cognitiva entre el pensamiento y la acción. Ante esta tesitura, es decir, si los actos generan una dificultad en el vivir, la gente modifica su manera de pensar para así obtener concordancia. De esta forma, el neopsicópata (normopsicópata) justificará sus terribles acciones en función de sus buenas intenciones finalistas (Piñuel, 2008).
El poder como sabemos ha pasado de lo político a lo económico. Solo interesa el dinero, las ganancias. El motor dominante de la actividad productiva ha pasado a ser la acumulación –y concentración– de capital. Se destaca por la destrucción de todo: ecocidio, feminicidio, suicidios, homicidios… es la ontología de la muerte o lo que Freud llamo thanatos. Soraya Valencia hablará de necropoder. Destruye el sentido de comunidad, porque destruye todo aquello que tiene condición de otredad, de diferencia. Una destrucción sin precedentes. Es la esencia de la barbarie. Esta forma de capitalismo ha industrializado la barbarie. Una forma económica dominada por el odio y el placer de aniquilar.
La perversión de los valores morales que trae consigo el dominio del dinero como fuente de poder, asola la vida humana. La psicopatía capitalista es fruto de una decisión racional, calculada, combinada con una incapacidad para tratar a los demás como seres humanos. La finalidad: el beneficio bruto. Así, se entiende que se plantee la esclavitud como forma de vida para una gran mayoría; una esclavitud en muchos casos voluntaria, elegida libremente.
La psicopatía, antes de desaparecer como diagnóstico, fue conocida también como sociopatía para resaltar la dimensión social de esta patología; desde sus orígenes fue una «locura» racional que atentaba sobre todo al cuerpo social. Y anteriormente fue concebida por J.C. Pritchard como locura moral o locura sin delirio por Philippe Pinel (Garrido, 2000). En este sentido, no podemos aislarla en tanto que problema individual.
El capitalismo actual con su promoción de la riqueza, el poder, la fama o el sexo; su necesidad –una vez anulado el deseo– de rebasar todo límite; este tipo de gratificación como motor del progreso social adoctrina mentes psicópatas. Personas incapaces de satisfacción, con la lógica de «siempre más», guiadas por los impulsos y las gratificaciones inmediatas, negando toda limitación, toda norma, toda otredad.
La psicopatía en la política es producto generalmente de tres factores: 1) uno o varios líderes psicópatas 2) una parte de la población que busca en la identificación con esos líderes una compensación a sus carencias, obediente con las consignas emanadas del poder 3) la existencia de psicópatas criminales que realicen «el trabajo sucio» de asesinar, torturar, exterminar (Garrido, 2000).
Las formas «democráticas» occidentales han permitido la existencia de un modo de hacer política psicópata. Formas políticas bifrontes porque por un lado se benefician de la corrupción y por otro lado «limitan» los efectos de la crueldad. Estas formas «democráticas» cuyo garante era el estado, están sufriendo una profunda metamorfosis que ha comenzado con la desaparición del estado, la ruptura del contrato social y el favorecimiento de la esclavitud. La política psicópata doma a sus víctimas, pues se trata de doblegar a la población en general.
La prostitución: bisagra entre machismo y capitalismo
Desde la visión neoliberal, toda interferencia del estado para regular las leyes del mercado debe ser eliminable. La aplicación de este principio neoliberal al patriarcado en materia de sexualidad hace que la finalidad del deseo sexual masculino sea «la libertad sexual absoluta, es decir, acceso sexual ilimitado a todas las mujeres a quienes encuentre deseables» (Fromm, 2008, p. 67). Así el neoliberalismo y el patriarcado entroncan en el erróneo concepto de libertad entendido como injerencia estatal a la libertad individual, por encima de la colectiva. De la misma manera que se trata de liberar al mercado de todo principio regulador, en el mercado sexual, se trata de liberar la práctica sexual masculina de todo principio regulador, de tal manera que la mercancía sexual –la mujer– circule libremente, siguiendo «las leyes del mercado». Un mercado que se regula «automáticamente», eliminando así la necesidad de usar la fuerza. En las «sociedades avanzadas», la satisfacción de las necesidades individuales se ha decidido por la fuerza, complementada por la tradición social y religiosa, constituyéndose en fuerza psíquica interiorizada, de tal manera que en muchos casos la fuerza física se hace innecesaria. El funcionamiento económico del mercado se cimenta en la competencia y así es como la competitividad se transforma en trazo caractereológico del sujeto contemporáneo normopatizado. «En el imaginario perviven viejas ideas que, desde un marco proveniente del determinismo biológico, tratan de naturalizar la sexualidad masculina; junto con nuevos marcos de referencia propios de la sociedad de consumo y de la colonización neoliberal de los imaginarios en términos de “libre mercado”» (Ranea, 2019, p. s73).
Existen dos maneras de relacionarse con un objeto, desde su plena concreción, a través de la cual el objeto se nos aparece con todas sus cualidades específicas, no habiendo así ningún otro objeto idéntico. O de una manera abstracta, teniendo en cuenta sólo las cualidades que tiene en común con todos los otros objetos del mismo género. Pues bien, esta cultura occidental postmoderna, se ha centrado casi exclusivamente en las cualidades abstractas de la mercancía. Así, la mercancía –incluidas las personas– es valorada bajo una actitud de abstracción cuantificante, olvidándose de su concreción y singularidad. Su esencia ya no es su naturaleza humana concreta, sino una abstracción que puede expresarse en cifras. Esta es la base de la cosificación y deshumanización. En este sentido, en el mercado de la prostitución, la mujer, como mercancía sexual, importa en la medida abstracta y cuantificable de su uso y disfrute. Y su cualidad principal es el valor de cambio.
Así pues, la prostitución se encuentra en la encrucijada de la violencia de género patriarcal y las lógicas consumistas y economicistas que en este siglo han encontrado su hábitat natural en la economía criminal. De esta manera el capitalismo neoliberal ha reforzado los patriarcados contemporáneos, marcados por la lógica extractiva y destructiva, además de parásita. Sobre todo en parte por esa característica del mercado cuya capacidad para articular las demandas patriarcales se torna ilimitada. En otras palabras, la prostitución ayuda al sostenimiento del orden patriarcal, perpetuando y fortaleciendo los desiguales roles de género, además de generar beneficios ingentes. Así, pues «Se puede afirmar que es una institución a través de la cual se ordenan las relaciones de género de una determinada manera, que sigue patrones patriarcales, capitalistas y colonialistas, y por tanto, es útil para el mantenimiento del status quo. Un status quo que se representa en un modelo concreto de masculinidad (hegemónica).» (Ranea, 2019, p. s64)
Con la revolución de los años 60, la corporalidad comienza a vivirse como libertad sexual y empieza a cultivarse el cuerpo. En este sentido, el cuerpo se entiende como capital en el que invertir y como objeto de consumo y de exhibición. Como Baudrillard (2009) explica, con la expansión de la sociedad de consumo, el cuerpo en sí se mercantiliza y se convierte en un objeto más de consumo. No obstante, lo que nos percatamos ahora es que la liberación sexual fue realmente entendida desde un punto de vista masculino. Y en ese aspecto, en el imaginario masculino, se (re)interpreta la prostitución como el culmen de la liberación sexual femenina, mujeres libres que viven libremente su sexualidad. Esa imagen de mujer moderna y liberada con independencia económica y personal mediante la cual se describe en ocasiones a las prostitutas es una máscara que tiene por función disimular los valores y estereotipos que tradicionalmente han oprimido a las mujeres (Ballesteros, 2001 en Ranea, 2019). Los clientes solamente viven su sexualidad con libertad, ya que por la transacción económica, estos pueden disfrutar de los servicios sexuales de la mujer prostituida. El único límite es el monetario. En este sentido puede afirmarse que la liberación sexual puede entenderse según patrones masculinos. (Cobo, 2017). Las mujeres prostitutas en sus discursos en general no viven la prostitución como una forma de desarrollo sexual; sino como algo mecánico y no deseado.
La prostitución no va de sexo sino de poder, de derecho sobre los cuerpos de una parte de la población del planeta claramente discriminada por su género. Hablamos de la apropiación de los cuerpos y de funciones de estos. Va de desmembrar los cuerpos femeninos para utilizarlos. La prostitución va de esclavitud, de pobreza, de necesidad, de inmigración, de guerras. El sexo, como cualquier otra actividad humana, tiene un carácter simbólico y la prostitución, simbólicamente, es una violación; es violencia además de poder y dominio. Eleva a derecho y exigencia la sexualidad masculina. Siguiendo con el aspecto simbólico, que el cuerpo de la mujer es un campo de batalla, tampoco es una idea ajena. Por un lado, la violencia sexual ha sido y sigue siendo una «táctica de guerra» que deja en la vida y cuerpos de las mujeres unas secuelas devastadoras. La prostitución además de constituirse en violencia directa, representa también una forma de violencia económica, estructural puesto que la prostitución se cimenta sobre la pobreza y la exclusión. Y la reproduce.
Resulta difícil justificar determinadas acciones criminales, como por ejemplo la prostitución, si no media una estructura psicopática que la permita como los son en este caso la mente patriarcal y el neoliberalismo. Y también, esta no puede existir sin que «hombres comunes» actúen como psicópatas. Harían falta estudios más profundos sobre las personalidades de los prostituidores. Tras un somero análisis de discurso a partir de los comentarios en blogs y de algunos discursos, se puede observar en general un potencial antisocial (rasgos psicópatas) así como una orientación autoritaria, autoritarismo y una moralización. Como potencial antisocial, destacamos la falta de empatía, los valores morales antisociales y la exclusión moral, esto es, la exclusión de la aplicación de los valores morales como los derechos humanos a ciertos grupos, las prostituidas. De algunos estudios se desprende un autoconcepto pobre, fácilmente amenazado y una visión hostil, paranoide, del mundo (Gómez y Verdugo, 2015). Destaca en ellos grandes frustraciones, dificultades económicas y falta de confianza. Muchos de ellos muestran una orientación cognitiva a la agresión, una falta de autoconciencia y autoaceptación. Y muestran una orientación autoritaria, es decir, personalidades autoritarias (Ibid).
El machismo como cultura antisocial (psicópata), cosifica, deshumaniza lo femenino. La deshumanización viene del lado de animalizar lo femenino, de generalizarlo, de abstraerlo y hablar indistintamente de mujeres, de disociación entre la emocional y lo racional, entre lo corporal y lo mental. El machismo fomenta la guerra de sexos. Está en abierta guerra con las mujeres. Está tan incrustado en la cultura que prácticamente ninguna persona escapa a ella. Quizás por eso, no haya un perfil sociológico del prostituidor, pero si trazos psicopáticos.
La pornografía parece constituir el principal medio de «educación sexual», a partir de la cual, se deshumaniza a la mujer, convirtiéndola en un «producto penetrable por el hombre» (Cobo, 2017, p. 88). Así se la despoja de toda subjetividad, se la cosifica. La pornografía se constituye como la violencia simbólica por excelencia, a través de la cual se propaga una mujer hipersexualizada al servicio del placer masculino. Así pues, pornografía y prostitución representan ambas «instituciones constitutivas del patriarcado». En ellas, se sexualiza la violencia y la muerte en el cuerpo femenino.
¿Prostitución o pederastia?
Que la prostitución, desde la perspectiva del prostituidor, remite fundamentalmente a una perversa disfunción social y cultural, además de individual, la hemos puesto de manifiesto viendo todos los criterios diagnósticos en tanto que psicopatía y perversión’. La prostitución para las mujeres en general, es una experiencia sexual no deseada, vivida por muchas como abusiva y violenta, puesto que requiere la utilización de estrategias manipuladoras para ejercerse. Quizás en donde esta patología se ve más clara es en la prostitución pederasta, etiquetada como parafilia, perversión psicópata por excelencia.
Un fenómeno que llama la atención es que cuando se habla de prostitución, se habla de mujeres y niñas. Efectivamente, cada vez la edad de las mujeres prostituidas desciende, particularmente en los países del cono sur del planeta o conocidos como tercermundistas. En estos países la prostitución infantil (niñas fundamentalmente) está tanto o más demandada que la femenina. Se habla de turismo sexual infantil; en aumento. La causa principal es económica: las necesidades, la falta de oportunidades, la escasa o nula educación. No obstante, la prostitución infantil no ha aumentado solamente en los países tercermundistas sino también en los primermundistas. «Se va hacia una pedofilización de la prostitución» (Richard Poulin en Cobo, 2017, p. 105).
Por lo tanto, más que prostitución infantil, se trata de pederastia, que sí está tipificada como delito. Se trata de abuso sexual a menores, no de prostitución. Este delito, queda claramente definido, como toda conducta en la cual la persona menor es utilizada como objeto sexual por otra persona con la que existe una relación de desigualdad en lo referente a la edad, poder o madurez. Es decir, que cuando la prostitución concierne a la infancia, en ella sí se reconoce explícitamente la cosificación de la persona, la desigualdad, así como las relaciones de poder y dominación y el no consentimiento. Ahora bien, si la prostitución adulta es violenta, la infantil resulta aún más cruel, porque además del abuso sexual, en ciertos países concierne a la trata, la esclavitud, el secuestro, la muerte, la violencia. Este tipo de prostitución es considerada como una violación de los derechos humanos, análoga a la esclavitud y el trabajo forzado.
La principal diferencia entre la prostitución infantil y la adulta parece radicar en el consentimiento, en el contrato. Es decir, que la persona adulta por ser adulta, se interpreta que consiente, que es capaz de contratar libremente. Ahora bien, como hemos visto, es difícil hablar de prostitución «libremente consensuada» en la trata, la inmigración y la pobreza, que constituye más de un 80% de la prostitución total y global. A este argumento añadimos el trabajo de Carole Patteman (1995), sobre el contrato sexual, el cual no existe desde el momento en que hay relaciones de dominación y subordinación. En otras palabras, es imposible un contrato, y por extensión un consentimiento libre cuyo marco de actuación es el contrato, entre víctima y verdugo. Desde un punto de vista legal, solo las personas incapacitadas no tienen capacidad para contratar. Las personas menores de edad, son capaces, aunque los «contratos consentidos» firmados por menores pueden anularse. En otras palabras las personas menores no son absolutamente incapaces. Partiendo pues de la perspectiva teórica de la incapacidad de establecer un contrato de libre consentimiento en relaciones de subordinación, la prostitución adulta puede definirse exactamente como la infantil: toda conducta en la cual la persona prostituida es utilizada como objeto sexual por otra persona (que paga) con la que existe una relación de desiguadad en lo referente a la edad, poder, madurez. En la prostitución tanto adulta como infantil hay cosificación, desigualdad, relaciones de poder y dominación. Se trata de un abuso, es decir ab usus o uso excesivo, impropio, injusto, perverso, indebido. Suponen un atentado contra los derechos humanos. Y por lo tanto a abolir.
Notas
1. Término utilizado por la psiquiatría clásica, la psicopatología y la sexología para designar un conjunto de prácticas sexuales que no se ajustan a lo socialmente establecido como normal en la época.
2. Extraído de un resumen del Seminario-encuentro “Movimiento en las bases: transfeminismos, feminismos queer, despatologización, discursos no binarios”, sesión 3. http://ayp.unia.es/index.php?option=com_content&task=view&id=649.
3. «Incapacidad de aprender de la experiencia» (Ibid, p. 41), por otra parte, muy propia de la psicopatía.
4. El 99, 7% de la totalidad de clientes, son hombres (Ranea, 2019).
5. Término con el que se designó al «éxodo judío».E
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