Mercancía, fetichismo y socialismo

Rolando Astarita
Profesor en la Universidad Nacional de Quilmes y en la Universidad de Buenos Aires (Argentina)
.

Tal vez una de las consecuencias políticas más importantes asociadas a la tesis de que existe una lógica de la mercancía y del capital tiene que ver con la crítica de Marx del fetichismo de la mercancía. Como se explica muy bien en el blog de Ezequiel el fetichismo consiste en atribuir a una cosa propiedades que no tiene. En el caso particular de las mercancías, el fetichismo pasa por tomar a las mercancías «como lo que son a primera vista», como si tuvieran propiedades que les son propias, y no sociales. Ezequiel agrega que el fetichismo comienza cuando el valor de cambio es visto como una cualidad del valor de uso al que está unido. En el mismo sentido, en El Capital Marx cita al economista del común que piensa que «el valor (el valor de cambio) es un atributo de las cosas» (p. 101, t. 1). Y define el fetichismo como una situación en la cual la relación social entre personas toma la forma de cosas, y las cosas parecen tomar vida propia, independiente de los seres humanos y dominando su vida. Por eso existe similitud con el discurso religioso, donde los productos de la mente humana aparecen como seres independientes, dotados de vida y entrando en relaciones tanto entre ellos, como con los seres humanos.

La crítica de Marx al fetichismo de la mercancía es entonces parte esencial del programa revolucionario que propone el marxismo, en tanto busca liberar al ser humano de toda forma de opresión. Determina también la necesidad de que los productores organicen la producción sobre una base en común, y distribuyan de forma consciente y planificada los tiempos de trabajo. Debe tenerse en cuenta que cuando Marx habla del fetichismo no se refiere sólo, ni principalmente, a una falsa conciencia o ilusión, ya que en su visión es la misma sociedad productora de mercancías la que da lugar a que los objetos se autonomicen con respecto a los seres humanos. Por este motivo, la crítica del fetichismo de la mercancía está indisolublemente ligada al análisis de la dialéctica de la mercancía, en particular, a la forma valor. El objetivo de esta nota es introducir en esta crítica y presentar algunas conclusiones de tipo político, que profundizan en el mismo sentido de lo que presenté en la nota anterior sobre la lógica del capital, fundamento del programa revolucionario y humanista del marxismo, esto es, que apuesta al pleno desarrollo de la individualidad humana a partir del trabajo asociado y cooperativo.

En otros términos, se sostiene aquí que la teoría crítica del fetichismo de la mercancía no es un mero tema académico, ni una teoría para agradar los oídos del progresista bienpensante, (¿acaso no hay charlatanes «críticos del fetichismo» que utilizan la teoría de Marx para apoyar ideológicamente a regímenes burocrático-estatistas- capitalistas?) sino está en la esencia del programa político del marxismo y de su crítica subversiva de la sociedad capitalista y del mercado.

La forma del valor y el fetichismo de la mercancía

El capítulo 1 de El Capital contiene 4 secciones: la primera está dedicada al valor de uso y el valor; la segunda al trabajo abstracto y concreto; la tercera a la forma del valor; y la cuarta al «carácter fetichista de la mercancía y su secreto». A la vista de esta división, pue­de pensarse que la explicación y crítica del fetichismo de la mercancía está contenida en el último apartado. Sin embargo, la problemática del fetichismo ya está explicada en la sección 3, en la que se discute extensa­men­te por qué la forma del valor es esencial para que haya valor. Por eso, si se comprende esta dialéctica entre contenido y forma del valor está allanado el camino para abordar la última sección. Repasemos entonces las ideas centrales de las dos primeras secciones, que desembocan en la discusión sobre la forma del valor y el fetichismo.

En la primera sección del capítulo 1 de El Capital pasamos de lo que aparece a primera vista, esto es, que las mercancías tienen valores de uso y se intercambian en ciertas proporciones cuantitativas, a lo que está por detrás, lo que rige esas proporciones, o valores de cambio. En términos de la dialéctica hegeliana, estamos pasando de la apariencia a la esencia. Tengamos en cuenta que se refiere a mercancías reproducibles mediante trabajo humano, y sometidas a competencia; no hay aquí, por lo tanto, teoría alguna del precio de monopolio. Marx explica entonces que, a fin de que dos mercancías puedan compararse e intercambiarse en cierta proporción cuantitativa, de­ben tener una sustancia en común. Y lo que encuentra en común, al hacer abstracción de sus propiedades físicas y naturales y de los tipos específicos de los trabajos emple­a­dos, es «una misma objetividad espectral, una mera gelatina de trabajo humano indiferenciado, esto es, de gasto de fuerza de tra­bajo humano sin consideración a la forma en que se gastó la misma» (1999, t. 1, p. 47).

A partir de aquí nos presenta la primera definición de valor: «En cuanto cristalizaciones de esa sustancia común a ellas, son valores» (ibídem). También: «Un valor de u­so o un bien, por ende, sólo tiene valor por­que en él está objetivado o materializado trabajo abstractamente humano». En los párrafos que siguen explica la noción de tiempo de trabajo socialmente necesario (considerado desde el lado de la oferta, esto es, tecnología e intensidad promedio del trabajo) y la relación entre trabajo complejo y simple. Luego, en la segunda sección, explicita la diferencia entre los dos aspectos del trabajo. En tanto generador de valores de uso, todo trabajo es concreto (unidad de múltiples determinaciones, tales como habilidades, medios de producción, etcétera). En tanto generador de valor, todo trabajo es gasto humano de energía, indiferenciado.

De manera que en estas dos primeras secciones Marx ha respondido a la pregunta de qué es lo que se está igualando en el intercambio; se igualan los valores, esto es, los tiempos de trabajo social objetivados. Sin embargo, también la Economía Clásica, a través de sus mejores exponentes, y aunque de manera acrítica -en especial porque nunca dio importancia al doble carácter del trabajo-, había encontrado la sustancia del valor, el trabajo humano. Fue el gran mérito histórico de Ricardo: poner en el centro del análisis el contenido del valor. En el mis­mo sentido, Marx apunta que Franklin, al estimar el valor de las cosas «en trabajo», de hecho estaba reduciendo los diversos trabajos a trabajo humano igual, entendido «como sustancia del valor de todas las cosas» (1999, t. 1, p. 63, nota).

Éste es entonces el punto desde el cual Marx supera críticamente la teoría del valor trabajo de Ricardo, y lo hace interrogándose por qué los trabajos humanos se comparan a través de la forma del valor. En palabras de Marx: «es indudable que la economía política ha analizado, aunque de manera incompleta, el valor y la magnitud del va­lor y descubierto el contenido oculto en esas formas. Sólo que nunca llegó siquiera a plantear la pregunta de por qué ese contenido adopta dicha forma; de por qué, pues, el trabajo se presenta en el valor, de a qué se debe que la medida del trabajo conforme a su duración se represente en la magnitud del valor alcanzada por el producto del trabajo» (1999, t.1, pp.97-98). El carácter distintivo de la teoría del valor trabajo de Marx es que analiza por qué ese contenido -tiempo de trabajo- se expresa, y se objetiva, a través de la forma del valor. Un análisis que conduce a la crítica de las relaciones sociales subyacentes, a saber, la propiedad privada de los medios de producción.

Objetivación y forma del valor

En base a lo dicho en la última parte del punto anterior, puede intuirse que la objetividad del valor es clave para entender el fetichismo de la mercancía. Ya en su primera definición del valor, Marx había hecho referencia a su «objetividad espectral». En el inicio de la tercera sección vuelve sobre el tema: «La objetividad de las mercancías en cuanto valores se diferencia de mistress Quickly en que no se sabe por dónde agarrarla» (1999, t.1 p.58). Con esto está diciendo que estamos ante una propiedad de las mercancías, pero que las mercancías no la manifiestan con su cuerpo natural, a diferencia de lo que sucede con las propiedades objetivas de mistress Quickly. Es que el valor no es una propiedad física o química; por más que analicemos molécula por molécula de la tela, no encontraremos un «coágulo» de trabajo invertido. El valor en­tonces es una propiedad objetiva, aunque de tipo distinto de la propiedad física: es una propiedad social, ya que surge de las relaciones sociales entre seres humanos.

La cuestión por lo tanto es entender cómo el trabajo humano aparece en el mercado bajo la forma de «valor» de la mercancía, esto es, bajo la forma de una propiedad de la mercancía. Para esto hay que tener en cuenta que al llegar al mercado el trabajo es pasado; en el mercado no se comparan trabajos vivos, sino trabajos que aparecen bajo la forma de una propiedad que se ha plasmado en la mercancía, que se ha objetivado. Pero por eso mismo, esta propiedad debe expresarse con un lenguaje objetivo, propio de «cosas». Y al mismo tiempo, por tratarse de una propiedad social, las cosas no pueden expresarla por sí mismas, con sus cuerpos naturales. De ahí que a fin de que exista valor, trabajo humano como trabajo objetivado, coagulado, la mercancía de­be encontrar un equivalente en el que expresar su valor. En este punto debe re­cor­darse la idea de Hegel sobre el contenido y la forma: está en la naturaleza del con­­­tenido expresarse, manifestarse. La «cosa en sí» no existe; el contenido es contenido en la manera en que se manifiesta, en que se expresa. En consecuencia, y volviendo a la forma del valor, el trabajo hu­mano invertido en la fabricación de la mercancía se objetiva, se convierte en valor, al transmutarse en el equivalente (el dinero, en su forma desarrollada), en el mercado. Por eso Marx, luego de recordar que el trabajo humano, en tanto actividad, crea valor, pero no es valor, y que se convierte en valor «al pasar a la forma objetiva», explica: «Para expresar el valor de la tela como ge­latina de trabajo humano, es menester ex­presarlo en cuanto objetividad que, como co­sa, sea distinta del lienzo mismo y a la vez común a él y a otra mercancía» (1999, t.1, p.63).

Una relación que escapa al control consciente

Puede verse entonces que para que el valor pueda ser una propiedad de la mercancía, es necesario que el mismo se exprese a través de una relación entre cosas. Sólo de esta manera el trabajo privado contenido en la mercancía es sancionado como trabajo socialmente necesario. Pero no como trabajo vivo, sino como trabajo coagulado, objetivado; y para que ocurra esto el contenido del valor necesita de la forma del valor, el dinero en su expresión más desa­rrollada. Lo importante para lo que nos ocupa ahora es que estamos ante una relación social cosificada, que escapa al control consciente de los seres humanos; se trata de un mundo en el que las mercancías hablan en su lenguaje -el de los precios- y por esta vía se regulan, distribuyen y sancionan los trabajos vertidos bajo la forma privada y sus tiempos. Con respecto a este lenguaje propio de las mercancías, Marx señala que «… todo lo que antes nos había dicho el análisis del valor mercantil nos lo dice ahora el propio lienzo, ni bien entabla relación con otra mercancía, la chaqueta. Sólo que el lienzo revela sus pensamientos en el único lenguaje que domina, el lenguaje de las mercancías» (1999, t.1, p.64).

Son las cosas las que median entre los seres humanos; en otros términos, las relaciones sociales están cosificadas, y las cosas ad­quieren un movimiento que se independiza del control de los productores. Por eso Marx en una nota hace referencia a las me­sas que en China «comenzaron a danzar cuando todo el resto del mundo parecía estar sumido en el reposo» (1999, p.87, nota). Es que en el mercado se impone una regulación anárquica de los tiempos de trabajo, y esa regulación se expresa a través de los precios que toman la forma de movimiento autónomo. Así, refiriéndose a los valores (expresados en los precios), Marx señala que «estas magnitudes cambian de manera constante, independientemente de la voluntad, las previsiones o los actos de los sujetos del intercambio. Su propio mo­vimiento social posee para ellos la forma de un movimiento de cosas bajo cuyo control se encuentran, en lugar de controlarlas» (1999, t. 1, p. 91). Es por esto que, tratándose de una ley social, se impone a los seres humanos «de modo irresistible como ley natural reguladora, tal como se impone la ley de gravedad cuando a uno se le cae la casa encima» (ibídem, p. 92). Aquí «natural» no debe entenderse como una ley de la naturaleza, sino como una ley objetiva, que los seres humanos no pueden controlar.

El fetichismo como fenómeno objetivo

Por lo explicado en los puntos anteriores, puede entenderse por qué el fetichismo es un resultado lógico y necesario de la misma forma mercantil, que adquiere su desarrollo pleno en la sociedad capitalista. Marx lo plantea al comienzo de la sección cuarta del capítulo 1, cuando se pregunta de dónde proviene el carácter místico de las mercancías. Responde que no puede provenir del valor de uso (no tiene nada de místico), ni tampoco «del contenido de las determinaciones del valor» (énfasis agregado). Es que siempre, y por diferentes que sean los trabajos útiles, o productores de valores de uso, son «gasto de cerebro, nervio, músculo, órgano sensorial, etcétera, humanos» (1999, t. 1, p. 87). Además, siempre hubo que considerar las cantidades de trabajo vertido; y por último, dado que los seres humanos trabajan unos para otros, el trabajo es social. Llegado a este punto, Marx vuelve a preguntarse de dónde proviene en­tonces el carácter místico del producto del trabajo «no bien asume la forma de mercancía», y responde, «de esa misma for­ma». En otros términos, de la forma bajo la que aparece el contenido, siendo éste determinada cantidad de gasto humano de energía aplicada a un trabajo social. Así, en la sociedad capitalista la igualdad de los trabajos humanos adopta la forma de igual objetividad de valor de los productos del trabajo; la medida del gasto de fuerza de trabajo toma la forma de magnitud de valor; y las relaciones entre los productores adquieren la forma de una relación social entre productos del trabajo (p. 88). Todo el misterio de la forma mercancía reside entonces en que la naturaleza social del trabajo de los seres humanos se refleja ante éstos como propiedades objetivas de las cosas que producen; son propiedades «sociales naturales» de esas cosas.

Por lo tanto, el fetichismo no se puede suprimir a fuerza de voluntad, discurso o imaginación creativa, en la medida en que permanezcan las relaciones sociales existentes. Incluso el descubrimiento, por parte de la Economía Clásica, del contenido del valor -trabajo humano- no disipa el fetichismo de la mercancía. Es que en última instancia, el fetichismo es el resultado de una contradicción básica, la que existe en­tre el carácter social (por su contenido) del trabajo humano, y su forma privada. «Ese carácter fetichista del mundo de las mercancías se origina… en la peculiar índole social del trabajo que produce mercancías» (p.89), ya que los objetos se convierten en mercancías sólo debido a que «son productos de trabajos ejercidos independientemente unos de otros. El complejo de estos trabajos privados es lo que constituye el trabajo social global» (p.89). Sin embargo, estos trabajos privados sólo alcanzan realidad como partes del trabajo social en y a través del intercambio; en la venta el trabajo privado es sancionado (o no) como parte del trabajo social, como trabajo socialmente necesario, y por lo tanto, como trabajo que se objetivó en valor. Por eso a los seres humanos las relaciones sociales no se les aparecen de manera directa -como sucedía en otras sociedades en que los tiempos de trabajo se comparaban a partir de las relaciones establecidas por las personas mismas en sus trabajos- sino «como relaciones propias de cosas entre personas y relaciones sociales entre cosas» (p. 89).

El poder del trabajo

Parece indudable que la teoría crítica del fetichismo de la mercancía está en la base del proyecto socialista de una sociedad en la cual la producción esté fundada en la distribución consciente del tiempo de trabajo. Pero esto sólo podrá concretarse si es instrumentado por los mismos productores. El mercado no se puede eliminar de un día para el otro, ni por decreto, como han pretendido los socialistas estatistas. Sin em­bargo, el proyecto no es utópico, ya que en la misma sociedad actual se albergan los ele­mentos que muestran una vía hacia la organización asociada de la producción. Ya a fines del siglo XIX Engels citaba el caso de las cooperativas: «Comenzar esta reorganización mañana, pero haciéndola gradualmente, me parece muy factible. Que nuestros trabajadores son capaces de ello lo ponen en evidencia las numerosas cooperativas de productores y consumidores que, cuando no son arruinadas deliberadamente por la policía, son administradas igual de bien, y de manera mucho más honesta, que las sociedades por acciones de la burguesía» (carta de 1890 a Otto von Boenigk).

En el mismo sentido, Marx consideraba que la experiencia de la Comuna de París, donde los trabajadores organizaron la producción bajo la forma de cooperativas, mostraba un camino real, concreto, hacia la superación de las actuales formas de organización alienada y explotadora del trabajo. Y todo indicaría que actualmente la idea tiene mayor aplicabilidad. La proletarización de amplias capas de intelectuales y personal calificado (ingenieros, médicos, biólogos, técnicos, investigadores, etcétera) y el desarrollo de la tecnología, ha dado lugar a una fuerza productiva asalariada como nunca antes conoció la humanidad. Las experiencias de las empresas en crisis que son puestas a funcionar por los propios trabajadores, bajo la forma de cooperativas, ponen en evidencia la posibilidad práctica de organizar la producción sin necesidad de patrones (y menos de accionistas). El avance hacia formas de trabajo conscientemente organizadas es una posibilidad concreta, si se acaba con el poder de la propiedad privada del capital y su Estado.

El programa liberador y humanista del marxismo

La crítica a la forma valor y mercantil -que es también la crítica a la dominación objetiva del trabajo abstracto- es consustancial al objetivo de la liberación del productor de toda forma de opresión. Si se quiere colocar en el centro de las decisiones conscientes al ser humano, hay que acabar con el dominio de las cosas -de los valores, del mercado- sobre los seres humanos. Y en este punto, la distribución consciente, democráticamente argumentada y decidida por la comunidad, es esencial. En los Grundrisse encontramos unos de los pasajes en que más se desarrolla la idea. Al analizar el tiempo de trabajo y la producción social, Marx anota que sobre la base de los valores de cambio el trabajo «es puesto como trabajo general (o sea, adquiere realidad) sólo mediante el cambio (t. 1, p. 100). Por el contrario, bajo un régimen de producción colectiva el producto sería «desde un principio» un producto «colectivo, universal». En una sociedad de este tipo el cambio no sería un cambio de valores, «sino de actividades determinadas por las necesidades colectivas, por fines colectivos», e incluiría «desde el principio la participación del individuo en el mundo colectivo de los productos». Por eso, en este enfoque, no es el Estado, convertido en agente enajenado del control social -el típico modelo stalinista en cualquiera de sus variantes- el que decide esta producción, sino la comunidad. Y con la producción

asentada en el trabajo colectivo, «el trabajo del individuo es puesto desde el inicio como trabajo social» (ibídem, énfasis añadido). Bajo esta relación social lo que se produce no es un valor de cambio, no debe reducirse a trabajo abstracto general, ya que participa de la producción colectiva.

Por eso también, supuesta la producción colectiva, «la determinación del tiempo, como es obvio, pasa a ser esencial» (p.101).

De nuevo y contra las interpretaciones tan típicas de los marxistas estatistas -adoradores del funcionario colocado por encima de la sociedad-, la preocupación por el desa­rrollo sin trabas de las personas está en el centro del discurso crítico y revolucionario: «Al igual que para un individuo aislado, la plenitud de su desarrollo, de su actividad y de su goce (de la sociedad) depende del ahorro del tiempo. Economía del tiempo: a esto se reduce finalmente toda economía (…). Economía del tiempo y repartición planificada del tiempo del trabajo entre las distintas ramas de la producción resultan siempre la primera ley económica sobre la base de la producción colectiva» (ibídem). Más adelante, Marx plantea lo vital que es disponer de tiempo libre: «Todo el desarrollo de la riqueza se funda en la producción de tiempo disponible» (t. 1 p. 349). Este tiempo de trabajo por encima del necesario para la reproducción del trabajador es «tiempo para el desarrollo libre» (t. 2, p. 147), que en la sociedad actual goza la clase dominante.

Más en general, el punto que nunca debería olvidarse es que una revolución social debe situarse en el punto de vista que va a la raíz de los males, en el punto de vista de la crítica radical. Y parte sustancial de esta crítica es a la naturalización del mercado, que se presenta como una institución «de sentido común». Por eso se puede conectar la crítica de Marx del fetichismo de la mercancía con sus escritos juveniles en los que señalaba la necesidad de superar una forma social que se levanta como potencia abstracta frente al individuo suelto, cuando por contenido la comunidad humana es «la esencia de cada individuo, su propia actividad, su propia vida, su propio espíritu, su propia riqueza». Es que «mientras el hombre no se reconozca como hombre y, por lo tanto, organice el mundo de un modo humano, esta comunidad se manifiesta bajo la forma de enajenación» (Marx, 1987, 527).

La organización del mundo de un modo humano comienza por el control de los productores de sus propios productos y de sus trabajos, y las formas en que se realizan. Por eso también la revolución social «arranca del punto de vista del individuo real», que frente a la vida deshumanizada de la sociedad capitalista mercantil busca instalar la verdadera comunidad. Esto significa también que la revolución no puede ser una abstracción, encarnada en un poder ajeno frente a lo que piensan, sienten, sufren o gozan los seres humanos de carne y hueso. Hay que ir a la raíz, que no es otra que el trabajo sometido a la ley del valor -el trabajo que sólo vale en tanto productor de valor- y que por lo tanto reproduce la relación de trabajo enajenada.

Referencias bibliográficas

ENGELS, F.: Carta a Otto von Boenigk, 21 de agosto de 1890.
MARX, K. (1987): Escritos de juventud, México, FCE.
MARX, K. (1989): Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, México, Siglo XXI.
MARX, K. (1999): El Capital, México, Siglo XXI.

Por gentileza de Trasversales