Psicopatía: locura moral, delirio no psicótico

Inmaculada Jauregui Balenciaga
Doctora en psicología clínica e investigación. Máster en psicoeducación y terapia breve estratégica
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Resumen

La línea argumental de este artículo plantea la psicopatía en tanto que forma de locura no psicótica, con su delirio megalómano, y como tal, estrechamente vinculado al narcisismo en su vertiente patológica.

Una locura delirante tanto a nivel moral como afectivo. Una psicopatología del orden moral que tiene su caldo de cultivo en una normalidad patológica, fruto de la interiorización y reproducción de valores culturales psicopáticos.

Una patología de la virtud, de lo virtuoso en el sentido clásico de la palabra. Una forma de ser malévola. Una forma de estar en el mundo ontológicamente reducido a cosa; cosificante y cosificador. Un ser en sí que tiende a la nada.

Una patología vincular cuyo delirio le lleva a negar el vínculo y con ello, toda subjetividad otra suscitadora de deseo. Es la aniquilación de otro como sujeto. Su deshumanización.

Abstract

The line of argument in this article raises psychopathy as a non-psychotic form of madness, with its megalomaniac delirium, and as such, closely linked to narcissism in its patological aspect.

A delirious madness at a moral, affective level. A pathology of the moral order that has its breeding ground in a pathological normality, the result of the internalization and reproduction of psychopathic cultural values.

A pathology of virtue, of the virtuous in the classical sense of the word. A way to be malevolent. A way of being in the world ontologically reduced to something; reifying and reifier. A being in itself that tends to nothing.

A linked pathology whose delirium leads him to deny the link and with it, all subjectivity other that arouses desire. It is the annihilation of another as subject. His dehumanization.

Significado histórico de locura

La locura en sus inicios siempre tuvo que ver con la moral y era una cuestión de la que se ocupaba la filosofía.

La modernidad podríamos decir que se inaugura con y a partir de una importante disociación. Con Descartes se separa el entendimiento de la voluntad y la ciencia se enraizará en esa dicotomía esquizoide, de tal manera que los hechos humanos se separan de su libertad y su volición, en definitiva de su intencionalidad, impidiendo así la conciencia. De esta manera, las enfermedades del alma pasan a tratarse como las enfermedades del cuerpo y por ende, será la medicina la que se ocupe de ello. La dicotomía cuerpo y alma, también se reflejará en el concepto de locura, siendo ubicado lo racional en la mente. De esta manera las funciones intelectuales quedan relegadas en lo más alto de la cúspide de la evolución y el alma pasará a formar parte de «los procesos anímicos» y en consecuencia relegada a un plano inferior. Estos procesos serán catalogados de irracionales e inconscientes. Esta dicotomía, transformará muchos «objetos» de estudio como la psicología: «… la psicología, llevada por un positivismo mal entendido, se ha olvidado de hablar de los temas que presiden las interacciones humanas: amor, odio, fidelidad, traición, deuda, culpa, vergüenza, dominio, sumisión, dependencia, envidia, celos, reciprocidad, egoísmo, altruismo, venganza, crueldad, indiferencia, generosidad y un larguísimo e interminable etcétera» (Villegas, 2018).

En lo que nos concierne, «el estudio de los síntomas en psicopatología ha ido perdiendo peso frente al estudio de las categorías psiquiátricas. La descripción, evaluación y análisis causal de los delirios, las alucinaciones, la culpa, la anhedonia, o la despersonalización, han sido gradualmente sustituidos por el estudio de otras categorías más abstractas como la esquizofrenia, la depresión mayor, o el trastorno bipolar» (Vázquez, Valiente y Díez-Alegría, 1999, p. 311).

En este contexto, la maldad ha pasado a ser entendida como patología mental, y por lo tanto susceptible de cura y de tratamiento médico. Se ha ido desarrollando el «mito de la enfermedad mental» envuelta en un halo ideológico científico [1], perfilando así una concepción de la salud en función de la norma estadística. La ideología cientifista esboza un concepto de anormalidad según el cual serán anormales y susceptibles de tratamiento aquellas personas que se salen de la norma estadística (normativa), esto es, de la obediencia y la adaptación a un estándar. Esta ideología genera a su vez una nueva patología: la «normopatía» o anormalidad de la norma (normal). La patología de la sumisión, de la conformidad, de la obediencia y los convencionalismos, que es capaz de generar no solo enfermedad, sino maldad y amoralidad.

Las etiquetas diagnósticas han cobrado «una inusitada posición de privilegio (…) llegando éstas a ordenar la investigación y el pensamiento clínico» (Vázquez, Valiente y Díez-Alegría, 1999, p. 311). Esta perspectiva no solo ha supuesto una seria limitación al conocimiento de la psicopatología humana, sino que además, en cierto modo ha pervertido dicho conocimiento, ya que pretendiendo objetividad, ha subjetivizado aún más si cabe, dicho conocimiento. No solo porque la sintomatología (síntomas y signos) ha sido relegada a un segundo plano, sino porque las categorías diagnósticas «sospechosamente», es decir, con poco (o nulo) criterio científico pero con mucha carga ideológica, proliferan, mutan e incluso desaparecen como es el caso de la psicopatía que desaparece en tanto que categoría diagnóstica en 1968 (Jauregui, 2008). De hecho, tras la aparición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales DSM-III, el diagnóstico de psicopatía se diluye en el trastorno antisocial de la personalidad, poniendo el énfasis en los patrones de conducta antisociales, evacuando así los aspectos de la personalidad esenciales en el concepto de psicopatía, descrito por Cleckley (1976) en su obra «la mascara de la cordura».

Antes de todo este cambio, las «enfermedades anímicas» eran consideradas por el pensamiento filosófico clásico como «defectos morales» (Huertas, 2014). En este sentido, destacaban la injusticia, la ignorancia, la vanidad, la cobardía. Lo contrario de la locura era la virtud. La cordura estaba representada por lo virtuoso del hacer, «areté» o lo que es lo mismo: la excelencia en el sentido de bondad. Esta se entendía como el desarrollo del potencial constitutivo de la naturaleza (humana) y como tal, era considerado como cordura, quedando la locura relegada a lo inhumano, esto es, a no desarrollar el potencial, no comportándose de manera virtuosa. La cordura y la salud estaban estrechamente vinculadas a lo moral, mientras que la locura y la enfermedad a lo inmoral; la maldad.

Platón plantea que cada virtud, a saber, sabiduría, valentía y autocontrol tiene sus propias herramientas, esto es, intelecto, voluntad y emoción (Alasdair, 2004).

Para Aristóteles, vivir bien es vivir conforme a la ética de un hacer bueno, lo que se traduce en actualizar las posibilidades naturales, las (dis)posiciones, y en ello radica la virtud. Para ello, la voluntad es necesaria. Es decir, no basta con conocer el bien y el mal, sino que hay que actuar según estos principios.

El actuar de acuerdo a la naturaleza (humana) era lo virtuoso para los estoicos.

Las enseñanzas occidentales platónico-aristotélicas tienen su origen en Sócrates, quien identificaba la virtud con el conocimiento del bien, íntimamente ligado a la máxima «conócete a ti mismo». Ahora bien, esta máxima iba ligada a otra tanto, si no mas importante: (auto)cuidado. La virtud queda así íntimamente vinculada a la sabiduría, entendida esta como el desarrollo de un ideal virtuoso reflejado en prácticas del buen hacer, lo que incluye una ética del propio desarrollo personal. En todo este paradigma, la sabiduría, es decir, lo virtuoso nunca quedó ceñida a lo estrictamente intelectual. Al contrario, lo intelectual -virtud dianoética- era una entre varias, también conocidas como éticas. Así, la voluntad era considerada una virtud fundamental. Pero también eran consideradas virtudes la justicia, la fortaleza y la templanza (Platón, 2013).Lo virtuoso era una vida moral, es decir, una vida orientada hacia el bien. Y esto estaba incluido en el concepto de razón. En otras palabras, la razón incluye la noción de bien y moral. La moral en los griegos no era una moral normativa externa, sino que «se trataba, mas bien, de realizar un trabajo sobre sí mismo con el objeto de alcanzar una disposición adecuada, una constitución armónica de sí mismo, una condición, en fin, virtuosa» (Samamé, 2010, p. 2). La moral concernía el cuidado de sí, destacando dentro de esta definición de cuidado el reflexionar o «volver sobre sí mismo en una actitud vigilante» (Florián, 2006, p. 60). Cuidado en cuanto a «tratar bien una cosa» (Ibid). La moral concierne todos los aspectos de la vida humana, incluida la ciencia.

La modernidad y su cientifismo particularmente con «las luces» de la ilustración, con su imperialismo de la razón, pervierte el significado de esta, reduciéndolo a lo intelectual, excluyendo el amor y el instinto. La moral se vuelve moralista, una versión perversa sustentada en un imperativo superyoico de obligación. De igual forma, el sujeto moral es así aquel sujeto «sujeto» a la norma, aquel que la sigue, aquel que obedece sin reflexionar. La norma será algo externo al sujeto, quedando definida la anormalidad como el no seguimiento de la norma. Aparece la ley, la legislación de la vida humana. La moral y la virtud quedan fuera, excluidas de la legalidad y de la norma, ya que no pueden objetivarse. De este modo, la razón se va ciñendo a lo instrumental. En esta misma época es cuando la locura, entendida como «lo otro de la razón», se transforma en enfermedad (Huertas, 2014, p. 69). Cordura y locura se separan definitivamente. Dentro de esta separación, la locura queda confinada ideológicamente a una inadaptación normativa, fundamentalmente social, política y económica, la cual, progresivamente, dejará de tener relación con lo anímico, confundiéndose, a base de pervertir y manipular los significados de sano, enfermo, locura, delirio, normal, patológico. Y es en este escenario que lo normal, desde la perspectiva pervertida de la norma, pasa a constituir la patología de la normalidad (Fromm 2008) o normopatia (McDougall, 1978 y 1989). Formas de patología de la normalidad que se concretan en la sumisión, la conformidad, la obediencia y los convencionalismos (Pavon-Cuéllar, 2018). La anormalidad de la norma está en hacer lo normal, que es lo que se espera; en adaptarse a la situación y cumplir su rol (Zimbardo, 1973), en obedecer (Milgram, 1963), en conformarse al grupo (Ash, 1956 y Sherif, 1936). Así se ha ido formando y conformando no solamente una modalidad en el ejercicio y la práctica de la autoridad abusiva conocido como autoritarismo, sino una personalidad autoritaria, un espécimen antropológico, convertido en norma. La normopatia significa que la dominación, basada en una arbitrariedad cultural (Bourdieu y Passeron, 1981), es decir que no puede deducirse de ningún principio universal ni tienen una relación con la naturaleza humana, se ha aceptado como normal, implementándose así la violencia en todas sus expresiones para conformar este orden (psico)patológico. Y en este orden de cosas, la psicopatía pasa a ser normal o incluso el ideal de la excelencia y como tal, representa un modelo racional a imitar. Thomas S. Szasz (2006) hablará en este sentido de «la fabricación de la locura», un fenómeno de segregación social cuyo componente esencial es la violencia, pero con diferentes métodos.

Desde esta perspectiva, «locuras racionales» escapan a la psicopatología, porque no evidencian un alteración intelectual como es el caso de las demencias o los síndromes confusionales. Lo que se ve afectado en la psicopatía no concierne la inteligencia intelectual. Por ello, la vuelta al estudio de síntomas y signos se perfila como una alternativa a la (in)validez de los sistemas nosográficos categoriales, permitiéndonos retomar fenómenos clínicos, como el delirio, rompiendo así la dicotomía psiquiátrica de todo o nada, en pos de «una concepción de continuidad normal-patológico más válida» (Vázquez, Valiente y Díez-Alegría, 1999, p. 311).

Significado de delirio

Castilla del Pino (1998), nos hace un brillante y magnifico ensayo sobre el delirio. En esta obra el delirio es entendido fenomenológicamente como una evidencia, una certeza. Es decir, que «el delirio se define (…) como una interpretación o creencia errónea a la que el sujeto confiere carácter de cierta» (p. 15). La persona delirante no cree saber, sino que sabe certeramente (Matussek, 1952/1987). De esta manera la subjetividad de la creencia (realidad interna) se torno en evidencia objetiva (realidad externa). De ahí la confusión, aunque Castilla del Pino (1988) hablará mas bien de dislocación, es decir que un objeto interno (representación de la realidad o deseo o sentimiento, etc.) es colocado en el espacio exterior. La persona loca dis-loca, «coloca indebidamente su interpretación» (p. 35). Por lo que ahora ya resulta ser una evidencia. El delirio puede ocurrir en inteligencias elevadas e incluso con «un grado de racionalidad suficiente» (Ibid, p. 20).

Para Castilla del Pino, el delirio es la enfermedad del sujeto, no el síntoma. «El delirio constituye el fenómeno fundamental que caracteriza la locura» (Ibid, p. 18). En este sentido, «posiblemente no hay un síntoma históricamente más definitorio de la locura» (Berrios y Fuentenebro, 1996; Colina y Álvarez, 1994 en Vázquez, Valiente y Díez-Algría, 1999, p. 314).

Jaspers utiliza tres categorías para conceptualizar el delirio: certeza subjetiva, idea falsa o irreal y fijeza o incorregibilidad (Vázquez, Valiente y Díez-Alegría, 1999).

Entendido más desde la perspectiva de la comunicación que desde la lógica, Oltmanns entiende el delirio como un (des)ajuste con respecto a lo compartido socialmente y tenido por cierto por los demás (Vázquez, Valiente y Díez-Algría, 1999 ).

Lo característico del delirio además de su carácter disfórico e invasivo, es su autoreferencialidad, es decir, que «el yo está siempre directamente involucrado» Vázquez, Valiente y Díez-Algría, 1999, p. 315). El delirio «es una estructura yoica» (Ibid, p. 57) hecha de una realidad fantaseada independientemente del sentido de realidad, a partir de la cual el sujeto delirante se relaciona. De ahí su rigidez. En este sentido, Castilla del Pino (1998) dirá que el sujeto delirante ha construido un yo magno; un yo absoluto, total. Puesto que ha absorbido todos los demás. Tal y como queda expuesto el delirio, este hace referencia a la desaparición de límites, de tal manera que la línea que marca la diferencia entre exterior e interior queda borrada. En este sentido, el delirio es salirse de los límites, lo que en su sentido etimológico sería «apartarse del surco» (p. 20). Para este autor, el delirio tiene una lógica, es decir, «se trata (…) de una forma de razonar» (p. 36). La locura delirante consiste en convertir la fantasía en realidad. Y la racionalización permite mutar no solo la realidad externa sino la propia percepción de sí.

En este sentido y retomando la sintomatología psicópata, centramos la atención en la forma narcisista del ser psicópata, destacando su autoreferencialidad, su grandiosidad, su tendencia a la superioridad, dominada por la ideación cuasi-obsesiva de poder. La tendencia antisocial de la persona psicópata viene del hecho de su propia concepción normativa. La anomía psicópata lo convierte en una persona fuera de la ley, fuera de la norma normativa, fuera de las reglas del juego. Esto es, las normas sociales no le competen porque este tipo de persona tiene sus propios códigos estrictamente personales. De ahí nos es posible comprender su irresponsabilidad, su inmoralidad y su transgresión. Nada ni nadie puede impedir hacer lo que le parezca o plazca. El es Dios, el rey, y los demás están para servirle. Esta persona juega a su propio juego, poniendo mucho empeño en ocultarlo, mimetizando y mimetizándose como una persona común. De esa concepción megalómana deriva probablemente la cosificación, esto es, la reducción de las personas a cosas, y la utilización de los demás en función de sus «necesidades especiales». Una visión que determina una actuación parasitaria para con el mundo. Establece un «vínculo» parasitario.

De alguna manera, la persona psicópata está cimentada en la megalomanía, entendida como delirio o trastorno delirante estrechamente vinculado al narcisismo en tanto que patología egocéntrica. No se trata de un delirio psicótico porque no hay ruptura; no parece haber trauma. La persona psicópata parece nacer con esa visión. Si la persona psicótica posee una reflexividad, es decir, una capacidad discriminatoria entre realidad interna y externa que se ve abruptamente rota, en la persona psicópata, tal ruptura no existe. «No hay entrenamiento para lograr una mente psicopática (…) no hay un medio que lo genere. Estos seres (…) son así. Son formas de estar en el mundo» (Marietán, 2008, p. 96).

Desde esta perspectiva del delirio megalómano no psicótico, nos permite entender la psicopatía como una enfermedad mental. De hecho, «Henry Ey, en su Tratado de psiquiatría de 1965, incluye a las personalidades psicopáticas dentro del capítulo de las enfermedades mentales crónicas» (Marietán, 2008, p. 44). Sin embargo, la mayor parte de las personas que han investigado el tema saben que «la psicopatía no debe entenderse como el resto de las enfermedades mentales. Los psicópatas no están desorientados ni viven en otro mundo. Tampoco experimentan alucinaciones (…) o el intenso malestar que caracteriza a la mayoría de los trastornos mentales. A diferencia de los sujetos psicóticos, los psicópatas son racionales y se dan cuenta de lo que hacen y por qué. Su conducta es el resultado de una elección libremente ejercida» (Hare, 2009, p.42). Podríamos hablar de locura racional. ¿Porqué locura? El delirio del psicópata resulta ser la expresión de la violencia en estado puro. Pues (se) trata de eliminar toda subjetividad que le haga tomar conciencia de su condición humana. Eso sería reducirlo a la nada y enfrentarse a la angustia de ser, de existir. Recordemos que, desde la perspectiva psicoanalítica lacaniana, el sujeto es un sujeto de deseo y ello implica desprenderse de su mitomanía (narcisismo) y entrar en el deseo del Otro. La persona del psicópata no parece haber entrado en el mundo humano del deseo, de la carencia; parece más bien vivir en el mundo sartriano de la nada.

Entronca con la violencia desde su omnipotencia. Como explica Hugo Marietán (2008), la persona psicópata «se guía por sus propios códigos» (p. 63). No tiene conciencia de (no se siente) trasgredir ni de culpa. Por ello, el autor califica esta patología como una patología (déficit) de la responsabilidad. A tal punto, que la persona psicópata será calificada de transgresora «desde el punto de vista de un observador externo» (Ibid). La ausencia de culpa permite desdibujar, «los contornos y las barreras entre lo prohibido y lo permitido en el lazo social» (Ibid). Y es en esta desaparición de límites que aplicamos el concepto de delirio de Castilla del Pino. En otras palabras, el delirio psicópata está en la negación de esta exterioridad, en la negación de la norma para la cual, desdibuja el límite. No hay exterioridad, sólo interioridad: la interioridad de sus necesidades y la satisfacción especial de las mismas que dirá Hugo Marietán (2009). Ello le sitúa fuera de la realidad. Porque estar en la realidad, jugar en ella, implica sujetarse a la norma.

Si Pinel considera la manía (delirio) como una de las cuatro enfermedades mentales, su discípulo Jean Etienne Esquirol hablará de monomanía en tanto que delirio parcial. Esto rompe la consideración de la locura como «lo otro de la razón» (Huertas, 2014,p. 78). Y en este sentido, razón y sinrazón pueden convivir en un mismo sujeto, de tal forma que puede haber una existencia de locura sin parecerlo. Dentro de estas manías, continua el autor, podrían incluirse comportamientos aberrantes en personas en las cuales no se apreciaban mayores disfunciones intelectuales, transgresiones medicalizadas, pero también locuras.

En cualquier caso, hay algo de locura y de delirio en la psicopatía; hay algo de anormal en esta forma de ser que lo aparta de lo humano, para adentrarse en el mundo inquietantemente extraño de lo inhumano: «Delante de psicópata (…) nos sentimos frente a un ser (…) cuya sola presencia perturba porque ha roto con nosotros todos los lazos de familia (…) un ser errático (…) nos inquieta en lo más profundo» (Bilbeny, 1993, pp. 45-46).

Hay una oscuridad, una malevolencia intrínseca en esta patología cuyo grado de locura está en su certeza. Hay mucho, si no todo, de inmoral en la locura psicopática. «Algo va mal, pero no se exactamente qué» (Hare, 2009, p. 28). Una locura (a)social, (a)política, (a)nómica e inmoral.

Psicopatia: compendio de locura, manía e insania moral

Philippe Pinel a principios del siglo XIX llamó «manía sin delirio» al «insólito comportamiento irracional acompañado, no obstante, por unas facultades de raciocinio intactas» (Pinel en Bilbeny, 1995, p. 44). Más tarde Pritchard lo llamó «locura moral», Scholz «anestesia moral», Tramer «cuadro hipoético» y Morel «locura de los degenerados». Esta anomalía siguió siendo identificada de nuevo como «locura moral» por Kraepelin y definitivamente diagnosticada por Kurt Schneider bajo la rúbrica de «personalidades psicopáticas». Ya en este siglo, para conceder a esta anormalidad su vertiente social, también se la ha llamado sociopatía o trastorno asocial de la personalidad. La denominación tradicional de psicopatía sigue siendo la más utilizada entre los especialistas en la materia (Ibid). No obstante, «las expresiones de “imbecilidad”, “estupidez”, “delirio” y hasta “oligofrenia”, acompañadas del término moral, aparecen aún en tratados relativamente modernos» (Ibid, p. 64). La descripción dada por Pritchard remite a una debilidad volitiva en este tipo de pacientes en los cuales «los principios morales y activos de la mente están intensamente pervertidos o depravados» (Ibid). Es como si los principios y las normas morales (reglas, leyes) no estuvieran interiorizadas en su psiquismo, por lo que su moral está seriamente disminuida o ausente, lo que les convierte en simplemente inmorales. En cualquier caso, lo destacable de la psicopatía es que «involucra el sentido moral del sujeto» (Ibdi, p. 65). A esta incapacidad de sentir, Cleckley lo califica como «demencia semántica» (Ibid). Una especie de «esclerosis de la sensibilidad» que le da esa apatía moral tan peculiarmente fría en la persona del psicópata.

La locura, el delirio no psicótico de la persona psicópata no se ve justamente porque la persona psicópata consigue estar y no estar en la realidad, hasta que su locura (delirio) megalómano llega a extremos, es decir, a evidenciarse públicamente de forma violenta como ha sido el caso de Hitler o Lenin o Mussolini o de los asesinos en serie más conocidos. Mientras, la psicopatía no criminal o «integrada», que parece ser la mayoría, se queda en el dominio de lo íntimo (hogar, trabajo), solo las personas que están con ella, serán tildadas de locas. La locura psicopática será proyectada al exterior y las personas locas serán las otras. Esta locura imbécil, idiota; este fracaso de la inteligencia, pasa desapercibido en la mayor parte de los casos. Y ello, en parte porque la «normopatía» será su gran aliado.

El otro gran concepto que define a la psicopatía es la conciencia, o mejor dicho, su total ausencia. De hecho, «sin conciencia» es el título de la obra de Robert Hare (2009) que retrata la psicopatía. Sin conciencia en este contexto significa sin empatía, sin normas, sin sensibilidad, sin culpa, sin remordimientos, sin responsabilidad, sin capacidad para relacionarse emocionalmente con las demás personas, sin restricciones.

El actuar sin conciencia del psicópata se caracteriza por la cosificación (Marietán 2008), es decir, por despojar a cualquier persona otra, de sus atributos humanos. Para esta persona sin conciencia, toda persona otra que sí misma es una cosa, que resulta ser un obstáculo (a eliminar) para la consecución de sus fines.

La ausencia de conciencia genera un tipo particular de locura, de delirio no psicótico en cuanto a que carece de intencionalidad y por lo tanto, de amor y de voluntad.

La psicopatía resulta ser una condición inquietante, extraña, oscura; una presencia perturbadora fundamentalmente por esa ausencia de sentimiento, de «correlato emocional», aunque con las funciones intelectuales aparentemente intactas. Un ser «desequilibrado» nos dirá Bilbeny (Ibid) por esa incapacidad por emocionarse. Este mismo autor lo califica de moralmente irresponsable. Continua: «Estas mentes de acero no muestran signos psicóticos ni neuróticos (…). El psicópata no delira ni siente complejo (…) no tiene afectadas las funciones psíquicas relativas a la capacidad intelectual» (Ibid, p. 48).

La psicopatía parece ser la condición de la maldad humana; su quintaesencia.

Psicopatía o la idiotez moral

Vicente Garrido (2010) habla de estupidez como un desequilibrio entre los intereses personales y los de los demás. Estúpida puede calificarse a la persona que maximiza el interés personal propio, «eligiendo metas que vulneran los derechos de los demás, siendo un tipo egocéntrico y cruel, en suma viviendo en contra de los valores como la justicia o la compasión» (p. 130). Desde esta perspectiva, los psicópatas pasan a ser considerados estúpidos; estúpidos morales puesto que su comportamiento «es el contrario al que dicta la sabiduría: no persiguen actuar siguiendo un equilibrio entre lo que yo deseo y lo que los demás desean, sino que su meta es, al contrario, anular a los otros para sentirse bien ellos» (Ibid). Psicopatía, idiotez moral e irracionalidad van de la mano. Es el fracaso de la inteligencia (Marina, 2016). Fracasos de la inteligencia son, entre otros, el dogmatismo, el prejuicio, el fanatismo [2]. Si la inteligencia es «la capacidad de un sujeto para dirigir su comportamiento» (Ibid, p. 16), la razón no sirve, puesto que ésta es instrumental y «no puede seleccionar nuestras metas finales» (p. 24). Una inteligencia inteligente tiene en cuenta los marcos. Existen marcos irracionales como la guerra. Estos trazos forman parte de la personalidad autoritaria (Adorno y col. 1959). Además, la ética y la moral forman parte del uso racional de la inteligencia. En consecuencia, el actuar sin ellas, constituye todo un fracaso. La inteligencia no concierne estrictamente lo intelectual, sino que «La verdadera inteligencia (…) es una mezcla de conocimiento y afecto» (Marina, 2016, p. 54). La estupidez tiene que ver con la pobreza afectiva. No hay una inteligencia cognitiva y otra emocional. En este sentido, confundir los afectos es uno de los principales fracasos de la inteligencia. Pero vivir sin estos resulta realmente estúpido y conduce invariablemente al fracaso.

Un aspecto fundamental de nuestra inteligencia es el lingüístico, es decir que «nuestra inteligencia es estructuralmente lingüística» (Ibid, p. 78). Y «nuestra conciencia se teje con palabras» (Ibid). Por lo tanto nuestra inteligencia, nuestra razón, la racionalidad humana es fundamentalmente narrativa, no numérica. La falta de palabra, la imposibilidad de nombrar, de hablar, el silencio, enferma. De hecho, existen numerosas pruebas entre las dificultades lingüísticas y la violencia. La inteligencia es fundamentalmente dialógica y social. Todo lo que tenga que ver con lo humano es social antes que individual. «La mente individual es en realidad “social”, en su génesis y en su funcionamiento» (Ibid, p. 82) y «la conciencia (…) aparece entonces como una forma de contacto social con uno mismo» (Ibid, p. 83). Por ello, todo lo que sitúe al ser humano fuera de su condición social, será estúpido, es decir un fracaso inteligente, una irracionalidad, además de psicopático.

En el libro «La idiotez moral. La banalidad del mal en el siglo XX» Bilbeny (1995) nos dirá que dicha condición de idiota parece constituir el mal de nuestros tiempos, una apatía moral que se concreta en la insensibilidad, en el exterminio del alma humana, en su deshumanización. Para este autor está claro, el máximo exponente de la idiotez es la persona del psicópata: «Cuando el idiota moral se mueve en el terreno de la guerra es un genocida; cuando lo hace en los intervalos de paz es un psicópata» (p. 41). Un «ser errático», «profundamente antisocial».

Este es realmente el mal que nos acecha: la apatía moral. Una letargia moral, una idiotez fomentada por la «esterilización del juicio moral» (p. 33). El sistema económico neoliberal necesita idiotas morales, «personas» que no piensen, no sientan, personas desafectadas, con falta de empatía, egocéntricas y con poco sentido de la responsabilidad y de culpa. Este es el espíritu de nuestro tiempo: idiotez, amoralidad, estupidez, irracionalidad, inteligencia fracasada. De alguna manera Goya tenía razón cuando dijo que «el sueño de la razón produce monstruos». Así pues, la psicopatía parece haberse convertido en el «espíritu de nuestro tiempo» (Alan Harrington, citado en Garrido, 2000, p. 85). Y constituye «un enorme problema social» (Garrido, 2017, p. 19). «Si cada época tiene una personalidad modal, funcional a su fase propia de relaciones económicas (…) la estructura psicopática se presenta hoy como la personalidad modal. La personalidad psicopática se presenta hoy como la estructura de personalidad mejor equipada para operar de forma funcional en la orden de la fase apocalíptica del capital» (Segato, 2016, p. 101). En este mismo sentido, «… una cultura psicopática puede favorecer el desarrollo de estructuras nerviosas (biológicas) más predispuestas hacia la explotación y la insensibilidad hacia los demás» (Garrido, 2000 p. 96).

La psicopatía, nos dicen las personas expertas, no es necesariamente criminal sino «integrada» o «cotidiana». Así, «otras muchas personas son psicópatas y no se dedican al crimen» (Garrido, 2000, p. 12). Se «adaptan» a diferentes circunstancias, se camuflan, manipulan y desacreditan las instituciones públicas y privadas; socavan la confianza de las personas y son capaces de tomar decisiones que perjudican a muchas personas, desoyendo las necesidades de los demás. Estas personas «Constituyen uno de los mayores desafíos que tiene la humanidad del siglo XXI» (Garrido, 2000, p. 12). ¿Porqué? Porque el medio social puede ser de vital importancia para inhibir este fenómeno o para fomentarlo. De tal manera que actualmente, para muchos autores, estamos ante una sociedad psicopática. «Problemas» como la guerra, el crimen, las drogas, la contaminación, los genocidios, la prostitución, la pornografía, la violencia, la corrupción, entre otros, son fruto de una cultura psicópata. «El perfil psicopático, su ineptitud para transformar el derrame hormonal en emoción y afecto, su necesidad de ampliar constantemente el estímulo para alcanzar su efecto, su estructura definitivamente no-vincular, su piel insensible al dolor propio y, consecuentemente y más aún, al dolor ajeno, su enajenación, encapsulamiento, desarraigo de paisajes propios y lazos colectivos, la relación instrumental cosificada con los otros… parece lo indispensable para funcionar adecuadamente en una economía pautada al extremo por la deshumanización y la ausencia de límites para el abordaje de rapiña sobre cuerpos y territorios, dejando solo restos» (Segato, 2016, p. 102).

Ahora bien, todos estos problemas existen no solo porque hay personas psicópatas, sino porque muchas personas comunes han adoptado formas psicopáticas de relación con los demás. De ahí que creamos que la calidad de vida de nuestra especie, pase por luchar contra la extensión de la psicopatía (Garrido, 2017). Las «normas psicopáticas» se aprenden. Muchas personas sucumben a la presión de una vida en donde la violencia se extiende, adoptando un estilo de vida cercano al de un psicópata. Por lo tanto, por un lado tenemos a aquellas personas psicópatas caracterizadas por un estilo de vida indolente, antisocial e inmoral, para lo cual no les hace falta camuflarse. Son criminales. Duros, egocéntricos y violentos. Pero tenemos otras dos categorías, una, aquellas personas psicópatas delincuentes pero que se camuflan como personas respetables. Asesinos sexuales que trabajan 8 horas, maltratadores de esposas e infantes que asisten a reuniones de padres. Policías que manejan trata de blancas. Jueces que cometen los delitos que juzgan. Industriales y banqueros que siembran la desesperación en la economía, que hunden empresas, bancos, etc. Líderes de sectas. Proxenetas que reclaman ser respetados como empresarios. Esta categoría también está compuesta por políticos y hombres de estado psicópatas, asesinos, criminales de guerra, militares, responsables de asesinatos en masa, genocidios, años de miseria (Garrido, 2017). Todas estas personas tienen una doble vida. Otra categoría de personas psicópatas es la no delincuente técnicamente pero que en relación con los demás, exhibe todas las características de poder, dominio y humillación. Personas que acosan en el medio laboral (mobbing), psicópatas familiares que arruinan familias enteras, que estafan, falsifican. Se conocen como personas «psicópatas integradas o cotidianas».

La cultura actual se caracteriza por la erosión de la ética y la moral. Domina la violencia y la barbarie en todas sus diferentes manifestaciones, porque se ha convertido en formas de negocio, de hacer dinero. El bien individual, particularmente el de una élite parasitaria, no productiva y apropiadora, prima sobre el bien común. La esclavitud, disfrazada y pervertida por la noción de contrato, consenso y libre mercado, parece la forma de vincularse más característica en el sistema. Una sociedad caracterizada por la anomía, el cinismo, el individualismo. En este contexto la personalidad psicopática parece la más adaptativa (Garrido, 2000). Desde luego, valorizada. Se trata de evitar necesitar e interdepender de otras personas, de desarrollar una indiferencia suficiente para despreocuparnos. «El siglo XX ha descubierto que la maldad es cosa de pura rutina, para lo cual sólo hay que anestesiar el sentimiento» (Bilbeny, 1993, p. 57). Se trata de una cultura que cultiva el narcisismo, rasgo de la psicopatía, de un modo desaforado.

Si bien las personas psicópatas han existido en todas las culturas, su prevalencia (distribución) es diferente, lo que prueba el impacto de la cultura en el desarrollo o inhibición de dicha patología.

Dicen que la persona psicópata tiene intacto el intelecto o las funciones intelectuales. La realidad desmiente continuamente esta concepción, quizás por el error cognitivo de referenciar lo intelectual única y exclusivamente desde la perspectiva instrumental. Bilbeny (1995) nos devuelva a la realidad de un intelecto que no puede llamarse tal sin la facultad de pensar. En este sentido, una persona psicópata es una persona ante todo no pensante y efectivamente, hay fallas intelectuales: hay un déficit en el ejercicio de esta facultad. De ahí el apelativo de idiota, además de moral. No pensar es un rasgo constitutivo del idiota, cuyo máximo representante es la persona del psicópata. La «existencia» psicopática parece ser fundamentalmente un «vivir en la ausencia de pensamiento. El idiota moral no percibe la dualidad en uno mismo que hace sentir el pensamiento. Lógicamente, no siente pues ni el acuerdo ni la contradicción en su interior, tan blindado como aparenta. Sobre todo ha conseguido no sentirse a sí mismo» (p. 84)

Conciencia e intencionalidad

La perspectiva de la fenomenología existencial permite introducir la relación como «objeto» de estudio, partiendo del estudio del sentido y la significación a partir de nociones tales como la intencionalidad y la conciencia. En otras palabras, representa toda una epistemología del conocimiento científico.

Rollo May (2000) entiende la intencionalidad como «la estructura que da sentido a la experiencia» (p. 200), la cual se encuentra «en el corazón de la conciencia» (Ibid). La intencionalidad resulta ser el puente entre sujeto y objeto. La intencionalidad supone la trascendencia de la separación, al mismo tiempo que la constancia de la misma; «supone una relación (…) íntima con el mundo» (Ibid, p. 207).

A pesar de que las raíces de este concepto están ya en el pensamiento antiguo, serán filósofos árabes en la edad media (Avicena en particular), los que la significarán en tanto que manera de conocer la realidad. La intencionalidad en tanto que epistemología, permite conocer la realidad mediante la participación, para aprehenderla.

Será en el siglo XIX cuando el concepto de intencionalidad vuelve con fuerza con Franz Brentano que, rompiendo la esquizoide visión cartesiana, otorga a esta la cualidad distintiva y específica de los fenómenos psíquicos, en contraposición a los fenómenos físicos. A partir de entonces y de estas premisas, en el siglo XX, se desarrolla la fenomenología, desarrollándose así las nociones de (auto) conciencia, (inter)subjetividad, que están influenciando corrientes importantes de la ciencia como la psicología (psicología sistémica, psicología existencial, psicología humanista –gestalt-), la física (cuántica), la medicina (neurociencia) y la filosofía (epistemología).

En este sentido, la cualidad de la conciencia, nos dirá esta epistemología, es su intencionalidad, es decir, la conciencia siempre es conciencia de algo (Husserl, 1962): «La conciencia no sólo no se puede separar de su mundo objetivo, sino que ciertamente constituye su mundo» (May, 2000). No podemos separar la conciencia de su intención de ir hacia. Por ello, se entiende que la conciencia es un conocimiento reflexivo, compartido. Tanto el acto como la experiencia de la conciencia misma están en un proceso continuo de modelación recíproca, de tal forma que sujeto y objetos están ontológicamente vinculados. «no es posible concebir ninguno de los dos polos (sujeto y mundo) sin el otro» (Ibid, p. 204).

Una persona sin conciencia, desde esta psicología fenomenológica, se encuentra desconectada de la realidad pero no psicóticamente. ¿De qué realidad hablamos? La «vinculación» psicopática resulta ser puramente instrumental. La ruptura vincular se halla al parecer, del lado de las emociones y de lo moral; ambas, inseparablemente imbricadas. Robert Hare cuando habla de psicopatía como una persona «sin conciencia», quiere decir sin remordimientos; «una persona autocentrada, insensible (…) con total carencia de empatía y capacidad para entablar relaciones emocionales con los demás» (Hare, 2009, p. 20).

Tomando como referencia a Sartre, la persona psicópata es una modalidad del ser-en-si; un ser sin conciencia, es decir sin intencionalidad, sin deseo. Sartre dirá que esta modalidad de ser es la propia de los objetos fijos como una silla o una mesa o un árbol, en el sentido de ser siempre algo, porque su existencia no depende de que nadie tenga conciencia de ellos. Esta modalidad de existencia humana evita el profundo y angustiante sentimiento de la nada; supone la negación de toda dependencia por lo que la persona es reducida a la cosa en sí. Así pues, la existencia de la persona psicópata es equiparable a la existencia de un objeto. Siendo su propia existencia una cosa, su mirada hacia el mundo no puede ser de otra manera que cosificante y cosificadora. Al respecto Marietán (2008) dirá que es una postura psíquica, que «el psicópata nace con una mirada cosificadora, con un pensamiento cosificador del otro» (Ibid, p. 209).

Una persona psicópata se manifiesta pues, como una persona sin conciencia, es decir, sin moral, es decir, monomaníaca, afectiva ( y moral) mente delirante. Sin conciencia podría bien significar sin afecto, sin vinculo, sin intención (tender hacia), sin remordimiento, sin empatía, sin humanidad. Una persona sin vínculo (afectivo), se sitúa fuera de la realidad (humana). Estar dentro de la realidad «entraña estar atado a ella a través de las relaciones afectivas (…). Esto es lo que nos hace miembros de la realidad, del mundo, de nuestro entorno» (Castilla del Pino, 1998, p.70).

La intencionalidad de la «intentio» habla de la carencia con respecto a la posesión del objeto (el otro –sujeto– del afecto); distancia a reducir gracias a la intención. Brentano será quien incorpore esta noción a la psicología, haciendo de esta premisa el criterio diferencial entre fenómenos psíquicos y fenómenos físicos. Así nacerá la fenomenología y la psicología fenomenológica. Los fenómenos psíquicos dejan de estar aislados, adquiriendo así una dimensión que irá más allá de la dicotomía sujeto-objeto, naciendo nuevos paradigmas como la intersubjetividad o el constructivismo, entre otros.

En este sentido la ruptura de la «intentio» en la psicopatía da como resultado la individualidad más pura, reduciendo lo humano a su más pura instrumentalidad (ir)racional. De ahí la cosificación como «uno de los rasgos capitales en la psicopatía» (Marietán, 2008, p. 209). Este rasgo «consiste en quitarle el rango de persona al otro, descalificarlo, minimizarlo hasta vivenciarlo como una cosa» (Ibid). Para este autor, la persona psicópata nace con una visión cosificadora; «los demás son (…) cosas a ser utilizadas para sus propósitos» (Ibid). Por lo tanto, el actuar psicopático no tiene intención, es un actuar que se sitúa fuera de la psique, fuera del alma, fuera del sentimiento, fuera de lo vincular; un actuar estrictamente individual, sin empatía; un actuar sin moral, sin culpa, sin ley, sin remordimientos. Un actuar no inteligente, moralmente idiota, imbécil.

Moral y afecto

Siguiendo la línea de la filosofía moral de Ludwig Feuerbach, el reconocimiento recíproco resulta fundamental en la moral, partiendo de la base constitutiva del ser humano como un ser esencialmente intersubjetivo (Gil, 2015). La subjetividad humana que da lugar a la conciencia, no puede desarrollarse en el solipsismo narcisista de una individualidad pura. El sujeto humano llega a desarrollarse como tal en comunidad. Lo moral concierne fundamentalmente la alteridad, la otredad, concretamente el reconocimiento de la existencia de subjetividades. A su vez, lo que nos permite relacionarnos con los demás es la afectividad, y por lo tanto aquello que concierna la moral, concierne ontológicamente el afecto.

La psicología evolucionista también ve la moral en relación a la naturaleza gregaria del ser humano. Concretamente, la finalidad de la moral sería la de facilitar la cooperación. Así, la moral emerge, evolutivamente hablando para controlar las conductas de los demás. Nace para hacer las comunidades cohesivas y laboriosas (Traver, 2016). En este contexto, el crimen sería querer tenerlo todo para sí mismo; el beneficio propio en detrimento del beneficio de la comunidad.

En el caso de la persona psicópata, lo inquietante de su posición inmoral viene por su aproximación cínica. El cinismo es una escuela filosófica fundada por Antístenes. El pensamiento cínico menospreciaba los valores sociales y predicaba una vida solitaria. Este pensamiento menospreciaba la ley el sentido de la misma. Esta filosofía era un intento de exclusión del otro y de su lugar; preconizaba el placer del individuo aislado. La posición cínica va mas allá del placer, rechazando el principio estructurador de la ley. La presencia de la otredad no tiene cabida.

Podemos afirmar que las personas psicópatas son locas, es decir, que sufren de un delirio (racional) no psicótico, fundamentalmente moral, y se traduce en que las normas las establecen ellas, es decir, que siguen sus propias normas; que viven fuera de la sociedad, fuera de las reglas. Dada su inmoralidad, estas personas no son ni confiables ni cooperativas. Un delirio moral y afectivo desde el momento en que niegan toda subjetividad, incluida la propia. El delirio está en la negación del vínculo. Este tipo de personas parece proliferar en una sociedad caracterizada por una deriva moral (Gray, 2015), la cual, no solo nos lleva a la imposibilidad de distinguir lo malo de lo bueno, sino que además estamos aprendiendo a llamar a lo bueno malo, y a lo malo bueno, situándonos en una especie de neurosis moral que, siguiendo el modelo de neurosis experimental desarrollado por Pavlov [3] (1997), se asemeja a una serie de trastornos conductuales, consecuencia de la incapacidad para distinguir —en ese caso— el bien del mal, surgiendo así patologías morales. Esta proliferación de lo psicópata nos habla del fracaso de la moral normativa.

A nivel psicológico este fracaso y deriva moral nos ha llevado al desarrollo de la «normosis» [4], generando un profundo sufrimiento, debido al vacío por la pérdida del yo. Freud hablará de un superyó, introyección del mandato parental que formarán parte de la conciencia moral, cuya principal función, castigar, presionará al yo, en constante contraposición al ello. El superyo moralista (que no moral) ha hecho que el desarrollo humano se haya convertido así en un desarrollo fundamentalmente estrictamente productivista, desde la óptica economicista instrumental, cosificadora. De ahí que este contexto patológico neoliberal sea caldo de cultivo para la psicopatía.

La alternativa, la terapéutica resulta ser la vuelta a lo virtuoso, a lo moral, abarcando no solo la sabiduría y la conciencia de sí, sino el cuidado de sí, lo que implica un interés en el propio desarrollo personal. Una vuelta a una estética y al restablecimiento de un mundo cualitativamente diferenciado desde el punto de vista ontológico (Koyré, 1973). Porque la enfermedad emocional refleja la ausencia de virtud. La virtud resulta así ser la condición sana, natural del ser humano. Y su ausencia, la enfermedad. Y dentro de esta, la maldad (crueldad, malicia, violencia, explotación) en cuanto ausencia de virtud. La salud está así depositada en la bondad, esto es, en la humanidad. La enfermedad resulta ser el proceso inverso: la deshumanización, la pérdida y el alejamiento del comportamiento virtuoso, moral, cuidadoso, sabio. Descartar lo afectivo, lo emocional desemboca en la enfermedad; en la psicopatología, porque el ser humano se destierra (aliena) de su principal componente: la relación intersubjetiva; una relación de sujeto a sujeto, reconociendo la alteridad. Esta relación no puede entenderse fuera de los parámetros morales. «Este trato intersubjetivo no es espontáneo, ni innato, ni natural, sino el fruto de una evolución moral» (Villegas, 2018, p. 30).

Notas

1. Cientifismo que no ciencia.

2. «Incapacidad de aprender de la experiencia» (Ibid, p. 41), por otra parte, muy propia de la psicopatía.

3. Iván Petróvich Pávlov, médico y profesor de fisiología, introdujo el término de neurosis experimental para denominar a la conducta anormal desarrollada como consecuencia de la imposibilidad por parte de unos perros de diferenciar dos figuras diferentes, asociadas cada una de ellas a un estímulo positivo y negativo respectivamente. Pávlov, una vez enseñó al perro a distinguir entre un círculo y una elipse, fue gradualmente cambiando los ejes de ambas figuras, de tal manera que se volvió imposible la distinción entre ambas figuras. Los perros, ante un estímulo ambiguo y por tanto difícil de discriminar, desarrollaron una serie de comportamientos anómalos, neurosis aguda, a la cual el investigador llamó neurosis experimental.

4. Término acuñado por los psicólogos Pierre Weil y Jean-Yves Leloup que significa una adaptación a un medio (contexto, sistema) enfermo. La patología de lo «normal», en tanto que adopción de normas (valores, actitudes y comportamientos) patógenas.

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