Teoría materialista-dialéctica del sujeto consciente

Carlos Javier Blanco Martín
Doctor en filosofía
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Resumen

Ofrecemos una definición de consciencia en los términos del materialismo dialéctico. Exponemos aquí una teoría filosófica y materialista del sujeto. El estudio de la consciencia no puede hacerse únicamente por medios naturalistas. Se trata de una explicación evolucionista e histórica que implica operaciones culturales: el trabajo y la praxis.

Palabras clave: sujeto, materialismo dialéctico, consciencia, evolucionismo, trabajo, praxis.

Abstract

We offer a definition of consciousness in terms of dialectical materialism. A philosophical and materialistic theory of subject is exposed here. The study of consciousness cannot be made up only by naturalistic means. It’s an evolutionist and historical account that involves cultural operations, labor and praxis.

Key words: subject, dialectical materialism, consciousness, evolutionism, labor, praxis.

Aportaciones gnoseológicas a la idea Sujeto en el sentido del materialismo constructivista

El sujeto debe ser incorporado en toda teoría del conocimiento. El conocimiento es la construcción de un agente. Si en una teoría del conocimiento hiciéramos abstracción absoluta del sujeto no podríamos dar un paso, dicha teoría no existiría. Solamente tendríamos ante las manos un listado de resultados, de conocimientos positivos y hechos. Las teorías del conocimiento de tipo descripcionista son de ese jaez. Todo el proceso encaminado a llegar a unos resultados o bien es obliterado, o bien es comprimido bajo un rótulo general, «descripción» bajo el cual las operaciones que llevan a cabo tal inventario de resultados quedan ocultas, como en una caja negra. Tan sólo el filósofo (o el psicólogo) se va a quedar con unos resultados. Algo concluido e inventariable, algo que «ya ha sido»: resultados, hechos, datos positivos.

Si ha de haber una teoría del conocimiento, esta consistirá en ser una teoría procesual, (Blanco, 1998) por fuerza, por necesidad. Los resultados —lo dado— sólo conforman un momento, por hablar en lenguaje hegeliano, del ciclo más amplio en que consiste conocer. De todos modos, la palabra proceso es en exceso ambigua y de vasta significación. En la naturaleza todo constituye un proceso. Las leyes de la naturaleza, más allá de cualquier consideración trascendente, son procesos que se dan con regularidad y espontaneidad. Toda entidad natural —un átomo, una célula— es, más allá de su encarnación como ejemplares de una especie natural, una suma sistemática de procesos, cuya resultante invariante temporal es precisamente tal entidad. Toda la ciencia natural contemporánea, en Física, Química, Biología y Psicología, nos ha conducido en los dos siglos recientes a la conclusión de que las entidades ontológicas que clasificamos bajo especies naturales en realidad son procesos. Todo es proceso, pero una tesis tan general, en la que daríamos más la razón a Heráclito (y Hegel) que a los Eleatas, debería ser profundizada para que se constituya en una tesis fértil al servicio de la gnoseología.

Un apunte hacia la idea de Proceso

En efecto, hay procesos y procesos. Deslindemos por de pronto los procesos que dependen, al menos en parte, de la actividad operatoria de sujetos. Y entendamos precisamente por sujeto todo tipo de agente operatorio capaz de iniciar ciclos procesuales que nunca se darían espontáneamente en la naturaleza al albur exclusivo de Leyes Naturales. Establecida esta delimitación, se pone de manifiesto que un tosco dualismo «Naturaleza» y «Espíritu» no se puede defender sin matizaciones de gran calado (Bueno, 1972). El sujeto que inicia esos ciclos operatorios no encarna la «Libertad» en ningún sentido absoluto o metafísico. El sujeto inicia tales ciclos de actividad sólo porque él, como entidad y (por ende), como proceso, forma parte de la naturaleza y obedece a unas mismas Leyes que toda otra entidad (y proceso). Entender al sujeto como iniciador de «Milagros», esto es, suspensiones de tales Leyes, o como una especie de Motor Inmóvil, que mueve sin ser movido, que causa unas secuencias de acción sin que dicha causa esté a su vez causada, no significa otra cosa que recaer en la Metafísica teológica. Toda la palabrería acerca de la Libertad es teología reintroducida de tapadillo en la cultura occidental.

Nuestra idea de Sujeto no tendrá que versar sobre una Metafísica de la Libertad. Nuestra idea de Sujeto deberá formar parte de un contexto naturalista en el cual los Sujetos —en general, humanos o no— son entidades que exhiben capacidad de iniciar cursos de acción en la naturaleza, cursos que no pueden ser explicados por una simple causa físico-química, sino más bien por un conjunto de causas y de condiciones que se condensan en un centro orgánico que las inicia. Este sistema de causas y condiciones que inician una secuencia operatoria —y no meramente mecánica o físico-química— no podría existir nunca de forma «dispersa» o «diluida» en el entorno extrasomático. El medio para que su origen pueda darse es un medio corpóreo, orgánico. La intimidad entre órganos y estructuras cognitivas, por un lado, y funciones operatorias que se pueden ejercer sobre el medio externo sólo es conocida por nosotros (aquí, en el Planeta Tierra, por nosotros, los Humanos) a esa escala individual y corpórea (Blanco, 2002).

Todo cuerpo biológico, todo organismo, es un sistema complejo que aglutina en su interior la totalidad de leyes físicas conocidas. Su acción —fisiológica, cognitiva— nunca representa una «violación» de esas mismas leyes. Al contrario, la existencia de un ser vivo es un desafío a la Sgunda ley de la termodinámica, lo cual supone a su vez un verdadero «despilfarro» en lo que respecta a la activación y realización de esas Leyes naturales. Al requerir un elevado grado de organización de la materia, condensándose en torno a un centro operatorio (centro psicofisiológico) el grado de desorganización material y consumo energético aumenta considerablemente en su entorno. De una manera laxa, podríamos decir que un organismo es un «acaparador» de organización, y por ende, al mismo tiempo, un «despilfarrador» de materia-energía. Con ello, en lugar de enfrentarse como ser «libre» a una naturaleza «necesaria» o determinista, cabría decir más bien que el organismo es un «acaparador» de secuencias deterministas, un condensador de Leyes físico-químicas.

Por esta misma razón, las secuencias operatorias que inicia el organismo, a un nivel genérico, en nada se distinguen de los demás procesos que acontecen en la naturaleza. Insultar a una persona, o cazar una gacela y comérsela son actos y procesos que forman parte de la naturaleza con la misma carta de derechos que la explosión de una supernova o la reflexión de un rayo de luz. Secuencias físicas y deterministas hay en los dos primeros ejemplos mencionados, y serán partes materiales de las mismas, pues esas dos acciones son naturales en todos los sentidos de la palabra. Con todo, el que un sujeto humano insulte a otro implica que ambos son centros orgánicos, dotados de sensibilidad y entendimiento, esto es, capacitados para recibir información (cuya base siempre es física), elaborarla, transmitírsela a otro sujeto con determinada intencionalidad, y determinado conocimiento de un contexto compartido, etc. Todos estos procesos cognitivos no dejan de ser físicos, pero son cognitivos en el sentido de que el sujeto-organismo es él mismo una entidad que lucha por no asimilarse al fondo general de procesos físico-químicos, que pugna por iniciar secuencias (procesos) que sobresalen o se construyen sobre y a partir de procesos físicos que, más tarde o más temprano, acabarán venciendo y difuminando al sujeto. Podríamos decir que las leyes cognitivas, las leyes psicobiológicas de construcción de los conocimientos son un «empeño» por aplazar el triunfo inexorable de la Segunda ley de la termodinámica. Muchos lo han dicho antes: el conocimiento comienza por la supervivencia, y forma parte del entramado que evolutivamente han ido creando los organismos para no desaparecer en un entorno cuya misma organización percibida y actuada, implica ya conocimiento.

Con las anteriores tesis no queremos ser reduccionistas en otro sentido. Ya llevamos ganada la idea de que un centro operatorio, esto es, un organismo, no puede ser reducido a las Leyes deterministas, y sin embargo no es un ser «Libre» en el sentido metafísico, esto es, que no se trata tampoco de un «violador» de las Leyes genéricas de la naturaleza, pues forma parte de esta naturaleza, y se inserta filogénicamente en ella, en concreto, en su lucha por sobrevivir y no disiparse en procesos genéricos, de bajo nivel organizativo, procesos donde el sujeto se esfumaría, al quedar reducido a meras cadenas físico-químicas. Lo que intentan los epistemólogos reduccionistas, analizar o «destruir» el sujeto reduciéndolo a disparos de neuronas o interacciones subatómicas, es algo que —dejando transcurrir el tiempo suficiente— ya practica la propia Madre Naturaleza, con su Segunda ley de la termodinámica.

El conocimiento es construcción

Digamos pues, que el Conocimiento es «construcción» dentro de un contexto en el que los agentes biológicos de la misma están inevitablemente sometidos justo a lo contrario, a una destrucción que, como individuos, les va a llegar en un plazo finito de tiempo. En el segundo ejemplo de secuencia operatoria, p. e., «un león caza a una gacela», no debemos subestimar las capacidades cognitivas del felino, en el fondo un ciclo percepción-acción semejante al del ejemplo de un humano que insulta a otro. La inexistencia del lenguaje verbal no es obstáculo para ver en el sistema león-gacela a dos sujetos operatorios cuyos jugos gástricos o neurotransmisores se atienen perfectamente a unas Leyes generales de tipo físico-químico. Sin embargo, siendo como son esos procesos naturales indispensables para la secuencia verdaderamente operatoria, es esta misma secuencia, en sus propios términos autónomos, la que realmente permite entender el conatus, el esfuerzo de los individuos y de las especies por sobrevivir, por seguir siendo, modificando estructuras —somáticas o cognitivas, ambas a corto o a largo plazo— sólo con el fin de que el viento de la termodinámica no se las lleve. Muerte o extinción, desorganización o degradación ontológica es lo que aguarda a todos los seres. El viejo Heráclito con su pensamiento medular, «nada permanece», debería ser el trasfondo para toda teoría materialista del conocimiento y de sus estructuras.

Las estructuras que produce el sujeto son esquemas temporales, hechos siempre con vocación de perdurabilidad. Los esquemas se detraen de un curso objetivo inexorable, el del tiempo termodinámico. Todos los seres vivos —v.gr. cognitivos— se parecen a esas barquitas que nada más probar la navegación acuática entran en un curso fluvial rápido, y de manera ineluctable se aproximan al gran salto que los precipitará mucho más abajo, como en las cascadas, a un nivel ontológico inferior de organización, lo que vale decir, a una «destrucción». Pero la destrucción —lo mismo que su contraria, la construcción— es de cierto cariz relativo. Depende del estrato material, —más organizado o menos— con el que hagamos un distingo.

Cada organismo se esfuerza en crear esas estructuras cognitivas en continuidad con las estructuras somáticas que le pertenecen, le sostienen, le resultan funcionales para la supervivencia. La microanatomía y fisiología de todos los organismos —encefalizados o no, da lo mismo— revela la sucesión pertinente de procesos que son coextensivos con la fabricación por parte del agente de sus estructuras. Estas poseen un carácter cíclico, y en tal respecto no hay diferencias entre psicología y biología general. Es decir, que la «percepción» de una demanda —fisiológica, etológica, social, etc.— es indisociable de la selección e integración de los cursos operatorios encaminados a su logro o resolución. Es un ciclo el que va de una «percepción» hasta una «acción» y viceversa. Y en realidad cambia muy poco las cosas el hecho de que la percepción de las demandas o la selección e integración de las acciones se desarrollen de forma más o menos consciente. La perseverancia del ser viviente, la búsqueda de su supervivencia en un entorno, no sabe nada de «cortes» ontológicos radicales entre el ciclo que, más bien por convención, se describe en la ciencia como de cariz puramente fisiológico y el ciclo —más complejo— que puede acarrear la activación de funciones mentales superiores.

Por descontado, la acción de percibir no es menos acción que la de correr, manipular, fabricar instrumentos, etc. Un grado mayor o menor de expresión motórica de las acciones no debería inducirnos a engaño. La «apertura» al medio es condición esencial de la vida de los animales dotados de un sistema nervioso, por más elemental que éste sea. E incluso se podría hablar también de apertura con respecto de seres unicelulares y de vegetales. Basta pensar acerca de su verdadera «inclusión» en un medio al que pertenecen y al que se deben, pues siempre se encuentran en esa madeja de relaciones extrasomáticas, que damos en llamar Ecología. Hay una capacidad «sensible» en todo ser viviente, incluyendo aquellos que no cuentan con receptores o estructuras especializadas para ello. El unicelular o el vegetal podría tener, bajo ciertos criterios ecológicos o biológicos, tanta sensibilidad como el animal superior. La sensibilidad habría de ser reconsiderada como una «facultad» genérica coextensiva con la vida misma, y en cambio la diferenciación evolutiva consistente en disponer de receptores específicos sensoriales debería más bien de verse como un capítulo más reciente y más «organizado» de la Historia Natural.

Otro prejuicio antiguo consistió en hacer de la sensibilidad una facultad meramente pasiva. La identificación platónica entre sensibilidad y materialidad, haciendo de la materia a su vez un equivalente de la pasividad, es la fuente de ese error.

Schopenhauer, en filosofía, y poco después, la psicología funcional, han descubierto esto:

«Causa y Efecto son, pues, la esencia de la materia: su ser es su obrar» (Schopenhauer, 2006 ,I, 10). «La ley de la causalidad es la esencia de la materia» (íbidem, 10).

En cambio, la psicobiología enseña que no hay un sentir sin procesos activos que excedan su descripción meramente fisiológica, que son procesos de construcción —y en este término ya va implícita las ideas de actividad— de esquemas perceptivos, de secuencias cíclicas de logro, etc. Que un trozo de materia sea «sensible» presupone negar de raíz la vieja premisa de su carencia de orden (formal) y de búsqueda de ese orden (psicología constructiva). Un trozo de materia «sensible» ya es, por definición, un ser vivo y por ende un ser activo, buscador de estructuras que le reintegren al medio, reintegración siempre pretendida y que consiste precisamente en (sobre)vivir.

Veamos ahora el por qué del empleo del término re-integración para hacer referencia al proceso de relación entre un organismo y su medio, relación que es de carácter cíclico en su ámbito más general y que comprende series igualmente cíclicas de acciones-percepciones.

Prescindiendo del uso que la palabra toma en las ciencias matemáticas, queremos indicar que la suma de elementos, cuyo ajuste recíproco supone un efecto sistemático que va más allá de las partes, y que además significa una verdadera transformación de los elementos incorporados (que ya no son los mismos que antes de su incorporación) esta idea, pues, puede ser la que invocamos bajo el nombre de integración. Si añadimos el prefijo re- no es sino porque estamos hablando de elementos y sistemas vivientes cuya lógica misma, a fuerza de no disiparse en estructuras de orden inferior o mantenerse vivas, nunca culmina del todo su esfuerzo, y la integración alcanzada en momentos previos, debe ser «buscada» y renovada en ulteriores momentos.

Un ejemplo para ilustrar esta idea podría ser el carácter especializado de las células de nuestro cuerpo. Las células de la piel, del hígado, del sistema nervioso, etc., ya «nacen» bajo el signo de su no autonomía. Se ha programado su existencia de manera que no vivan más como organismos individuales. Las diferenciaciones evolutivas de la materia viviente hacen, muy a menudo, que el grado elevado de organización exija una pérdida de autonomía en las funciones de los elementos integrantes. Esos elementos, al pasar a formar parte de una unidad superior restringen su capacidad operatoria, usualmente aquella que es más ostensible, como la locomoción, la autosuficiencia en la nutrición, etc.

Este tipo de ideas ya tuvo su expresión en la hoy tan olvidada Filosofía Natural del siglo XIX. Como ejemplo de las mismas citemos a Goethe:

«Si dividimos un organismo en sus partes anatómicas, y esas partes a su vez en aquellas que se pueden separar, acabamos por llegar a los comienzos que han sido llamados partes similares. No hablaremos aquí de ellas; más bien llamaremos la atención sobre una máxima superior del organismo que expresaremos de la siguiente forma: todo ser vivo no es un individuo, sino una pluralidad; incluso si se nos presenta como individuo, sigue siendo una acumulación de seres vivos autónomos, iguales en su idea, en su disposición, pero que pueden ser iguales o similares, desiguales o disímiles en su apariencia. En parte estos seres estaban ya originariamente unidos, en parte se encuentran y se reúnen. Se dividen y vuelven a buscarse y causan así una producción infinita de todas las maneras y en todas las direcciones. Cuanto más imperfecta es la criatura, tanto más se asemejan o parecen esas partes, y tanto más se parecen al todo. Cuanto más perfecta es la criatura, tanto más desiguales son las partes entre sí. En aquel caso el todo es más o menos igual a las partes, en éste el todo es distinto de las partes. Cuanto más similares son las partes entre sí, tanto menos subordinadas están unas a otras. La subordinación de las partes indica una criatura más perfecta».

Para una teoría materialista-dialéctica de la consciencia

¿Qué es la consciencia? La posibilidad de una respuesta viene dada precisamente por la abundancia previa de soluciones diversas que se han dado a esa pregunta, ya que no partimos de ningún «hecho primario». Frases del tipo «Yo pienso», «me doy cuenta de», y otras similares, son en realidad-frases muy elaboradas. Requieren un lenguaje muy desarrollado, y una tradición de usos lingüísticos muy peculiares. Por ello, para comenzar, sabemos que estamos frente a una tradición interrogativa, literaria, etc., que revierte una y otra vez sobre cada uno de los intentos de respuesta a nuestra pregunta inicial. Los filósofos han pedido, y a veces, han ofrecido, definiciones múltiples de la consciencia. Aunque sea de una forma resumida y simplificadora es lícito contraponer dos horizontes de respuesta completamente inconciliables. El horizonte grecorromano —clásico— y medieval, marcado en general por el substancialismo, y el horizonte moderno (en el que aún estamos) marcado por un punto de vista (una lógica, una metafísica) relacional. La ruptura entre estas dos grandes épocas es abstracta, es un esquema histórico-filosófico. De hecho, no se ha producido en todas las tradiciones nacionales (europeas) a un mismo tiempo, ni tampoco al mismo ritmo en cada una de ellas.

La idea (o intuición) inicial según la cual algo debe permanecer invariable bajo los cambios externos, aparentes a los sentidos, tomó el nombre de substancia. Y la consciencia fue substancia. En los párrafos siguientes vamos a considerar la consciencia desde un punto de vista radicalmente opuesto a este, y sin embargo, desde un planteamiento sobrio, incardinado en la época filosófica que desde el siglo XVII nos educa y nos hace «modernos» en el sentido fuerte; un planteamiento que implicó una revolución científica en el pensamiento. Una revolución que desde Galileo ha avanzado de forma incesante sin haberse deducido a fecha de hoy todas sus consecuencias.

En este capítulo defenderemos un punto de vista relacional acerca de la consciencia. A muchos les parecerá un punto de partida excesivamente abstracto, un falso paso adelante. Pero las implicaciones de este punto de arranque son múltiples y determinantes para todo el tratamiento posterior. He aquí sólo algunas:

a) Necesidad de un tratamiento filosófico del problema de la consciencia.

b) La idea de consciencia requiere ser tratada desde un punto de vista trascendental.

c) El estudio de la consciencia reclama un punto de vista evolucionista.

d) Ciertas formas humanas de consciencia son ininteligibles desde un puro naturalismo. Son formas practicas: trabajo y praxis.

Nos corresponde a continuación, desarrollar cada uno de estos «puntos de partida».

a) Necesidad de un tratamiento filosófico del problema la consciencia

Esa revolución que, entre otros, inició Galileo, ha significado la irrupción creciente de disciplinas científicas, todas ellas labrando campos más o menos amplios. Las ciencias físicas, químicas y hoy en día, biológicas y sociales, parecen exhaustivas en su forma de trabar el mundo, en su modo de tejer una poderosa e inmensa malla de relaciones que nada parece dejar fuera. La filosofía ya no puede engañarse con respecto a su función. Cuando apenas la lógica formal, la geometría o alguna observación celeste eran toda la «ciencia griega», (y en gran parte fue así hasta el Renacimiento) la filosofía todavía podía creerse capaz de rellenar las extensas zonas no labradas por las categorías científicas. Los avances del siglo pasado deslumbraron a muchos hombre cultos y parecía que los tratamientos filosóficos estaban de más (positivismo). Sin embargo, muchas ideas no quedaron agotadas por categoría alguna, siguieron su curso, fueron «usadas» como esquemas prácticos, unificadores de la actividad humana —no necesariamente especializada— y recogidas en múltiples discursos, para empezar, los científicos (Bueno, 1996 a, b). Es el caso de la idea de consciencia. Al igual que muchas otras (Vida, Conducta, Conocimiento), la idea de consciencia pide referencia a múltiples contextos. Las dificultades para fundar una ciencia unificadora han sido patentes. La psicología ha pretendido ser esa ciencia específica de la consciencia. Léase a Descartes y a sus seguidores. Mente y consciencia se identificaron, eran ideas coextensivas; aun eran substancia: res cogitans.

Este punto de vista ya no coincide de ningún modo con la Psicología experimental moderna. Leibniz estuvo más cerca de los conceptos actuales. Gran parte de lo se que puede conocer empíricamente de esa «cosa pensante» es aquello que, precisamente, no arriba a la consciencia. La psicología puede hacer uso de un sinfín de métodos indirectos, al igual que las ciencias físicas, para conocer un espíritu que ya no es simple (luego ya no es aquel espíritu substancial e indivisible que se pretendía). Las apelaciones a un «testimonio de la consciencia» tan frecuentes en los escolásticos y en los racionalistas —como Descartes— que les siguieron, tenían un valor muy limitado para avanzar en ese proceso de-substancializador de la consciencia. La psicología ha pretendido un enfoque natural y empírico, volviéndose sobre nociones metafísicas de origen moral o cosmológico, para integrarlas en una nueva fase del desarrollo de las ciencias. Ya no era un disciplina filosófica. No podía seguir siéndolo. En rigor, la psicología natural y experimental sólo arranca a pesar de la existencia, rancia y polvorienta, de una psicología filosófica. La consciencia ya no era coextensiva con la mente, ni recíprocamente. La consciencia no era un atributo exclusivo del hombre, ni un don divino, sino un proceso relacional, que conoce grados, descomponible en subprocesos, en constituyentes, con bases fisiológicas evidentes, etc. Se empieza a poder trabajar científicamente desde cierta heterogeneidad, como corresponde a las ciencias, que nada saben de substancias cerradas en sí mismas, nada de mónadas inalterables, sino de mezclas constantes, versan sobre construcción, hablan de complejidad. Si los psicólogos del siglo XIX se hubieran aferrado al substancialismo, el alma humana, «que en cierto modo es todo tipo de cosas» (Aristóteles) sólo podría seguir vinculándose, metafísicamente, con aquello que le trasciende, con Dios. Un punto de vista trascendental se imponía, cuando esa substancia simple, en cierto modo presente en todos los seres, por grados, se confundía con todo lo creado. Nosotros proponemos un punto de vista trascendental (filosófico). Trascendental, aquí, simplemente quiere decir que la idea de consciencia, como tal idea filosófica, no ha quedado agotada o anudada en un sistema conceptual empírico. La fisiología, la bioquímica, la genética, la neuropsicología, la informática, la lingüística… Son legión las disciplinas que, más allá de la psicología (una psicología humilde y difícilmente unificadora) pretenden referirse a la consciencia. Ante tal muchedumbre disciplinar, se hace necesario un punto de vista que cribe y sistematice tales categorías, sin que se deje reducir a ninguna de ellas. Y no es el punto de vista divino, ni el de una supuesta verdad absoluta. Al contrario, es un punto de vista también «humilde», pero imprescindible, que carece de datos propios, salvo los suministrados por los especialistas. Este es nuestro segundo punto para arrancar: transcendental (Bueno, 1996c).

b) La idea de consciencia requiere ser tratada desde un punto de vista transcendental

Ya queda dicho que no es escasez de información sobre la consciencia la que nos obliga a recurrir a un punto filosófico de arranque (trascendental). Al contrario, es la abundancia de búsquedas, de categorías y de discursos, y todos versan sobre este «misterio» de la consciencia. La filosofía, como saber racional, no sabe de misterios, sin embargo. No hay lugar para noúmenos, ni pronunciamientos acerca de lo que nada se sabe. Lo que aún no está investigado por los expertos competentes, nadie lo puede predecir, menos aún el filósofo. Sin embargo, hay recias tradiciones en biología, sobre todo desde el triunfo del evolucionismo, que nos permiten decir algo sobre lo ya conocido, sobre lo que en modo alguno constituye un misterio o una región inexplorada.

No es exagerado decir que la segunda gran revolución científica fue la darwinista. Tras la revolución galileana, apenas es imaginable un sector del mundo, el mundo práctico en que los seres humanos civilizados nos movemos, que no esté múltiplemente apresado por las mallas de la cientificidad. Una «explosión de ciencia» es lo que aconteció históricamente. Ahora bien, la proximidad con los animales, la idea de que para todos los efectos el Homo sapiens es animal y desciende de otros animales, la idea de que el hombre natural evoluciona y es resultado de procesos de cambio, fue el segundo gran paso hacia la de-substancialización de todo lo existente, de la primacía de las relaciones frente a entes finitos cerrados por su substancia. Relaciones determinantes —algunas de ellas causales—. Fue, por tanto, el paso decisivo hacia una cabal comprensión de realidades basadas en la transformación de tipos de relaciones en otros tipos o clases de relaciones.

Enseguida, desde presupuestos llamados «funcionalistas» se quiso dar a la consciencia un papel en este nuevo teatro de acontecimientos. El hombre como ser activo, venciendo sobre su ambiente y en competición con otras especies y consigo mismo, fue un cuadro inaudito en comparación con el cuadro cristiano predarwiniano. Este Hombre anterior a la revolución evolucionista era la criatura privilegiada ante los animales y demás creaturas, pero subordinada plenamente, y deudora de sus atributos esenciales de Humanidad ante una Persona divina situada en otro plano, trascendente, a quien se le parece por analogía. Este nuevo materialismo evolucionista, junto con el conocido como materialismo dialéctico de Marx y Engels, fue de muy distinta hechura si lo comparamos con el dieciochesco. Aquellos ilustrados se referían al hombre máquina, a los autómatas naturales, al sensualismo y al corporeísmo. Retiraban el espíritu a los cuerpos humanos y animales, pero con estos mismos cuerpos no sabían los franceses enciclopedistas qué hacer: aún seguían atrapados en una imagen estática de la naturaleza y de sus partes. Apenas se intuía el carácter dialéctico del desarrollo. Comte, Hegel y Darwin coincidieron en ofrecer cuadros progresivos, dialécticos, del desarrollo, de una naturaleza y de una historia en sí mismas cambiantes. Quedó dicho: la Naturaleza es Historia.

Con este nuevo cuadro, se echa de ver que ese carácter histórico de los desarrollos, con esta substitución de las sustancias inmutables por realidades en proceso, genéticas, las distintas ciencias quedan recíprocamente implicadas o recorridas por las ideas que les son comunes. La consciencia, lo mismo que la vida, la materia, la conducta, el cambio, el azar… Todas demandan un punto de vista trascendental, no por defecto, sino por un exceso de tratamiento categorial. Hoy podemos leer muchos y sagaces informes de la neurociencia, en plena expansión en los días que corren, pero ¿podemos olvidarnos de cuanto nos digan arqueólogos y antropólogos, zoólogos, sociólogos, etc.?

Para evitar amalgamas, habrá que regresar a contextos ajenos a los de la neurociencia, la psicología, la etología o la ciencia social, tomada cada disciplina una por una, por separado. Habrá que acudir a contextos causales, que nos remitan a cadenas de transformación sobre estados precedentes, y en los que realidades mutuamente heterogéneas se ven causadas o concatenadas entre sí de manera cambiante, sin recurrir a ningún deus ex machina a lo largo de dicha historia: Estos contextos son los de la evolución. Más adelante, comentaremos la teoría evolucionista de Engels, como ejemplo de este tipo de regressus o recomposición «histórica» de la consciencia humana. ¡Algo tan alejado del punto de vista empírico ramplón que, una vez dotado de instrumental adecuado, pulsa un material y dictamina: «he aquí, la hemos encontrado, la consciencia!»

c) El estudio de la consciencia reclama un punto de vista evolucionista

El lector que ha llegado hasta aquí, se da cuenta de que este tercer punto de partida especifica, simplemente, los dos precedentes. Hay que hacerse cargo de la revolución darwiniana, hay que sacar partido de sus implicaciones. Por procesos de evolución orgánica, se explican multitud de formas y actividades naturales. El carácter constructivo de la evolución orgánica es el que cuenta, sin necesidad alguna de remitirse a ningún tipo de finalismo. Se ensayan nuevas formas sobre estadios morfológicos ya alcanzados, y cada nuevo estadio entra en relación diversa (adaptativa o desadaptativa, por ejemplo) con el estado de cosas precedente, al mismo tiempo coexistente, una coexistencia que no se extingue, sino que se concatena causalmente con las «nuevas formas», durante cierto intervalo. Lo nuevo (emergente) es, desde cierto punto de vista, viejo, no creado de la nada, sino reorganización de unas mismas y viejas partes materiales bajo nuevas formas, que se oponen o compiten con las otras morfologías en relación.

Siempre ha habido una cierta tentación teleológica en la interpretación de la evolución orgánica. En vez del fijismo auspiciado por la religión cristiana, creación separada de especies, dotadas por diferencias específicas, o atributos esenciales, como tener un alma o una consciencia en el caso del hombre, se quiso ver un progreso o pretensión hacia el espíritu. Todos los otros «ensayos» animales habían quedado imperfectos o incompletos en esa tentativa hacia algo superior. Este «progresismo» hacia formas de vida superior consideraba que el hombre se hallaba en un pináculo, sin menosprecio de su subordinación a un Creador, pues la subordinación era dada en otro plano. Tal clase de progresismo ya se ve hoy fuera de crédito, aunque no del todo desactivado. Es más fructífero empezar a hallar homologías inmanentes entre las propias especies conocidas, como hacen los biólogos con las partes anatómicas, tanto vivientes como extintas. De la consciencia también pueden hallarse «homologías», sin calificaciones gratuitas de «superior» o «inferior», sin necesidad de lanzarse al empleo de términos como «atisbo», «preparación», «rudimentos», etc. todos ellos referidos a la cognición animal, más o menos implicada en un «darse cuenta» por parte del ser vivo. El punto de vista tradicional, que vinculaba estrechamente la «vida» con la «sensibilidad», y con cierta jerarquía de grados, se ve ahora corregido si señalamos, desde el evolucionismo, que los grados simplemente son formas de adaptación distintas de otras, construcciones alzadas sobre estados precedentes. Es correcto y necesario proceder a la búsqueda empírica de estados de consciencia homólogos a los humanos, y a la secuencia «gradual» de estados perceptivos, o meramente sensoriales, que en animales más simples (cuantitativamente, por ejemplo animales sin un sistema nervioso dotado de centros), han ido dando paso a conductas que, entre los hombres, nosotros llamamos «conscientes». Pero, además, en nuestra especie, las condiciones de competición con otros animales se volvieron un día mínimas y ese fue, realmente, el ingreso en la «era histórica»: el que hizo que la competición tomara formas intraespecíficas, y eminentemente sociales. Más adelante explicaremos que la evolución misma no es un proceso uniforme, al construirse sobre capas de «resultantes» o emergencias, no reducibles, sino re-absorbentes. La evolución construye también sus propias leyes o secuencias causales, que son cambiantes según fases. En lugar de ver a una especie, la humana, o cualquier otra, situada en cierto pináculo, dominando a seres inferiores de la creación, hablaremos de potencia controladora, de poder diferencial de sometimiento de unas especies contrastadas con otras. Esto nos obliga a precisar un nuevo punto, que tiene mucho que ver con el paso de la evolución orgánica a la historia (o evolución «cultural», por analogía), el paso de la caza y recolección al trabajo, el desbordamiento de marcos estrictamente naturalistas y su absorción por parte de marcos históricos y sociales. La interferencia causal entre los dos tipos de contextos es la vida tal y como la conocemos. Salir a la calle y ver gente, comportarse con y respecto a ella, trabajar y filosofar. La relación entre naturaleza y cultura es abstracta: la propia naturaleza del hombre es, desde hace un par de millones de años, y cada vez más, histórica o social.

d) Ciertas formas humanas de consciencia son ininteligibles desde un puro naturalismo. Son formas prácticas: trabajo y praxis

Arriba quedó dicho que la especie humana no es una realidad dualista. Por influencia teológica, el compuesto humano lo era de cuerpo y alma. De origen así mismo teológico, y muy desarrollado por el idealismo alemán del siglo XIX, la humanidad se escindía en Naturaleza y Cultura (Historia). Aún estaba sin desarrollar el carácter dialéctico de una evolución en la que la propia Naturaleza es histórica, y en donde la actividad humana juega su papel natural y también histórico, sin menoscabo de la persistencia de ritmos y pautas conductuales. Pautas etológicas, cogenéricas de otras pautas y conductas animales que se pueden organizar en sistemas o estructuras de naturaleza social e histórica, tal y como atestigua el proceso incesante de fabricación de útiles y herramientas, y el proceso igualmente incesante de diferenciación social de los grupos humanos, en especial por el cambio —a escala histórica y no ya geológica— de las necesidades productivas. El individuo humano, de forma típica se comporta de manera práctica. Siendo, como cualquier criatura viviente, un centro de actividad además de una colección compleja de partes, es un centro de actividad inmediatamente recortado o moldeado por los demás centros de actividad circunstantes a lo largo de su crianza y su desarrollo vital. Se trata del «lado activo del idealismo», que Marx valoraba en su justa medida. La primera Tesis Sobre Feuerbach merece todavía ser recordada (Marx, 1975, p. 426)

«El defecto fundamental de todo materialismo anterior —incluido el de Feuerbach— es que sólo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal. Feuerbach quiere objetos sensoriales, realmente distintos de los objetos conceptuales; pero tampoco él concibe la propia actividad humana como una actividad objetiva (…)».

Trasladados a nuestro problema, el de la consciencia, no podemos olvidar el carácter práctico que, remitido a procesos evolutivos, y desde una perspectiva relacional y trascendental, permiten reconstruir tal idea, no sólo extensionalmente, sabiendo a qué objetos o fenómenos hace referencia, sino intensionalmente, esto es, por relación a qué otras ideas está unida de forma no accidental a ella.

El carácter práctico de la consciencia que puede hallarse también en la vida animal de muchos vertebrados, al menos, bloquea cualquier consideración ora subjetivista ora objetivista, contrafiguras una de la otra. Entre las segundas destaca el fisicalismo (por ejemplo, la consciencia reducida a movimiento de los cuerpos, estudiados a la manera behaviorista). En la actividad consciente, habrá pensamientos internos y subjetivos o habrá movimientos musculares, gestos (por ejemplo, la sujeción de barbilla representada por El pensador, de Rodin), pero nada de esto tiene que ver con una definición, con una esencia de lo consciente. La consciencia, como sub specie del conocimiento es práctica; incluso podríamos decir, por las necesidades peculiares del hombre en su supervivencia como tal hombre, es el aspecto del conocimiento que de una forma más inmediata es práctico, y cuya verdad se demuestra en la práctica, su verdad consiste en esa transformación del mundo, no en un mero ajuste a él. Esa transformación ya se tiene que denominar trabajo y no, simplemente, comer, buscar comida, defecar, copular, huir de enemigos y de una temperatura extrema, cuidar de la prole, etc.

No son pocos los científicos de diversos campos, que tienden a ver la consciencia como una suerte de substancia, si se quiere más sutil, o como una efervescencia de las neuronas, criticada en sus días por Bergson. Y además se trataría de una efervescencia «orientada» apuntando a la acción, una respuesta encubierta, pero con una teleología implícita en ese movimiento. Una cuasi respuesta. No vamos a copiar citas, pero muchos neurofisiólogos suscribirían párrafos como el del espiritualista Bergson:

«La consciencia de un ser vivo, (…), es solidaria de su cerebro en el mismo sentido en que un cuchillo puntiagudo es solidario de su punta; el cerebro es la punta acerada mediante la cual penetra la consciencia en el compacto tejido de los acontecimientos,» (…) (Bergson, 1985, p. 233).

Hoy en día, ciertos experimentos de registro de actividad cerebral quieren detectar esta direccionalidad e incluso actividad anticipadora en un cerebro respondiente al entorno. Otro tanto se dirá de aquellos que admiten una consciencia emergente en los animales, pero «graciosa» en el hombre. Esta es otra idea de Bergson, una nueva versión de la metafísica rupturista, que tiende a considerar que los animales entran de lleno en la esfera de lo «natural» y «sensible», mientras que al hablar de seres humanos, habría que ver «humanidad» como convertible en espiritualidad, en todas y cada una de la referencias, propiedades, relaciones, actos y circunstancias de nuestra especie. Nótese que no sólo se trata de atribuir unas «diferencias específicas» del hombre con respecto a los animales, sino que se trata de postular que incluso en aquellas notas que pueden ser comunes con los animales, (en la tradición aristotélica es la «sensibilidad») tiene que haber un componente «específicamente humano». De tal modo que la humanidad como esencia «inunda» los rasgos comunes de la vida animal sensible. Esta es la postura de Bergson, quien podrá hablar de «consciencia animal» en un sentido no lejano a la «sensibilidad» de la filosofía tradicional, pero cuando se trata de «consciencia humana», la metáfora y la distinción procede de los productos y obras humanas objetivadas. En este sentido, la consciencia misma precisa del lenguaje, y puede ser entendida como una «tenue mano» divina que mueve otras palancas y engranajes corpóreos. En todo caso, el mecanicismo siempre ha recurrido a un límite de espiritualismo y viceversa. Estas filosofías son, una de la otra, su contrafigura. He aquí un párrafo muy claro al respecto:

«Pero el hombre no sólo conserva su máquina; llega a servirse de ella a su antojo. Algo le permite construir un número ilimitado de mecanismos motores, oponer incesantemente nuevos hábitos a los antiguos y dominar el automatismo, dividiéndolo consigo mismo. Y es algo que debe a su lenguaje, el cual proporciona a la consciencia un cuerpo inmaterial en el que encarnarse, dispensándola así de posarse exclusivamente sobre los cuerpos materiales cuyo fluir la arrastra primero para hundirla después.» (Bergson, 1985, p. 234)

El lenguaje aparece descrito como una suerte de colchón pneumático, un logos inmaterial, un soplido, etc. Pero en realidad, el lenguaje es tan material como las duras piedras y como cualquier cosa existente. El lenguaje es sucesión de capas y ondas de aire, articuladas muscularmente, ordenadas desde determinados centros nerviosos. Es materia sometida a operaciones, como se advierte de inmediato en los verbos: articular, ordenar. El lenguaje no es inmaterial porque pueda ordenar o conformar trozos de materia. El lenguaje es un sistema material de operaciones en un sentido transcendental positivo sobre materiales sometidos a cambio, a transformación (decimos positivo puesto que no es apriorístico o formal, ver Bueno, 1996c), esto es, un sistema que puede disponer la materia más allá de unos contextos materiales de referencia. No es legítimo entender metafísicamente el lenguaje como una «segunda naturaleza». Porque en todo caso, lo que importa desde un punto de vista racional es cómo se relaciona esa segunda naturaleza con la primera, como se interpenetran causalmente, qué rasgos y conexiones nos habían permitido separar esa segunda naturaleza de otra considerada «primera» y tomada como referencia. De lo contrario, estaremos solicitando el principio y esta actitud dista de ser racional.

No tiene nada de extraño que el espiritualismo y ciertas versiones del pragmatismo se cojan también de la mano, y lleguen a parecidas conclusiones. El pragmatismo seguirá viendo en el cuerpo un instrumento (la cuestión teológica de si es un don, un regalo, etc., puede quedar neutralizada, aunque siempre está implícita de un modo u otro) o una maquinaria ordenada a la utilidad o el bien de la mente. Cuando es el espíritu, mente o consciencia lo que mueve, causalmente, unos instrumentos o maquinarias que serían inertes sin tal principio motor, tendremos la versión homuncular de la consciencia, el «fantasma de la máquina» de Gilbert Ryle (1967). Ahora bien, hay un sentido de la teoría homuncular que va más allá. En el caso más ligero del espiritualismo, estaríamos ante una especie de noúmeno perfectamente compatible con la actitud y el trabajo de tantos biólogos, químicos, fisiólogos y demás especialistas, que se declaran mecanicistas y cuya metodología lo es realmente (en un sentido general de unión y rotura de las partes de un sistema material). Normalmente estos científicos no buscan al espíritu entre los pucheros. Para ellos el espíritu puede ser un concepto límite, un más allá incognoscible, del que no tratan porque de una forma efectiva no les hace falta en la exploración de los fenómenos e incluso se podría llegar a decir que puede crear distorsiones, bloqueos etc. en el propio establecimiento de las concatenaciones fenoménicas. Sería esta, una noción nouménica de consciencia.

Pero, como decimos, esta interpretación puede ser débil. Se mueve en terreno estrictamente psicológico y no tendría por qué comprometer al científico en ontologías dogmáticas (del tipo «existe o no existe lo mental, como separado de lo material»). Pero acaso las nociones demiúrgicas, es decir, las que apelan a un agente intencional capaz de intervención sobre una colección de partes, en cuanto que causales, son nociones ontológicamente comprometidas, y acaso no sean tan fácilmente susceptibles de neutralización en la práctica metodológica; puede que estén refluyendo de manera persistente, en el corazón de la más rigurosa metodología mecanicista (repetimos: la que procede por separación y reunión de partes dadas a escalas diversas, pero todas ellas materiales: tejidos, órganos, células, moléculas, etc.). De esta misma noción demiúrgica, podría decirse, arranca toda una tradición de revestimiento tecnológico y mecanicista del espiritualismo, que hoy podemos identificar en las doctrinas cibernéticas y en la psicología cognitiva de orientación computacional (Blanco, 1993, 94 a,b, 95, 97).

No por apelar a metáforas tecnológicas, o a contextos operatorios, en la construcción de teorías, doctrinas, etc., se está, por principio, incurriendo en error, buscando peras en un manzano. Este fue el correcto proceder por analogía, de Charles Darwin. La teoría de la selección natural procede —gnoseológicamente— de la práctica de la selección artificial (por procedencia gnoseológica no indicamos que una observación de una práctica ha «inspirado» el descubrimiento de una ley natural: la conexión es lógico-material, no meramente genética, psicológica, etc.) (Bueno, 1994)

La perspectiva demiúrgica, sin duda, es ella misma mecanicista y necesita serlo para elaborar algún tipo de discurso sobre lo espiritual, qua simple e irreductible, que difícilmente podría vincularse causalmente con algo heterogéneo (lo material, por antonomasia). Desde luego, una «mecánica del espíritu» sólo puede contemplarse en sentido analógico, cuando no equívoco, terriblemente confuso. Esa era la idea de Leibniz, la de los autómatas espirituales. No puede ser más confusa la idea si el principio de cierre ontológico de cada sustancia (mónada) frente a las demás se defiende con la misma insistencia que un prejuicio. Es la contradicción que toda metafísica substancialista tiene que soportar en cuanto se olvida de sus primeros fundamentos sobre la sustancia, sobre cada sustancia, y al tiempo se pretenden señalar partes, establecer relaciones internas, etc. En el substancialismo estricto, no hay lugar para diagramas del alma, ni «partes» de la sustancia, ni cadenas causales internas a ella. Esta es una ontología autocontradictoria que Leibniz pretendió subsanar por la tesis de la jerarquía monadológica. Las sustancias son impenetrables, cerradas, pero se ordenan en regímenes jerárquicos. Prevalece aquí la noción de orden o disposición formal, se neutraliza la idea de interacción causal entre sustancias. Por decirlo con otras palabras, es una cuestión de escala la que permite interacción (no casual), la composición o in-formación recíproca entre las sustancias, plurales e irreductibles como son entre sí. Y para explicar esto, el propio Leibniz acude sin rubor a una metáfora tecnológica, pues es en las máquinas y en otros productos de fábrica, donde la cuestión de escala adquiere sus manifestaciones más intuitivas: «[64] Así cada cuerpo orgánico de un viviente es una Especie de Máquina divina o de Autómata Natural que supera infinitamente a todos los Autómatas artificiales. Porque una Máquina debida al artificio humano no es Máquina en cada una de sus partes. Por ejemplo, el diente de una rueda de metal contiene partes o fragmentos que nada tienen de artificial para nosotros ni que sea específico de la máquina respecto del uso al que la rueda está destinada. En cambio, las Máquinas de la Naturaleza, esto es, los cuerpos vivientes son aún Máquinas en sus más pequeñas partes, hasta el infinito. En esto consiste la diferencia entre la Naturaleza y el Arte, es decir, entre el Arte Divino y el Nuestro» (Leibniz, 1981, p. 131). La distinción aristotélica entre arte y naturaleza, establecida como contraposición, recobra toda su beligerancia en la cuestión de la consciencia. No sólo es así en los numerosos autores que acuden a ella para hacer su exposición doctrinal sobre el tema, y que se «acuerdan» de Aristóteles acaso sin cobrar «consciencia plena» de lo que hacen. La cuestión estriba en la raíz misma del substancialismo. La clave que debemos pulsar en esta cuestión, estamos persuadidos, es que la propia noción de consciencia sigue siendo debatida porque las doctrinas en liza (a veces simples metáforas o «propuestas» hipotéticas) son de un carácter substancialista en su propia factura. Y ya nos hemos referido al carácter autocontradictorio de una sustancia que tiene partes y que posee como canales, mezcla material y fluidez con otras partes, con otros sistemas, inequívocamente materiales. En nuestros días, cuando la fisiología está muy desarrollada, se detecta un substancialismo «replegado» (valga la expresión) que se limita a encerrar la sustancia en un cuerpo material, acaso dándole órdenes, sufriendo, sintiendo, dándose cuenta e interfiriendo la maquinaria por medio de ‘interfaces’ y flujos de inputs y outputs. Bajo influencia de tal substancialismo, se entra a saco en la formulación de juicios de existencia: «Juan es consciente», «los paramecios carecen de consciencia», «no hay vida consciente en Marte». Un objeto es portador o no de un atributo crucial, y mediante una lógica puramente predicativa, atribucional, se pueden extraer tremendas conclusiones: vide dentro de esta lógica predicativa, el libro Objetos con Mente (Rivière, 1991), cuyo título ya es de por sí ilustrativo.

El mecanicismo que parte de Gómez Pereira y Descartes, y llega hasta la Ciencia Cognitiva de nuestros días, es algo así como la contrafigura del mentalismo de corte teológico o espiritualista. Ambos esquemas de pensamiento proceden de una operación de vaciado de su contrario. Si vale un símil, se parecen a los dibujos ambiguos que ejemplifican las gestalten perceptivas. Si «resaltamos» una imagen se «extingue» la otra, y a la inversa. Y con todo, ambas están en el mismo cuadro, dibujadas con idénticos trazos.

La teoría positivista sobre un origen antropológico de la idea de consciencia, origen que sería al tiempo de un animismo y de todo espiritualismo mágico-religioso, circuló fluidamente en todo el siglo XIX, aunque tiene el importante precedente kantiano de la Crítica del Juicio. La preocupación por este procedimiento lógico-operatorio lo encontramos también en E. Mach. En su Análisis de las Sensaciones escribía (Mach, 1925, p. 47): «El animismo (antropomorfismo) no es en sí un sofisma teórico-cognoscitivo, pues entonces lo sería toda analogía». La atribución por analogía a todo género de cuerpo externo de partes o de elementos de mi propio cuerpo, o de aquel cuerpo que se tome como centro de formulación de las atribuciones, sería un procedimiento lógico-operatorio, una «introyección». Para realizar ese tipo de operaciones intelectuales, por ejemplo atribuirle un alma (aunque sea erróneamente) a las montañas, a mis vecinos o a los animales, es tanto como decir que esa criatura capaz de emprender atribuciones es, en algún sentido de la palabra, consciente. Sería algo así como uno de esos sistemas operatorios genéticamente relevantes en las especies animales para entender el desarrollo del conocimiento, y en la ontogénesis (en el desarrollo del niño). En este sistema de atribuciones se basa la moderna «teoría de la mente», sin caer en la cuenta en que dicha «teoría» es como una serpiente que devora su propia cola.

Según tal «teoría», un chimpancé, si puede atribuir consciencia o intencionalidad a otro animal, él mismo está dotado de consciencia o de intencionalidad. Lo mismo vale para un niño o cualquier criatura. Pero estamos definiendo lo mismo por lo mismo, lo oscuro por lo oscuro. Y ese tipo de definición o explicación no se puede aceptar. Toda esta literatura moderna sobre la psicología popular (folk), la metacognición y la «teoría de la mente», se basa en la posibilidad de la autosubsistencia de lo psicológico. Los hombres, los animales y (quizá) los robots, entonces serían mónadas, que no requieren de las otras mónadas causalmente, y tan sólo esperan obtener de la pluralidad, de la alteridad (otras mónadas, otros cuerpos o substancias) información para reflejarse en ellas.

El término «teoría de la mente», es empleado para hacer referencia a un sistema de inferencias que un organismo llega a ser capaz de establecer a la hora de predecir la conducta de otros. Este sistema de inferencias sólo puede aplicarse observando la conducta de ese individuo, en situaciones de simetría y de transitividad. Una situación de simetría, por ejemplo, sería la reacción de un simio al verse a sí mismo reflejado en el espejo. Sin embargo, el discurso tan habitual acerca de «capacidades» es inferido de conductas, y la «capacidad» misma se entiende como un tipo de conducta capaz de hacer «inferencias» y «predicciones» sobre la conducta ajena. En definitiva, remitimos la conducta a la conducta, y luego se habla de un cierto substrato cerebral. La localización de regiones cerebrales y de especies dotadas más o menos de tal capacidad, es todavía una insuficiente explicación biológica de esa modalidad de consciencia. La consciencia sigue siendo un atributo que se da o no. Y a ese plano queda reducida la llamada «teoría de la mente». A la cuestión de si aparece o no aparece tal «capacidad». Esta lógica aún no es científica. A lo sumo tiene un valor descriptivo, pero explica lo mismo por lo mismo. Esta «teoría» podría resultar en una lógica tan errónea como la de explicar el bipedismo humano por un parentesco evolutivo y una derivación del bipedismo de las aves. Hay que desconfiar de la superficie de rasgos y apariencias, por más seductora que se nos muestre en las sucesivas descripciones. Las descripciones entendidas como enumeración de atributos, actividades y señales externas, aún sometidas a una tabla de comparación y contraste, pueden llevarnos en direcciones completamente contrarias a la verdad científica. En sí mismas, no son más que un auxiliar material de la ciencia. Pero hay que dar con los principios (re)constructivos de esa realidad que estamos investigando. Una semejanza no es una homología: parecidos y descripciones son actividades meramente subjetivas, desde las que no se puede hacer ciencia.

En lugar de una monadología, como es la de animales reflejándose en la «animalidad» propia y la de otros seres semejantes a ellos, es preciso analizar dialécticamente las categorías e ideas implicadas en esta cuestión de la Consciencia (y que tan vinculada está a la cuestión de la Vida). Vida y Consciencia no son categorías susceptibles de eutanasia ni eliminación inmediata, aunque cierta filosofía de la ciencia de linaje positivista ha promovido este punto de vista. Y así, los biólogos ya no quieren saber qué es la vida, y en el fondo, apenas quedaría en sus trabajos resquicios de ella. «Vida» sería una antigualla metafísica que quedaría para metafísicos y vitalistas como Driesch o Bergson (entelequia, élan vital). En realidad, las ciencias biológicas manejarán descripciones exhaustivas, de tipo físico-químico. La vida será un «modo» de hablar a la espera de realizarse científicamente por medio de las reducciones pertinentes. Y lo mismo vale para la consciencia: procesos cerebrales, químicos, eléctricos, y demás procesos naturales, acometerán esas reducciones o las definiciones puentes. Pero los procesos físicos como tales, no pueden establecer una distinción entre la primera persona y las demás personas verbales. Los procesos físicos, en tanto que meramente físicos no usan pronombres personales. En otros términos: la emergencia de categorías no puede ser un mero añadido, sino que trastoca todo el esquema anterior de la realidad tomada como un todo.

Pero el ejemplo de evolucionismo dialéctico que más nos interesa incorpora el trabajo a la explicación de la evolución de la especie humana. Realiza una conjugación entre funciones o actividades orgánicas (conducta—>praxis—>trabajo), por un lado, y órganos anatómicos en desarrollo (patas—>manos—>cerebro). La resultante de esa interacción, en el contexto general de la supervivencia y satisfacción de necesidades, que se irán diferenciando hacia una mayor división del trabajo, vale decir una diferenciación social, es un cerebro consciente y razonador. Biología e Historia no son «dimensiones» separadas abstractamente, se van concatenando en la evolución humana en los últimos dos millones de años. Saltando las diferencias, se podría decir lo mismo de la evolución de otros vertebrados, carentes de «historia», pero con aspectos importantes de «cultura», «actividad», etc., que no se dejan reducir a la imagen del autómata preprogramado. (Esta sería una cuestión de búsqueda de «homologías » no necesariamente anatómicas, en la que no vamos a entrar).

Cualquier organismo animal no se deja reducir a una colección de rasgos o partes anatómicas. Estos han ido surgiendo a partir de precedentes que se han ido seleccionando en la evolución. Desarrollo o retirada de ciertos rasgos anatómicos, que acaece en virtud de procesos de supervivencia, adaptación, selección. Cada uno de esos resultados anatómicos que, en una fase dada, son «emergentes» por relación a una fase anterior, proceden de procesos causales en los que la actividad (puramente etológica, o bien «practica» —de praxis—) constituye un plano del que ya no podemos hacer abstracción y está «infiltrada» parte a parte con los órganos diferenciados o con los organismos somáticos seleccionados. . Por ejemplo, una fase «relativa» sería la aparición de especies dotadas de cerebro frente a la fase en que sólo existían, a lo sumo, especies dotadas de coordinación ganglionar. Está claro que la aparición de cerebros en la Tierra no puede ser nunca considerada como una «emergencia» absoluta, idea que nos remitiría a la creación ex nihilo. A lo sumo, respetamos el término «emergencia» para referirse a la comparación relativa con respecto a tiempos suficientemente pretéritos, en los que no se puede cabalmente encontrar ningún precedente somático o ningún estado transicional (y por tanto ambiguo) por relación a esa diferencia evolutiva somática. En suma, el plano de la estructura somática es abstracto y, cuando atendemos a los procesos causales responsables de los cambios, hemos de hacer buena mezcla con la funcionalidad de los órganos y partes, así como del organismo integral (el individuo). En este último caso, más que una mera suma de funciones fisiológicas, nos topamos con estructuras resultantes que podemos dar en llamar conductas, actividad etológica. Además en el hombre, y en otros primates, el uso de útiles, la planificación conductual en unidades superiores, etc., nos permite hablar ya de praxis o actividad proléptica. Esto significa que no sólo la conducta coincide con la estructuración a escala del individuo de partes anatómicas y de procesos fisiológicos (vinculada a las necesidades del organismo y a la preservación de su especie), sino que las mismas conductas, lejos de constituir un flujo caótico de actividad, sólo puntuada por logros biológicos concretos, puede resultar ensamblada de una forma lógica en sistemas más amplios o algoritmos (recuérdese, por ejemplo, el ensamblado «global» de conductas que ejercitaban los chimpancés de Köhler). N. Tinbergen, en El Estudio del Instinto (1969), se refería a jerarquías conductuales, éstas muy emparentadas con los planes, en el sentido de Miller, Galanter y Pribram (1983). Las jerarquías de Tinbergen no tiene el carácter secuencial o algorítmico de los planes de conducta de Miller et al., y constituían un esquema descriptivo. Por nuestra parte, diremos que ni la organización jerárquica (unas conductas controlando la aparición de otras), ni la sola organización temporal de conducta, en un sentido necesariamente algorítmico, es decir, logico-material, (hipotética) agotarán la concepción estructurada del comportamiento en unidades más amplias. Los actos consumatorios de la etología clásica, equivalen en cierto modo al plan (con la «carga» de significación propositivista que tiene la palabra).

La conducta y la praxis, por tanto, están implicadas en la escala filogenética y dan cuenta de las diferenciaciones de los organismos (la heterogeneidad spenceriana). Se echa de ver que la implicación de las funciones conductuales y de la praxis en la supervivencia de organismos y de especies es mayor cuando la dependencia «mecánica» con respecto al medio es menor, y en su lugar predominan los sistemas inter e intraespecíficos de lucha, competencia, etc., es decir, los mecanismos propiamente dialécticos de la evolución frente a los meramente «mecánicos» en los cuales la falta de competidores y la predominancia de las causas abióticas se hace evidente.

Hay una relación entre el materialismo estático, perceptual, y la (mala) abstracción que separa de entre lo dado a los ojos, sin relacionar a otros contextos, contextos de génesis o condiciones de construcción. Este era el punto de vista de la metafísica (abstracta) predarwiniana que solicitaba, sin embargo, partir de los datos (estáticos) de los sentidos. Un anatomista predarwiniano puede señalar las diferencias específicas entre organismos, auxiliado por la vista, y para un mayor detalle, por medio de operaciones diversas de corte, separación, tinción, microscopía, etc. Podrá establecer comparaciones muy inteligentes y susceptibles de realizarse a diversos niveles, pero no le es posible referirse a los procesos de transformación real de las especies, entre los cuales se cuentan de manera esencial las diferenciaciones evolutivas. Algo de esto ha ocurrido en la historia de la biología antes de Darwin, en un estadio en el que la ciencia podía ser puramente mecanicista, y en el que los organismos podían fácilmente ser vistos como máquinas, robots, autómatas (la postura del diseño, de Dennett). Esta postura, nos hace ver a los organismos como colecciones de partes acabadas, teleológicamente diseñadas para que la colección sea un sistema capaz de conducta o, lo que viene a ser igual dentro de esta postura, hacer que una suma de movimientos parezcan, conductas (por ejemplo a través de un test de Turing «zoológico»). El teleologismo del diseñador, implicaba el teologismo de un Hacedor. Recurrir a Dios evitaba la engorrosa cuestión genética, procesual.

Así las cosas, una complicada maquinaria como es el hombre, o un mono, una rata, una célula, perceptualmente parece que implica la previsión del diseñador, que ha dibujado en sus planos, en su mente, la complejidad funcional de tan sorprendentes criaturas. Pero esto es lo que parece. Las categorías de lo viviente exigen el funcionamiento de esas partes, su transformación, o más aún, el hecho de que unas funciones vayan implicando a otras en estructuras de complejidad recursivamente acrecentada. La transformación de las especies por procesos darwinianos señala hoy, con mucha más claridad que en tiempos pasados, el carácter absolutamente abstracto de la anatomía, de la solitaria consideración de las estructuras somáticas al margen de su función en otras escalas distintas, y no sólo en dirección microscópica, sino muy principalmente en dirección macro-orgánica (individual, poblacional, especie). A su vez, por «función» entendemos el despliegue procesual, una concatenación microcausal, en que viven esas estructuras. Células y tejidos, desempeñan su función. Organos y sistemas, lo hacen en la escala que les es propia. Pero una parte de las funciones desempeñadas por los animales ya son conductas. Nos topamos con otra escala. Y los animales han de evolucionar, cierto que en direcciones muy diversas, pero en una de ellas (una vez dotados de la estructuras pertinentes) ha consistido en coordinar, en estructurar los planes. La rana tiene hambre y atrapa esa mosca de ahí enfrente. Este es un fin inmediato de la rana. Ahora, pensemos en las ricas chuletas que los hombres prehistóricos pueden repartir en el campamento de la horda primitiva, al acechar unos jabalíes cuyo rastro sus miembros han estado siguiendo. Seguir rastro, acechar, concordar un ataque, etc. Toda esta secuencia de actos forma en sí misma una unidad de orden superior. La función (entendida por relación a un todo concreto como es el órgano), puede ser también conducta, y la función de una conducta (mantenimiento del individuo, del grupo, estabilidad de la cultura, etc.) se integra en unidades más y más diferenciadas. Con ello queremos decir que la función es relativa a esta totalidad concreta a la que sirve, que constituye su «vida», su «movimiento». También decimos lo mismo al señalar que la función es relativa a la escala. La función más representativa de la célula es su actividad metabólica sobre la cual resaltan diferenciaciones o especializaciones cuando la célula se integra en un organismo. Una función vital del lobo es la caza para su sustento, y, sin embargo, por más que en esa clase de actividad observemos «esfuerzo» por parte de los agentes prolépticos, los animales, no llamamos a esas secuencias «trabajo». He aquí una nueva escala, indiscutible, montada y analizable sobre la base de las otras (biológicas genéricas, fisiológicas, bioquímicas). Pero de lo que no cabe duda es que la heterogeneidad surgida en la evolución humana ha representado una dirección no reversible. El «metabolismo» genérico hombre-naturaleza, que todavía podemos apreciar en las actividades de seres humanos cazadores-recolectores, servidos de herramientas, y útiles, se pliega sobre la propia especie, que conoce en los últimos miles de años en su interior una «diferenciación» evolutiva inédita. Un proceso social de diferenciación del trabajo, una vinculación asimétrica fundada en el control intraespecífico, una suerte de domesticación de partes de una sociedad sobre otras partes de esa misma sociedad. Más que los detalles históricos nos interesa recalcar aquí la diferencia entre nuestra visión (dialéctica) de la evolución, y la versión «progresista» o spenceriana, no del todo arrinconada en nuestros días. Estas visiones suelen mostrar los procesos naturales como tendencialmente dadivosos, providentes, en forma de incremento gradual, aditivo, de unas partes sobre un substrato mucho más homogéneo del que ahora conocemos.

Pues en la evolución no es esencial la adición, o la ramificación sobre troncos o bases más homogéneas que las actuales. Lo esencial de la evolución orgánica, y sobre ella, de la cultural, estriba en la reabsorción que las emergencias o resultantes acaecidas en una fase T’ pueden emprender sobre las categorías o estructuras sobre un tiempo precedente T, que siguen coexistiendo materialmente en T’ y por lo tanto en relación causal. Es unilateral ver la evolución tomando un firme y seguro camino hacia un destino de mayor complejidad, perfección, consciencia, cultura, etc. La visión dialéctica, integradora, y por ende, contradictoria con el emergentismo y el epifenomenalismo, estriba en el poder causal o reorientador que los nuevos contextos pueden ejercer sobre contextos precedentes, que son todavía contextos coexistentes en el tiempo, pues sin coexistencia no habría posibilidad alguna de influjo causal, pero (a) han quedado relegados a componentes materiales o inmanentes de los nuevos contextos diferenciados (incorporación o integración material), o bien (b) permanecen ajenos categorialmente, pero en modo alguno ajenos causalmente.

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