Carlos Javier Blanco Martín *
Doctor en Filosofía. Profesor de Filosofía en Ciudad Real (España).
Toda cultura es instituida. Sus cimientos son la jerarquía, un orden moral, una disciplina. La historia de la humanidad ofrece un panorama de gran heterogeneidad, de enorme dispersión, de falta efectiva de unidad. No hay, propiamente, una Humanidad. Pero si nos limitamos al conjunto de pueblos europeos, bien amplio y abigarrado, un conjunto que, después, saliendo de su estrecho Viejo Mundo, ha dado en llamarse Occidente, observaremos (siempre de la mano de Nietzsche) que tampoco hay aquí una cultura. Las instituciones de que se precian los europeos: ¿qué ha sido de ellas? Ninguna se conserva que no haya caído por el sumidero de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. La Europa que un día consideró la estúpida posibilidad de una Historia de la Humanidad, es una Europa que ya no existe, que se arrastra en medio de la mayor crisis de identidad que concebir se pueda.
Nietzsche buscó en la genealogía de nuestras Instituciones y en ella halló la causa de la postración: se trata de la historia de una falsedad. La cultura europea se asentó sobre las base de una enorme y fatal mentira, y de esa base mentirosa se sigue todo el derrumbe al que hoy asistimos. ¿Cuán atrás hemos de ir? Al menos, al Imperio Romano: Institución de veras, alzada para durar ¿Qué le hizo caer? ¿Fueron las invasiones bárbaras? No ¿Fue una depravación? Sí: se trató de la depravación y la mentira inducida desde el Levante por los hebreos. Fue el Cristianismo como potenciación, como agudización del judaísmo, lo que quebró las bases instituidas de Roma.
Roma cayó al ver por los suelos los cimientos institucionales de lo que había conformado su poder. La Jerarquía: desde los más viejos tiempos prehistóricos, la triple función indoeuropea había señalado las distancias. Una casta sagrada y regia: los que saben. Una segunda casta, fuerte y guerrera: los que pueden luchar. Una tercera casta, productora y comerciante: los que sustentan. La República platónica ideal quiso restaurar aquello que los atenienses estaban perdiendo. Roma había creado una gigantesca máquina desde la que preservar el poder jerárquico de su nobleza. Pero las masas que se vieron sometidas, en la base y en los márgenes del sistema de dominación romano, acumularon dosis ingentes de resentimiento. Los chandalas de que nos habla Nietzsche, ese inmundo suelo formado por los parias, los débiles y los impotentes, fueron los nuevos amos de esta civilización.
¿Cómo fue posible que la chusma más despreciable se haya erigido en la nueva dueña del mundo civilizado? El cristianismo y su mentira fundamental, un apartarse de la naturaleza y de la realidad, les dio las armas a los esclavos e hizo de ellos los nuevos señores. Los predicadores cristianos, empezando por Pablo, supieron astutamente halagar los oídos más sucios de la sociedad, los corazones más podridos por el odio y la sed de venganza. Los cristianos fueron aquellos chandalas que derribaron una construcción grandiosa como fue el Imperio. Nietzsche no desea ver que Roma fue una civilización cruel mientras existió: máquina sanguinaria que sojuzgaba a los pueblos y esclavizaba a todos cuantos se le resistían. Acaso esa crueldad es para Nietzsche la propia Naturaleza: dura lex sed lex. La ley inexorable y natural que impone al vencido la disyuntiva simple de morir o ser reducido a la esclavitud. Pero cuando ya los esclavos, y otros impotentes y aplastados sectores de la sociedad, cuando los parias difunden su evangelio de igualdad, de fraternidad universal, de desprecio del mundo, entonces la naturaleza se corrompe, se infecta de fantasmas y desvaríos. Son los fantasmas y alucinaciones del trasmundo los que imponen su norma a este, el muy carnal y real mundo donde rige la naturaleza, la ley del vencedor, la sumisión del vencido. Pero el vencido, que no posee potencia, ni armas, ni siquiera valor para plantar batalla otra vez, se venga. El Cristianismo, en suma, consiste en una inmensa rebelión vengativa que resultó triunfante.
Es difícil de creer que solo con fantasmas y alucinaciones una masa oprimida —todo lo resentida y feroz que se quiera— es capaz de hacer caer una estructura gigante como fue la del Imperio Romano. No son explicaciones de cariz materialista (causalistas, economicistas, deterministas) las que nos ofrece Nietzsche. El terreno en el que se mueve, las más de las veces, es el de la fenomenología clínica, el estudio de los síntomas. La decadencia de Roma, como hoy la decadencia de Occidente, no es la consecuencia de un sino cuasinatural, la respuesta a una necesidad morfológica, como pretendió Spengler. En el sino de la planta y del animal está el angostarse y dejar espacio a nuevos organismos. Así las culturas devienen civilizaciones, esto es, viejas carcasas que preludian la muerte y encorsetan a las nuevas formas culturales. Pero en Nietzsche la visión es otra: las grandes creaciones de la civilización, instituidas para “durar” pierden su vitalidad por contagio infeccioso, no por decrepitud intrínseca. El cristianismo fue (y es) una enfermedad que echó a perder aquel orden moral, aquella jerarquía, aquella disciplina que es requisito esencial para un Estado y una cultura grandes.
La penetración del cristianismo en Roma fue un tanto artificial a los ojos de Nietzsche. Los agentes patógenos fueron unos fanáticos rencorosos, unos santurrones llenos de ira contenida y odio envenenado hacia todo lo grande y bueno de la civilización grecorromana. Cristo fue el único cristiano, y desde los principios de esta religión, Pedro y Pablo propagaron la gran mistificación, el terrible engaño que —en el fondo— fueron semillas de violencia que cayeron en el campo abonado por Sócrates y Platón, una especie de cristianos avant la lettre, importantes no como filósofos sino como moralistas, es decir, como creadores de todo un trasmundo, inventores de un fantasmagórico más allá. Con independencia de que Platón o Pablo de Tarso hayan hablado de ese más allá como espacio ontológico nuevo, añadido e incluso como trasmundo que niega éste, el momento decisivo residió en su predicación de un “orden moral” absoluto que niega el presente, el efectivo y el real. Toda civilización, de forma “natural” implica una jerarquía, una disciplina y un “orden moral”, esto es, un sistema de costumbres, tradiciones y privilegios. Toda la historia del Derecho hasta 1789 es la historia de los sistemas prescriptivos de privilegios. Ahora hemos olvidado que hablar de Derechos es hablar de Privilegios, y el Igualitarismo oficial imperante ha inducido en las masas la reivindicación de privilegios (señoriales, elevados) que, precisamente en su reparto masivo se anulan.
Las grandes creaciones culturales en la Historia suponen ese mismo orden moral —esa jerarquía, disciplina, costumbre y tradición— sin desligar de la Naturaleza. Antes del Cristianismo los hombres vivían de forma natural en este sentido. Lo que es no requiere de un deber ser: esto es lo que Nietzsche denomina Naturaleza y no otra cosa. Pero los inventores de la moral crearon ese trasmundo del deber ser, ese fantasma ontológico con el que comenzaron a negar la realidad en que vivían. La realidad, la Naturaleza, quedó negada, calumniada, vilipendiada. Fue así como empezó a entenderse la moral como negación de la realidad. Se trataba de una realidad que desagradaba a la chusma, a los esclavos, vencidos, impotentes y chandalas. El procedimiento psicológico de esta hez consistió en negar lo desagradable y regocijarse en un mundo ficticio de deber ser que sería la inversión de los valores naturales. Se reclamó libertad allí donde solo había esclavitud y opresión. Se vindicó abundancia y saciedad allí donde se arrastraba la vil necesidad, el hambre y la escasez. Y en la fantasía de aquellos míseros se alzó el cielo. Pero no era un cielo al que escapar, una Tierra de Promisión a la que finalmente se arribaba tras la huida. Si el cristianismo hubiera significado tan solo un movimiento de huida, un escapismo como el que proporcionan las drogas, la bebida y el sexo promiscuo, no hubiera representado peligro alguno en la civilización a la que, desde el Levante semítico, llegó: a Roma y a la romanizada Europa celtogermánica. El cielo y el Dios que se inventaron y que se propagaron desde púlpitos fanáticos, con violencia paulina, fueron trasmundos que activamente negaron este mundo: “Mi Reino no es de este Mundo”. Por ello, porque todavía no había llegado el momento de un Poder omnímodo de la Iglesia sobre la generalidad de la vida, sobre la totalidad de las masas, es por lo que aquellos fanáticos se entregaron al histrionismo y a los excesos más patéticos. Se difundió el excesivo celo en el régimen corporal: “Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo”. La emasculación, la castración, la muerte en vida fueron la tónica de aquellos ascetas, anacoretas, santurrones que vindicando el espíritu no hacían otra cosa que manifestar su obsesión por el cuerpo. El deseo de mortificar y negar el cuerpo no deja de ser un deseo carnal. Hay que ser lascivo en grado sumo para iniciar tamaña cruzada contra la lascivia. Aquellos cuerpos famélicos, flagelados y envueltos en andrajos, aquellos enemigos del músculo y de la luz del sol en realidad envidiaban la belleza, el vigor y la salud de que otros disfrutaban. Y tal envidia engendró odio, el odio al que es mejor y que surge de un egoísmo en grado sumo: “lo que yo no poseo, que nadie ose poseerlo”, así reza el santurrón ascético.
Es evidente que esta envidia resentida hacia quien posee mejores dones del cuerpo se aplicó, con el surgimiento del capitalismo, a los bienes económicos. El capitalismo industrial suscitó la cuestión obrera y la sociedad de masas. El cristianismo elevó a una elevada potencia su poder destructor, su capacidad de envenenamiento. Los ilustrados y demás predicadores del Dios Progreso hicieron creer que ya no era necesario postular un Ser Supremo de carácter personal y trascendente, y que la Providencia consistía en una marcha inmanente de la Humanidad hacia “el mayor bienestar para el mayor número de personas”. Pero la religión del Progreso, el culto a la Técnica y a la sagrada Utilidad no dejó de ser un cristianismo potenciado. Hay un camino de salvación, el deber ser o el Imperativo Categórico, tanto da. Hay un sustituto de Dios y de la Iglesia, el Estado, que aglutina a las clases sociales y bajo su obediencia asegurada, distribuye ideales de fraternidad. El Estado postrevolucionario, el Estado burgués, pasó a ser la organización eclesial que exigía obediencia a la par que distribuía fraternidad. La sociedad de masas requiere de esa abstrusa “Humanidad”. Todos somos hermanos, y la muerte de Abel a manos de Caín fue un asunto entre hermanos. El Estado burgués se erige bajo las falsas premisas de un igualitarismo que es imposible: las clases sociales que lo componen son iguales formalmente (un obrero es tratado como “ciudadano”) pero no materialmente (la clase obrera es explotada por la clase burguesa). De la misma manera, los pueblos y regiones que integran un Estado, rebautizado ahora como Estado-nación, son formalmente integradas en una hermandad, pero siempre hay centros y periferias, colonialismos internos y externos, norte y sur, dialéctica entre ciudad y campo. La falsa idea de que todos somos Hermanos —hijos de un mismo Padre— se transpuso desde la Religión (la cultura “mágica” de Spengler) al ámbito de la política y la economía, con lo que ya no hay esfera profana. El cristianismo, lejos de retirarse de escena, de ceder el paso al ateísmo o a un nuevo paganismo realizó su más astuta maniobra para sobrevivir y colonizar a las masas: se transformó en ideología política: liberalismo, socialismo, anarquismo. Todas esas convicciones han servido para que el hombre masa realimente el viejo odio basado en la envidia, la envidia al que es fuerte, rico, poderoso.
Se comete el crimen contra la realidad: la mentira consiste en sostener que es posible un mundo en el que todos sean señores. Pero no hay amos sin esclavos, y las ideologías modernas infectaron a todos los resentidos. Que todos tengan libertad ¿para qué? Frente a qué, en qué ámbito de la vida se ejerce la Libertad. El ciudadano de Atenas o de Roma se veía sometido a muy estrictas obligaciones consuetudinarias, tradicionales y legales. Que fuera tenido en cuenta por la Ley, escrita o no, ya era tenerle en consideración. Ser libre era gozar de ciertos privilegios, era asunto completamente relativo. Solamente a los padres de la Iglesia, solamente a embaucadores de la talla de San Agustín, se les pudo pasar por la cabeza la idea de un libre albedrío, de una voluntad ajena a la naturaleza e instauradora de una causalidad que no se sujeta a ninguna ley, una causalidad incausada. Todo el trayecto que va de los padres de la Iglesia a la voluntad como causa nouménica, libre, de Kant es la historia de ese engaño. No se conformaron con inventarse un mundo del deber ser, un cielo que denigra la tierra, un dios que juzga cada minucia y se obsesiona con nuestra gestión de órganos y vísceras. No: hubieron de sembrar el rencor y la inconformidad en los humildes, en los obreros.
Nietzsche no analiza las ideologías modernas como sistemas emanados de las condiciones de existencia, de las relaciones de producción. Su análisis es psicobiológico. Para él la explotación no es una objetividad, una relación social que se impone entre las clases incluso por encima de la voluntad de los individuos enclasados (como en Marx). El concepto capital ahora, en Nietzsche, es otro: es el concepto de Poder. El Poder es consustancial al ser humano y se basa en la desigual fuerza de cada individuo, de cada pueblo o raza. El hecho de que la industrialización nos haya traído una sociedad de masas en las que la mayor parte de las mismas lleven a cabo una vida brutal, oprimida, explotada es consecuencia natural de la nueva jerarquía impuesta por este orden socioeconómico vigente. Un orden en el que los burgueses también han devenido masa, una vez que han arrinconado a las viejas aristocracias de Europa. Un orden de acumuladores de capital y de lectores de periódicos. Que haya jerarquía, que un orden nuevo haya sustituido al orden viejo, nada tiene de particular: va con la propia naturaleza humana. Ahora bien, la denuncia nietzscheana se dirige hacia la calidad de los que integran esa jerarquía: unos y otros, burgueses y proletarios, se distinguen solamente por los aspectos económicos, la posesión de bienes y la capacidad de controlar la producción. En espíritu todos ellos son ya rebaño. Falta aristocracia en el Occidente moderno, ya no existe. Faltan élites, como diría Ortega. Plebe arriba y plebe abajo, se lee en el Zaratustra.
El liberalismo, el anarquismo y el socialismo han partido del supuesto cristiano de una Fraternidad e Igualdad universal. Las divergencias aparecieron con las diversas acepciones del tercer término de la triada moderna: la Libertad. El otro invento cristiano, la voluntad libre, al principio exclusivo de Dios y enseguida distribuido en cada espíritu humano como fuente metafísica de sus acciones, ese principio —para Nietzsche, una superstición— fue muy diferentemente interpretado. El burgués liberal entendió la libertad como libertad de iniciativa comercial y de voto. El anarquista como libertad del individuo ante el Estado: en el fondo, un comunismo de bienes y de mujeres y la utopía de un mundo sin jerarquías. El socialismo, en cambio, preserva la jerarquía de quienes detentan la autoridad del Estado sobre los que trabajan y obedecen: todos los camaradas viven en comunión, y el Estado hace las veces de Padre, de Dios. La comunión es económica: comen el cuerpo y la sangre de lo que ellos mismos han producido. Se denigra la propiedad pero se refuerza el Estado. Todas estas utopías modernas son ya burguesas en su raíz: parten de la idea de un Contrato. El Contrato social es solamente una superstición burguesa nacida de una superstición eclesiástica: la libertad de las partes contratantes. Sorprende comprobar cuánto es el crédito concedido a todos estos filósofos políticos del contrato (Hobbes, Locke, Spinoza, Rousseau). Han tratado —de grado, o sin pretenderlo— salvar lo substancial del cristianismo, esto es, aquello que tiene esta religión de veneno. Con sus diferentes interpretaciones de la superstición cristiana llamada “Libertad” no han hecho más que difundir el mito de una Humanidad, vale decir, una comunión fraterna e igualitaria
El desastre causado con ello en la civilización es muy difícil de aquilatar. Todo el mundo se cree con derecho a no ser más que nadie. Pero en esas masas educadas en no ser más que nadie se ha inyectado la frustración de la impotencia. Pues por encima de ellas existen poderes ingentes y sólidos, fuerzas que sobrepasan a toda una masa anónima y desorganizada, hilos de control, dominación y estructuras de sometimiento muy impersonales y opacas. Antaño era frágil el poder del más despótico soberano cuando un simple aldeano era capaz de burlarse de su persona: aunque ello le costara la muerte y el tormento, la persona regia quedaba con mácula y la veda para nuevas burlas siempre quedaría abierta. Pero en la actualidad, después del reflujo de los movimientos obreros y de las intentonas revolucionarias, bien se percibe que unas masas inofensivas y sin cúpula, melladas en su potencial destructivo, más inspiradas por Gandhi que por Lenin, no son capaces de lograr nada. Se hunden esas masas indignadas en el lodo moral e impotente de su pacifismo. La frustración que reza “no hay nada que hacer” llena las almas de esas masas que ni con activismo ni sin él son capaces de cambiar las cosas. A ellas se les dijo un día, en la niñez, en la mocedad, que podrían reivindicar todos los derechos que figuran en la Declaración Universal o en la Constitución. De los Derechos Humanos, igual que de los valores trinitarios de la Libertad, Igualdad y Fraternidad se ha hecho una verdadera religión. Una religión dogmática heredera en todo del cristianismo y caracterizada, como ésta, por todos los rasgos propios de una masturbación, como diría Nietzsche. Se trata de una masturbación de la moral: al crearse un mundo fabuloso de derechos “universales” toda violación palmaria, cotidiana y masiva de los mismos derechos fundamentales tiende a ser considerada como una excepción, un accidente, una anomalía a corregir dentro del Organismo Humanidad, en sí mismo saludable desde que un día le llegó la Luz de los Derechos Humanos. Es evidente que este mundo irenista solo ha existido en las mentes de los ideólogos, no de los pensadores que quieren ir a las cosas mismas, analizar la realidad y entender qué sucede de hecho. El gremio de los profesores de ética y de filosofía del derecho, que bajo el paraguas de la socialdemocracia y del liberalismo son legión, es muy amigo de este tipo de monsergas acerca de la Paz Perpetua, paz que sería tan deseable como la inmortalidad o la vida en el país de Jauja, pero que solamente existe en la fantasía neocristiana que se fue solidificando a partir del siglo XVIII.
Medir y juzgar este mundo en relación con el mundo fantástico de los moralistas es el gran error que Nietzsche denuncia tanto en los cristianos como en los nuevos moralistas de la Religión de los Derechos Humanos. Cristianos y “progresistas” llevan a cabo una comparativa constante en la que sale perdiendo el mundo real, cruel y bello, feo y digno, pues en él todo existe de todas las maneras, con su infinita diversidad de cualidades: tantas cualidades como actos de juicio formemos. Pues la realidad es invención, según la tesis nietzscheana. Cuando acontece algo en nuestra presencia nosotros los humanos adornamos o afeamos ese hecho con nuestros juicios de valor. Pero esos juicios no existen ni significan nada fuera de nuestro psiquismo y fuera de la sociedad, a su vez un sistema de psiques interconectadas por medio del adiestramiento, la crianza y la selección. La mayor parte de esos juicios de valor, ya sean de índole estética, ya de índole moral, son en realidad venganzas y violencias que descargamos mentalmente —por lo general— ante un hecho crudo como es la impotencia para llevar a efecto la descarga efectiva, corporal. Así, por ejemplo, el sentimiento de condena que suscita en nosotros un acto, por ejemplo una ofensa (física o verbal), supone una contención y un aplazamiento de la venganza que ese sujeto debe recibir por nuestra parte. Desearíamos descargar en él nuestros golpes equivalentes a los recibidos de nuestro lado, y si cabe multiplicados por algún factor. Incluso imaginamos oscuramente su muerte o alguna clase de venganza desproporcionada al daño sufrido en nuestra carne o en nuestra honra. Pero el sistema religioso del cristianismo y el Derecho en su totalidad establecen las normas, cantidades y modalidades de pena y resarcimiento, cauces y objetividades por medio de las cuales poder descargar nuestro golpe vengativo todo ello con un aire de pompa e impersonalidad. Todo nuestro sistema moral y penal nació de un concepto fantástico y terrible: la culpa.
La culpa es la consecuencia de la doctrina de la voluntad (libre) y de la imputación de responsabilidades. Con estas teorías, todos los humanos pudieron ser objeto de condenación. Cada acto que brota de nuestra existencia es escrutado por el Ojo que todo lo ve, un Dios exigente, celoso, vigilante, al que nada se le escapa (se peca, dice el catecismo, por “pensamiento, palabra, obra y omisión”). No hay resquicio, no hay cortina tras la que esconder las vergüenzas ni alfombra bajo la que amontonar el polvo. Ante Dios, todos los humanos estamos desnudos y somos transparentes. Por ello la moral judeocristiana, por si acaso, exige la autoinculpación hasta del más santo pues presentarse ante un Ser Omnipotente con credenciales de inocencia sería hacerse acreedor de las más terribles iras de éste. Una vez exigida la autoinculpación de todo hombre, ésta, que debería haberse convertido en la antítesis de la vanidad se transforma —dialécticamente— justamente en eso: en una sutil y retorcida forma de vanidad. La vanidad que se cultiva ahora se llama mortificación del santo.
Cuando un santo se mortifica o, con menos extremosidad pero idéntica lógica, un ciudadano “solidario” se entrega a los demás, podemos encontrar en los recovecos de su alma algo más importante que una necesidad de lavar la conciencia. Es una forma alambicada de cultivar la distinción. Quien no puede pasar por distinguido con ayuda de trajes elegantes, gusto exquisito, castillos suntuosos, buenas compañías y esmerada educación puede optar por una vía que, en principio, es la vía patológica del masoquismo. Nietzsche acertó a la hora de ver en las bases de nuestra civilización el más profundo masoquismo.
* Carlos Javier Blanco Martín es Doctor en Filosofía por la Universidad de Oviedo (España). Profesor de Filosofía en Ciudad Real (España) y autor de numerosos ensayos en diversas revistas.