Sandra Contamina
Profesora universitaria | Universidad de Angers | Francia
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Resumen
Este artículo tiene como objetivo, a base de una lectura en espejo, estudiar y analizar la intrincada relación entre Julia Kristeva y Teresa de Ávila tal como se expresa en el libro Teresa, mi amor. Mezclando textos teresianos, historia, psicoanálisis y fantasía, Kristeva escribió una narrativa heterogénea, declarando en ella la fascinación que experimenta por la santa. La propia Teresa es conocida por haber escrito una autobiografía en el contexto coercitivo de la Inquisición del siglo XVI; el Libro de la vida es una narración autobiográfica en la que va relatando las visiones místicas que alimentan su vida espiritual. Su libro fue escrito por mandato de sus confesores y, sobre todo, con la intención de enseñar a sus hermanas carmelitas los modos de la oración mental.
Para aproximarnos al juego reflexivo que caracteriza a estos dos textos, hace falta comprender qué los conecta a través del concepto de “relato de sí”. Para ello, es necesario en primer lugar contextualizar históricamente la escritura de Teresa para dar cuenta de todo lo que la apremia y explicar luego el significado de su autobiografía. En un segundo momento, nos proponemos comprender cómo las elecciones narrativas de Kristeva le deben mucho al psicoanálisis y a su propio sujeto; por lo tanto, la forma narrativa que inventa ella podría considerarse como un “relato de sí”.
Palabras clave: Kristeva ; relato de sí; Teresa de Ávila ; motivación narrativa; análisis reflexivo.
Introducción
Trataremos en este trabajo acerca de dos obras vinculadas a la persona de Teresa de Jesús: El Libro de la vida, de la propia Teresa de Ávila, y Teresa, amor mío, de Julia Kristeva. Ambas podrían ser definidas como “relatos de sí”; son a la vez relatos muy alejados el uno del otro por varios siglos en cuanto a su fecha de redacción, relatos escritos a través de perspectivas opuestas y diversas.
El primer relato, cronológicamente, es el de Teresa de Ávila, religiosa carmelita, mística; acaba ella de redactarlo en 1565 y se imprime en 1588 con el título siguiente: Libro de la vida. El otro es la obra de Julia Kristeva, fechada en 2008, titulada Teresa amor mío, en la que la autora, psicoanalista y semióloga de renombre, expresa la pasión que alimenta desde hace años con respecto a Teresa de Ávila. Para apreciar la práctica del relato de sí en una y otra, y aprehender la influencia de la primera en la segunda, es necesario ante todo presentar y contextualizar las condiciones de aparición de ambos relatos.
El Libro de la Vida
El Libro de la vida es una obra compuesta por cuarenta capítulos: Teresa narra en él el periodo de su infancia y su “conversión”, entre los capítulos 1 y 10; luego se inserta un tratado de oración entre los capítulos 11 y 22; por fin, entre los capítulos 23 y 31, Teresa reanuda con el relato de su vida y de sus experiencias extáticas, dedicando los últimos nueve capítulos a la fundación del monasterio de San José de Ávila, inaugurado en 1562. Allí pasó varios años redactando su obra. Así empieza el Libro de la vida: “Quisiera yo que, como me han mandado y dado larga licencia para que escriba el modo de oración y las mercedes que el Señor me ha hecho, me la dieran para que por muy menudo y con claridad dijera mis grandes pecados y ruin vida. Diérame gran consuelo, mas no han querido, antes atádome mucho en este caso.”
Se trata pues de un relato de índole autobiográfica, y el tratado de oración que se inserta en la mitad ha de ser considerado como el meollo y la fuente del texto en su totalidad, como el tema esencial y su justificación vital. El Libro de la vida se caracteriza también por ser una obra de encargo por parte de los confesores y guías espirituales sucesivos de Teresa: una primera versión, supervisada por el dominico Pedro Ibáñez, está terminada en 1562; a petición de otro dominico, llamado García de Toledo, dicha versión es revisada y completada entre 1563 y 1565. Teresa, en plena Contrarreforma, escribe bajo alta vigilancia y su discurso queda sujeto a ésta porque se inscribe en efecto en una época marcada en España por la sospecha respecto a los nuevos cristianos, sean de ascendencia judía o morisca.
Ahora bien, algo hoy conocido de sobra es la ascendencia judía de Teresa, y la influencia que tuvo el hecho en su producción literaria (Mujica, 2009: 13-43). Teresa es nieta de judío converso: su abuelo paterno, Juan Sánchez, que se había desposado con Inés de Cepeda, de familia cristiana vieja, fue condenado por el tribunal de la Inquisición en 1485, antes de ser reconciliado al cabo de una ceremonia de arrepentimiento público. Su padre y tío debieron luego conseguir patentes de nobleza. Aquella ascendencia manchada, la familia de Teresa se esforzó por ocultarla, negándose a usar el apellido Sánchez “lo que venía a constituir práctica habitual cuando el apellido llevaba consigo malos y peligrosos recuerdos” (Márquez Villanueva, 1968: 147).
Entre los inspiradores espirituales de Teresa, Francisco de Osuna ocupa un peculiar lugar fundador: en su tratado espiritual titulado Tercer abecedario, impreso en Toledo en 1527, el franciscano promueve el recogimiento, distinguiendo en la oración sucesivamente un momento de ascesis e interiorización, y un momento de meditación sobre la humanidad de Cristo. Fue quien originó en la primera mitad del siglo XVI la difusión de un tipo de espiritualidad interiorizada fundada en la oración de sencillez: hasta el año 1559, cuando se publicó el índice del Gran Inquisidor Fernando de Valdés, aparecieron en la estela del de Osuna una multitud de tratados espirituales escritos en romance. Aquel tipo de oración, silenciosa e interiorizada, va a favorecer la aparición de los movimientos iluministas, ya desde los años 1520-1530 (lo que llamamos, en un primer tiempo, el “primer iluminismo”). Ahora bien, el estudio de los focos de iluminismo de Burgos y de Valladolid revela que este movimiento atrajo particularmente a los conversos y las mujeres que, en búsqueda de un “comercio directo con Dios”, habrían interpretado demasiado literalmente la interiorización divina (Bataillon, 1991: 185-186).
A partir de estos acontecimientos, todos los movimientos de piedad van a ser vigilados. Y cuando emerge el “segundo iluminismo” durante los años 1550-1560, éste converge claramente hacia el protestantismo. Sigue una dura represión inquisitorial entre 1558 y 1560. En aquel momento es cuando Teresa empieza la redacción del Libro de la vida. En aquel momento también inicia la reforma del Carmelo y la fundación de varios monasterios, verdadera empresa política y económica que complementa la escritura. A principios de la segunda mitad del siglo XVI, cuando Teresa de Ávila comienza la redacción de su autobiografía, el poder se endurece y se vuelve coercitivo. El Concilio de Trento, que vuelve a afirmar la intangibilidad del dogma y de los sacramentos de la Iglesia Romana, concluye sus sesiones en 1563. En aquel contexto, Teresa pone su obra al servicio de la Contrarreforma: “Bien que l’expérience mystique singulière en soit le fil directeur et la référence constante, les textes ne procèdent pas du journal intime. Le récit de soi est porté par le projet de consécration à Dieu et mis au service d’une cause : celle de la Contre-Réforme. […] L’œuvre d’écriture comme union du don d’obéissance et du don de Dieu.” (Huguet, 2002: 51)
En 1559 se publica el Índice del Inquisidor General Fernando de Valdés; en él encontramos condenados a los iluminados, a muchos místicos, y también a autores que conocía Teresa de Ávila, autores que había leído y apreciado, entre los cuales está Francisco de Osuna. No es anodino pues que sea ella prudente en extremo, intentando relativizar la influencia del franciscano en su formación; había sido una lectora atenta del Tercer abecedario, y bien demuestra Bárbara Mujica cómo la escritura teresiana concilia cierto apofatismo heredado de Osuna e imaginación exuberante (Mujica, 2001). Pero en los primeros capítulos del Libro de la vida, Teresa condena sin rodeos al franciscano. De hecho, la cuestión de la oración mental fue sin duda determinante en la denuncia de que es víctima en 1575. Y sólo escapó al encarcelamiento gracias al apoyo inquebrantable de su confesor Domingo Báñez, así como de Gaspar de Quiroga, eclesiástico respetado, próximo a Felipe II, y que fue elegido Inquisidor general de 1573 a 1594.
Hace falta añadir otro aspecto para entender hasta qué punto opera el principio de autocensura en la escritura de Teresa de Ávila. Entre los alumbrados, lo dijimos, varios eran conversos; además de ello, numerosas mujeres, en esos círculos, desempeñaban papeles de poder (Weber, 1990: 23). En el siglo XVI prevalecen todavía las ideas de Hipócrates y Galeno sobre la naturaleza fría y húmeda de la mujer y su imperfección intrínseca que justifican a la vez su debilidad física y su deficiencia moral. Dicha deficiencia legitimó la total desconfianza que se generó en el periodo de la Contrarreforma en torno a las prácticas de la devoción femenina (Weber, 1990: 17-4; Trépanier, 1994: 55).
Así silenciadas, las mujeres no pueden pretender usar la razón ni tener derecho a la palabra pública. Sin embargo, el discurso místico parece ser “el único género donde la mujer actúa y habla de manera pública”, aun cuando lo hace “desde una posición de exclusión cultural” (Cammarata, 1992: 58) sin pasar de los límites del orden patriarcal. Es así como desde su posición marginada Teresa de Ávila se libra del silencio que se le trata de imponer: recurriendo a los topoi y estereotipos de la tradición clásica hasta invertir su valor, así es como inventa su propia “retórica de la humildad” (Weber, 1990: 42-76) y consigue ella imponer su voz (Trépanier, 1994: 58-60). Entre los favores que le hace Dios, destacan la capacidad de experimentar emociones, la capacidad de analizarlas, y la de expresarlas, o sea el don de la expresión (Pérez, 2017: 117-118).
Declarando Teresa su modo de oración y haciendo la relación de sus experiencias unitivas, no desea sin embargo escribir una obra de índole teológica que explore el mundo del logos y de los conceptos: permanece ella en el ámbito de la palabra, una palabra en cierta medida pública pero circunscrita por otro lado a lo íntimo. La modalidad del relato autobiográfico dentro del cual inserta su tratado de oración, resultado y fuente de su experiencia vital, es idóneo para ello.
Thérèse mon amour
Cuando Julia Kristeva publica en 2008 una obra de ficción de 750 páginas titulada Thérèse mon amour, obra dedicada en su totalidad a Teresa de Ávila, suscita entre el lectorado francés un inmenso efecto de sorpresa, tanto por la elección del tema como por la forma del objeto literario. Al publicarse el libro, aprovecha la autora una entrevista con un periodista de la revista Le nouvel observateur, Jacques Nerson, para barajar algunas explicaciones: dicho artículo, que se titula Thérèse sur le divan, empieza por presentar a la monja como una “carmelita española epiléptica del siglo XVI”, lo que procede de una visión bastante simplificadora (Nerson, 2008, s/p; la traducción es nuestra). De hecho, los psicoanalistas se interesaron muy temprano por los místicos y las manifestaciones extáticas, que interpretaron según sus propios códigos; así, el psicoanálisis las interpretó como manifestaciones patológicas, diagnosticando en particular la persona de Teresa, destacando síntomas de epilepsia e histeria, como lo hicieron los doctores José Eugenio García-Albea, y más tarde el francés Pierre Vercelletto (Kristeva, 2010, s/p). Haciendo un paralelo entre mística y psicoanálisis, Michèle Huguet hasta afirma que la obra de Teresa de Ávila constituye un tratado psicopatológico antes de tiempo:
“Comment, au terme de cette analyse, qualifier la mise en écho relevée entre expérience mystique et psychanalyse ? Quelle en est la nature ? À quels enseignements conduit-elle ?
Tels un Janus bifrons, les dispositifs qui définissent le cadre des deux expériences semblent se répondre terme à terme. À la prescription de l’obéissance, la recherche imposée et codifiée de l’objet d’amour dans la fixation et la frustration, propres à l’expérience mystiques, répondent dans l’expérience analytique la centration sur la seule réalité psychique dans le silence et l’incitation à l’association libre.” (Huguet, 2002: 56)
Esta perspectiva acaso permita entender algo de las resonancias textuales y personales entre Teresa y Kristeva. En cuanto a la cuestión de la creencia religiosa, ser o no atea no tiene nada que ver, y desde ese punto de vista, el interés de Julia Kristeva por Teresa no debiera haber sorprendido. Lo realmente extraño es la fuerza de la fascinación de Julia Kristeva y la misma forma que da a su relato. Explica que la redacción le tomó seis años, tiempo durante el cual devoró la imprescindible bibliografía de la literatura crítica y teórica, analizó el texto teresiano, transformándose en investigadora. Y sin embargo, eligió la ficción como forma genérica. Para ello, se inventó un personaje que es un doble suyo: una psicoanalista que trabaja en un centro médico-psicológico, apasionada por el caso “Teresa”. El relato, extremadamente heteróclito, alterna la narración de Sylvia Leclercq (ese personaje-narrador que se hace cargo de todo el relato) con el texto de la misma Teresa a través de la inserción de extensas citas. Entre ambas modalidades (ficción y literalidad), se dibuja una escritura experimental, una búsqueda creativa que camina entre novela histórica, ensayo psicoanalítico, ficción dialogada (la última parte, titulada Diálogos de ultratumba, pone en escena a la Madre, en sus horas de agonía, conversando con sus contemporáneos), carta-confesión (dirigida al filósofo Denis Diderot a modo de epílogo), de tal forma que el libro se convierte en un objeto literario no identificado, una rareza proteiforme y repleta de referencias eruditas. A ese propósito Julia Kristeva explica en la entrevista con Nerson que « la carmelita […] la llevó […] a un género novelesco polifónico: un torbellino / un huracán » (Nerson, 2008; la traducción es nuestra).
El subtítulo colocado en la portada de la edición francesa anuncia Récit, o sea un “relato”, voz que resulta sin duda la más acertada para referirse al texto. No por ello se debe olvidar la dimensión autobiográfica que aparece allí, tan evidente que a nadie se le ocurrió cuestionarla. El juego de fascinación vincula siempre a Julia Kristeva con Teresa de Ávila, jamás se trata de Sylvia Leclercq, y el personaje-narrador tiende a desaparecer tras la conocidísima fascinación de la autora. Cabe preguntarse por qué Julia Kristeva inventó a Sylvia Leclercq, determinándola como soltera, sin hijos, procedente de “una familia laica clásica como existen muchas en Francia”, trabajando como psicóloga en un centro médico psicológico. Todos estos elementos biográficos contribuyen a elaborar a una Sylvia Leclercq claramente ficticia mientras otros remiten muy claramente a experiencias y acontecimientos vividos por Julia Kristeva, experiencias y acontecimientos que tuvo ella la oportunidad de evocar repetidas veces en revistas y periódicos. Entre ellos resalta, por ejemplo, el « encuentro » con Teresa: Sylvia Leclercq alude en las páginas liminares del relato a la escultura de Bernini que se encuentra en la cubierta de una edición del seminario de Lacan, cuando cursaba una maestría de psicología; Julia Kristeva explica, también en la entrevista de Le Nouvel Observateur, que sus conocimientos sobre Teresa se limitaban al seminario XX de Lacan, titulado Aún (1972-73) y dedicado al goce femenino, hasta que ella misma trabajara en profundidad el tema. He aquí otro tipo de arreglo novelesco con respecto a la realidad referencial: Sylvia Leclercq comenzó una tesis sobre Marguerite Duras, que quedó sin terminar, transformándose en un ensayo titulado Duras o el Apocalipsis blanco (Kristeva, 2015: p. 25). Kristeva nunca publicó tal ensayo; en cambio, en Soleil noir. Dépression et mélancolie (traducido al castellano como Sol negro: depresión y melancolía) la autora sitúa la escritura de Marguerite Duras en la “retórica blanca del Apocalipsis” que designa según ella la incapacidad femenina para ir más allá de la melancolía (Kristeva, 2017: p. 239-243). Bien se nota gracias a estos dos detalles significativos cuán inmenso y transparente es el espacio autobiográfico que ofrece el relato de Teresa amor mío.
En este contexto, ¿qué función podría tomar la ficción? Julia Kristeva contesta así a una pregunta del periodista Jacques Nerson sobre escritura y goce en Teresa de Ávila:
“Primero, se entrega a Cristo de la manera más paroxística. La estatua de Bernini muestra bien aquel estado de gozo. Su sensualidad es además a la vez desbordante y meditada. Y sólo conocemos su éxtasis a través de sus palabras, a través de una escritura que no es autoficción sino construcción de sí. Teresa refina las palabras, las metáforas, las narraciones. Mientras un místico como Maestro Eckhart es teólogo, ella en cambio es ya novelista.” (Nerson, 2008: s/p; la traducción es nuestra)
Novelista, en el sentido de autora de relato, no exactamente de novela: Teresa nunca hace obra de ficción ya que en absoluto le es permitido hacerlo. Si Teresa hace obra de novelista, lo hace a través de la misma escritura, que la obliga a deshacerse de sus experiencias extáticas (teniendo en cuenta que ella transforma sus éxtasis en objeto de escritura), y por el filtro metafórico mediante el cual traduce sus imágenes psíquicas. Michel de Certeau usa la voz ficción con un peculiar significado a propósito de Teresa de Ávila, arguyendo que el yo que habla en nombre de Dios en el discurso místico necesita un espacio de expresión adecuado:
“A ce je qui parle dans la place (et à la place) de l’Autre, il faut aussi un espace d’expression qui correspondra à ce que le monde était pour le dire de Dieu. Une fiction de monde sera le lieu où se produira une fiction de sujet parlant […]. Cette figuration d’espace est donc posée, elle aussi, au seuil du discours mystique. Sur un mode imaginaire, elle ouvre un champ au développement de ce discours.” (Certeau, 1982: 257)
Resulta llamativo que Kristeva edifique una ficción parecida según la misma lógica; como si ella también necesitara un espacio narrativo propio para una ficción de mundo habitada por su sujeto. Volviendo a Teresa, cabe subrayar que la noción de ficción puede ser aprehendida de manera muy distinta. Fue obligada a contar sus experiencias, bajo alta vigilancia inquisitorial, para valorarlas a la luz de la ortodoxia católica; y para ello, escribe dando cuerpo, en sentido literal como en sentido figurado. La ficción que crea, que es una traducción de la imaginería que la habita, cuando cae en las redes del discurso coercitivo, pierde su parte “divertida”, esta parte capaz etimológicamente de apartarse para llevar a otros caminos. La ficción según Kristeva es aptitud imaginaria, y por consiguiente “representación narrativa sensible” (Kristeva, 2015: 97).
En otra entrevista que concedió en marzo de 2015 a Cristiana Dobner para L’Osservatore Romano, el periódico noticiero oficial del Vaticano, Julia Kristeva justificaba la composición de su relato:
“Pregunta: Julia y Sylvia en su novela dedicada a Teresa se entrelazan y los planos se transponen. ¿Por qué eligió usted esa forma narrativa?
Respuesta: Por los mismos motivos que Teresa hace ficción: para dar a entender su experiencia a partir de otra, la mía, en el flujo infinito de la historia de los hombres y de las mujeres. Aquel tiempo infinito -¿sería mi versión de su “eternidad”? – es el tema de mi nueva novela (L’Horloge enchantée): sólo se puede decir mediante ficción, no con conceptos, creo…” (Dobner, 2015: s/p; la traducción es nuestra)
Comprobamos ese dar a entender la experiencia de Teresa a partir de la suya. En ese juego de modelo, de espejo, de transferencia, es precisamente como se justifica la forma literaria de Teresa amor mío. Y ese diálogo entre dos escrituras de sí cobra dimensiones vertiginosas, como lo revela la exploración tan sólo de los títulos y de los apellidos.
El Libro de la vida obedece al mayor requisito del género autobiográfico determinado por Philippe Lejeune en El pacto autobiográfico, que exige una “identidad de nombre entre el autor […], el narrador […] y el personaje de quien se habla” (Lejeune, 1994: 61). Con una particularidad: mientras afirma la fuerza de su palabra, la autora intenta alejarse de su impulso creativo, minimizar la parte de voluntad individual, atribuyendo a Dios la función de promotor de su discurso.
Los títulos
Parece que Teresa no había dado ningún título a su manuscrito. Era en cambio primordial que lo firmara ya que su testimonio (en realidad su confesión) estaba expresamente encargado. En una carta de 1581, menciona ella El Libro de las misericordias de Dios para evocar su relato autobiográfico. Es notable que nunca busque protagonismo; el protagonista principal de su relato no es ella sino Aquél que conduce su alma. La autora firma su manuscrito; la narradora lleva con destreza su discurso, centrándose en el « yo » para elaborarlo de manera compleja; en cuanto al personaje – o sea, la Teresa que actúa – sólo desea permanecer en un segundo plano. El título actual, Libro de la vida, que relaciona discretamente el texto con la autobiografía, no es de Teresa: fue elegido por Luis de León en el momento de publicar las obras de la monja en Salamanca en 1588, seis años después de muerta. Durante veinte años, el manuscrito fue sometido a la apreciación y comprobación de las autoridades eclesiásticas, ganándose el beneplácito de varios teólogos ilustres como Juan de Ávila; al morir Teresa, circularon copias, después que Ana de Jesús, fundadora y priora del Carmelo de Granada en aquel entonces, recuperara el manuscrito para conservarlo a salvo. Fue necesaria toda la tenacidad de Luis de León parar acabar con la duda persistente de heterodoxia. El título que escogió éste es ambivalente ya que toma prestada una expresión del Nuevo Testamento que aparece en la “Epístola a los Filipenses” (4: 3) y repetidas veces en el “Apocalipsis” (13:8; 20:12 ; 21:27) : el “libro de la vida” es espiritual, allí están registrados los nombres de los fieles que pueden aspirar a la vida eterna. De hecho, el Libro de la vida teresiano es tangencialmente autobiográfico: ni ella, ni sus confesores, ni todos cuantos le prestaron apoyo, ni tampoco sus detractores, ven en ese texto el relato de su vida, sino un relato de vida que debe ser ejemplar y aleccionador, siendo el meollo aquel tratado de oración que ha de servir de guía espiritual para las carmelitas. Varios biógrafos, especialistas teresianos, subrayaron a este respecto cuan deficiente parecía ser su memoria cuando escribía; en efecto hay muchas inexactitudes e imprecisiones en el texto. Pero se intuye que para Teresa de Ávila, lo que está en juego es otro tipo de verdad, una verdad dogmática.
El titulo que escogió Julia Kristeva es por lo menos límpido: expone conjuntamente el tema y la fascinación. También es transparente en la misma formulación la alusión a la película de Alain Resnais, Hiroshima mon amour, cuyos guión y diálogos son de Marguerite Duras. Así se alude de entrada a aquella “ausente” cuyo nombre aparece en otra parte, en el texto, aquí y allá, de manera anecdótica: Hiroshima mon amour denotaba una fascinación morbosa; Thérèse mon amour declara una pasión luminosa.
Cabe decir que la figura de Marguerite Duras está en el extremo opuesto y exacto de Teresa de Ávila, situándose aquella autora en el pensamiento de Julia Kristeva como un contrapunto necesario. Lo más sorprendente es que Marguerite Duras, además de los detalles anecdóticos ya mencionados, se insinúa en la escritura a la vuelta de una sintáxis durasiana muy reconocible. Basta con leer esta pregunta que se hace en Teresa, amor mío: “¿O acaso es [Teresa] una novelista que teje las intrigas amorosas, forzosamente amorosas, del sujeto místico?” (Kristeva, 2015: 30). La frase se construye a base de la misma ambivalencia formal que el título, en el momento de interrogar el texto. En Sol negro, donde estudia Kristeva la enfermedad del dolor en los textos de Duras, habla, a propósito de su estilo apocalíptico, de “goce del dolor” (Kristeva, 2017: 265), de “contemplación cómplice, voluptuosa, hechizada, de la muerte” (Kristeva, 2017: 255-256), de “rapto sin placer” (Kristeva, 2017: 263). Hasta en el vocabulario usado se observa de qué modo ambas figuras femeninas se construyen para Kristeva como el revés la una de la otra.
Acerca de Teresa, respecto a quien Duras es como un nadir, Julia Kristeva afirma así que “el tormento es una beatitud, y aquella amalgama de placer y de dolor autoerótico es un goce espiritual” (Kristeva, 2009: s/p, la traducción es nuestra).
Los nombres
Para concluir este juego de espejos, hace falta evocar la cuestión de los nombres. Se puede pensar que Sylvia Leclercq, el doble de Julia Kristeva, le da la oportunidad de usar un nombre ficticio que funcionaría como un seudónimo que la protegiese de posibles críticas de gente que se reconociera en su relato. Pero, ¿para qué, cuando se trata de una Julia Kristeva que escribe un relato de carácter autobiográfico, además tan evidente? Prefiero pensar que sus creaciones y cambios onomásticos tienen que ver más bien con la significación del relato.
Si, como nos invita a hacerlo Philippe Lejeune, colocamos el nombre en el centro del relato autobiográfico, debemos considerar los juegos analógicos que lo motivan como elementos particularmente significantes del mismo relato. Veamos primero cómo Philippe Lejeune define lo que es un seudónimo:
“Un seudónimo es un nombre, diferente al del estado civil, del que se sirve una persona real para publicar todos o parte de sus escritos. El seudónimo es un nombre de autor. No es exactamente un nombre falso, sino un nombre de pluma. Un segundo nombre, de la misma manera que una religiosa toma otro nombre cuando se ordena.” (Lejeune, 1994: 62).
Teresa de Jesús, o de Ávila, son como seudónimos de Teresa de Cepeda y Ahumada, que ingresa en el Carmelo y en la escritura. Cuando Julia Kristeva ingresa en la literatura para “tratar de domar la fe amorosa de Teresa” (Nerson, 2008: s/p) inventa una narradora-doble con un nombre ficticio, un seudónimo al revés o falso seudónimo, que encubre apenas cuanto remite en su narración a la pura invención. Lo que sí revelan en cambio el nombre ficticio y el juego especular en Teresa amor mío, es que la experiencia mística de Teresa está contada a través del prisma de su experiencia analítica.
En virtud de la capacidad de las palabras para crear sentido por su significante, hace falta escuchar cómo suenan los nombres. No sólo habla el autor en su nombre, sino que habla por dentro de su nombre. Cuando comenta Julia Kristeva (quien lo hace en realidad es Sylvia Leclercq) que los apellidos Cepeda de Ahumada son los de antepasados cristianos viejos de Teresa, y cómo se rechazó el patronímico Sánchez, ve en ellos “una construcción onomástica [que] marca con su impronta al sujeto que la arrostra” (Kristeva, 2015: 25). En cuanto a la elección del nombre Teresa, así la relata Marcelle Auclair al iniciar su biografía de Teresa de Ávila:
“La niña recibió el nombre de Teresa, seguramente en recuerdo de dos de sus abuelas: su bisabuela paterna, Teresa Sánchez, y su abuela paterna, Doña Teresa de las Cuevas.” (Auclair, 1981: 5)
Recurrir a nombres de los antepasados es muy común, una manera de instalar al recién nacido en una historia familiar y una continuidad afectiva. Lo que ve Kristeva es distinto, y se vale de otro tipo de motivación lingüística, cuando comenta más abajo la estructura del imaginario teresiano, que se edifica según ella alrededor del motivo acuático. Vuelve entonces a comentar el nombre Teresa:
“El agua es, para la monja, el vínculo del alma con lo divino: el vínculo amoroso que los pone en contacto. Brotando del exterior o del interior, activa o pasiva, o ni una ni otra, y sin confundirse con la labor del hortelano, el agua trasciende la tierra de la que procede y en la que cae. Yo, tierra, dice Teresa (tierra-terra-Teresa), solo llego a ser huerto por el contacto de un medio vivificante, el agua, que brota de mis entrañas para llegar a la superficie …” (Kristeva, 2015: 97)
Y ésa es la clave: en esta parte titulada “Comprender por la ficción” Julia Kristeva implementa un pensamiento analógico (muy lacaniano) para legitimar su relato mediante parecidos lingüísticos formales: Tierra-Teresa. El relato es, como lo dijimos, un espejo analítico. Julia Kristeva es atea, y el nombre mismo de Cristo que salta a la vista en su propio nombre no puede, por eso, ser programático, o por lo menos no puede serlo burdamente en una mera relación de adhesión. ¿Quién sabe? Acaso por deshacerse de aquella relación motivante del nombre propio inventó ella a Sylvia Leclercq; para dedicarse plenamente a su pasión amorosa por una Teresa plenamente dedicada a Cristo. Cuando ve en el proceso de escritura de Teresa una “elucidación de la experiencia” Julia Kristeva no hace otra cosa: en el proceso de elucidación analítica que emprende, Sylvia Leclercq, objetivando su pasión en el discurso, se vuelve la que literalmente (según deja adivinar la pronunciación del nombre) la aclara.
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