La hostilidad

Sandra Russo
Periodista
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Mucha gente sabe cuál es el origen del gesto de darse la mano como forma de saludo: mostrarse desarmado. Esa convención sencilla y extendida en medio mundo es ejercitada diariamente por millones de hombres y mujeres que ignoran completamente por qué lo hacen. Se dan la mano porque viven en culturas que incluyen ese saludo como una de sus tantas formas de ceremonial cotidiano. Esos hombres y mujeres se dan la mano porque se reconocen parte de esas culturas, aunque nunca hayan sabido que si ese gesto existe, significa sobre todo, en capas subterráneas del entramado cultural tejido con vidas y muertes y victorias y derrotas y tiempo, que hubo una vez en que el acercamiento entre dos desconocidos ponía en peligro la vida, y estar armado y atacar o ser atacado por traición no era la excepción sino la regla. Saludarse con la mano es el fruto de una evolución cultural, porque es un gesto que nació recién cuando se llegó a un grado de conciencia que permitió concebir que un desconocido no es necesariamente una amenaza. Fue cuando a la idea de invasión se le pudo superponer la idea de asociación.

La humanidad, desde sus albores, ha sabido mucho más de guerra que de paz. Como especie, venimos de la guerra, del vertimiento de sangre como parte de la lógica de la supervivencia. En mi libro Lo femenino, uno de los ensayos se refiere específicamente a esa extraña bifurcación que hizo que los humanos evolucionáramos desde el patrón chimpancé, y no desde el patrón bonobo, con el que también compartimos el 98 por ciento de nuestro ADN. La organización bonobo se traslada a otra dimensión posible de la existencia, porque sus vidas transcurren entre costumbres que evitan los asesinatos, las violaciones y el derramamiento de sangre. Allí donde los chimpancés libran una sangrienta lucha territorial, los bonobos hacen una orgía. Sus hembras y sus machos son bisexuales. Ellas tienen el clítoris un poco corrido hacia adelante, de modo de facilitar los intercambios al paso, el “hoka hoka”, porque la tensión social la aligeran con sexo. Pero más allá de que los bonobos viven vidas alegres e hipersexuadas, o quizá como un correlato o un complemento, son una especie muy empática. Saben ponerse en el lugar del otro. Cuando las hembras, que viven siempre en alianza, intervienen en una pelea para detener a un macho alfa, es para detenerla antes del derramamiento de sangre. Tanto machos como hembras demuestran sentir algo así como piedad por sus enfermos y sus ancianos, a los que ayudan y asisten hasta que mueren.

Franz de Waal, el primatólogo holandés que hace décadas trabaja con bonobos y ha escrito un libro sobre la empatía animal, se preguntaba en otra de sus obras si el impulso de ayudar al débil no provendrá de algo pre político e incluso pre moral. Y si es así, reflexionaba, por qué no ver a los bonobos como una prueba de que evolutivamente tenemos dentro nuestro una zona que ha quedado en suspenso desde que la humanidad se inclinó por resolver sus diferencias a través de la guerra. No se trata sólo de la guerra literal, justo ésta que nos pende arriba de la cabeza mientras Macri habla de limones, sino de la vida misma como una acepción de guerra contra el otro, de la vida como un ejercicio permanente de hostilidad.

En otro libro sobre el que ha trabajado anteriormente, Hospitalidad, Jacques Derrida explicaba, precisamente, que la palabra hostilidad, así como la palabra hospitalidad, tienen una misma raíz griega. Y eso a su vez evidencia un sendero de caminos que se abren: la pregunta sería “¿Qué hago con el otro?”, y en el lenguaje aparecen marcadas con claridad las dos opciones: soy hospitalario o soy hostil.

Un pensamiento derivado de Derrida al respecto también viene a cuento ahora que nuestros recursos naturales han sido dados como garantía de un pago de deuda que será impagable y nos ubicará en situación de colonia: sólo pueden ser hospitalarios aquellos que realmente se sientan dueños de casa, porque la hospitalidad florece sólo allí donde hay soberanía. Los que no están seguros de su propiedad, pertenencia, permanencia, derecho, linaje, etc., siempre históricamente han optado por la hostilidad.

Vivimos diariamente la hostilidad. El mundo se pone más hostil diariamente, y este país se hace irrespirable. El bloqueo total de empatía causa dolor psíquico. Estamos sumergidos en un clima de desprecio intelectual y carnal por todos, desde una ex presidenta de la democracia a los docentes, a los estudiantes, los jubilados, los inmigrantes, las mujeres, los trabajadores, los pobres, los sindicalistas. Es agobiante. Macri y sus funcionarios no se toman en serio el dolor que provocan. No se compadecen. Se burlan, como Macri se burló de los jubilados que veían porno y los botoneó.

La hostilidad institucional hacia los ciudadanos, el imperio de la ley del más fuerte, la mentira revestida de noticia de medio concentrado, la persecución ideológica, el veneno que apesta de los trolls que trabajan para la presidencia, todo nos envuelve en el reverso del amor. El intento de linchamiento en Santa Cruz, el estruendoso silencio posterior de dirigentes que deberían haber gritado; el hincha de Belgrano asesinado frente un estadio indiferente; los vándalos en plazas de provincia o municipios prendiendo fuego a indigentes; los desarrapados alzando sus manos para obtener un poco de lechuga que los productores tiran porque ellos mismos están siendo tirados afuera del sistema; Araceli, el nombre del femicidio de esta semana, con su correspondiente presunto femicida pidiendo hace una semana mano dura… ¿No hay conexión? Claro que la hay.

El macrismo le levanta cada día el pulgar a los instintos más bajos de esta sociedad. Desde hace un año y medio, este país saqueado, hipotecado, destruido, es un reino de hostilidad en el que institucionalmente se desparrama violencia y permiso para dañar. En el fondo, esa violencia cotidiana termina siendo una pantalla de horror que a su vez sirve para esconder el otro cuerpo del delito, el que cometen sin parar, y que precisamente se apoya en el desprecio que el macrismo experimenta en definitiva por la Argentina. La violencia tapa la entrega, y la entrelínea de sus beneficiarios directos. El proyecto del macrismo necesita la violencia como el ilusionista necesita que el público parpadee: es en ese instante en el que él hace el truco.

Por gentileza de Página|12