Juan Melero
Topía
“…para las preguntas que se han tendido como ramas
a lo largo de la pesadilla de la luz…”
Juan L. Ortiz, En el aura del sauce, 1958
La operación de ver no es tan espontánea como parece. Ver lo que vemos es tan difícil como escuchar lo que oímos. Hagamos entonces alguna advertencia respecto a nuevos lugares que la imagen ocupa en la actualidad de la producción social y por lo tanto, en la actualidad de la vida psíquica. Si ya advertimos sobre los riesgos de una teoría psicoanalítica que sobrevaluaba la dimensión lingüística (el significante, la letra, la lógica, la escritura) mientras descuidaba otros aspectos constitutivos del psiquismo, ahora también debemos avisarnos de una cultura cuyo eslogan ya no es el libro, sino la globalidad (esferas sensitivas), que se encamina más bien a desechar lo que alguna vez le valió el calificativo de “letrada”, de histórica, aquello que hizo cima y finalizó en su culto intelectual al “texto”, hoy desvaído.
Algunos aspectos mortíferos de la parte opulenta de nuestra cultura encuentran su unidad reproductiva en nuevas y espectaculares versiones de un motivo clásico: el espejo. Tan simple y tan palmario como un sartenazo en la cabeza. Esto no debería sorprendernos, puesto que habitamos una época plagada de simplificaciones, por no decir de gansadas, de viajes excitantes hacia el paradigma del estímulo-respuesta.
La primacía de lo iconográfico y de la imagen en todas sus formas (pero en particular la que llamaremos narcisística), actualiza problemas conocidos y también engendra existentes nuevos que aún no han sido pensados y se resisten a serlo.
Las redes sociales “virtuales” alcanzaron el éxito de una operación emblemática de este tiempo: convertir las pantallas en espejos informados. La pantalla, que era el medio de la imagen-movimiento, del paisaje y del viaje, de la “telé-visión”, se trasforma poco a poco, pero a través de su uso más vasto en un espejo cálido. Lo primero fue tener un input, una entrada personal a la pantalla, luego asociar a ella los medios de captura digital de la imagen, lo siguiente, convertirla en una superficie idealmente reflejante. No es el azogue frío e imparcial, el espejo realista por antonomasia y refractario a la demanda. Es más bien el espejo mágico de Blancanieves, el que le aseguraba siempre sus virtudes, y despertó la envidia fatal de la madrastra. Ahí ya no se trata de que “lo que vemos nos mira”, como planteara Didi-Huberman en 1992, sino quizás de abolir esos términos, para generar una operación de un solo tiempo y sentido: mirarse siendo mirado. Explotar las variantes del espejo, hacer su hipérbole, su estadio glorificado.
Podemos recordar aquí las articulaciones que Lacan revelara entre especularidad y agresión o, podríamos agregar, entre la puesta en imagen y la envidia. Así es el medio ambiente de la cultura de masas. La imagen cunde como vehículo capaz de representar al sujeto en completud gozante, y aparece como una proyección del Yo-Ideal. De esta forma se convoca hasta el infinito la escena fantasmática de la exclusión: o yo o el otro, y donde el otro es yo quisiera desplazarlo. Las ideas de Lacan sobre la especularidad comienzan a articularse en su tesis sobre el caso Aimée. Es que por cosas así llega a matarse la gente. Hasta ahí con esas ideas, luego es necesario trascender una concepción del Yo y de lo Imaginario que termina siendo más reduccionista que habilitante para el quehacer psicoanalítico.
Problema sobre el que queremos concentrar hoy nuestra palabra: la imagen no puede ser soporte suficiente para la relación social. Cuanto más terreno gana el vínculo dominado por lo especular, más resulta en tensión agresiva y en envidia generalizada, en empuje al robo y a la aniquilación de un otro que no alcanza espesor significativo.
Esta forma de la agresividad, para desplegarse en violencia destructora requiere condiciones: la tensión narcisística, pero también la insuficiencia de mediaciones psíquicas que permitan soportar el conflicto. A gran escala, se vincula tanto a la superproductividad tecnológica y mercantil como al subdesarrollo ideativo que nos sobrecogen (valga la polisemia).
En el mundo global es lógico que el trono de la cultura sea para la imagen narcisística, controlada, de diseño. Ella permite trascender las fronteras, pero también evitarlas, promover la velocidad, hacerle el juego a la desregulación.
El lenguaje, en cambio, siempre impone una traductibilidad, aún entre hablantes de una misma lengua. Es esa frontera dinámica con el otro lo que me permite estar pacíficamente con él, contar con él. La proliferación de imágenes flotantes, “colgadas” en las paredes deslizables del medio virtual, nos deja librados a nuestra parte más precaria y reactiva.
Dada la tendencia a abolir cualquier dialéctica, es fácil imaginar cómo las imágenes nos hablan, pero muy difícil concebir cómo podrían hacer silencio. Vale tomar posición frente al problema.
Por gentileza de Topía