David Moscovich
Psicoanalista
Leonardo Dománico
Sociólogo
La concepción de la máquina de la cultura supone necesariamente que ciertos dispositivos tienen una incidencia directa en los procesos de construcción de la subjetividad, o podemos decir, en los modos de subjetivación, entendiendo que los mismos proceden de un entramado complejo. Acerca del concepto de dispositivo, resulta pertinente antes de seguir avanzando recordar que con aquel nombre Foucault busca denominar “un conjunto resueltamente heterogéneo que incluye discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas, brevemente, lo dicho y también lo no-dicho, éstos son los elementos del dispositivo. El dispositivo mismo es la red que se establece entre estos elementos.» (Foucault, 1977, 299). La cuestión central para nosotros consiste en determinar de qué forma ciertas modificaciones o acontecimientos que se derivan del entramado social pueden producir cambios significativos en la dinámica, pero también en la estructura del aparato psíquico. Creemos que algunos elementos y dispositivos de la cultura se constituyen de hecho en agentes susceptibles de generar fenómenos patológicos, y en este sentido sostenemos también que algunas de esas manifestaciones psíquicas serán para nosotros la demostración de que el sujeto, sin saberlo, intenta transmitir y sostener toda una serie de mandatos funcionales al modelo socio cultural, pero en particular uno de gran interés para aquello que deseamos resaltar en este trabajo. En este sentido, se pretende poner en cuestión la idea de que la estructura del aparato psíquico se va a mantener inamovible en el transcurso de las épocas y el devenir histórico. No estamos hablando sólo del hecho ya demostrado de que los síntomas –por ejemplo de las neurosis clásicas– ya no son los mismos que los que se manifestaban en la época de Freud. Sabemos que ya no encontramos con facilidad las conversiones histéricas clásicas. Aquello a lo que nos referimos va más allá, y pretende someter a discusión la cuestión de la estructura en tanto tal, no simplemente su manifestación. Nos proponemos trabajar aquí, justamente, en torno a aquellos hechos de la clínica que nos indicarían que algo del acuerdo inconsciente entre el sujeto y la cultura –que Piera Aulagnier denomina contrato narcisista– se ha vuelto nocivo y susceptible de desencadenar un trastorno psíquico en un punto en particular, que va a consistir en que algo del orden de la cultura se le impone al sujeto como mandato irrevocable e inconsciente, con consecuencias devastadoras para el sujeto, pero que en realidad está al servicio del cumplimiento de una necesidad del propio sistema cultural. Ya volveremos sobre este punto. Creemos que si analizamos ese tipo de fenómenos de una manera exclusiva y según lo indicarían los conceptos más clásicos de la teoría psicoanalítica –de los cuales no podemos prescindir en absoluto– corremos el riesgo de descuidar la importancia de la relación del sujeto con el entorno socio cultural en el cuál el está inmerso, en tanto se halla determinado por lo que acontece en el campo del Otro, y en la medida en que algunos elementos o modos de funcionamiento de esa cultura pueden constituirse en agentes patógenos, pero no en virtud de la posición del sujeto sino más bien de una suerte de imposición que se deriva de aquellas necesidades de eso que llamamos la máquina socio cultural. Este punto de vista, que aquí nos proponemos desarrollar, no desconoce el hecho de que, tanto en las neurosis como en las psicosis, la posición del sujeto y su responsabilidad tal y como la entendemos en psicoanálisis resultan determinantes para entender la clínica, tanto como el deseo del analista, es decir, de aquél que dirige la cura. Pero no podemos olvidar las afirmaciones de Freud en ese escrito fulgurante que es El Malestar en la Cultura (1986) cuando desarrolla su severa acusación dirigida a lo que ahí llama superyó cultural, calificándolo de anti psicológico, y sosteniendo que a la cultura no le interesa en absoluto la felicidad del sujeto, sino más bien la renuncia pulsional de la cual, podemos decir, se alimenta. Si bien el postulado de Freud tiene plena vigencia en el capitalismo fordista, creemos que en el capitalismo post-fordista contemporáneo el funcionamiento del la máquina cultural ejerce una forma de violencia más sutil que consiste en sostener el imperativo al goce: es obligatorio gozar y no hacerlo conlleva culpabilidad. Si nos proponemos aproximar una definición acerca de la cultura, seguramente caeremos en la redundancia de sostener, por ejemplo, las extensas consideraciones de Freud en ese monumental ensayo que es El Malestar en la Cultura. Sin embargo, estas consideraciones son el puntapié inicial para pensar los diferentes procesos de producción de subjetividad que se dan en nuestra sociedad de consumo. Estos procesos involucran no solo relaciones de poder en tanto los sujetos son puestos en juego en sistemas normalizadores, articulados entre sí según sistemas jerárquicos, sistemas de valores y sistemas de sumisión, sino también relaciones de producción de subjetividad inconsciente que se manifiestan en aquello que soñamos, en aquello que deseamos, en la forma en que nos enamoramos. A este doble mecanismo por el que opera la máquina cultural oponemos la idea de “procesos de singularización” en tanto formas de sensibilidad, tanto subjetivas como colectivas, que rechazan la codificación hegemónica, postulándose como alternativas al despotismo de la relación goce-culpa propio de la sociedad de consumo.
Aquí todo ocurre como si algunos elementos de la cultura, precisamente aquellos que pueden definirse a partir de su automatismo, poseyeran por así decirlo una existencia propia, una existencia y un funcionamiento que trascienden a las subjetividades que los componen. La sociología, el psicoanálisis institucional y la economía política, entre otras variadas disciplinas científicas, han realizado extensos análisis que bien pueden dar cuenta de ese funcionamiento cultural. Queremos destacar aquí el funcionamiento automático de ciertos movimientos de la cultura. A ello propiamente le damos el nombre de máquina socio cultural, y es en relación a este accionar autónomo de este aspecto de la cultura que el sujeto queda en posición de objeto, con el consecuente padecimiento que ello comporta: sufre el abuso de poder, es blanco de intenciones de control, queda perdido en inextricables redes burocráticas, es objeto de una domesticación que persigue fines de orden y regularidad. Podemos referirnos por ejemplo a lo que ocurre en el hospital psiquiátrico: normas, reglamentos, horarios y modalidades que revelan la omnipotencia del Otro institucional más allá de la voluntad de quienes lo padecen, en este caso los internados. Se trata de un ejemplo extremo, pero justamente es ahí donde aparece con claridad algo que funciona en todo el conjunto social. Nadie pone en duda que el paciente internado debe recibir medicación, o que debe poseer un diagnóstico de ingreso y de egreso. La institución empuja a todos a hacer terapia individual y grupal en ciertos lugares de internación. Todo esto se aplica a discreción como conjunto de normas establecidas. A veces, las disposiciones se oponen a un elemental sentido común, pero terminan por imponerse, a menos que surja un proceso instituyente que genere una pequeña revolución. ¿Qué podríamos decir de la “mano invisible” del mercado y sus leyes autónomas, que pueden cambiar la vida de miles de personas de un día para el otro, ante la contemplación estupefacta de sus inevitables víctimas?. Pero la cuestión central reside en determinar cuáles son las consecuencias psíquicas de aquél. Este mecanismo específico –el de la máquina cultural, no el de la Cultura– se manifiesta en todos los espacios sociales: la familia, la escuela, el trabajo, y su objetivo esencial es que la cosa marche, que el sistema funcione y para ello necesita que una parte de nuestro psiquismo funcione como parte de la gran maquinaria de la cultura. Pero el punto aquí es que esto posee consecuencias severas para el sujeto, en tanto su capacidad creadora queda casi por completo anulada, al igual que su dimensión deseante. Y de cierto modo, es como si la máquina de la cultura gozara de ello, aunque quizá sea un poco fuerte la expresión. También podemos decir que ese mecanismo automático impone una lógica del sentido que no tolera ningún desborde subjetivo. Se opone, entonces, al deseo inconsciente. Es un dispositivo autónomo de control. En un trabajo anterior, y de manera quizá exagerada, se habló de una subjetividad cultural, para explicar la idea referida a este funcionamiento autónomo, independiente, de la máquina socio cultural (Moscovich, 2009). Ahora bien: ¿de qué modo el sujeto introyecta en su psiquismo este dispositivo y qué consecuencias patológicas puede desencadenar su accionar? Es casi seguro que habrá que asociarlo al superyó en tanto mandato imperativo que se le impone al sujeto y lo ubica como objeto al servicio del aparato productivo, del orden social, del buen funcionamiento de las instituciones. Este es un mecanismo de la sobreproducción, pero no sólo de objetos o mercancías sino también de sentido, que siempre puede llevar las cosas un poco más allá para que nada quede sin explicación o por fuera de su lógica. Quizá haya que relacionar esta hipótesis con el concepto de axiomática, que Deleuze, en el Anti-Edipo (1994), aplica para entender el funcionamiento del capitalismo. Este resulta el punto central, en la medida en que en esta instancia, cuando se impone este elemento de la Cultura, el sujeto como tal está perdido. No hay espacio para el deseo. ¿Cómo puede manifestarse esto en la clínica? Veamos una serie de problemáticas actuales, de las cuales el propio sujeto muchas veces carece de conciencia, a pesar de que se advierte ahí ese funcionamiento automático que responde a una exigencia del exterior. Que de ello resulte un beneficio de goce, es algo que no vamos a tratar aquí, se trate del goce fálico o de un goce localizado más allá del principio del placer, ya que nuestro interés apunta a destacar esa obediencia del sujeto a un mandato que desconoce: entonces, no podemos decir que estamos frente a síntomas en el sentido clásico del término, como sustitución significante, ni ante la compulsión a la repetición en tanto expresión de la pulsión de muerte. Es otra cosa. Se trata de la manifestación de las necesidades de control, de orden y de regularidad de este retoño de la cultura, al que llamamos máquina socio cultural, y que somete al sujeto para alcanzar, a través de él, sus propósitos. Entonces, el pensamiento se torna cifrado, cálculo alienante que desaloja al sujeto, que se vuelve en ese momento objeto de un mecanismo que lo trasciende. A partir de este punto, y siempre que se impone esta lógica en la vida cotidiana, es el sujeto mismo el que funciona como una máquina, o mejor dicho, como una pieza o un engranaje de esa máquina cultural. ¿A qué problemáticas de la época actual nos referimos? Por ejemplo, la cuestión de las dietas y la obsesión por la figura, que conduce a toda una serie de diversos maltratos con el cuerpo propio: todo ello responde a un dispositivo de control sobre la sexualidad y la manera de mostrarse. También podemos mencionar la obsesión por el trabajo: respuesta del sujeto a través del automatismo a un dispositivo de control de la producción y el consumo. Así, podemos mencionar el ejemplo de un paciente que mostraba una singular rigurosidad en la administración de sus tiempos: tiempo para trabajar –un abogado de excelencia, sin “fallas”–, tiempo para dedicarle a su familia, tiempo para el recreo personal, ordenados de manera matemática, y que se sorprendió en demasía cuando se le pregunta, en una de las sesiones de un tratamiento que llevaba varios meses, cuál era el tiempo de hacer nada. Algo inconcebible, fuera de todo cálculo posible para este sujeto alienado en el hacer algo. En paralelo, mostraba toda una serie de síntomas obsesivos dirigidos a un amo, su jefe en el estudio jurídico, que evaluaba sus proezas. Luego del trabajo dirigido a detectar la postergación de su deseo y su clásica postura de “borrarse” de aquellas situaciones en las que aquél realmente se podía poner en juego, muchos de esos síntomas se desactivaron y logró acceder a una cierta rectificación subjetiva. Sin embargo, el “manejo de los tiempos” permaneció intacto, como si se tratara de un resto inanalizable. Este resto, podemos decir, responde a la máquina socio cultural. ¿Sus objetivos? Anulación de la singularidad, sostenimiento de una lógica del sentido que apunta a obturar las fisuras, las fallas. Orden y regularidad. Este argumento se diferencia entonces del análisis del fenómeno entendido como una compulsión a la repetición, es decir, en tanto satisfacción pulsional. Desde este punto de vista, podemos afirmar que esta máquina cultural funciona en paralelo a las formaciones del inconsciente. No se encuentra en estado reprimido. No se explica por medio de la sustitución significante. El sujeto responde a un mandato que desconoce y que proviene de esta intrusión de lo social que lo condiciona a reproducir formas de actuar y de pensar puestas al servicio de intereses que lo superan, y en esta instancia, la maquinaria social se impone y obtura los procesos de singularización. El sujeto de deseo constituye un poderoso obstáculo para el desarrollo de esa maquinaria; si pudiera instaurar un régimen especial, este estaría constituido por entidades productivas, al servicio del orden y la regularidad. La herramienta que utiliza para alcanzar sus fines es el ejercicio del poder, y su principal obstáculo es el desborde subjetivo. Sobre este punto, nos parece conveniente asumir que además de la operación de separar a los hombres de aquello que pueden, “existe otra y más engañosa operación del poder, que no actúa de forma inmediata sobre aquello que los hombres pueden hacer –sobre su potencia– sino más bien sobre su impotencia, es decir, sobre lo que no pueden hacer, o mejor aún, sobre lo que pueden no hacer”. (Agamben, 2011: 63). Es por ello que a partir de cierto momento del devenir histórico, la psiquiatría en tanto disciplina normativa y la medicina en general, como señala Foucault (2002), se convirtieron en agentes de control social. Y por algún mecanismo que se nos escapa, esta máquina socio cultural se ha incorporado al psiquismo y podemos decir que es una parte constituyente del superyó, pero en tanto agente reproductor de ese control.
Quizá quien mejor se ubica al servicio del orden y la regularidad que persigue la máquina socio cultural es el sujeto paranoico. Schreber, para el caso, logra la estabilización de su psicosis sosteniendo con la construcción de su delirio los designios del orden universal, al cual debe someterse el propio Dios. La afrenta narcisista que se presenta en la fantasía central de su psicosis, termina siendo asimilada en su sistema delirante, en el que se consiente ser la mujer de Dios, es decir, acepta su transformación en mujer en virtud de intereses superiores: recuperar la bienaventuranza perdida a través de la creación de una nueva humanidad. Como señala con claridad Deleuze (1994), el delirio paranoico es un delirio racial, de supremacía. La máquina delirante, entonces, sustituye a la máquina paterna referida a la gimnasia médica. Una continúa la labor de la otra, al servicio de la máquina cultural. ¿Acaso los desarrollos teóricos del padre de Schreber no apuntaban claramente al establecimiento de una mejora racial, de un orden social? Rousseau, más profundo sin duda, también pretende ordenar la sociedad del desorden con su contrato social. Un refinamiento de la máquina socio cultural, que tomó prestados los servicios de un paranoico genial.
La máquina socio cultural constituye un espacio autónomo e independiente de la subjetividad, pero se halla instalada en el aparato psíquico de todo sujeto. Al reconocer su funcionamiento, resulta tentador calificarla de instancia psíquica, en tanto aquél se diferencia con claridad del mecanismo de la represión y de la compulsión a la repetición. Es un automatismo, pero uno que proviene del exterior, y el sujeto, sin que sepamos cómo, lo ha incorporado. Nos preguntamos lo siguiente: ¿qué acontecimiento de la historia de la humanidad habrá tenido la potencia necesaria para que se instale este funcionamiento automático de la máquina socio cultural, que ha logrado, con el avance de las generaciones, incorporarse en el psiquismo del hombre moderno? A modo de hipótesis sostenemos que los grandes movimientos de finales de la edad media y que van a desembocar en la revolución industrial nos pueden poner en la pista que estamos buscando. De ningún modo podemos decir que el psiquismo del hombre del medioevo es el mismo que el del obrero industrial o el burgués del siglo XVIII. La cuestión es determinar si la estructura del aparato psíquico, su constitución interna, pueden modificarse en virtud de los grandes cambios sociales. Además, no debemos olvidar que en todo caso se trata de modelos teóricos que nos sirven para entender ciertos fenómenos clínicos. Y dichos modelos, en tanto herramientas que habilitan una praxis, pueden agotarse o ser susceptibles de modificaciones.
Referencias bibliográficas
AGAMBEN, G. (2011): Desnudez. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora.
DELEUZE, G. y GUATTARI, F. (1994): El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia I. Buenos Aires: Paidós.
FOUCAULT, M. (1977): “El juego de Michel Foucault” En: Dichos y escritos. Valencia: Pre-textos.
FOUCAULT, M. (2002): Historia de la sexualidad. Buenos Aires: Siglo XXI.
FREUD, S. (1986): El malestar en la cultura. Buenos Aires: Amorrortu Editores.
MOSCOVICH, D. (2009): “La máquina cultural y el sujeto dividido”. Buenos Aires: Revista electrónica Topía.
Contacto
dalupsi@yahoo.com.ar