Lorena Bower
Licenciada en Psicología
Oscar Muñoz Zaccaro
Becario alumno de Investigación. Facultad de Psicología. Universidad Nacional de San Luis. San Luis. Argentina
Resumen
En la actualidad el imperativo del ¡goza! parece haber asumido el comando de las acciones de los sujetos. Abolidas las coordenadas simbólicas que otrora ofrecían marco y coto al goce, este amenaza con desbordarse. El retorno de los goces prohibidos se patentiza en la escalada de violencia extrema que inunda todos los estamentos sociales e intima con el estallido de los lazos sociales.
La violencia imprime su sello característico a las relaciones entre los sujetos y de modo particularmente siniestro a las relaciones amorosas, que, prontamente, devienen en odioenamoramientos, es decir, relaciones que oscilan entre el amor y el odio, donde el estrago se halla siempre presente, en tanto experiencia devastadora en la relación de un sujeto con otro, situando a las lesiones y, en algunos casos, a la muerte del amante infortunado como horizonte nunca lejano.
Palabras clave: odioenamoramiento, estrago, feminicidio, violencia.
La contemporaneidad se presenta signada por el avance del capitalismo y la instauración de la lógica del mercado como reguladora de todos los estamentos de la vida del sujeto. Se asiste a la caída de las interdicciones y el alzamiento de una profusión de ideales que orientan en el sentido del goce. El imperativo superyoico de la época queda definido por la orientación al goce, el recuse de la castración y la imposibilidad de soportar toda demora en pos de la urgencia gozosa. Se perfilan subjetividades en las que el individualismo se exacerba al punto de destramar la urdimbre social, provocando que los lazos se tiñan de segregación; violencia; hostilidad y odio.
Los actos agresivos pueblan la vida del sujeto actual, pero no se trata sólo de la agresión explícita, sino también de aquella otra que encubierta, larvada y muda, atraviesa las relaciones intersubjetivas y especialmente las amorosas. Con brutal cotidianeidad los medios informan de casos de violencia que se desatan en el interior de parejas sentimentales; forma de la violencia que tiene por víctima al amante infortunado y que puede llegar, en ocasiones, a costarle la vida. Tales noticias resultan, al ojo espectador, cuando menos paradójicas en tanto se supone que toda relación amorosa se funda en la ilusión de que “ese otro” podrá otorgar aquello necesario para hacer una vida plena. Entonces, ¿cómo es posible que entre dos seres que (decían) amarse surjan hechos de violencia que pueden llegar incluso a terminar con la vida de uno de ellos? ¿Resulta tan lábil la barrera del amor al odio? ¿Es posible pensar en una cierta vecindad entre ambos afectos?
Es parte del acerbo popular que el amor no puede hallarse sin estar siempre entrecruzado por los hilos del odio. El amor tiende a la apropiación del amado, tendencia eternamente fallida porque está siempre el peligro de ser abandonado; es en ese momento en que todo el amor se subvierte para dar paso a un odio profundo que puede llegar al maltrato físico, a una violencia extrema, incluso al homicidio.
Estos traspasos del amor al odio y la dialéctica que ellos conjugan en el interior de las relaciones de pareja, donde la violencia suele ser una constante, sirven de coordenadas para pensar en el lugar del estrago, entendido como la relación devastadora del sujeto con otro, inicialmente la madre, lugar este que luego será legado al objeto amado sobre el cual recaiga la elección de pareja, se conforma así la pareja-estrago.
El término estrago (ravage) es introducido por Lacan en el curso del Seminario 17 (1972-1973) para dar cuenta de una mortífera relación madre-hija y los efectos de la fallida instauración de la metáfora paterna. Fiel a su estilo, el autor retorna en diversas oportunidades sobre el concepto que quedará equiparado a un núcleo irreductible de goce en la mujer, goce ilimitado que escapa de toda significación fálica y que puede dirigir, incluso, a la devastación subjetiva en la relación con el partenaire.
“El estrago es lo que se produce cuando la mujer espera infinitamente de la madre, porque se trata de eso, de una espera eterna, que eterniza el vínculo de la hija con la madre, cuando espera de ésta la verdad acerca de qué es ser una mujer. Y si esto se ha instalado, este modo de goce terrible se repetirá insistentemente en las otras relaciones que esa mujer encuentre en su vida” (Vidal, 2009).
Se trata de un término que lleva en su seno la condición de la violencia arrasadora, ligada a la pulsión de muerte. Devastación, ruina y “alienación a una dolorosa y fascinante relación a la que el sujeto no puede sustraerse, en la que se juega una imagen y un más allá de la imagen que lo captura” (Gartland, 2010).
El estrago femenino, ya sea bajo la forma del maltrato físico, psicológico, o las formas más larvadas y sutiles como la servidumbre, la esclavitud o la humillación, constituye una constante disruptiva en la homogeneidad social actual.
Antes de proseguir, cabe introducir una breve digresión:
Frecuentemente se habla de violencia de género para dar cuenta de estas situaciones que pueden llevar incluso a la muerte de la mujer. Para dar cuenta de este fenómeno que se impone en las últimas décadas como una realidad siniestra se ha acuñado el término “femicidio”, traducción del anglosajón femicide que se define como el conjunto de hechos violentos realizados contra las mujeres, que en ocasiones, culmina con el homicidio de algunas niñas o mujeres (Radford y Russell, 1981). Lagarde (2005), por su parte, señala la necesidad de evitar la traducción de femicide como femicidio, término que no llega a dar cuenta de la totalidad de las dimensiones del fenómeno y se puede confundir con una mera feminización del vocablo homicidio.
En suma, el feminicidio da cuenta de la violencia ―que puede llegar hasta el asesinato de la mujer―, en razón de su género; por odio hacia las mujeres, por rechazo a su autonomía y su valor como persona o por razones de demostración de poder machista o sexista. El feminicidio incluye una connotación de genocidio contra las mujeres; remite a todos los homicidios que tienen como víctima a una mujer, sin implicar una causa de género (Glosario de género de IPS).
Según la ONU se trata del asesinato de mujeres como resultado extremo de la violencia de género que ocurre tanto en el ámbito privado como en el espacio público. A estos datos debe sumarse que en una alta proporción estos feminicidios son cometidos por hombres con los que la victima (mujer) sostenía una relación íntima, familiar o de convivencia (Carcedo y Sagot, 2009). A este tipo de violencia se lo denomina: “feminicidio íntimo”.
Finalmente, ya en lo que respecta a esta producción, y dado que el marco de referencia de este escrito es el discurso freudolacaniano, se debe dejar sentado que tal lógica no comparte las clasificaciones por género en tanto no hay La mujer o El hombre, sino dos modos de vivir la pulsión: femenino o masculino.
Retornando; el fenómeno de la violencia que toma el cuerpo del ser hablante femenino da cuenta de un modo particular de relación entre los sujetos, relación a la que cabe denominar: “estragante”. Al respecto, Laurent (2012) dirá: “los hombres son estragos para el otro cuerpo (…) en el feminicidio los hombres pegan; matan; dañan el Otro cuerpo”; es así que los cuerpos “pueden ser tan solo síntomas, ellos mismos relativamente a otros cuerpos” (Lacan, 1999). Se advierte que no se trata del cuerpo real, carnal sino de ese otro articulado a sucesos; cuerpo trinitario tramado por los tres registros.
Ahora bien, ¿porque en estas relaciones asoladoras, en estas parejas-estrago la agresividad suplanta al amor? ¿Cómo opera este deslizamiento que acaba en el estrago femenino o en el feminicidio?
Al decir freudiano, la agresividad forma una de las pasiones constitucionales del sujeto; este es el trasfondo de todas las relaciones que establece y se halla, como telón de fondo, incluso, de aquellos vínculos en los que pareciera antagónico. Ninguna relación entre sujetos se halla libre de este componente tanático, ni siquiera las más tiernas o amorosas. Es esta inclinación agresiva, constitucional, la que hace de todo semejante: “una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo” (Freud, 1987).
La mirada lacaniana toma la vía del narcisismo para arrojar luz sobre la misma cuestión. El estadio del espejo como posibilitador de la constitución del yo merced a la identificación especular con un otro con el cual se experimenta una perpetua tensión erotoagresiva será la plataforma teórica desde la cual figure la noción de agresividad. En el escrito que lleva ese nombre, el autor refiere que se trata de una presión intencional que se manifiesta en estados emocionales como la cólera, el temor y la tristeza; es un estado que no paraliza sino que mina el entendimiento y rompe la fascinación del amor.
Recordemos que, mientras la meta del amor es el hacer de dos uno, la agresividad apunta a la dispersión del otro, a su desmantelamiento, a su destrucción y estrago. “La agresividad constituye la significación común de no pocos estados emocionales y da cuenta de lo que hay de concreto en ellos.” (Lacan, 2003).
Se dice igualmente que es una presión constante lo que supone derrumbar la idea de que es el trajín cotidiano el que puede desatar la agresividad, asimismo también hay agresividad en épocas de paz, evidenciando que se trata de una presión sexual a la que se le puede hallar decurso acorde a las pautas sociales o no. Otra característica de la agresividad es que su objeto suele ser, no tanto el enemigo externo, sino aquel más íntimo, aquel que forma parte del círculo interno del sujeto, aquel con el cual mantiene un lazo cercano o afectivo; hecho que refuerza los dichos freudianos ya citados respecto del carácter que asume el otro para el sujeto.
Igualmente se enuncia que: “La agresividad es la tendencia correlativa de un modo de identificación que llamamos narcisista y que determina la estructura formal del yo del hombre y del registro de entidades característicos de su mundo” (Lacan, 2003). Con ello es posible pensar la agresividad como propiedad de la libido narcisista. Por tanto, que el yo del sujeto se constituya merced al otro, desde una exterioridad que sella el destino (enajenante y enajenado) del yo implica que el sujeto se halla en un continuo vaivén, que no hay nada parecido a una sólida identificación yoica, sino que su derrotero permanente es oscilar y reconstruirse a cada instante mediado por ese otro. La agresividad se desatará toda vez que ese otro/espejo haga trastabillar la endeble coraza yoica y la lucha se desate en términos de “aquel o yo”. Se trata de perdurar a costa de la destrucción del otro.
Volviendo sobre la temática en cuestión, se puede señalar que toda relación de pareja comienza por el amor. Es posible distinguir entre el amor como pasión imaginaria y el amor como relación simbólica. El amor de quien desea ser amado es una tentativa de capturar al otro como objeto, es amor narcisista, y quien aspira a este amor está lejos de interesarse por el bien del amado, lo guía más bien la premisa de ser amado por todo, no sólo por su yo. Se trata de la acción arrasadora de la Verliebtheit, fascinación imaginaria que conduce al intento de aprisionar al otro en sí mismo, engullirlo, capturarlo como objeto en la particularidad de sí mismo.
Cuando el amor se inscribe en el plano de lo simbólico la situación es otra, es un amar al otro más allá de lo que parece ser, traspasar el sometimiento imaginario, lo que permite aceptar las debilidades y torpezas del otro. Pero cuando el amado cae en la traición a sí mismo y persiste en engañarse, el amor se acaba. El amor es una de las tres pasiones del sujeto, y cuando logra realizarse simbólicamente, por vía de la palabra, se dirige al ser del otro. Sin la palabra el amor sólo es fascinación imaginaria, padecimiento amoroso.
Algo similar acontece con el odio. También aquí se halla presente la dimensión imaginaria, ya que el deseo de que el otro desaparezca es correlativo a la dimensión de su presencia. Claro está que el odio no cesa en la aniquilación del otro rival.
Así como el amor (imaginario) no logra satisfacerse con la presencia del otro; el odio no cesa con la desaparición del enemigo, por lo que son sentimientos inagotables que cruzan perpetuamente su camino.
Freud, a lo largo de su producción, detalló la regularidad con que el odio acompaña al amor, y cómo en ocasiones puede haber una mudanza del amor al odio y viceversa. Retomado por Lacan (1992) quien señala que no es adecuado hablar de ambivalencia, sino que, jugando con la homofonía permitida entre el francés haine (odio) y el inglés amoration (profundo amor), propone hainamoration “odioenamoramiento”. Tal neologismo implica que se ama a aquel a quien se le supone un saber, pero también se lo odia en tanto se interroga ese saber otorgado. La teorización se completa con lo analizado por el autor a nivel del Seminario 22, en el cual, valiéndose de la topología del nudo, el autor advierte que toda preocupación amorosa por el otro y su bienestar tropieza, antes o después, con el límite de lo real. Esto real emerge arremetiendo y poniendo coto al amor, provocando una sajadura en el semblante; desde allí este límite real provocará que el amor se torne en lo contrario; en la obstinada búsqueda de algo contrario al bien del otro.
Puede referirse que algo de este talante se encuentra operando en las relaciones estragantes. Algo del registro del odioamoramiento provoca este viraje que hace de un objeto amado uno odiado. Vale decir que se trata de sujetos y, como se ha dicho antes, no excluyentemente de mujeres; sujetos en posición femenina en los que se manifiesta esa extrema proximidad entre la pasión amorosa y la muerte. Es decir, cuando por causa de esa pasión amorosa el sujeto se sitúa en el límite de la muerte o es conducido hacia ella.
Se trata de la pareja-síntoma al decir de J. A. Miller (2008), punto donde pueden anudarse el amor y el estrago en tanto ambos tienen como principio el A/, es decir, el no-todo en el sentido del sin límite. El amor es esencialmente sin límites porque está más allá, precisamente más allá del tener.
Es necesario volver sobre la definición lacaniana según la cual amar es dar lo que no se tiene a quien no lo es; para que el amor se instale es necesario que exista una castración, para poder servirse del falo, es preciso, no serlo. El estrago se presenta como la contracara del amor; es vuelta de la demanda de amor. Así como en el amor se da la anulación de todo tener; el estrago es la faz de goce del amor: “dar todo, es aquí donde está lo infinito” (Miller, 2008).
Así, en estas parejas-estrago, de lo que se trata es del partenaire alojado en el A/, es decir, en el lugar de lo ilimitado. Es por eso que la pareja-síntoma de la mujer se volvería la pareja-estrago. Es en esta falaz solución, polarizada entre el todo y la nada, donde el sujeto procura hacerse un lugar en el fantasma del hombre del sujeto, tolerándolo en posiciones subjetivas, donde padecimiento y degradación están fusionados. Lo que remeda los dichos lacanianos según los cuales se afirma que hay mujeres que “alman” a su hombre como si fuera Dios, pero que al amarlo de esa manera, más odian y éste más las odia.
Se trata de la anuencia (de un sujeto en posición femenina) a ocupar el lugar de objeto del fantasma del partenaire-estrago; sin límites a las concesiones que el otro pueda hacer. Es un sacrificarse a cambio del privilegio de ser elegida por su partenaire. Es esa exigencia de ser amada/o lo que perpetúa la espera de un signo de amor que nunca aparece y que puede conducir a la muerte. Se ofrece todo, hasta la libra de carne para satisfacer/almar a ese hombre/dios al cual nada lo colma, nada le alcanza…ni siquiera su odio.
Referencias bibliográficas
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