La maldad contemporánea

Rafael Pinilla Sánchez
Licenciado en Historia del Arte, Máster en Estudios Avanzados de Historia de Arte y Diploma de Estudios Avanzados (DEA) por la Universidad de Barcelona
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Genitales de las víctimas de choques. Empleando piezas
de ensamble —construidas con fotos de (a) cuerpos no
identificados de víctimas de accidentes, (b) tubos de escape
de Cadillac, (c) las partes bucales de Jacqueline Kennedy—
se pidió a los voluntarios que armaran la víctima ideal.

J. G. Ballard, «La Exhibición de Atrocidades»

Este artículo se aproximará al análisis de distintas manifestaciones artísticas más o menos actuales que tienen como principal denominador común el uso de un discurso abiertamente violento. De hecho, y adelantándonos a posteriores conclusiones, da la sensación de que el artista contemporáneo tiene mucho ganado si se apoya en lo explícitamente violento. Lo atroz y lo abyecto se ha acabado convirtiendo en algo totalmente normal y aceptado; unas veces para intentar escandalizar a quien se deja escandalizar, y otras veces para reflexionar sobre cuestiones algo más alejadas de la inmediatez comercial que algunos buscan con la efectiva y efectista estrategia de lo violento.

Precisamente en este punto se mostrarán distintas disciplinas y opciones artísticas que van desde la convincente reflexión, hasta el mero exabrupto con la simple intención gamberra. En todo caso es bueno recordar que la valoración última que desde aquí se realizará es totalmente personal; el arte, como dijo alguien, es algo esencialmente humano, en consecuencia la opinión sobre éste ha de ser también esencialmente personal.

El fenómeno Saatchi

En los últimos años ha tenido especial resonancia mediática la colección del magnate multimillonario de origen iraquí Charles Saatchi. Este peculiar personaje de carácter esquivo se dedica a promocionar y a comprar por ingentes sumas de dinero arte abiertamente escandaloso. Seguramente Saatchi no invertiría su abultada fortuna en promocionar arte-escándalo si no supiera de antemano -como avispado hombre de negocios que es- que esas mismas obras le reportarán pingues beneficios económicos.

Una de las exposiciones que mostraba la particular colección del magnate fue Sensation. En esta ya casi «legendaria» muestra exhibieron sus piezas artistas hoy sobradamente reconocidos como Damien Hirst, los hermanos Chapman o Tracey Emin entre otros. Más que las obras expuestas, lo realmente destacable de Sensation fue el descomunal escándalo que se llegó a formar por culpa una serie de piezas que se metían en terrenos deliberadamente ambiguos. Figuras salvajemente mutiladas, vírgenes elaboradas con excrementos, o cabezas moldeadas con sangre, se encargarán de molestar debidamente a un importante sector del público.

Entre muchas de las piezas expuestas que tenían asegurada su correspondiente cuota de escándalo destacaba «Myra» de Marcus Harvey. «Myra» no era más que el retrato de Myra Hindley, una señora de la que no sabríamos nada si no se hubiera dedicado a asesinar brutalmente a un buen número de niños. No es la primera vez que un asesino en serie adquiere cierto protagonismo estético Charles Manson es un conocido precedente, lo que si parece más atípico es el escaso margen de tiempo transcurrido en que la imagen del asesino en cuestión se convierte en icono artístico.

La obra de Harvey indignará profundamente a un público poco acostumbrado a este tipo de devaneos perversos tan habituales hoy día. De todos los que alzarán el grito al cielo contra «Myra» quizás el sector más molesto será el de los parientes de los niños asesinados; la madre de uno de ellos llegará a decir que la obra representa «la glorificación del asesinato». Glorificación o no, lo que al final sucederá es que esta muestra de arte-escándalo se convertirá en todo un éxito, tanto para los artistas como para el bolsillo excéntrico mecenas.

Hace pocas semanas Charles Saatchi abrió la nueva y flamante Saatchi Gallery junto al Támesis. Las expectativas de este nuevo espacio es atraer un millón de visitantes anuales y de paso desafiar a la «trasnochada» Tate Modern. Como era de esperar el día de la inauguración oficial ya se produjeron las airadas quejas de rigor, a pesar de ello no faltaron ilustres invitados que dieron brillo al acontecimiento; la modelo Sophie Anderton, la hija del bueno de Mick Jagger; Jade Jagger, o el político del partido conservador Michael Howard no dudaron en darse un saludable baño de modernidad.

Ultraviolencia sonora

Siempre se ha dicho que de todas las artes la música es la que posee un componente más abstracto. Esta insultante obviedad habría que matizarla según el tipo de música a la que hagamos referencia. El caso que nos ocupa en este punto posee un importante contenido de mensaje explícito; un mensaje que da poquísimo margen a ciertas lecturas tangenciales que algunos críticos han pretendido.

Whitehouse es una formación que apareció a principios de los 80 tras la estela del punk y de bandas más o menos experimentales como Throbbing Gristle o los primeros Cabaret Voltaire. Parece ser que la principal «revelación» de la embrionaria banda vendrá precisamente de la mano de Throbbing Gristle y del andrógino Genesis P. Orridge. Militando en la misma estrategia de la utilización del ruido en bruto y de unos textos que se reconcilian con la pederastia, la misoginia, la violación, o los asesinos en serie (otra vez el psycho-killer), Whitehouse pretenderán ir aún más lejos que sus aventureros amigos.

Un disco dedicado a un campo de exterminio, al «compañero» Peter Kurten -el tristemente conocido como «Vampiro de Dusseldorf»-, o al maltrato infantil, son por citar tres ejemplos, la típica temática con la que uno se puede topar en las grabaciones de este trío. Además de cierto discurso conceptual, la música de Whitehouse se basa en un 50% en el simple colapso sonoro y en la estridencia más o menos elaborada; en muchos de sus discos se puede leer el siguiente aviso en letra pequeña: «Warning: Extreme electronic and acoustic music, please acquire with due caution». Hay que decir a favor del rótulo que la advertencia en muchos casos no es gratuita; Whitehouse suele trabajar con frecuencias límite para colapsar y de paso aturdir lo máximo posible al sufrido oyente.

Esta estética de la agresión se ve eficazmente respaldada por muchos de los textos que el cantante masculla con su enlatada voz. En el lp «Mummy and Daddy» encontramos unas letras que indignarían a más de una mujer: «You’re nothing, cunt’s nothing, nothing, zero, just remind yourself (…) you’re a disgrace, you’re a total disgrace…». Además de estas profundas y elaboradas letanías, la banda presenta a veces sus discos con una imaginería que se mueve entre lo inquietante y lo ambiguo; en este sentido los perversos dibujos de Trevor Brown ayudan a poner el punto óptimo de calculada «maldad».

La utilización masiva del ruido y la búsqueda de su violenta inmediatez no hace más que encubrir un pobre discurso repetido a estas alturas hasta la saciedad. Si bien en sus primeros discos y conciertos Whitehouse aún podían convencer o incluso asustar a alguien, hoy día reivindicados como banda de culto y con apariciones en intelectualizados eventos, se han acabado convirtiendo en una patológica caricatura. En este sentido el «mensaje» de Whitehouse no se podría presentar formalmente de otra manera; en los tiempos que corren la estridencia y el ruido anulan convenientemente cualquier intento de una seria reflexión crítica. Sin duda es aquí donde Whitehouse se muestran realmente eficaces.

Terapias contra la esquizofrenia

Debió cambiar considerablemente la vida de alguien como David Nebreda cuando a los diecisiete años de edad le diagnosticaron una esquizofrenia paranoide. De hecho, la existencia de este atormentado personaje ha estado marcada profundamente por un agudo desequilibrio mental que intentará exorcizar de alguna manera a través de su arte.

Nebreda realiza cuando puede fotografías; se autorretrata de forma peculiar reflejando un universo mental al que le viene bien adjetivos como sanguinario, atroz o brutal. Además de «documentar» de forma casi insoportable el extremo deterioro físico de su organismo, este artista no duda en especular con el dolor y la herida que el mismo se provoca en el maltrecho cuerpo. Junto al protagonismo de este cuerpo enfermo, lacerado o violentado, todo un mundo de elementos y símbolos conviven en su obra. Así, sangre, excrementos, fuego, o ceniza aparecen a veces junto a velas, espejos, o lechos en unos espacios de una angustiosa y terminal atmósfera.

No vale la pena que nos extendamos demasiado en las características formales de las fotografías de Nebreda. No obstante, hay que remarcar que las obras de este outsider presentan una calidad sorprendente; esta cuestión posiblemente haya que vincularla a la formación académica que recibirá en la facultad de Bellas Artes de Madrid. Es quizás por ello que la historia del arte aparece muchas veces como referente -buscado o no- en la obra de Nebreda; un ojo entrenado podrá encontrar citas más o menos evidentes a la pintura gótica, al renacimiento o al barroco hispánico.

La obra de este enfermo mental es poco conocida en España, sin embargo en Francia han tardado poco en echarle el ojo; en 1998 se expondrá por primera vez en el país vecino las fotografías de Nebreda provocando sensación en los «entendidos» ambientes parisinos. Además de distintas exposiciones y conferencias sobre su obra, se ha llegado incluso a publicar un libro con la práctica totalidad de su trabajo fotográfico. El aval definitivo vendrá de la mano del propio Baudrillard, el cual llegará a escribir sobre Nebreda en uno de sus últimos libros.

El universo de David Nebreda se aleja de un exhibicionismo violento fácil o gratuito; esta impregnado como pocos de un profundo malestar existencial y psíquico que sobrepasa cualquier lectura superficial. Su fotografía tiene poco que ver con exabruptos postizos que tanto abundan en algunas propuestas contemporáneas. Sería una lástima que el «reconocimiento oficial» de su trabajo acabara neutralizando la enorme intensidad de su obra. Aunque quizás esto ocurriría si nos moviésemos dentro de los parámetros normales; y hay que recordar a favor de Nebreda que su obra es producto de su inseparable anormalidad mental. Es por eso por lo que su fotografía resulta tan sincera.

Viñetas snuff

La crítica del cómic underground dedica elogios de forma unánime a Miguel Ángel Martín. Este enfant terrible de las viñetas lleva a sus espaldas más de veinte años de trabajo en el campo de la ilustración independiente; títulos como «Psycho Pathia Sexualis», «Snuff 2000», o «Brian The Brain» se han acabado convirtiendo en aclamadas obras de culto.

El mundo de Martín está impregnado de referencias literarias, cinematográficas o incluso musicales. En sus cómics se puede encontrar la huella más o menos evidente de escritores como Burroughs, Ballard, Lovecraft o Sade entre otros tantos. También el cine de Cronenberg y la música de Whitehouse o Esplendor Geométrico se reflejan a menudo en el peculiar universo Martín. Este universo nos presenta a unos seres muchas veces sofisticados, que se mueven en espacios modernos y de fría arquitectura, casi siempre en contextos de deliberada neutralidad anglosajona. Muy a menudo una mirada documental o de estudiada asepsia impregna unas historias donde cualquier dramatismo o pathos ha sido eliminado por completo.

Cuando asoma el humor en las historietas de Martín, se trata de un humor cargado de cinismo, ambiguo, muchas veces sexista o incluso de abierta misoginia. Su lenguaje se mueve en un terreno de una cierta corrección literaria, alejado de excesos coloquiales o de cualquier pretensión poética. Se ha dicho que el cómic de Martín engulle con tranquilidad desde actitudes postmodernas o surrealistas, hasta todo el universo propio de la contracultura. Posiblemente habría que mirar con gran angular el discurso de Martín para detectar la huella de alguien como Breton; en cambio menos esfuerzo tendríamos que hacer para toparnos con otra retórica más próxima a una «segura» y superficial inmediatez.

En la portada de «Psycho Pathia Sexualis» encontramos chillonas advertencias como «Extreme!, ¡El Komik mas violento y repugnante jamás dibujado!. ¡¡Incluye dos historietas inéditas nunca publicadas por su brutalidad!!». Tampoco tiene desperdicio lo que vemos la cubierta de «Snuff 2000»; «25% Psycho Sex, 75% Ultraviolencia», o en «Keibol Black»; «Historias de violencia psicológica para jóvenes europeos». Estas vistosas advertencias atraen a un público afín al universo gore y derivados; de hecho por mucho que pretenda un sector de la crítica, el discurso de Martín está anclado en esa particular cultura del exceso más epidérmico. Pederastia, mujeres torturadas ante un objetivo, asesinos en serie que sodomizan a niños, o actos de coprofagía en trajes de vinilo forman parte recurrente del mundo de Martín. Este mundo tratado continuamente con la misma fórmula de calculada frialdad o de impostada perversión sofisticada, acaba por «quemar» cualquier intento de querer reflejar un sistema social en crisis. En todo caso Miguel Ángel Martín también se dedica a hacer otro tipo de cómic no tan explícitamente violento. El mejor autor aflora precisamente en estos trabajos, unos trabajos por lo menos más alejados de esa estudiada y previsible maldad.

Distanciamiento y shock

Posiblemente el campo del celuloide es terreno abonado hoy día para todo tipo de excesos y orgías violentas. El cine ofrece en bandeja la violencia en sus más diversas formas al gran público; dentro de las infinitas variables de esta violencia cinematográfica se encuentran casos tan incómodos como el de Michael Haneke.

Haneke es un cineasta de escasa proyección en las salas comerciales de nuestro país; su filmografía se reduce a unos pocos títulos entre los que destacan»Código Desconocido», «Funny Games» o «La Pianista». Quizás sean estas dos últimas películas las que mayor impacto han generado entre el público y la crítica; este impacto se debe entre otras cosas al especial tratamiento que Haneke proporciona a la violencia en sus films. El lenguaje de este cineasta resulta realmente efectivo a la hora de incomodar al espectador poco preparado; parece ser que en Madrid se tuvieron que asistir a más de 20 personas por ansiedad durante la proyección de «La Pianista». Este dato que podría proporcionar una buena publicidad a las películas de Haneke, no compromete -por ahora- el trabajo del director con ese fenómeno tan rentable hoy día de la comercialidad del escándalo.

En los films de Haneke se puede encontrar una influencia velada o explícita de directores como Fassbinder, Bergman o el Kubrick de «La Naranja Mecánica». Sin embargo el discurso formal del director austriaco se mueve en un terreno realmente particular en el actual panorama cinematográfico. Las historias que nos muestra Haneke presentan unos argumentos de evidente sencillez; en «Funny Games» dos tipos se dedican a torturar a felices y acomodadas familias, en «La Pianista» el protagonismo recae en una patológica relación con tintes sado masoquistas. Estas crudas historias se nos presentan con una mirada que evita cualquier juicio moral, una mirada totalmente externa y deliberadamente distanciada. La fórmula de Haneke se basa precisamente en esta visión quirúrgica y casi entomológica de una violencia extraña o límite.

Con un lenguaje cinematográfico donde se potencian los planos fijos y sostenidos o el alargamiento de escenas hasta lo imposible, el director supera el «aburrimiento» con la inclusión de escenas de una angustia y violencia casi insoportable.

Curiosamente la violencia que nos puede mostrar el cine de Haneke, se hace unas veces fuera de campo o elípticamente, y otras a una distancia donde se presenta sin ningún detalle o simplemente se intuye lo que esta pasando. El destinatario final de esta violencia resulta ser únicamente el sufrido espectador. Haneke parece poner a prueba la resistencia del público con una calculada violencia; un público que se transforma en incómodo voyeaur de un mundo turbador.

Michael Haneke parece basar su estrategia en combatir la violencia espectacular y como mercancía de consumo con otro tipo de violencia. Da la sensación que su mirada revela lo aberrante de esa violencia-espectáculo que consumimos a diario y en cualquier formato. Mediante el distanciamiento y el shock Haneke nos muestra hasta donde puede llegar la violencia retándonos a soportarla tranquilamente sentados desde nuestra butaca. Posiblemente este cine es el que actualmente se muestra más «comprometido» con la gratuidad violenta; en todo caso bueno sería matizar que este cine sería el de Haneke, los que han aparecido después intentando imitar burdamente su discurso estarían en el otro lado.

Generación-X y psycho killers postmodernos

Bret Easton Ellis vende casi tantos libros como Patricia Highsmith. Además de sus abundantes ventas el fenómeno Ellis supera lo estrictamente literarario; odiado y amado a partes iguales, este joven norteamericano ha llegado a ser calificado como portavoz de una generación.

Nacido en 1964, Ellis se educará en el seno de una familia con pocas dificultades económicas. Aficionado al rock y sus derivados tocará el teclado en un mediocre grupo que se disolverá sin pena ni gloria. Si sus devaneos musicales acabaron en fracaso, pronto dará el salto a la fama en el campo literario; siendo todavía un joven veinteañero publicará su primera novela; «Menos que Cero». La obra se convertirá en un éxito rotundo; en Estados Unidos fue comparada por la crítica como «El Guardián del Centeno de los años 80» y rápidamente se convertirá en un best-seller.

En esta primera novela el joven Ellis refleja los excesos de un puñado de jóvenes pudientes; fiestas interminables, sexo en todas sus variantes, droga abundante, y como no, violencia gratuita. Se dice que «Menos que Cero» es un retrato generacional, es la radiografía de una descarriada Generación-X que no tiene valor alguno y que no cree en nada ni en nadie. Ellis ya muestra en esta obra el estilo literario que posteriormente lo definirá; narración en presente y primera persona, tono desapasionado y frialdad descriptiva casi clínica, citas constantes al universo pop, y una importante cantidad de sexo y violencia irracional.

Después de publicar «Las Leyes de la Atracción»que no obtendrá el éxito de la anterior novela Ellis se trasladará a Nueva York donde se dejará ver por los ambientes más cool y sofisticados de la ciudad. Unas veces con modelos, otras con ricachones de dudosa herencia, Ellis se enganchará a la vida ociosa de la «alta sociedad» y al consumo desaforado de todo tipo de substancias. En este contexto y después de una profunda depresión nerviosa se publicará «American Psycho». Sin duda «American Psycho» es la obra más exitosa de Ellis y de paso la que más problemas en principio le causará al autor. La novela narra las andanzas de un joven y adinerado yuppie que es triunfador de día y asesino en serie de noche. La simplicidad argumental se suple con detalladísimas descripciones de firmas caras de ropa, de electrodomésticos, y por supuesto, de brutales asesinatos. Sin cambiar el tono narrativo el protagonista describe sus temas preferidos de Genesis y a continuación la violenta ejecución de una víctima ante un objetivo. En el libro no falta desde un capítulo dedicado a Huey Lewis and the News, hasta otro donde el protagonista introduce una rata viva en la vagina de una mujer.

Las reacciones de grupos feministas o de sectores conservadores no se harán esperar; las represalias y presiones llevarán a Simon & Schuster -editora de Ellis- a negarse a publicar la novela. A pesar de todo, Random House en un alarde de oportunismo se lanzará a la «aventurera» publicación de «American Psycho». Hay que destacar que el papel que jugará Ellis en el marketing de su obra será determinante; con declaraciones como que la novela era lo más autobiográfico que había escrito, o la publicación adelantada en prensa de los fragmentos más violentos, la astuta mercadotecnia de la provocación causará el efecto esperado. «American Psycho» volverá a estar en boca de todos reportando pingues beneficios a su autor; además la oportunista industria del cine norteamericano comprará a golpe de talón los derechos de la novela para llevar a cabo su versión cinematográfica.

La literatura de Ellis asimila los excesos de autores como Céline, Burroughs, Ellroy o Ballard. Con una prosa bastante más tosca que sus ilustres «precedentes», se dice que su transgresora obra supone una despiadada crítica a la superficial sociedad norteamericana. El propio Ellis dice sobre su obra; «La única responsabilidad de un escritor es consigo mismo, no con la sociedad, y el hecho de implicar que haya que hacer una novela responsablemente social me parece un concepto fascistoide». Con declaraciones de principios así, a lo mejor Ellis más que atacar al american lifestyle, lo único que hace es exorcizar sus excesos de rico yonqui o rendir cuentas con el estilo de vida en el que tan a gusto se encontraba. Además de engordar el bolsillo a Ellis, su literatura ha generado todo un universo de mediocres escritores que como él juegan a ser malvados.

La violencia tecnológica

Desde hace bastante tiempo en la escena se presenta abiertamente la violencia. Como los tiempos cambian, también cambian las formas de mostrar esta violencia; por eso D. A. Therrien y su equipo de torturados colaboradores nos ofrece todo un Apocalipsis de barbarie tecno violenta propio de un futuro nada esperanzador. Los espectáculos multimedia de Therrien están más o menos en consonancia con infinidad de propuestas escénicas que atraen ávidamente a un público que quiere estar a la última o simplemente darse un saludable baño de modernidad. En este sentido los espectáculos de Therrien podrían tener un paralelismo más o menos conceptual con determinadas obras de Liz Young o los multinacionales montajes de La Fura dels Baus y sus aguerridos chicos.

Con una siniestra estética industrial, algunas obras de Therrien presentan estructuras carcelarias donde los sufridos actores se someten a la implacable y férrea disciplina tecnológica. Las referencias a los campos de concentración o a la pasión cristiana, enfatizan un ritual que ante todo pretende cuestionar el perverso poder de la tecnología sobre el individuo moderno. Como el propio Therrien explica al respecto de «Mecanismo Ritual»; «…está la persona que golpea el cuerpo humano y la persona que es golpeada. La persona dominante… muestra que normalmente hay una fuerza dominante tras una gran parte de los dogmas que controlan la máquina. Sea esa persona un papa o un dictador, sigue habiendo una persona que controla el programa, y los demás solo pueden obedecerla. Por eso la idea de un hombre enjaulado. Es algo más que un cuerpo enjaulado: con gran frecuencia, lo que nos encontramos es un intelecto enjaulado, un intelecto prisionero dentro de la máquina».

Therrien con su aspecto de gurú se dedica a cuestionar el poder de la tecnología y la violencia que ésta ejerce sobre el hombre. En sus montajes el desvalido cuerpo del actor es golpeado como si fuese un mísero tambor mientras una avalancha ruidista aturde convincentemente al público. Además de la efectiva violencia sonora, también se producen peligrosas descargas eléctricas que acaban generando un caos industrial no demasiado apto para los que gusten de la «tranquilidad» del teatro clásico. A pesar de estos excesos escénicos tan postmodernos, la estrategia de violencia y shock que Therrien utiliza en sus espectáculos sirven para actualizar en cierta forma la vieja catarsis aristotélica. No en vano, obras como «Mecanismo Ritual» o «Comfort/Control» están barnizadas con un carácter ritual que ayuda a generar el adecuado pathos y que siempre queda resultón cara a la galería.

Si el bueno de Therrien no adoptara a veces un discurso tan mesiánico o redentor, sus espectáculos a lo mejor nos parecerían más sinceros. Con menos artificio y espectacularidad se podría enhebrar una misma reflexión; sin embargo en el mundo de la escena también la redundancia del efectismo ha entrado por la puerta grande; un efectismo que por otro lado sirve a todos para dejarnos contentos; las salas se llenan y los jóvenes van al teatro.

No es posible guiar a los hombres hacia lo bueno;
sólo puede guiárseles a algún lugar. Lo bueno está
más allá del espacio fáctico.

Ludwig Wittgenstein

Asimilando el horror

«Acaso tendría uno que confesar alguna vez que le complace la destrucción y las cosas se van al garete. 1945, por ejemplo, constituyó una vivencia importantísima para mí. Aquella hermosa sensación de ‘swinging country’ después de una niñez y una adolescencia muy restrictivas. Todo se va al garete, nada funciona ya. Fue el tiempo más hermoso». Los poéticos excesos del dramaturgo Heiner Müller reflejan sin tapujo alguno la eterna fascinación del hombre por la destrucción y la violencia. El artista siempre ha recreado el horror, pero da la sensación que el horror y lo abyecto se ha convertido en uno de esos lugares comunes por los que el artista contemporáneo transita con soltura. En el apartado anterior se han citado brevemente algunos ejemplos de artistas que basan su discurso en la violencia; se podía seguir enumerando una interminable lista que probablemente no nos llevaría a ningún sitio. Lo que si nos podría llevar a lo más parecido a una conclusión, sería precisamente la idea que desde aquí mantenemos; la idea del vínculo y la familiaridad que la creación contemporánea ha establecido con la violencia y el horror.

Adorno apelaba a la autonomía del arte, una autonomía que solo se podría lograr si este mismo arte no se sometiera de ninguna forma al sistema. Así, su propuesta fue radical; para evitar su integración y manipulación, el arte no tendrá que ser ni útil socialmente, ni fácilmente consumible. En esta propuesta evidentemente tendrá cabida un arte difícil y alejado de cualquier sensación agradable; para Adorno cuando el arte se muestra como algo opuesto a la sociedad y como algo difícilmente digerible por ésta, es cuando más actúa como un fenómeno social. Sus palabras resultan toda una declaración de principios para cualquiera que milite en el inconformismo estético: La felicidad en las obras de arte es una fuga precipitada, pero no tiene nada de aquello de lo que el arte se escapa; es siempre accidental, es menos esencial para el arte que la misma felicidad de su conocimiento: hay que demoler el concepto del goce artístico como constitutivo del arte». Y más adelante continúa: «El imperio hitleriano, y toda la ideología burguesa en general, nos ha dado la prueba de ello: cuanto más torturas se administraban en los sótanos, más cuidado se tenía de que el tejado estuviera apoyado en columnas clásicas».

La verdad es que no sabríamos que pensaría Adorno ante el panorama general. En la actualidad las instituciones oficiales y el poder económico se están encargando de hacer suyo cualquier discurso artístico que transite por el terreno de lo «anormal» y de lo «difícilmente digerible». La paradoja de todo esto es que precisamente lo «difícilmente digerible» se ha acabado convirtiendo en una propuesta descaradamente próxima al conformismo más burgués. Los tentáculos del poder se han encargado de absorber y asimilar tranquilamente cualquier discurso que enarbole la bandera de incómodo, difícil o molesto. Es por eso que el artista contemporáneo tendrá mucho ganado si se adhiere desde el principio a esta seguridad institucional.

Desde aquí no descubrimos nada nuevo con esta afirmación; de hecho son muchos los autores que han analizado esta inquietante cuestión. El horror y la violencia han sido por fin institucionalizados en nuestra época; su estética forma parte del discurso políticamente correcto que el artista puede adoptar sin comprometerse en exceso. Paul Virilio dice al respecto de esta asimilación: «…¿cómo no adivinar que debajo de la máscara del modernismo, se disimula el academicismo más clásico: el de la repetición de los estándares de opinión, la duplicación de los ‘malos sentimientos’, que reproducen de manera idéntica la de los ‘buenos sentimientos’ del arte oficial de antaño?». Virilio, exponiéndose a ser tachado de reaccionario, también denuncia abiertamente la falacia de las actitudes «terroristas» que muchos artistas de vanguardia esgrimen: «Como muchos agitadores políticos, propagandistas o demagogos, los artistas de vanguardia habían comprendido desde hacía mucho lo que el terrorismo pronto iba a vulgarizar: nada es más fácil para hacerse un lugar en la ‘historia revolucionaria’ que provocar un tumulto, un atentado al pudor, bajo pretextos artísticos». De hecho el pensador francés se aventura a ira más allá y se plantea que si en el museo de Auschwitz podemos tener la perversa sensación de estar dentro de un museo de arte contemporáneo, ¿no será que finalmente ha triunfado la despiadada estética del enemigo?

Desde este humildísimo trabajo no vamos a intentar responder a la interesante cuestión que plantea Virilio, pero si constataremos que el conformismo de la abyección se ha ido generalizando a lo largo de todo el siglo XX. Hoy día la inmediatez del horror y la violencia tienen asegurada su importante cuota de reconocimiento social; además, esta efectista y efectiva embriaguez del shock violento parece aflorar en los más diversos ámbitos. Así, arte, literatura, publicidad o medios de comunicación se afilian desde distintas estrategias y desde distintas posturas a la desmesura de lo despiadado. Finalmente, el espectáculo de la crueldad se desliza sutilmente por la vida del hombre contemporáneo. Aunque intentar analizar eso, sería ya otra historia…

Un intento de conclusión

«…Hay que admitir que la confusión contemporánea de las imágenes no es ajena a la obsesión por la violencia que reflejan tanto las imágenes como los argumentos…». Quizás estas palabras de Olivier Mongin respecto al cine actual se puedan extrapolar a un terreno artístico más genérico. El asunto desde luego es complicado, ya se ha visto anteriormente que la presencia de la violencia ha sido algo constante a lo largo de la historia; sin embargo da la sensación que desde hace un tiempo la representación de lo violento ha adquirido otro carácter.

Debido a la moderna sobresaturación de la iconosfera, la violencia encuentra un terreno propicio en ésta para campar a sus anchas de las más diversas formas. A mayor saturación visual, mayor saturación violenta. Sin embargo esta insultante obviedad no debe impedir que miremos más allá del dato objetivo; detrás de la proliferación de la imagen violenta se encuentra una transfiguración en el modo de mostrarla. Si antes existía una coartada convincente, ahora da la sensación que ésta ha desaparecido; cuando la violencia se muestra torrencialmente, de forma abstracta y fría nos encontramos ante otro tipo de violencia que parece recrearse en ella misma.

El propio Mongin constata esta «mutación» en el ámbito cinematográfico: «[la violencia actual] es una violencia anónima e indiferenciada donde el atacante y la víctima, el agresor y el agredido, son cada vez menos visibles, en el sentido de que ya no combaten directamente, de que falta la mediación del campo de batalla. Esta violencia que puede crecer en intensidad no consigue detenerse y esto es así por una buena razón: no habiendo verdaderamente comenzado, no puede encontrar un fin. La violencia en ‘estado natural’ no conoce ni principio ni fin». En efecto, en esta «nueva» imagen violenta no encontramos un campo de batalla establecido; la violencia se muestra de forma repentina, explota ante nosotros como algo natural, sin coartada y sin darnos explicación alguna.

Pero esta naturalidad puede ser peligrosa para el espectador; el constante flujo de violencia sin «campo de batalla» puede dejarlo al final definitivamente instalado en ella. Como se ha visto este estado natural afecta a muchos discursos artísticos; la imagen despiadada y la deliberada agresión al espectador se han instalado en la oficialidad con imprevisibles resultados. Sería bastante arduo plantear soluciones en este terreno; ¿hace falta una nueva ética en el arte? Virilio, no duda en reclamar la presencia de esta ética con todas sus consecuencias. Desde aquí no nos atrevemos a tanto, aunque a lo mejor una nueva ética sacude al actual mundo artístico del éxtasis que lo paraliza.