Inmaculada Jauregui Balenciaga
Doctora en psicología clínica e investigación. Máster en psicoeducación y terapia breve estratégica
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Introducción
Dos grandes preguntas subyacen en este artículo. La primera hace referencia a lo que ocasionó el holocausto. Hitler ha sido diagnosticado, post mortem, de psicópata. Ahora bien, es sabido que un sistema, como el que funcionó en la Alemania nazi, no era posible que funcionase sin la colaboración de la población, no sólo alemana, sino europea, al menos en lo que a los gobiernos se refiere. El Holocausto alemán no fue obra de un sólo individuo psicópata. Entonces, ¿quiere decir esto que Alemania, en aquella época, estaba plagada de psicópatas que sí hicieron posible la barbarie?
La otra gran cuestión, y no menos importante, se refiere a la categoría diagnóstica de psicopatía como tal, la cual, en la actualidad, ha desaparecido. ¿Quiere decir eso que dicha patología ha desaparecido, con lo cual la sociedad ha mejorado en salud mental o, por el contrario, se ha impregnado hasta tal punto en todas las esferas de la sociedad que ha acabado por ser un rasgo de la sociedad actual, por lo cual ha habido que extraer dicha categoría diagnóstica del mapa de las enfermedades mentales y de los trastornos de personalidad? En otras palabras, la psicopatía ¿se ha integrado dentro de la normalidad?
Ideología y psiquiatría
El paradigma de la física newtoniana que ha impregnado todas las ciencias sociales, el positivismo, ha hecho creer que la realidad existía fuera e independiente del sujeto, de manera objetiva, mensurable, predecible y verificable. Se han confundido las nociones de verdad y verosimilitud (Lizcano, 2006 [1] ). A pesar de que la física cuántica moderna —la teoría del caos, la física cuántica, la cibernética— y sus nuevas aplicaciones han refutado dicha hipótesis, las pseudociencias sociales y sanitarias —entre las cuales incluyo la medicina y la psicología— siguen sin aceptarlo. El delirio es de tal magnitud que resulta imposible apreciar la confusión producida entre el mapa y la realidad. Y cuanto más se persiste en este error, más profunda se hace la confusión entre ideología y enfermedad mental y más se impregna la enfermedad mental de ideología. La ideología positivista, hoy obsoleta, baña toda la psiquiatría y la psicología, además del resto de las mal llamadas ciencias sociales, económicas, políticas, etc. Aún se piensa en términos de objetividad: «La ventaja de tomar como parámetro el criterio estadístico es su mayor porcentaje de objetividad. Se mide lo que es, lo que está, crudamente, desprovistos de parámetros ideales» (Marietán, 2004). Ideología no sólo en cuanto al sesgo o error epistemológico de una realidad fuera del sujeto objetiva sino ideología en la falta de postulados básicos en la ciencia como la propia definición de salud o enfermedad mental: «…la enfermedad mental aún no ha sido definida. Los tribunales se rehúsan hacerlo. Los psiquiatras y psicólogos dicen que no pueden definirla —o bien la definen tan ampliamente que todos podrían ser incluidos en el diagnóstico—» (Szasz, 1970: 81). ¿Cómo es posible entonces que se pueda diagnosticar la enfermedad mental si no se ha definido previamente? ¿En base a qué criterios, científicamente estudiados, realmente se diagnostica? ¿Qué hay realmente de científico en la nosología y práctica psiquiátrica?
Dado que «la noción de síntoma psíquico está, pues, indisolublemente ligada al contexto social, y particularmente al contexto ético, en el que se la formula» (Szasz, 1976: 24), la enfermedad mental está forzosamente expresada y definida también en conceptos psicosociales, éticos y jurídicos (Szasz, 1976). En este sentido, la noción de enfermedad mental resulta ser un mito, una metáfora que como tal no puede confundirse con la realidad pues en este caso estaríamos hablando de delirio y por lo tanto de locura. Ahora bien, una de las funciones de los mitos es la de actuar como tranquilizantes sociales porque ayudan a controlar ciertos problemas «mediante operaciones mágico- simbólicas sustitutivas» (Szasz, 1976: 33). En la noción de enfermedad mental subyace una realidad cotidiana más social que biológica: que cada persona encuentre su lugar y que cada cual haga esto de manera correcta, es decir, sin violar las normas sociales, éticas, políticas e incluso económicas. En otras palabras, la nosología, la clasificación psiquiátrica —además de la práctica clínica— es más bien una estrategia de coerción y control social.
Insisto: ningún paradigma existe ex nihilo, es decir, todo paradigma se inscribe dentro de un contexto social y cultural, además de político, moral, ético y económico. En este sentido, la psiquiatría, como las demás áreas, no está exenta de este sesgo, de este perspectivismo, de este constructivismo. Un ejemplo claro de un desarrollo paralelo entre psiquiatría, psicología y sociedad lo tenemos en la consideración diagnóstica de la homosexualidad. Hasta una época bien reciente, la homosexualidad era catalogada como una desviación, algo anormal y, sin embargo, en la actualidad, es políticamente incorrecto e incluso va contra la legalidad tildar de anormal a una persona homosexual. Esto no ha sido siempre así. Dicha orientación sexual, durante la época del Renacimiento, tenía su legitimidad; legitimidad que en los siglos posteriores fue silenciada y condenada. La homosexualidad fue integrada dentro de la sinrazón del amor en un momento de la historia (Foucault, 1967).
Foucault (1967) muestra y demuestra el contenido moral disfrazado de espíritu científico, de la clasificación y práctica psiquiátrica de lo que es normal y anormal. Este autor, trazando una arqueología de la enfermedad mental, muestra cómo la concepción de la locura es completamente diferente antes de la Edad Media, durante la Edad Media, en el Renacimiento y durante los siglos XVII, XVIII, XIX y XX. Este autor resalta el parentesco entre medicina y moral. La arqueología que este autor hace de la enfermedad mental, nos permite entender cómo la concepción de anormal y normal va cambiando, efectivamente, en paralelo a los cambios sociales, culturales, morales, económicos y políticos. Los cambios van modificando los cánones de la normalidad —y anormalidad— y la enfermedad, así como los síntomas también van modificándose, atravesando algunas enfermedades esta frágil línea, es decir, pasando de ser anormales a ser normales. Esta arqueología nos permite también entender cómo la psiquiatría ha realizado la función de coerción social al trazar no sólo la línea divisoria entre razón e insania sino además, al poner en funcionamiento castigos como remedios para curar. Así mismo también definiría no sólo lo anormal, sino que lo que sería moral, normal y socialmente admisible, ayudando así a solidificar mitos sobre lo que debe ser o ideal del yo, que diría Sigmund Freud. Dentro de esta arqueología, podemos decir que en lo que respecta a la sinrazón o locura, hay un antes y un después y esa división se establece con el Renacimiento, es decir, con el advenimiento de la modernidad que se sitúa en esta época de la historia. Hasta el Renacimiento existía una unidad entre el bien y el mal. Después es cuando se escinde la sinrazón de la razón, estableciendo entre ambas un conflicto irreconciliable. Desde entonces, se trata de vencer a la sinrazón. Es pues en esta época de la historia cuando se fraguan las bases de lo que se conocería siglos más tarde, y aún hoy en la actualidad, como alienación mental o enfermedad mental. Desde entonces se deja de comprender la sinrazón (Foucault, 1967).
La tesis de Lipovetsky (1990) sobre la moda en las sociedades modernas, se pone de relieve también en todo lo que concierne a lo “psi”. Nuestra sociedad y todo lo que ella ha creado, está bajo el imperio de la moda, bajo el imperio de lo efímero desde la Edad Media que es cuando dicho autor establece la aparición de la moda. Todo es cambiante, susceptible de modificación sin que haya ningún criterio lógico razonable salvo el de la moda, caracterizado por ser caprichoso, aleatorio, circunstancial y efímero. Si hay una lógica subyacente a la clasificación nosológica de la psiquiatría —y psicología— es como todo lo demás, la lógica de la fantasía pura y cambiante de la moda que impregna transversalmente toda la sociedad y sus construcciones.
Asímismo, la perspectiva constructivista (Watzlawick, 1998) pone al descubierto la fragilidad de la psiquiatría y de otras disciplinas que, siguiendo el método científico positivista, han errado tanto en sus postulados teóricos como en la práctica. Estas disciplinas partían de la base de la existencia de una realidad externa al sujeto que investiga, objetiva y objetivable, olvidándose de que construimos la realidad: «Las estructuras conceptuales solamente le permiten al percibiente captar algunas de esas características del fenómeno, de acuerdo al modelo epistemológico con que se construya. Mientras que el resto, aparece como puntos ciegos ante los ojos» (Watzlawick, 1999: 30). En este contexto errático y delirante, la locura se convierte en normal y viceversa. El psicólogo Rosenhan (1973) probó empíricamente la imposibilidad de delimitar lo normal de lo anormal. Llegó a la conclusión, tras su experimento, de que no había pruebas concluyentes. Como no hay un punto de anclaje, las enfermedades mentales van y vienen, se dibujan y desdibujan, se crean o se destruyen, se inventan según la corriente social, política, económica y moral de la época. Para entender hasta qué punto es arbitrario el concepto de enfermedad —mental— tenemos que retrotraernos hasta 1974, año en que los miembros de la Asociación americana de psiquiatría decidieron, mediante votación, que la homosexualidad ya no sería, en adelante, una enfermedad (Blech, 2005).
La ideología y la moral están tan impregnadas en todo lo relativo a la psiquiatría —y, por extensión, a la psicología— que la propia definición de lo anormal —y normal— está asociada a la norma —social—. Según Hugo Marietan (2004), existen dos criterios para definir el concepto de normal: el estadístico y el normativo. El estadístico se centra en el término medio, el grueso de una población, es el “cómo es” una población. El normativo genera previamente un “modelo ideal”, un “cómo debe ser” y con esa tabla valora; de tal manera que la persona que se ajuste a esa valoración ideal será ‘normal’. En ambos casos, la referencia al “consenso social”, a lo que socialmente es aceptado como normal, es la base de la línea divisoria entre normal y anormal, entre sano y patológico. Es considerado estadísticamente anormal aquello que se aparta de los patrones conductuales comunes o más frecuentes, con una rango de variaciones (hacía lo positivo o negativo) tolerable por el conjunto. Estos criterios tienen muy poco de científico, de objetivos y portan un sesgo fuertemente peligroso: el moral o ideológico. ¿Quién está por encima de lo humano para determinar qué patrones son frecuentes, qué variaciones son o no tolerables? ¿Quién tiene la potestad para determinar que la variación con respecto a un patrón común o frecuente es anormal?
Partiendo del análisis social de Lypovetsky (1990) sobre lo efímero de lo social y la forma moda de nuestras sociedades actuales, además de la tesis de Blech, Szasz, Watzlawick y Foucault sobre la impregnación ideológica, constructivista y cambiante a lo largo de la historia, sobre la enfermedad —mental—, tenemos que reconocer que lo que es normal y anormal depende más efectivamente de una moda cambiante y aleatoria; de una arbitrariedad y de un consenso social, que de una supuesta realidad, si es que ésta ha existido alguna vez, independientemente de los sujetos que la crean. La cuestión que surge, con respecto al tema, es ¿qué pasa cuando los valores sociales se tornan hacia la psicopatía, volviéndose estos valores socialmente aceptados y anormalmente normalizados?
Ideología y nosología: historia y evolución del concepto de psicopatía; ¿trastorno o personalidad?
Si bien parece haber descripciones del comportamiento sociopático o psicopático desde la antigüedad clásica (Marietan, 1998), sería Philipe Pinel —con quien comienza supuestamente la psiquiatría científica— quien diagnostica un patrón de conducta que parece corresponder adecuadamente a la psicopatía, definiéndola así como “locura sin delirio”, caracterizada por una ausencia de remordimientos y de restricciones (Garrido, 2000). J. C. Pritchard también ahondó en esta misma idea pero lo bautizó como “locura moral” (Garrido, 2000). Kraepelín, otro pilar de la psiquiatría moderna, acuña el término de personalidad psicopática para describir una conducta extrañamente perversa pero sin perder el contacto con la realidad (Garrido, 2000). La investigación moderna sobre esta patología se desarrolla notablemente con la Segunda guerra mundial y el fenómeno del nazismo (Garrido, 2000). En 1941, Herbert Cleckley publica la obra “la máscara de la cordura”, auténtico y primer tratado de la psicopatía como tal. Es en esta obra donde se describe y define las características básicas de la psicopatía, poniendo el acento en los rasgos de personalidad diferenciales con respecto a otros trastornos mentales y de personalidad, defendiendo así una clara distinción clínica de dicho concepto y advirtiendo de una expansión notoria en nuestra sociedad (Garrido, 2000).
Desde 1952, el término de psicopatía fue sustituido por el de sociopatía, dejando clara la dimensión social de este trastorno (Cleckley, 1988). No obstante, aunque se utilizaba el término psicópata antes que sociópata, la mayor parte de síntomas han sido contemplados como primeramente sociopáticos (Cleckley, 1988). En otras palabras, este trastorno, desde sus orígenes, poseía connotaciones sociales que posteriormente fueron psicologizadas o individualizadas. Las características del sociópata se manifiestan sólo cuando dicha persona está conectada dentro del circuito de la vida social (Cleckley, 1988). En 1968 la Sociedad Americana de Psiquiatría reemplaza el concepto de sociópata por el de personalidad antisocial, englobándolo así dentro de los trastornos de personalidad (Garrido, 2000).
En este transcurrir se observa una evolución del concepto en paralelo a la evolución social y cultural de la sociedad occidental. Lo más llamativo es quizás el paso de la dimensión social del problema a la dimensión individual. Este giro de lo social a lo psicológico ha sido mencionado y explicado por muchos autores. Este fenómeno es conocido como psicologización, esto es el desplazamiento de los problemas sociales al individuo. Se pone de moda la subjetivación de la enfermedad y de los trastornos de personalidad, personalizando lo social e incluso la enfermedad. A la personalización de la sociedad le sigue una personalización del individuo (Lipovetsky, 1983). Estamos ante un hedonismo psi en donde las reivindicaciones, antaño sociales, son individualizadas. El individuo es responsable de su destino. Nace el homo psicologicus fruto de la desintegración social que deja al individuo, al igual que al átomo, aislado y al mando de su propia vida. Lo psicológico predomina sobre todas las demás dimensiones, incluida la política. Surgen nuevos síndromes, nuevas adicciones, nuevas enfermedades del alma (Kristeva, 1993). Fenómenos sociales se individualizan y así las huelgas se convierten en bajas por enfermedad (Verdú, 2003). Y la sociopatía muta finalmente en trastorno de personalidad que oficialmente incluye una gran variedad de gente que no puede ser clasificada ni como psicótica, ni como neurótica ni con ninguna otra etiqueta mental (Cleckley, 1988). En otras palabras, tradicionalmente el término de psicópata, sociópata o trastorno antisocial de la personalidad ha sido una categoría diagnóstica general que contiene otros muchos trastornos, desviaciones, anormalidades o deficiencias que nada tienen que ver con la significación del término actual de trastorno antisocial de la personalidad. No obstante, este trastorno, desde 1968, contiene una serie de criterios psiquiátricos diferentes y aparentemente no relacionados (Cleckley, 1988).
La flexibilización que se impone socialmente también no escapa a la nosología psiquiátrica. Las grandes categorías nosológicas, algo rígidas para la época, van siendo “flexibilizadas”, es decir, reemplazadas por síndromes, complejos o trastornos, que a su vez se multiplican. La psiquiatría se va “especializando” también y uno o dos síntomas son suficientes para hablar de síndrome, complejo o trastorno de personalidad. Aparece así el síndrome de Peter Pan, el complejo de Cenicienta, el de superwoman, la codependencia, el síndrome premenstrual, el síndrome de alienación parental. Es decir, al mismo tiempo, se patologiza cada vez más lo normal. Los procesos naturales de la vida se patologizan pero los sociales se van despatologizando. Entra en juego la industria de la salud. Se produce un aumento de diagnósticos y para cada uno de ellos hay una pastilla. Aparecen igualmente enfermedades como la andropausia, la narcolepsia, el síndrome de Sisi, el de la fatiga crónica, el jet- lag, el trastorno de la alegría generalizada, la depresión del paraíso (Blech, 2005). En este afán de convertir lo normal en conductas susceptibles de tratamiento, los sistemas de clasificación oficiales han experimentado un considerable aumento en estos últimos años (Blech, 2005). Mientras se patologiza lo normal, la locura se convierte en normal. Así mientras la timidez se convierte en fobia social o insociabilidad, la psicopatía se convierte en trastorno de la personalidad antisocial.
Históricamente, Mayo del 68 marca un hito en el desarrollo social y cultural de nuestra sociedad occidental (Lypovetsky, 1990). En otras palabras, hay un antes y un después de 1968, en Europa particularmente: nace la cultura hipermoderna en donde destaca una fragilización de la personalidad, y de lo social en consecuencia, debido al debilitamiento del poder regulador de las instituciones y de la autoridad (Lipovetsky, 2006). La revolución planteada en Francia en Mayo del 68 puede calificarse de narcisista y efímera. Al igual que se desdibujan las estructuras, la sociedad, el poder, la economía, etc., también se desestructura la enfermedad mental y la psiquiatría —en particular la nosología psquiátrica—, desdibujándose perfiles hasta entonces fijos, estables, emergiendo variantes y variables trastornos de personalidad y síndromes. Es importante subrayar que este cambio desplaza el foco de atención de los rasgos de personalidad —propios y diferenciales de la psicopatía— a la conducta antisocial orientada hacia la criminalidad y los actos delictivos (Garrido, 2000). Es importante también notar que la conducta psicopática no sólo sigue existiendo, aunque la psiquiatría la haya negado, negando su clasificación, sino que se expande, afectando a ámbitos más normales de la sociedad (Garrido, 2000).
En cuanto a la noción de psicopatía, ¿se trata de un simple trastorno de la conducta o se trata de algo más? Pensamos, como muchos autores clásicos ya mencionados, que la psicopatía, que más bien sociopatía, es una clara forma de locura moral, por así decirlo. Un delirio, esto es, un error que consiste en conferir a las creencias el rasgo de evidencias. El delirio tiene una lógica, es decir, es una forma de razonar (Castilla del Pino, 1998).
El psicópata no tiene una psicopatía como quien tiene gripe o un trastorno temporal, sino que es psicópata, es decir, es una manera de ser, de estar y relacionarse con el mundo, una condición. En este sentido, el psicópata no está trastornado, es decir, reducir la psicopatía a un trastorno de personalidad asocial supone un gran y grave error de comprensión clínica y fenomenológica de la psicopatología humana. La psicopatía, en cuanto que patología caractereológica, es estable puesto que refiere a una forma de ser y de estar en el mundo y, por lo tanto, el diluirla bajo el término de trastorno sin justificación clínica alguna se aleja profundamente del espíritu científico de la psiquiatría en tanto que denominada ciencia médica.
La psicopatía, tal y como fue descrita por Cleckley (1988) abarca características de personalidad tales como la manipulación, la mentira, el egocentrismo —narcisismo—, falta de remordimientos y de culpa. No se limita a la conducta criminal sino que también está presente en personas aparentemente normales y bien integradas en la sociedad como cónyuges, padres, jefes, abogados, políticos, empresarios, directores ejecutivos (Bursten, 1973). La investigación actual sobre las características psicológicas de la psicopatía en contextos no forenses, confirma más la existencia de un estilo de personalidad que no está solamente presente en los criminales sino también en personas de éxito social, lo que confirma la tesis de Cleckley y refuta la de la psiquiatría actual sobre el trastorno de personalidad aplicado a los delincuentes y criminales. Una vez más, aquí encontramos subyacente o inconsciente la ideología de la psiquiatría, y por extensión de la psicología, en la que es estandardizada, catalogada y etiquetada la marginación, dejando fuera de dicha nosología a la población supuestamente normal pero que en la realidad también se ve afectada por anomalías psicológicas que afectan a lo social, lo cultural, lo económico y lo político.
La sociedad narcisista de nuestro tiempo
La relación entre lo psicológico y lo social ha sido manifestada a lo largo de muchos siglos y por diferentes autores, entre los cuales destacamos a Rush, quien halló una relación estrecha entre la organización económico-política y la enfermedad, de tal forma que cambios en dicha organización producían cambios en la salud (de las Heras, 2005). Kraepelin, a finales del siglo XIX, también llega a la conclusión de la estrecha relación entre el aumento de las enfermedades mentales y el desarrollo de la civilización (de las Heras, 2005). Freud (1981), en su día, mostró que hay algo en la cultura, intrínseco a ella, que goza de la facultad de perturbar la psicología. El producto de la civilización humana, lejos de aportarnos bienestar, ha aportado todo un malestar, más o menos difuso según los tiempos, que se expresa en fenómenos como las guerras y otros desastres que toman forma de pandemia.
Posterior a estos autores, Karen Horney (1985) diagnostica a los individuos de nuestra sociedad actual de neuróticos. En su obra, la autora muestra que las neurosis de los individuos son específicas, no sólo de la historia individual de cada uno, sino de la cultura en la que viven. Javier de las Heras (2005) retoma este tema desarrollando en profundidad los elementos de la sociedad actual que perturban la psicología de los individuos que la formamos. Se plantea la enfermedad de las sociedades actuales en función de la evolución de las patologías que van surgiendo. Este autor afirma que «el hombre de nuestros días (…) se halla expuesto a toda una serie de influencias psicológicamente nocivas (…) que tienden a vulnerar su salud mental» (de las Heras, 2005: 14).
Uno de los factores a tener en cuenta es la extraordinaria frecuencia de los trastornos psiquiátricos en la sociedad actual y las elevadas cifras de consumo de psicofármacos.
Si algo caracteriza nuestra cultura actual, hipermoderna, es su narcisismo (Lasch, 1999). El narcisismo parece ser una buena metáfora para nuestra condición humana en la actualidad. Un narcisismo patológico que se ve en la proliferación de trastornos caracteriales, como trastorno límite de la personalidad y trastorno antisocial de la personalidad, entre otros. Son trastornos en los que se escenifican los conflictos en lugar de gestionarlos o digerirlos; trastornos que se sitúan en la frontera entre la neurosis y la psicosis, perfilando un individuo que a pesar de su sufrimiento, representa la mejor posibilidad para adaptarse: «el narcisismo es, siendo realistas, la mejor forma de lidiar con las tensiones y ansiedades de la vida moderna. Las actuales condiciones sociales tienden a hacer aflorar rasgos narcisistas» (Lasch, 1999:74). En otras palabras, un síndrome nuevo parece fraguarse en el seno de nuestras sociedades hipermodernas: el síndrome del individualismo narcisista o individualismo asocial. Un individualismo fruto de la despolitización de la sociedad, de la desaparición de los vínculos colectivos (Ehrenberg, 1995). En este sentido, son muchos los autores que tildan —diagnostican— nuestra sociedad occidental actual de narcisista: «El narcisismo es la tendencia dominante de las democracias» (Lypovetsky, 2004: 315). «La sociedad de hoy ha movilizado las fuerzas del narcisismo (…) mediante la intensificación del cultivo de la personalidad inmanente en las relaciones sociales hasta el punto de que esas relaciones aparecen ahora sólo como espejos del yo» (Sennett, 1980). El narcisismo parece ser una consecuencia y una manifestación miniaturizada del proceso de personalización (Lypovetsky, 1983). Alexander Lowen (2000) afirma que el narcisismo es la enfermedad de nuestro tiempo. Este autor explica que el narcisismo es una enfermedad tanto psicológica como cultural: «en el plano individual, denota un trastorno de personalidad caracterizado por una dedicación desmesurada a la imagen en detrimento del yo. A los narcisistas les preocupa más su apariencia que sus sentimientos (…) Al actuar con frialdad, tienden a ser seductores, manipuladores, a luchar por conseguir poder y contro. Son egotistas, están centrados en sus propios intereses (…). La vida les parece vacía y falta de significado (…) Viven en un estado de desolación» (Lowen, 2000: 11). A nivel cultural: «se puede entender el narcisismo como una pérdida de los valores humanos —ausencia de interés por el entorno, por la calidad de vida, por las demás personas—. Una sociedad que sacrifica su medio natural para obtener dinero y poder, no tiene sensibilidad para las necesidades humanas. La proliferación de cosas materiales se convierte en la medad del progreso vital, y el hombre se opone a la mujer, el trabajador al empresario, el individuo a la sociedad. Cuando la riqueza material está por encima de la humana, la notoriedad despierta más admiración que la dignidad y el éxito es más importante que el respeto a uno mismo, entonces la propia cultura está sobrevalorando la “imagen” y que considerarla como narcisista» (Lowen, 2000: 12).
Más que la etiqueta de narcisismo nos interesa las consecuencias que dicho proceso desencadena, no sólo en lo individual sino en lo social. Una de ellas es que el campo de batalla ha sido desplazado al interior del individuo. Lo político y lo social ha sido subjetivizado; las relaciones sociales se han psicologizado. La individualización de la existencia no puede separarse de la metamorfosis política: «el narcisismo encuentra su modelo en la psicología de lo social, de lo político, de la escena pública en general, en la subjetivización de todas las actividades en otro tiempo impersonales u objetivas» (Lipovetsky, 1983: 22). El narcisismo de las sociedades actuales revela su connivencia con la desustancialización postmoderna, con la lógica del vacío.
La confusión entre lo público y lo privado que empieza con la modernidad (Arendt, 1998), llega en nuestras hipermodernas sociedades a su paroxismo, creando un nuevo individuo, en general más violento, con menos capacidad de simbolizar, desafiante ante las normas, los límites y la legalidad, aprisionado en la función maternal y sin acceso a la función paterna, con grandes carencias no sólo en el lenguaje sino en las funciones cognitivas relacionadas con el pensamiento, mermando la posibilidad de interiorización de lo diferente.
El neonarcisismo del individuo actual va más allá: ya no cuenta la opinión de los demás; se ha reducido la importancia de la mirada del otro; ya sólo interesa procurarse el placer (Lypovetsky, 1990). El bucle melancólico va cerrándose sobre sí mismo, dejando atrapado al individuo en su interior, aprisionado .
Ombligado sobre su “en cuanto a sí”, el individuo moderno es un narcisista, dolorido pero sin remordimientos (kristeva, 1993). El individuo moderno, continúa diciendo la autora, está perdiendo su alma. Para ello, la sociedad no le deja sin recurso: la química. De esta forma, el cuerpo va conquistando el territorio invisible del alma, de lo verdadera y genuinamente psicológico. Así pues, la vida del individuo moderno se sitúa entre los síntomas somáticos y la realización vicaria de sus deseos. En este contexto, se contempla una modificación de la vida psíquica que prefigura una nueva humanidad más allá de la complacencia psicológica, de la inquietud metafísica y de la preocupación sobre el sentido del ser —ontología—, de lo humano. En este contexto, los profesionales nos vemos avocados a inventar nuevas nosografías que tienen en cuenta los narcisismos heridos, las falsas personalidades, los estados límites y la psicosomática. Dificultades relacionales y sexuales, síntomas somáticos, imposibilidad de expresarse, lenguaje artificial y vacío sin posibilidad de abstracción que hace imposible también la posibilidad de representación psíquica.
Las personas que pueden englobarse dentro del espectro narcisista parecen estar bien adaptados a nuestra sociedad actual (Lowen, 2000), dado que de alguna manera los valores sociales, culturales, políticos y económicos parecen coincidir con la esencia de dicho espectro. Por el contrario, aquellas personas que se hallan fuera de este espectro patológico podrían considerarse marginadas, alienadas. Si hay un grado de locura, de pérdida de contacto con la realidad, en las personalidades dentro del registro narcisista, la locura no sólo se revela como una forma de adaptación sino más bien un modelo de individuo valorado socialmente, puesto que responde a las demandas sociales.
En otras palabras, mientras que la locura va entrando en la normalidad a través de la ética hipermoderna, lo normal va adentrándose en el terreno de la locura, puesto que se le va desplazando hasta situarla fuera de las normas.
Psicopatía y narcisismo
Con todo lo expuesto, definir la psicopatía resulta arduamente difícil y complejo puesto que, por un lado, desde el enfoque expuesto en este artículo, a nivel clínico, no se puede considerar dicha anomalía como un trastorno de personalidad y, por otro lado, hablar de psicopatía es ahondar en la esencia de lo humano, puesto que en general, cuando se habla de psicopatía se hace referencia a lo inhumano o lo desalmado, conceptos ambos más relacionados con la filosofía que con la medicina. Pero al hilo del discurso expuesto, podríamos considerar la psicopatía como un sufrimiento —pathos— psíquico —psyche—, cercano a la locura, es decir, al delirio; un delirio megalómano con una lógica, la de la razón, es decir, un delirio razonado, aparentemente lógico. No podemos considerarlo como una enfermedad mental, puesto que la psique no es sinónimo de mente. El término psique significa alma, no mente. La psique no tiene que ver con lo mental ni con lo neurológico.
La psicopatía parece estar compuesta de dos amplias constelaciones de trazos (Garrido, 2000). La primera afecta al área emocional y relacional o interpersonal que hace que la persona del psicópata sea incapaz de empatizar, de sentir culpa o remordimientos y tenga especial dificultad para vincularse significativamente a los demás. Una segunda faceta afecta a su sociabilidad, destacando la esencia destructiva de esta patología, es decir, esta segunda constelación hace referencia a todo un estilo de vida que destruye lo social, lo comunitario, mediante la aniquilación de la norma y de todo aquello que facilite la civilidad o lo cívico. Dentro de esta constelación incluye lo normativo, las leyes, la responsabilidad, los límites (Garrido, 2000).
La psicopatía parece conformar a un tipo de persona o individuo que se relaciona con el mundo y con los demás a través de la depredación. A la persona psicópata o sociópata se le conoce como depredador por su ausencia de preocupación por los demás, su crueldad y su insensibilidad emocional. Se dice que este estado se asemeja al de un reptil.
La psicopatía presenta una serie de rasgos esenciales que la diferencian de cualquier otra patología. Destaca el egocentrismo, la omnipotencia o megalomanía, la manipulación, la seducción, la mentira, la cosificación del otro, la incapacidad para sentir, la perversión, la vacuidad lingüística, la apatía y la desvinculación. La persona psicopática ha aprendido a vivir de manera disociada. Funciona bajo sus propias normas. Como persona escindida, también escinde cualquier agrupación o conjunto. El grupo parece su enemigo y por ello tiende a dividir. Destaca su inteligencia y su encanto. Son grandes seductores y manipuladores. Como cuasianimal destaca su capacidad de supervivencia. Hay quien lo compara con un camaleón pues mimetiza el ambiente, pasando desapercibido y confundiéndose. No es cierto que la persona psicopática es necesariamente asesina. Por el contrario, muchas de estas personas están, aparentemente, bien adaptadas al medio; son personas respetables, con familias y trabajos respetables.
Se podría hablar de tres categorías de psicopatía. La primera estaría constituida por aquellas personas psicópatas con doble vida, es decir, delincuentes camuflados de personas respetables: «asesinos y agresores sexuales que trabajan sus ocho horas; son maltratadotes de esposas y de niños que asisten a las juntas de vecinos de su escalera, y que los domingos organizan barbacoas. Son policías que manejan redes de tratas de blancas en su tiempo libre. Son jueces que cometen los propios delitos que en sus horas de juzgado condenan con impecables razonamientos jurídicos. Son industriales y banqueros que siembran la desesperación en la economía de miles de pequeñas familias o en el erario público mientras salen en las revistas de actualidad» (Garrido, 2000: 20). La otra variedad incluye personas técnicamente no delincuentes pero que muestran todas las características de dominio y humillación. No delinquen pero hieren, engañan, manipulan, provocando así infortunios a las personas vinculadas con este tipo de psicópatas. Una tercera podría ser aquella compuesta por políticos, figuras de Estado (Díez-Picazo, 2000) e incluso grandes magnates de empresas, industrias y corporaciones que no dudan en aniquilar pueblos enteros para conseguir sus fines. Aquí se incluyen a políticos criminales de guerra, militares, terroristas, grandes empresarios o jefes de corporaciones e industrias.
La psicopatía se engloba dentro del espectro del narcisismo (Lowen, 2000), es decir, que el narcisismo parece revelarse como un componente esencial en la persona del psicópata, a tal punto que hay quien considera al narcisismo como una manifestación más ligera de la psicopatía, es decir, como una psicopatía en miniatura o incluso que entiende la psicopatía como una exacerbación del narcisismo (Knight-Jadczyk, 2003). Algunas de las características del narcisismo descritas por Lowen coinciden, en lo esencial, con la descripción de la psicopatía de Garrido: el actuar con frialdad, la ausencia de sentimientos, ejercitar el poder sobre las otras personas y explotación, la arrogancia del ego, el creer que esta persona es el mundo entero, las fantasías de grandeza, la crueldad hacia las otras personas, entre otras; «actuar con frialdad emocional es el trastorno básico que distingue a la personalidad narcisista» (Lowen, 2000: 15).
La psicopatía en la sociedad actual: un eje transversal
«El narcisismo denota un grado de irrealidad en el individuo y en la cultura. La falta de realismo no es sólo un rasgo neurótico, sino que raya en lo psicótico. Hay algo de locura en una pauta de conducta que sitúa el logro del éxito por encima de amar y ser amado. Hay algo de locura en una persona que no conecta con la realidad de su propio ser. Y hay también algo de locura en una cultura que contamina el aire, el agua, la tierra, en aras de alcanzar un nivel de vida más alto» (Lowen, 2000:13). El rasgo distintivo de la enfermedad mental es la pérdida de contacto con la realidad de su contexto cultural, social, económico y político. Pero un psicópata adaptado y bien camuflado, un narcisista de éxito que triunfa, parece estar muy lejos de ser un enfermo mental, de estar loco a menos que en la sociedad en la que esté inmerso haya también algo de esta locura.
Normas y sociedad
A la pregunta de una sociedad sociopática, son ya muchos los autores, conocidos y menos conocidos, que responden con un sí, más o menos matizado, más o menos retundo. Durkheim (2003) hablaba de una sociedad llevada por la anomia, cuya falta normativa deja paso a la llamada ley de la jungla o del más fuerte, en donde todo vale y cada uno va a lo suyo. Dentro de una sociedad así, la psicopatía campa a sus anchas.
La psicología social ve la sociedad actual como una sociedad sin padre (Mitscherlich, 1969; Blankenhorn, 1996), sin figura de autoridad; una sociedad desestructurada, desmembrada, fragmentada, en donde todas las instituciones están siendo erosionadas. La ética y moral tradicionales van desapareciendo aunque quede todavía resquicios en los obsoletos discursos políticos. En su lugar, ha aparecido una ética económica que ha impregnado todas las esferas de la vida, incluida la sanitaria. La ética capitalista impera; una ética basada en valores sociopáticos: asocial, a-empática, violenta, amoral, irresponsable, aniquiladora, impulsiva, narcisista, infantil. La estructura mercantil define las relaciones sociales, aunque parecen más transacciones que interacciones. Se aísla al individuo. Se mata, real o simbólicamente, a la otredad o alteridad porque el otro es el enemigo. Una sociedad sin padre compromete el proceso de socialización, surgiendo así un tipo asocial de hombre: el olvidado (Mitscherlich, 1969). Si la clave de la civilización humana es el paternaje —fatherhood— (Blankenhorn, 1996), la ausencia del mismo crea en la sociedad toda una panoplia de problemas sociales, destacando la violencia como forma de expresión a diferentes niveles. Una sociedad sin padre es «patológica en alto grado» (Risé, 2006: 89).
Es una sociedad en la que se promueven valores como la mentira, el engaño, la manipulación, las relaciones superficiales desprovistas de compromiso, la desresponsabilización, la desculpabilización, las sensaciones. Las sociedades de hoy portan en lo más hondo de sí mismas una gran herida narcisista. Lowen afirma, específicamente, que «el narcisismo individual corre en paralelo al cultural» (Lowen, 2000: 122). Son sociedades infantiles e infantilizadas, con poca o baja tolerancia a la frustración y carentes de motivación. Eternamente jóvenes, caprichosas, superficiales. Ilimitadas y omnipotentes, navegan al límite y fuera de él. La trasgresión es la norma.
Son sociedades gobernadas aparentemente por nadie, puesto que hay en ellas una disección de la responsabilidad y una dispersión de los hechos. Este tipo de sociedades favorece la trasgresión de la norma y la ley, así como la proyección de la autodestructividad, favoreciendo explosiones de violencia patológica entre las que destaca el terrorismo (Reich, 1994).
Ciencia y sociedad
Respondiendo a la pregunta inicial sobre el nazismo, podemos entender dicha barbarie, en parte, por la propia evolución de las sociedades modernas; evolución que no hubiera sido posible sin la ciencia. El Holocausto fue un fenómeno estrechamente relacionado con la modernidad puesto que se puso en práctica en nuestra civilización moderna y racional. En ella confluyeron ciencia e industria, generando la barbarie.
La concepción de la ciencia en su evolución histórica ha sufrido dos grandes transformaciones y, actualmente, se podría decir que está sufriendo la tercera (Lebrun, 2004). La ciencia, en su evolución y persecución de la pureza, es decir, de la objetividad, podemos decir que se ha ido deshumanizando. La ciencia, desde su primera elaboración en el siglo VI en Grecia, ya quería desembarazarse de su dimensión retórica, queriendo así que el lenguaje científico sea utilitario, referencial, reduciendo la comunicación a mera transmisión de descubrimientos y hechos (Lebrun, 2004) y eliminando la metáfora. De esta forma, la dimensión interlocutiva, es decir, dialógica, pretendía ser evacuada de su discurso, de forma a evacuar la subjetividad y obtener así un discurso puro, descontaminado, aséptico. En definitiva, la ciencia, en sus orígenes, era un proyecto autoreferencial diríamos hoy. Pero esta pretensión griega no llegará a ser realidad hasta la edad clásica, es decir, la protoilustración o protomodernidad, con Descartes y su famosa máxima “cogito ergo sum”. Mente y cuerpo se separan definitivamente. Ya no se habla de verdad sino de certeza. El proceso iniciado por Descartes implica un movimiento de autosuficiencia. De esta manera, la ciencia cree liberarse en su delirio, de su relación a la verdad de la enunciación. De alguna manera, la ciencia se libera de aquello que le da origen; se libera del Padre y se olvida de este proceso de independencia. La ciencia está llamada a negar aquello que la funda: lo humano. Así la ciencia se funda sobre un implícito, inconsciente, que es aquel de poder dividir saber y verdad, confundiendo la verdad con el saber y finalmente colonizando la verdad con el saber. El individuo moderno científico olvida primero que es él quien enuncia, es decir, que ha habido enunciación para quedarse solamente con lo enunciado como existiendo independientemente de quien enuncia.
El discurso de la ciencia moderna inaugurado por Descartes es el cumplimiento de lo que ya los griegos querían cuando hablaban de “episteme”: un discurso vacío de todo trazo de humanidad, de diálogo, de retórica, de intersubjetividad. Llega así la ciencia a confundir lo real con lo simbólico y surge así el delirio o locura. La pretendida ciencia es pues una ideología cientifista, porque tiene una pretensión totalizante y totalizadora. El delirio de la ciencia llega a su paroxismo con la invitación a su autofundación; ella se pare a sí misma, haciéndolo siempre a través de la razón. Por lo tanto, podemos decir que la ciencia es un delirio y en este sentido, la sinrazón que produce la razón.
Contemplando los criterios de clasificación del DSM IV, así como todas las características de la psicopatía, encontramos grandes similitudes entre la ciencia y la psicopatía. La primera de ellas es su deshumanización o desafectación. Podríamos seguir con la manipulación, la mentira, la falta de remordimientos, la falta de ética y moral. Finalmente, podríamos aducir a su delirio razonado o razonable de autofundación, de autoproclamarse como Verdad y Dios moderno, principio y fin de todas las cosas. La ciencia ha reemplazado a Dios y ha reemplazado al padre, ha suprimido el lenguaje simbólico y, por lo tanto, su capacidad de comunicar y relacionarse. La ciencia no tiene valores, es puramente instrumental, rasgos que se aplican perfectamente a la psicopatía. A estos valores que la ciencia promulga se le ha bautizado como razón, que parece algo natural, espontáneo y consustancial a la naturaleza humana. Pero como ya decía Goya, en este sentido, “el sueño de la razón produce monstruos”.
La filosofía de la ciencia se extiende a la cultura moderna, impregnándolo todo. A su vez, el desarrollo industrial —con ayuda de la tecnología— hace posible llevar a la realidad el delirio. Fruto de este matrimonio es el Holocausto. La modernidad, cimentada en la industria y la ciencia, posibilitan la barbarie del Holocausto (Bauman, 1997).
Industria y sociedad
Si la ciencia intenta sustituir a Dios a través de un proceso de racionalización, convirtiendo el mito de la ciencia o la fe científica en hecho científico y natural, también lo hará el capitalismo —y su concepción de trabajo como profesión— con su nueva ética. En efecto, las raíces del capitalismo actual y su modo de producción tienen un fundamento religioso: el protestantismo —de raíz calvinista — (Weber, 2001). Se trata de un protestantismo ascético que se desarrolló gracias también a un proceso de racionalización, por el cual el mito del trabajo convierte a éste en profesión y en hecho natural. De tal manera que el trabajo, será de ahora en adelante, el motor de la vida (Marín, 1997), es decir, el centro alrededor del cual la vida del individuo gire. Lo único que importa es el afán de lucro que vendrá del trabajo realizado. La actividad de ganar dinero se presenta como algo absoluto, como un deber; es la nueva moral. La actividad moral es manipulada y finalmente disfrazada de profesionalidad (Weber, 2001). En este sentido, el capitalismo es la nueva religión económica de la modernidad. Así se funda el nuevo régimen fabril que desmembrará, no sólo instituciones como la familia, sino la sociedad entera. Para empezar este nuevo régimen económico no necesitaba al ser humano global sino a partes de sí mismo: necesitaba «pequeños engranajes sin alma integrados a un mecanismo más complejo. Se estaba librando una batalla contra las demás partes humanas, ya inútiles: intereses y ambiciones carentes de importancia para el esfuerzo productivo» (Bauman, 1999: 20). Una vez más, esta cruzada de la ética del capitalismo no era una manera de imponer el control y la subordinación, al igual que la ciencia y anteriormente la religión. Dicha ética tenía por objeto separar a los trabajadores de aquello que consideraban digno de ser hecho. La introducción de las máquinas somete a los obreros a una rutina mecánica y administrativa. Los trabajadores sufren una metamorfosis: son cosificados, despojados de su humanidad y entran a formar parte de una cadena burocrática. Se evita que piensen y que se desarrollen como seres humanos. De esta manera son arrojados a un ritmo impersonal, inhumano y mecánico. El sistema capitalista los despoja de toda su humanidad y los convierte en algo: fuerza para producir. El padre, como primera figura de autoridad, es sacado de la casa y llevado a la fábrica. Así comienza la desmembración de la familia. El ser humano se convierte en materia prima y el trabajo en la nueva forma de esclavitud. Para que este nuevo sistema funcionara «se apelaba a las facultades racionales de los trabajadores, aunque fuera de una manera degradada» (Bauman, 1999: 31). Una vez despojados los trabajadores de su humanidad, ir a trabajar se convierte en la única manera de «transformarse en personas decentes» (Bauman, 1999: 33). Todo lo que formaba parte del ocio y pudiera devolver la humanidad era considerado enemigo del capitalismo y por lo tanto marginado, alienado.
Si bien el capitalismo ha evolucionado considerablemente, la obligación de trabajar no ha cambiado, al igual que la (des)estructuración de la vida social, política y familiar tampoco, pues sigue girando en torno a la actividad laboral. De esta ética del trabajo se pasa a la estética del consumo. En esta nueva ética, la psicopatía avanza pues sigue siendo una dinámica de destrucción: «A medida que las consumimos, las cosas dejan de existir (…) A veces, se las “agota” hasta su aniquilación total» (Bauman, 1999: 43). Se pasa así de una sociedad de productores a una de consumidores en donde la desmembración social avanza a pasos agigantados. Las instituciones clásicas que moldeaban a los individuos se van desintegrando. Se introduce la tecnología y la metamorfosis del individuo continúa pero esta vez, flexibilizando al máximo toda la rigidez del capitalismo anterior. De esta manera, hay que seducir a los consumidores y éstos deben volverse más superfluos y estar dispuestos a cambiar. Es fundamental en esta época la sensación, la necesidad y llenar el vacío interior que nos invade. Ya no se duda en manipular, tergiversar, seducir al nuevo consumidor para que caiga en las redes. Para ello, el consumidor debe dejar de pensar, de analizar, de utilizar el lenguaje simbólico; debe retrotraerse al período de las operaciones concretas, cercano a la adolescencia. Se apela al narcisismo individual, según el cual cada individuo debe alcanzar su felicidad a través del consumismo, la nueva religión. Para consumir, hay que trabajar y cada vez en condiciones más precarias, volviendo a los tiempos de la esclavitud. La nueva ética del consumismo también se rige por la individualidad: no hay consumismo en grupo. Consumir es una experiencia solitaria. En este nuevo despertar, la ética o moral se transmuta en estética. Ya no hay ni ética. El trabajo como profesión o vocación se estrecha y se reduce a una minoría. Se extiende el conocido fenómeno de trabajo basura: trabajo para subsistir, flexible, poco cualificado y mal pagado. Para obtener más beneficios, las empresas entran en un período sin fin de recortes. Los abusos de poder se generalizan. Las ganancias crecen sin límites a pesar de todos los efectos secundarios, que se generan en la sociedad, a todos los niveles, incluidos los climáticos. Ahora si que podemos hablar de sociopatía del capitalismo. El resultado, a nivel social, de este sistema es el gran aumento de los problemas de salud mental, de la criminalidad, de la violencia, del terrorismo; desmembración de lo comunitario, de lo político, de lo social; desaparición de la autoridad, de la responsabilidad; vacuidad en muchos aspectos; desaparición de límites, normas; disminución de las capacidades cognitivas relacionadas con el pensamiento abstracto. Entramos en una época de desmesura: «ya no hay principios (…) ya no hay reglas (…) Desarmar, degradar y suprimir a los jugadores frustrados es, en una sociedad de consumidores regida por el mercado parte indispensable de la integración-a- través-de-la-seducción (…) Considerada la naturaleza del juego actual, la miseria de los excluídos (…) sólo puede ser redefinida como un delito individual» (Bauman, 1999: 116).
Este gran desarrollo industrial se produce en la misma época histórica que el desarrollo de la ciencia, es decir, durante los siglos XVI y XVII.
Mobbing: la psicopatía en acción
Uno de los escenarios en donde la psicopatía se manifiesta es en el lugar del trabajo. El fenómeno, aparentemente nuevo de mobbing, es más bien una consecuencia de cómo los valores psicópatas aplicados a la esfera laboral, afectan.
La lectura de cualquier manual sobre este tema describe a la perfección un psicópata en acción. Veamos las definiciones. Heinz Leymann lo define como «un proceso de destrucción que se compone de una serie de actuaciones hostiles» (Piñuel, 2005: 60). Hirigoyen, psiquiatra, señala que «todo comportamiento abusivo que atenta por su repetición y sistematicidad a la dignidad o a la integridad psíquica o física de una persona, poniendo en peligro su empleo o degradando el clima de trabajo, supone un comportamiento de acoso psicológico (moral)» (Piñuel, 2005: 61). Otra definición que nos parece muy a tono con la psicopatía es la siguiente: «el continuado y deliberado maltrato verbal y modal que recibe un trabajador por parte de otro u otros, que se comportan con él cruelmente con el objeto de lograr su aniquilación o destrucción psicológica y obtener su salida de la organización a través de diferentes procedimientos ilegales, ilícitos o ajenos a un trato respetuoso o humanitario y que atentan contra la dignidad del trabajador» (Piñuel, 2005: 61). El objetivo de la práctica del mobbing parece ser el de «intimidar, apocar, reducir, aplanar, amedrentar y consumir, emocional e intelectualmente, a la víctima, con vistas a eliminarla de la organización y a satisfacer la necesidad insaciable de agredir, controlar y destruir que suele presentar el hostigador, que aprovecha la ocasión que le brinda la situación organizativa particular (…) para canalizar una serie de impulsos y tendencias psicopáticas» (Piñuel, 2005: 61).
Y aquí aparece el término de psicópata.
La persona acosadora miente, tergiversa, manipula, humilla, cosifica, tiraniza, agrede (Ausfelder, 2004). La persona acosadora, aunque la víctima huya, sigue su pauta con todas aquellas personas que se cruzan en su camino. El acoso no parece terminar. Como buenos depredadores, estas personas, además de elegir a su víctima, contaminan todo el ambiente laboral, puesto que el objetivo es aniquilar al otro, sea cual sea este otro.
Aunque el mobbing o acoso laboral se presenta como un problema individual, existen organizaciones tóxicas en donde esta práctica parece favorecerse. Esta práctica ha aumentado considerablemente en las últimas décadas, hasta convertirse en el mayor riesgo laboral del siglo XXI (Piñuel, 2005).
Gran parte de este fenómeno se analiza en función de las condiciones laborales que existen en la actualidad. Por un lado, se habla de mala gestión, de estilos de dirección abandonistas que derivan en una no gestión de los conflictos, dejando que se instaure la ley de la selva en donde la depredación es la práctica dominante por excelencia. No hay ley ni normas: los sindicatos no son operativos. Más allá del contexto laboral, están las condiciones impuestas por la globalización, que han modificado todo lo relativo a lo laboral con algunos fenómenos como la reducción de plantillas, la reducción de mandos intermedios, las fusiones, la deslocalización de las empresas, la vacuidad de los recursos humanos, la precariedad laboral.
Las políticas de empleo que se ponen en práctica bajo el imperativo economicista, siguen también un patrón psicopático, puesto que visan la depredación y aniquilación de los trabajadores en cuanto a seres humanos, los cosifican; anulan cualquier iniciativa común. La sociedad se va dicotomizando, desapareciendo la clase media. Esto genera situaciones causifeudales y esclavistas.
Conclusión
¿Puede una sociedad estar enferma? ¿Puede diagnosticarse a una sociedad de neurótica, narcisista, psicópata; de loca? La psiquiatría diría que no, puesto que la enfermedad –mental- refiere al individuo que ha perdido contacto con la realidad. Según este criterio, el psicópata, narcisista, bien integrado en la sociedad, está lejos de ser un loco y mucho menos será considerado como loca la sociedad en la que habita. No obstante, tal y como funcionan nuestras sociedades actuales, no podemos negar que hay algo, si no bastante, de locura en ellas. Cuando analizamos algunas de sus instituciones o creaciones culturales, como la industria o la ciencia, y vemos el delirio megalómano y narcisista en el que viven y el caos social que generan, no podemos por menos que reconocer los rasgos psicopáticos y narcisistas. Esta visión de lo patológico también se extiende a otras esferas de la vida como la política o la universidad. Es más, dada la evolución social, cultural, política y económica nos cuestionamos una especie de institucionalización de la psicopatía que coincide, históricamente, con su desclasificación nosológica.
Notas
[1] Lizcano, E. (2006). Metáforas que nos piensan. Creative Commons. Unión Europea.
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