Claudia Fuentes Martínez
Universidad Diego Portales, Facultad de Ciencias Sociales e Historia, Santiago (Chile)
La ideología es el pensamiento de mi adversario; es el pensamiento del otro.
Él no lo sabe, pero yo lo sé.
Paul Ricoeur. Ciencia e ideología
Introducción
Las palabras del epígrafe proceden de Ricoeur (2001:281) y con ellas caracteriza la posición del “hombre de la sospecha” frente a la ideología; sintetizan, también, las dos cuestiones fundamentales que, a mi juicio, pretende superar su propuesta para una crítica de las ideologías desde una perspectiva hermenéutica. Por una parte, la reducción del fenómeno ideológico a una suerte de ilusión o falsa representación de lo real (mi adversario está engañado y no lo sabe) que oculta el hecho de la dominación; por otra parte, y derivado de lo anterior, la pretensión de que quien en este caso juzga, el hombre de la sospecha, está libre de los condicionamientos ideológicos que es capaz de advertir en el pensamiento de los demás (mi adversario está engañado y no lo sabe, pero yo lo sé).
Lo que Ricoeur propone es examinar esta concepción inicial de la ideología para descubrir, primero, que en ella están contenidas dos funciones ideológicas distintas: la función de distorsión (la falsa ilusión) y la función de justificación (insinuada, aquí, bajo su forma de dominación); segundo, que existe otra dimensión ideológica más profunda que esta concepción supone pero no explicita, sobre la cual se constituye el mundo social y a la que está sometida toda comprensión humana. Esto nos lleva al segundo punto en cuestión: si toda comprensión está condicionada por la ideología, se hace necesario replantear la posibilidad, los alcances y los límites de una crítica de las ideologías para escapar del “gesto de arrogancia” de quien se presume libre de ellas.
Al respecto me propongo desarrollar los argumentos que sostienen estos postulados de Ricoeur para centrarme, finalmente, en la utopía como instancia crítica de la ideología.
I. Sobre el concepto de ideología
Ricoeur distingue tres usos legítimos del concepto de ideología, correspondientes a las tres funciones que ellas cumplirían como dimensiones del imaginario social. El primero le asigna a la ideología la función de disimular —mediante representaciones falsas o imágenes invertidas— la vida real de los hombres. Esta concepción negativa descrita por Ricoeur en La ideología y la utopía, dos expresiones (1984) encuentra sus antecedentes en los escritos en torno a la Esencia del Cristianismo de Feuerbach, en los que el autor critica a la religión como inversión que proyecta atributos del hombre a un ser divino imaginado, crítica que el joven Marx recoge en La ideología alemana y hace extensiva a la relación de inversión general entre la representación social y la praxis humana [1].
Los supuestos de la ideología como distorsión, considerada como función única, se derivan de los contenidos mismos de su definición: si la ideología es sólo la inversión de “lo real-social”, si entre esta representación invertida de la realidad y la praxis misma no hay simbolización mediadora alguna, entonces, quien desenmascara la distorsión se sitúa, también, fuera de toda representación. Dicho de otro modo, en el discontinuo “Imagen falsa” y “Vida Real” quien logra liberarse de la primera entra al reino no simbolizado de la segunda.
Pero, ¿no exige esta definición de la ideología como falsa representación, otra forma de representación anterior que sufre la “deformación” que se denuncia; una suerte de imagen primera —para seguir la metáfora de Marx— que será invertida por la función distorsionadora de la ideología? Planteo el asunto en forma de cuestionamiento a esta concepción de la ideología para destacar el hecho de que Ricoeur en La ideología y la utopía, dos expresiones (1984) no propone considerar un uso alternativo ajeno al que estamos examinando: su objetivo es llevar la función de distorsión hasta sus últimas implicancias para mostrar que ella supone, en sí misma, una función más profunda y anterior que permanece oculta tras el fenómeno de la distorsión.
Si se admite que la vida real —la praxis— precede de derecho y de hecho a la conciencia y sus representaciones, no se comprende cómo la vida real puede producir una imagen de sí misma y, con más razón una imagen invertida. Dicho de otra manera, si la acción no está llena de lo imaginario, no se ve cómo una imagen falsa podría nacer de la realidad (352).
Lo que la función distorsionadora de la ideología supone es que la vida social tiene una estructura o “forma” simbólica sobre la cual se ejerce la deformación. Conviene, entonces, remontarse a un momento más primitivo en la relación entre praxis y representación para examinar una función más elemental del imaginario social. Llegamos, así, a lo que Ricoeur denomina “función integradora” de la ideología [2]. Quisiera abordar este asunto desde un punto de vista parcialmente distinto al que he seguido hasta ahora, para considerar la función integradora no ya como una exigencia de la función de deformación, sino como una exigencia de la vida social misma. Sobre este particular, Ricoeur afirma en la Conferencia introductoria: “Sostengo, pues, la hipótesis de que cuando se trata de seres humanos no es posible un modo de existencia no simbólico y aun menos un tipo no simbólico de acción. La acción está inmediatamente regida por moldes culturales que suministran plantillas o modelos para organizar procesos sociales y psicológicos” (2001:54).
La acción social se constituye sobre la base de una mediación simbólica que —dirá Ricoeur (2001) comentando a Max Weber en su ensayo homónimo— permite al sujeto que actúa atribuirle un sentido a su acción y orientarla en función de los motivos de los demás, en un sistema de significaciones estable que preserva la identidad del grupo social. Es esta mediación simbólica la que permite al grupo darse una imagen constante de sí mismo y creer que tiene una identidad propia, la que realiza la ideología en su dimensión de integración.
Para graficar la función integradora de la ideología, Ricoeur recurre al ejemplo de las ceremonias conmemorativas mediante las cuales las comunidades reviven el acto fundacional al que atribuyen sus orígenes. En estos casos, la ideología como integración permite difundir la creencia de que el acto fundador, del que estamos temporalmente distanciados —y que, por tanto, debemos interpretar retroactivamente— es un elemento constitutivo de nuestra memoria social y de nuestra identidad como comunidad.
La pregunta es, entonces, cómo se pasa de esta función constructiva de la ideología mediante la cual la comunidad logra representarse a sí misma y constituirse como tal, hacia la función distorsionadora denunciada por Marx. En La ideología y la utopía, dos expresiones, Ricoeur encuentra la respuesta en el problema de la legitimación de la autoridad. Todas las comunidades alcanzan un estadio de desarrollo en el que se produce una jerarquización social basada en la distinción entre gobernantes y gobernados. Los gobernantes no pueden imponerse a la comunidad recurriendo sólo a la violencia y, por eso, necesitan legitimar su autoridad para obtener el consentimiento y la cooperación de los gobernados. Sin embargo, existe siempre una relación asimétrica entre el nivel de legitimidad requerido por quienes detentan el poder y la legitimidad que están dispuestos a reconocerle quienes están sometidos al poder. Y es este déficit de legitimidad o “plusvalía de creencia”, como lo llama Ricoeur, el que viene a cubrir la ideología en su tercer uso: la ideología como justificación. Ahora bien, cuando la justificación se realiza persuadiendo al grupo social de que los intereses de la clase dominante tienen validez para todos los demás; cuando se universaliza aquello que sólo tiene un carácter particular y se proyecta una “imagen invertida de la vida social”, la justificación, según señala Ricoeur en Ciencia e ideología (2001), ha devenido distorsión.
Lo que Marx aporta de nuevo se destaca sobre ese fondo previo de una constitución simbólica del vínculo social, en general, y de la relación de autoridad en particular. Y lo que agrega es la idea de que la función justificadora de la ideología se aplica de un modo privilegiado a la relación de dominación surgida de la división en clases sociales y de la lucha de clases (288).
Es ésta, también, la dimensión de la ideología que denuncian las teorías críticas cuando sostienen que la ciencia y la tecnología ocultan, tras una pretendida neutralidad científica, su función de justificación del sistema capitalista.
Tres consecuencias se deducen de lo que hasta aquí he señalado. En primer lugar, el postulado de Ricoeur de que la sociedad se constituye simbólicamente a partir de la interpretación que la comunidad hace de sí misma, implica que la ideología como función de integración es un fenómeno ineludible de la vida en sociedad. En segundo lugar, considerando que la integración de un grupo no se reduce nunca al fenómeno de la autoridad, debemos reconocer que, junto con las funciones de justificación y distorsión, permanece un espacio auténtico para la ideología como integración. Por último, atendiendo al carácter inevitable que —según Ricoeur— tiene esta secuencia de las funciones ideológicas que se inicia con la integración, se transforma pronto en justificación, para degenerar finalmente en distorsión. Por lo mismo, se hace inminente la necesidad de una crítica permanente de las ideologías que asuma la imposibilidad de acceder a un estadio libre de toda mediación ideológica, según se expone a continuación.
I. Posibilidad, alcances y límites para una crítica de las ideologías
En la búsqueda de los alcances y límites de una crítica de las ideologías, convengamos en que toda actitud crítica exige una posición de distancia entre quien realiza la crítica y aquello que critica. La cuestión, entonces, es saber si podemos acceder a una posición semejante frente a la ideología, y cuál sería en ese caso el estatuto epistemológico de dicha posición.
Ricoeur aborda este asunto examinando la relación entre ciencia e ideología desde dos enfoques epistemológicos distintos (2001:279-305). En primer lugar, considera el enfoque positivista, sobre el supuesto de que los criterios de cientificidad establecidos por este enfoque (a saber, explicación integral del objeto de estudio, y falsabilidad y verificación empírica de sus conclusiones) han situado a las ciencias exactas en una posición de distancia privilegiada frente al fenómeno ideológico. Sin embargo, en las llamadas ciencias sociales, las teorías logran cumplir sólo con uno de estos dos requisitos y, por tanto, quedan fuera del modelo positivista, pues, las teorías parciales que utilizan metodologías de investigación cuantitativa responden a los criterios de falsación y verificación, pero, para ello deben sacrificar una explicación global del mundo social. Del mismo modo, las teorías sociales unificadoras plantean explicaciones integrales que, sin embargo, no pueden ser verificadas empíricamente. De este modo, las teorías sociales no pueden reclamar, para sí, la ruptura epistemológica que los criterios positivistas permiten establecer entre ciencia e ideología.
El segundo enfoque examinado por Ricoeur, es el enfoque crítico. En este caso, se sitúa en una posición distinta a la que adoptara frente al positivismo. No se trata, ya, de partir del supuesto de que el enfoque crítico logra establecer una ruptura epistemológica con la ideología, sino de advertir sobre tres dificultades que enfrenta cuando se propone la ruptura. La primera dificultad consiste en hacer de la teoría crítica una teoría combativa. En este caso, ejemplificado en las obras de Lenin y Althusser, principalmente en la lectura que el segundo hace del primero en Lenin y la Filosofía (1986), se corre el riesgo de transformar al “lugar desde el cual se combate” en un lugar ideológico en su sentido de distorsión, clausurando radicalmente la posibilidad de analizar nuevos fenómenos sociales y, más grave aún, justificando una forma particular de dominación: la dominación del partido y su clase dirigente.
La segunda dificultad se vincula con la reducción que hace Marx en La ideología alemana del fenómeno ideológico a su función de distorsión, ya analizada. En este caso, el problema radica en que una teoría crítica que asume a la ideología como la inmediata deformación de un mundo social no simbólico, no logra dar cuenta del origen de esta deformación. En efecto, si consideramos que lo social, es desde siempre una realidad simbólica, entonces, la tarea de remontarse a un “real-social” anterior a ella es irrealizable. En Manheim, Ricoeur afirma que “Nadie conoce la realidad fuera de la multiplicidad de maneras en que está conceptualizada, puesto que la realidad siempre está metida en un marco de pensamiento que es él mismo una ideología” (2001:201).
Por último, nos enfrentamos a la dificultad de pretender realizar una crítica radical de la ideología, bajo el supuesto de que podemos acceder a la posición privilegiada del espectador absoluto —ya sea bajo la forma del “investigador hiperconsciente” exigida por la pretendida neutralidad axiológica de las teorías que explican la acción en término de proyectos; ya sea bajo el supuesto de que en cada momento del todo, el todo se expresa en su totalidad, como en el caso de las teorías sistémicas— y, desde ese punto de vista, sustraernos a la mediación ideológica a la que están sometidos los demás. En este caso, la objeción de Ricoeur apunta a la imposibilidad del hombre de realizar la “reflexión total” que la conciencia radicalmente crítica exige, porque todo pensamiento está sujeto a un condicionamiento social del que no podemos liberarnos en forma absoluta.
En conclusión, si la crítica de las ideologías no puede realizarse desde la distancia que el enfoque positivista y sus criterios de validación le confieren a las ciencias exactas; y si el enfoque crítico nos enfrenta a las dificultades señaladas (transformación de la crítica en ideología deformadora, imposibilidad de llevar a la crítica hasta una dimensión no simbólica de lo real; imposibilidad de la reflexión total) ¿bajo qué condiciones podría emprenderse una crítica de las ideologías? o, como lo plantea Ricoeur en Manheim, “¿qué clase de nuevo criterio para un punto de vista valorativo puede emerger después del derrumbe de todos los criterios objetivos, trascendentes, empíricos?” (2001:199), la respuesta la encuentra en la hermenéutica de la comprensión histórica.
Esta hermenéutica histórica parte del supuesto de que no podemos situarnos en una posición de distancia absoluta respecto de todos nuestros condicionamientos, porque el saber está precedido por una relación de pertenencia que no podemos hacer consciente en toda su dimensión. En Hermenéutica y Crítica, Ricoeur afirma: “La historia me precede y se anticipa a mi reflexión. Yo pertenezco a la historia antes de pertenecerme” (2001:314). Esta condición de pertenencia es la que se expresa en la “precomprensión que nos constituye y que somos”, de la que forma parte la ideología como mediación simbólica. Sin embargo, el distanciamiento exigido por la crítica es posible, primero, por nuestra propia condición de sujetos históricos que nos expone a lo que Gadamer, en Kleine Schriften llamó la conciencia de la historia de los efectos —“conciencia de estar expuestos a los efectos de la historia y su acción” (319)— y que sólo puede realizarse desde el hecho de la distancia; segundo, porque la reflexión que es precedida y anticipada por la historia —parafraseo a Ricoeur— exige que adoptemos como comportamiento metodológico el distanciamiento respecto “del decir” —en nuestro caso del decir ideológico— para pensar “lo dicho”. Esbozamos así la relación dialéctica que se da entre la comprensión propia de la relación de pertenencia y la explicación que exige el distanciamiento. En Explicar y Comprender, Ricoeur afirma que “La comprensión es más bien el momento no metodológico que, en las ciencias de la interpretación, se combina con el momento metodológico de la explicación. Este momento precede, acompaña, clausura y así envuelve a la explicación. A su vez, la explicación desarrolla analíticamente la comprensión” (2001:167).
Con la dialéctica del comprender y el explicar que pone en relación nuestra pertenencia a un mundo social constituido ideológicamente y el distanciamiento que opera en nuestro esfuerzo por reinterpretarlo, la posibilidad de una crítica de las ideologías encuentra su lugar en la tarea de la hermenéutica. Veremos a continuación cómo se concreta esta posibilidad en la dialéctica entre ideología y utopía.
III. La utopía como instancia crítica de la ideología
La función básica de la ideología en sus tres dimensiones es reafirmar la creencia del grupo en su propia identidad. En este sentido, el imaginario social ideológico es productor –porque lo social se constituye en la auto-representación simbólica– y conservador del mundo social, una suerte de “guardián” de los vínculos establecidos. Pero, el imaginario social cumple, también, una segunda función que hace posible el distanciamiento requerido para una crítica de las ideologías, a saber, la función de proyectar otras formas posibles del ser social que nos permiten “mirarnos” desde un no lugar y un no tiempo. A esta función la conocemos como utopía que, en términos de Ricoeur, “es el sueño de otra manera de existencia familiar, de otra manera de apropiarse de las cosas, y de consumir los bienes, de otra manera de organizar la vida política, de otra manera de vivir la vida religiosa” (2001:357).
En el imaginario utópico podemos distinguir tres niveles o dimensiones, correlativos a las tres dimensiones del imaginario ideológico ya examinado. En su nivel más elemental, la utopía en su función de “ningún lugar” es la ficción de otra forma de integración social, una apertura de lo posible que nos invita a repensar el sentido de nuestras acciones y la estructura de significado general sobre la cual construimos nuestra identidad grupal. Pero, al igual que la ideología, en la proyección de otro mundo social posible la utopía se encuentra con el problema de la autoridad. En este nivel, su función consiste en exponer y cuestionar, precisamente, aquello que la ideología en su función de justificación busca compensar: la distancia entre la legitimidad exigida por quienes detentan el poder y la legitimidad que naturalmente están dispuestos a reconocerle los gobernados. Conforme a Ricoeur, así como la ideología degenera en distorsión cuando justifica la dominación universalizando los intereses de quienes gobiernan, del mismo modo la utopía degenera en evasión cuando pierde contacto con las exigencias que impone la lógica de la acción para la realización, ya que se proyecta en un mundo ideal sin preocuparse de las condiciones que lo harían posible y apuesta a objetivos aparentemente irreconciliables entre sí.
Una suerte de lógica loca del todo o nada reemplaza a la lógica de la acción, la cual siempre sabe que lo deseable y lo realizable no coinciden y que la acción engendra contradicciones ineluctables, por ejemplo, para nuestras sociedades modernas, entre la exigencia de justicia y la de igualdad (2001:359).
Ahora bien, la capacidad de la utopía de proveernos de un lugar “fuera” del mundo simbolizado por la ideología viene a suplir en parte el espacio vacío que deja la crítica de Ricoeur al “real-social” del hombre de la sospecha. A partir de ella, podemos hacer cuestión de lo que somos y del mundo al que pertenecemos. Pienso que esta capacidad es extensiva a las tres dimensiones de la utopía —incluso en el momento en que ha devenido locura patológica del mundo irrealizable— y se aplica a las tres dimensiones de la ideología, incluida su dimensión integradora. Sin embargo, lo que Ricoeur propone es rescatar el potencial crítico de la utopía en su primer nivel —como proyección de otros modos posibles de ser— para liberarnos de la ideología en su función patológica de distorsión. Una función similar le reserva a la ideología como integración, que puede mantenernos a salvo de la utopía patológica. El hecho de que ambas dimensiones —la ideología como distorsión y la utopía como evasión— sean entendidas como expresiones desviadas del imaginario social nos da la pista de sus razones: lo que “padecemos” (pathos) con ellas es la clausura radical de las interpretaciones posibles; el encierro en un mundo de imágenes selladas impide el retorno desde el distanciamiento hacia la comprensión y vuelve estéril su potencial crítico: la ideología de la distorsión nos atrapa en la “falsa ilusión”; la utopía de la evasión nos atrapa en el sueño imposible.
Todo ello nos revela el sentido que, a mi juicio, tiene la crítica de las ideologías propuesta por Ricoeur, donde lo que está en juego es la posibilidad de conservar nuestra apertura frente a lo posible, nuestra capacidad para “pensar y ser” otros modos de ser en el mundo, en definitiva, para poder emprender la “odisea de la libertad”. En este sentido, la crítica de las ideologías en clave hermenéutica sigue el camino de “la tradición más impresionante, la de los actos liberadores, la del Éxodo y la de la Resurrección” (2001:346).
Notas
[1] El siguiente análisis se basará en la oposición entre ideología y praxis que se establece a partir de este concepto de ideología del joven Marx, sin considerar su transformación posterior basada en la oposición ideología-ciencia y las consecuencias epistemológicas que ella implica.
Sigo en esto la tesis de Ricoeur, según la cual “la oposición entre ideología y ciencia es secundaria en comparación con la más importante oposición entre ideología y vida social real, entre ideología y praxis” (“Conferencia Introductoria”, 1989:52). Para las referencias al pensamiento de P. Ricoeur remitimos a Del Texto a la Acción. Buenos Aires: F. C. E., 2001, con remisiones a “Hermenéutica y crítica de las ideologías” (1984:307-347); “Ciencia e ideología” (1984:279-305); “La ideología y la utopía: dos expresiones del imaginario social” (1984); “Explicar y comprender” (1985:149-168) y a Ideología y utopía. G. Taylor (compilador). Barcelona: Gedisa, 2001, con referencias a “Conferencia Introductoria” (1989: (45-61); “Mannheim” (1989: 919-210); “Max Weber” (211-240). Todas las citas se harán por las ediciones mencionadas.
[2] He preferido seguir la secuencia de análisis presentada por Ricoeur en su “Conferencia Introductoria” de Ideología y utopía, explorando primero los dos “polos” de la función ideológica –ideología como deformación e ideología como integración– para explicar, después, el modo en el que el primero desemboca en el segundo, mediatizado por la función de justificación. Las otras dos secuencias seguidas por el autor son: secuencia de transformación “temporal” del fenómeno ideológico, a saber, integración, justificación, distorsión (en Ciencia e Ideología); secuencia de análisis de las implicancias de los conceptos de ideología, inversa al proceso de transformación, a saber, distorsión, justificación, integración (en La ideología y la utopía: dos expresiones del imaginario social).
Por gentileza de SciELO