Juan Chiesa
Doctor en Biología
Todos sabemos lo que es el tiempo… si no nos lo preguntan, claro. En la visión de San Agustín, esto sería el tiempo del alma, que está inmanente en el ser y no vale la pena buscar en la naturaleza, porque quien lo genera es Dios, el creador de todas las cosas. Sin embargo, desde siempre el hombre diseñó mecanismos para medirlo, para tener una aproximación racional sobre el paso del tiempo. La idea más básica que tenemos los humanos es la de un fluir lineal, continuo. Quizás sea por esto que los relojes más antiguos se construyeron con dispositivos que medían cambios continuos del ambiente, como la posición del sol en el hemisferio celeste mediante relojes solares o astrolabios, o también con mecanismos que producían un flujo continuo, como la Clepsydra egipcia a base de agua. Más allá de las ideas para conocer y medir el tiempo, la propia naturaleza de los seres vivos es temporal. En este sentido, la visión de los griegos del génesis es muy interesante, porque implica la existencia de procesos temporales en la organización biológica. Según el mito griego, nuestro planeta fue creado por la danza de la diosa Gaia, una nebulosa de remolinos turbulentos envuelta entre velos blancos que giraba a través de una oscuridad a la que llamaban Caos (Sahtouris, 1994). La diosa permitió a la vida autoorganizarse al ritmo de su danza. Hoy sabemos que todos los seres vivos tienen mecanismos endógenos que miden la duración del día solar, y responden a sus variaciones lumínicas, llamados por esto relojes circadianos. Estos relojes han sido fundamentales para la vida en la tierra, ya que se presentaron desde muy temprano en la evolución biológica. Hoy se sabe que las bases fisiológicas de los relojes circadianos se hallan en el nivel subcelular, en complejos sistemas de retroalimentación genético-molecular que comparten características en seres tan diferentes como una mosca y el hombre. Diariamente, cuando nos despertamos por la mañana, y acostamos por la noche, nos encontramos interpretando uno de los compases de la danza de Gaia. El estudio científico de los ritmos y relojes biológicos comenzó a sistematizarse desde mediados del siglo XX, fundándose la Cronobiología. Aunque previamente existieron intentos por describirlos, como el reloj floral diseñado por Carolus Linneo, que medía las horas teniendo como referencia la apertura o cierre, en distintos momentos del día, de las flores de distintas plantas.
La noción del tiempo y de los ritmos biológicos ha fascinado al hombre desde siempre. A lo largo de la historia, las distintas culturas han incorporado sistemas de creencias en sus mitos y cosmovisiones para lidiar con el paso del tiempo (Fraser, 1987). La creación literaria argentina ha sido particularmente visionaria para sugerir hipótesis cronobiológicas. Por ejemplo, Julio Cortázar proponía en el año 1960, que «el tiempo entra por los ojos. Todo el mundo lo sabe» (Cortázar, 1960). Esto anticipaba en unos 15 años al descubrimiento del tracto retino-hipotalámico, a lo largo del cual viaja la información lumínica desde la retina hacia el reloj localizado en el hipotálamo, necesaria para sincronizar los ritmos del organismo con el día y la noche. Cortázar también sugirió que los estados de ánimo y las conductas estereotipadas dependían en parte de un reloj: «Las costumbres, Andrée, no son más que una parte del ritmo. Son esa parte del ritmo que nos ayuda a vivir» (Cortázar, 1951). Y con una gran visión biológico-temporal, discutió algunas de las alteraciones que ocurren durante el jet-lag por la desincronización de los ritmos endógenos: «Cuando viajás a Europa, el alma tarda cerca de tres días en llegar allá» (Dunlop y Cortázar, 1983). Quizás se estaba refiriendo a la idea de Descartes, que proponía que el lugar del alma en el cuerpo se encuentra en la pineal, una glándula localizada en el cerebro que libera la hormona melatonina, cuyo ritmo demora unos días en sincronizarse con el día luego de viajar hacia el Este. Actualmente se sabe que el reloj biológico hipotalámico no es único, sino un conjunto de relojes neuronales, que en situación normal funcionan de modo coherente. Ya en el año 1956, Jorge Luis Borges escribió una metáfora sobre este hecho científico: «…una serie infinita de tiempos, en una creciente, mareante red de tiempos divergentes, convergentes y paralelos… En la mayoría de estos tiempos no existimos: en algunos existes tú, y no yo, en otros yo y no tú: en otros, existimos ambos…» (Borges, 1956). En la bella poesía de Alejandra Pizarnik, también podemos encontrar la formulación de una hipótesis sobre las causas de la melancolía (o de la depresión en general), considerando ritmos endógenos alterados y desincronizados con el ambiente: «La melancolía es, de hecho, un problema musical, una disonancia, un ritmo perturbado. Mientras que afuera las cosas giran vertiginosamente, adentro los latidos del agua se exageran, gotean lentamente, gota a gota.» (Pizarnik, 1993).
Este fenómeno cronoliterario es muy interesante, ya que ha tendido puentes entre dos formas culturales independientes como la ciencia y el arte. Pero el tiempo y los ciclos son conceptos muy arraigados en el hombre, entonces quizás sea esperable este emergente histórico, en donde se encuentren ambas visiones para retratar a un fenómeno común sobre la naturaleza biológica del tiempo.
Referencias bibliográficas
1 . SAHTOURIS, E. (1994): «Construir (se) un pasado» . Gaia. La Tierra Viviente. Editorial Planeta.
2. BORGES, J. L. (1956): «El jardín de los senderos que se bifurcan». En Ficciones. Buenos Aires: Emece.
3. CORTÁZAR, J. (1969): Los premios. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.
4. CORTÁZAR, J. (1951): Bestiario. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.
5. DUNLOP, C.; CORTÁZAR, J. (1983): Los autonautas de la cosmopista o un viaje atemporal París-Marsella. Buenos Aires: Muchnik.
6. FRASER, J. T. (1987): Time. The familiar stranger. Amherst: University of Massachusetts Press.
7. PIZARNIK, A. (1993): «La condesa sangrienta». En Obras completas. Buenos Aires: Corregidor.