Orwell y su cálculo de fechas

Blanca Aragón Muñoz
Psicoanalista
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Asistimos en nuestras sociedades, en los medios de comunicación y en la calle, a un fenómeno sin precedentes donde es lícito mostrar y asistir a la vida privada, en todos sus detalles, colocada como espectáculo. Si la impudicia es la norma, lo obsceno desaparece. Cuando las miserias y estupideces cotidianas de un grupo de personas, encarceladas en un recinto con cámaras grabando día y noche, en lugar de ser un experimento sociológico filmado, se nos da a ver como un concurso televisivo millonario que, lejos de producir rechazo, provoca una fascinación generalizada en nombre de la libertad de consumir, podemos preguntarnos qué está sucediendo con lo más privado del individuo, aquello que puede ser el primer paso hacia la subjetividad. Cuál es, entonces, el lugar en que queda la regla fundamental freudiana: «Diga todo lo que se le ocurra, sin censura, aunque le resulte absurdo, doloroso o desagradable». Su lugar bien podría ser un escaparate, una vez extraída la privacidad de un consultorio y el secreto profesional.

Tomemos dos novelas, dos clásicos del siglo XX, para adentrarnos en este tema.

Cuando Orwell publica «1984» en los años posteriores al final de la II Guerra Mundial, describe una atmósfera opresiva y angustiante en la que cualquier atisbo de diferenciación es inadmisible, al punto de no ser castigado sino llevar a un espeluznante programa de «reeducación», como para no dejar ninguna huella de la posibilidad de subversión en ese sistema, cuyo máximo exponente es «Amar al Gran Hermano».

…A los cincuenta años de su creación, surge un fenómeno televisivo extendido a los países de nuestro entorno, utilizando como estandarte el significante con más carga de la novela de Orwell: «Big Brother».

Sin embargo, la visión que «1984» desarrolla en sus últimas páginas, contrasta notablemente con nuestra sociedad del bienestar. Se trata de una forma del terror por el terror, donde los ciudadanos viven en una permanente escasez, atribuida al estado de guerra permanente. Los lideres comparten esa escasez porque se trata nada menos que del poder total, goce absoluto que no se entretiene con minucias como el plus de goce. Sólo que si definimos el discurso como generador de lazos sociales y al tiempo como  gestor de goce, a través del aparataje simbólico que es el discurso mismo, la aparición de este goce total, haría estallar en mil pedazos toda posibilidad de discurso. A eso apunta Orwell, a la destrucción social. Ese es el ambiente de campo de concentración que la novela transmite.

Otra novela «Un mundo feliz» de Aldous Huxley, nos acerca desde una vertiente distinta al reparto del plus de goce. Huxley nos propone una sociedad estratificada por los medios tecnológicos de selección genética y clonación. Inventa una droga de la felicidad «el soma» y una técnica de propaganda subliminal durante el sueño. El mundo ha suprimido las diferencias, dejando tan sólo estas subespecies humanas que forman las castas. No hay necesidades que cubrir y la felicidad está garantizada.

Así como en la novela de Orwell, el pensamiento es perseguido y todo acto íntimo deviene subversivo – «El Gran Hermano te vigila» desde pantallas gigantes situadas en cada pared, con una policía del pensamiento que analiza incluso los gestos involuntarios o las miradas -, en la novela de Huxley, el juicio antisocial es interno, gracias al condicionamiento durante el sueño y  recae sobre sentimientos y sensaciones, que son rápidamente eliminadas gracias al «soma». Dice la novela: «Necesitamos el raciocinio de un adulto y las emociones de un niño». En ambas sociedades cualquier acción de carácter individual atenta contra el orden social.

Al convertirse en objeto de consumo, en algo banal, un concurso donde se juega un premio millonario, queda perdida cualquier evocación angustiosa respecto al «Gran Hermano». Se trata de la emergencia de un discurso bastardo que no proviene del cuarto de vuelta por el que se da el paso de un discurso a otro. Aparece ese discurso añadido, el 5º, el del capitalismo en el que todo sea un simulacro,  un discurso a partir del cual no hay cambio, sino que conforma el telón de fondo del discurso tecno-científico. Este 5º discurso envía al abismo no ya a la esfinge, sino al discurso histérico y tal vez, pone en entredicho la supervivencia del propio discurso analítico.

Si el discurso universitario llevado al extremo pudiese dar como resultado lo que Orwell imaginó en su novela 1984, se produce una paradoja como la que Lacan le atribuye a Marx respecto al discurso del Amo. ¿Porqué debería entregarse al Amo la plusvalía? Es porque el Amo ha renunciado al goce que se le entrega a cambio el plus de goce. Ahí ese 5º discurso del capitalismo aparece en toda su astucia conservando el plus de goce como producción, sólo que dado que es un discurso del simulacro, en el lugar de agente, que ocupa un remedo de posición subjetiva, el mandato se transforma en un «Sigue consumiendo».

Para que pueda sostenerse de fondo el discurso universitario, el de los universales,  necesita  de un aliado, el 5º discurso que se contornea en la ficción de Huxley.

¿Acaso, drogas como el Prozac no se presentan con una clara vocación de «soma»?

Pueden leerse en la prensa anuncios de agencias para practicar un juego – deporte llamado «paintball» que consistiría básicamente en la siguiente propuesta: «Le ofrecemos el goce de un comando en las junglas de Vietnam, la excitación de cazar – evitar ser cazado, pero sin los riesgos de la guerra de verdad, hemos eliminado la muerte,  puesto que las armas que llevarán los comandos tan sólo manchan la ropa.» Juegos de niños para adultos. Vuelta al paraíso perdido. Se banaliza el horror, la muerte, lo siniestro.

¿Y si inventáramos una legión de amos de guardarropía, que no tengan que jugarse la vida, con acceso al plus de goce y que puedan tener la convicción de mantener posiciones propias? ¿No sería verdaderamente el proyecto de un mundo feliz?

La combinación entre ambos discursos es terriblemente eficaz. El 5º discurso se plantea  a sí mismo como el más allá del discurso universitario, cercenando cualquier otra vía de cambio de discurso. Esto es lo que rompe verdaderamente, el hecho de que un discurso lleve en su lugar dominante un imposible, lo que para Freud son las tareas de gobernar, educar, analizar y Lacan añade, hacer desear. Es este imposible, o desde otro punto de vista,  la falta que anida en cualquier estructura de lenguaje, lo que hace de cualquier discurso un sistema incompleto y con cierto grado de inconsistencia, que permitirá el cambio a otro discurso, la movilidad. El intento de este discurso del consumo es precisamente bloquear este mecanismo.

La publicidad no nos ofrece un producto, nos incita a consumir  la felicidad en porciones.

Por ejemplo, dado que nuestras sociedades urbanas son agobiantes, la voz publicitaria nos sugiere «¡Empieza a vivir!» en tanto se nos muestra el maravilloso todoterreno  capaz de transitar por fuera de las cintas de asfalto marcadas.

No está negada la posibilidad de que, a pesar de vivir en el mejor de los mundos, a veces alguien pueda hartarse un poco. Esta hartura se recicla, se vuelve a meter en el sistema de producción y nos fabrica el coche perfecto.

¿Y el sujeto? En lugar de prohibirlo o desaparecerlo por una propaganda subliminal, como en las novelas citadas, también se recicla. Probablemente no existe mejor forma de esconder algo que disfrazarlo de sí mismo. Se cortan sus conexiones, de forma que se universaliza la modalidad de goce, volviéndose lo más distante de cualquier posición subjetiva. En la coexistencia de los discursos universitario y capitalista, se ve bien que la posición subjetiva que cae como desecho en el 1º, es sustituida por su sucedáneo, en el 2º y pasa a ocupar la posición dominante. Pasaje del sujeto del inconsciente al sujeto del consumo.

Hay un anuncio televisivo que puede ejemplificar este tema de una forma casi literal. Un hombre en la barra de un bar, pide una tónica, mientras reflexiona sobre lo que no le gusta de su vida: «¿ Por qué sigo con ella si ya no me gusta? ¿Por qué sigo trabajando en esto si me deprime? ¿Por qué voy a comer los domingos a casa de mis suegros si no los soporto?» Entonces su mujer, la que ya no le gusta, dice: «Nos vamos a casa». Él responde «No, yo no voy» y el eslogan final dice: «Se empieza por cambiar de tónica».

Como ven se trata de poner en primer plano, nada menos que el malestar en la cultura. Aparentemente se daría la posición de un sujeto para quien ese malestar se plantea como síntoma. Pero ¿cómo sería la continuación? ¿Llamar a un psicoanalista? Probablemente comprarse el todoterreno de «Empieza a vivir».

En todo caso, dado que un discurso no es otra cosa que una estructura de lenguaje, siempre se van a presentar brechas en las que, a pesar de todo, surja el malestar. El ser hablante no es gratuitamente  convertible en un robot estúpido y satisfecho. Lo más paradójico es que nuestras sociedades occidentales con vocación útopica de llevarnos a la felicidad, sufren los embates de un malestar exacervado. Sucesos que salpican los periódicos, de fanatismos, sectas, nacionalismos fundamentalistas, etc.

A pesar de la apariencia de completud de un discurso, siempre hay algo que queda fuera y es lo Real mismo. Su emergencia, en cualquiera de sus formas, deja en evidencia la insuficiencia de los mecanismos generados por el lenguaje, lo que eventualmente podría producir, a pesar de todas las trabas, un cambio hacia otro discurso, incluso a un nuevo discurso.

Por gentileza de Psicoanálisis en el Sur